lunes, 10 de noviembre de 2025

Encuadres institucionales y función de pérdida: la clínica cuando el pago no interviene

¿Cómo cambia el lazo analítico cuando el dinero no circula directamente entre paciente y analista?

Introducción

Comencé a trabajar con una obra social dependiente de uno de un organismo del Estado hacia fines de 2022. En aquel entonces, el sistema de cobertura ofrecía un número limitado de sesiones mensuales para sus afiliados. Sin embargo, a raíz de un conflicto interno —una suerte de escándalo administrativo que tuvo cierta repercusión entre los profesionales, autoridades y los medios—, la institución decidió ampliar los beneficios: entre ellos, el tan celebrado “sin tope de sesiones” de las sesiones de psicología.

En algunos sistemas de salud, las ausencias injustificadas implican para el paciente el pago de la sesión. En este caso, la obra social no había establecido ninguna norma al respecto.

El anuncio fue recibido con entusiasmo tanto por los pacientes como por los analistas. No obstante, aquella medida trajo aparejada una consecuencia no prevista: la cuestión de las ausencias.

Consultada sobre cómo proceder, la solución de la auditoría fue supervisar los casos. Informalmente, varios empleados del área de facturación sugirieron que, ante una falta, se firmara la planilla de asistencia en la sesión siguiente “como si el paciente hubiera acudido”, dado que la normativa vigente no contemplaba el registro de inasistencias.

En un primer momento, la solución pareció conveniente para todos: el analista no perdía su ingreso, y el paciente no debía pagar por un encuentro al que no asistió. Sin embargo, con el tiempo, esta práctica trajo consigo una serie de efectos subjetivos y clínicos que merecen ser pensados.

El dinero en un análisis

El dinero que el analizante entrega no es sólo un precio, sino una inscripción simbólica del acto de demanda. Freud mismo lo plantea tempranamente: el pago introduce una seriedad de compromiso, un reconocimiento de que el análisis no es una conversación gratuita sino un trabajo —el trabajo del análisis— que implica una pérdida, un gasto, un desprendimiento.

No se trata de un intercambio mercantil, sino de un acto simbólico que sostiene la transferencia. Pagar, inicialmente para el paciente, es reconocer que el trabajo tiene un costo, y que el analista no es un benefactor (figura que Freud y Lacan cuestionan), sino alguien convocado a una tarea. El pago sostiene la asimetría estructural del dispositivo: el analizante se dirige a un lugar supuesto de saber, y paga para sostener esa suposición.

Lacan va más allá: el pago tiene valor de significante del deseo, una forma en la que el sujeto se implica en lo que dice. Por eso no es indiferente si paga o no paga, si se le condona el arancel o si negocia su valor: cada uno de esos movimientos tiene un efecto de discurso.

Luego, están los aspectos que tienen que ver con el pago en su dimensión del registro real, que opera como límite y borde del goce. En la economía pulsional, el dinero toca lo real del goce, porque condensa valor, pérdida y deuda. Lacan dice que el analista no debe gozar del dinero, ni hacerlo objeto de su deseo. El dinero funciona en la cura como objeto mediador: marca un límite entre el deseo y el goce, instituye un borde que separa el campo de la palabra del campo del consumo.

El pago ordena el goce, lo hace pasar por el circuito del significante, evitando que se despliegue como demanda ilimitada. El analizante paga —y al hacerlo, pierde algo— para que el deseo pueda circular.

Freud decía que el pago libera al paciente de toda deuda personal con el analista; Lacan muestra que, además, le permite al analizante situarse como sujeto responsable de su acto. Aunque no se tratara específicamente de dinero, el paciente debe “dar algo de sí” para que el tratamiento tenga valor. En ese gesto de desprendimiento —de tiempo, de dinero, de resistencia— se cifra el compromiso con el proceso analítico.

Podría decirse que pagar es simbolizar la propia implicación, transformar el malestar en una inversión, en el doble sentido del término: el paciente invierte dinero y, al mismo tiempo, invierte las condiciones de sufrimiento que lo llevaron al análisis.

Cuando el pago desaparece —por gratuidad o por ideal— también tiende a desaparecer el deseo que sostenía el análisis. Es lo que vimos en el caso de los análisis financiados, pero también en el caso de las obras sociales—, esa economía simbólica se altera. La institución media, amortigua la transacción y, con ella, el valor del acto. El resultado puede ser una forma de desresponsabilización: el paciente deja de sentir que paga por su palabra, y el analista, a su vez, puede experimentar que cobra por una ausencia, lo que tiene también un efecto sobre el paciente.

Un consultorio en llamas

En el contexto que se dio la resolución de dar sesiones ilimitadas, había una clara intención institucional de reducir las quejas de sus afiliados y sus prestadores. A primera vista, pagarle a los profesionales y perdonar las faltas de los pacientes parecía la solución a todos los problemas que podían surgir en los consultorios. ¡Nadie asume las consecuencias económicas de las ausencias! No obstante, las dificultades no tardaron en aparecer...

Vamos a ver una serie de casos que permitan pensar las consecuencias clínicas de una modalidad de encuadre se obtura gracias a esta política externa.

1) Una paciente presenta una neurosis fóbico–obsesiva, en la que la evitación constituye el modo privilegiado de defensa. Padece una fobia a los accidentes y a los médicos, y más ampliamente a la irrupción de lo real, encuentra su correlato en el tratamiento: ausencias reiteradas, suspensiones y retomadas que operan como un intento de mantener al analista a distancia. En esos momentos, la transferencia se organiza en torno a un saber peligroso o invasivo, que la paciente teme encontrar en el Otro analítico tanto como en el médico. Como la dimensión está suprimida, el acto analítico se ve despojado de uno de sus sostenes más eficaces frente a la resistencia. En el caso de esta paciente, esto se traduce en una serialización de las ausencias sin consecuencias, que consolida su posición de evitación y reitera el circuito fóbico: la angustia aparece, se interrumpe el tratamiento, y nada se pierde, de modo que nada se pone en juego del lado del deseo.

2) En este otro caso, otra paciente presenta una modalidad vincular en la que se encuentra capturada por demandas ajenas que asume como propias, en especial aquellas que provienen de figuras de autoridad femenina —una jefa laboral exigente, una madre controladora—. Su modo de lazo se organiza en torno al intento de ser la que sostiene, la que responde, la que no falta, aun cuando eso la deje exhausta. En el análisis, esta posición se repite. Si bien falta a sesión con frecuencia, lo hace justificando sus ausencias por razones laborales o de compromiso con otros. Su discurso está impregnado de culpa y necesidad de aprobación: busca que el analista no se enoje, que no la considere irresponsable, y se muestra atenta a que el profesional reciba el pago institucional correspondiente. En una ocasión, dice: “Te firmo todo”, frase que condensa su modo de relacionarse con el Otro: un ofrecimiento servicial destinado a calmar la supuesta demanda del otro, sin implicarse verdaderamente en su propio deseo. De este modo, el dispositivo reproduce el circuito de agotamiento que la paciente vive en su vida cotidiana: el sujeto se ofrece al Otro para evitar su enojo o su falta, y el analista, privado del recurso del pago, corre el riesgo de quedar incluido en esa escena, encarnando una figura más a la que hay que satisfacer.

3) Un hombre de 27 años, con diagnóstico previo de esquizofrenia no especificada y TLP, se presenta con rasgos de neurosis narcisista de tonalidad melancólica, marcada por impulsividad, fragilidad yoica, sentimientos de culpa y devaluación, consumo de sustancias y repetidos intentos autodestructivos. Su biografía está atravesada por experiencias de abandono y humillación, una madre invasiva y un padre desmentidor, que contribuyen a un armado identitario lábil.

En el tratamiento, esta fragilidad se manifiesta como dificultades para sostener el encuadre, ausencias reiteradas, demoras, interrupciones intempestivas y comportamientos desbordantes. En el momento en que el analista se ve imposibilitado de aplicar una consecuencia económica (por el régimen institucional que impide cobrar las ausencias), la escena se configura como un espacio sin límite efectivo.

La ausencia de sanción simbólica es leída por el paciente como un vacío del Otro, que él mismo se encarga de llenar con su cuerpo. Así, a medida que sus ausencias no tienen costo ni marca, los actings van aumentando: primero aparecen faltas y cancelaciones, luego provocaciones verbales en las sesiones  y finalmente actuaciones corporales directas frente al analista. Estas conductas no son meras transgresiones morales: son modos de interrogar la presencia y el deseo del Otro, allí donde el encuadre se ha vuelto sin falta. El paciente, en su desorganización, busca a través del cuerpo una respuesta, una frontera, incluso un rechazo. La ausencia de pérdida en el campo simbólico (no pagar, no perder nada al faltar) se transforma en la búsqueda de una pérdida real: hacer tambalear el vínculo, poner al analista en posición de expulsarlo.

El dispositivo, al no poder operar por la vía del pago, queda capturado en la lógica del goce del paciente. La sesión no tiene costo ni límite, el encuadre se torna permeable, y el analista corre el riesgo de quedar incluido en la escena de excitación y castigo que organiza la vida del sujeto.

Posibles intervenciones

El núcleo técnico y ético del problema sería: ¿cómo preservar la función simbólica del pago cuando la institución la anula?

Decíamos que Freud ya advertía que el pago cumple una función que excede lo económico: es un acto simbólico de implicación. Al suprimirlo (o al hacer que el pago sea automático, como con la obra social), se elimina una pequeña pero decisiva experiencia de pérdida, que inscribe la falta y funda el compromiso del paciente con su palabra.

Si esa operación está vedada, la tarea del analista es restituir de otra manera la función de pérdida o consecuencia, para que la experiencia analítica no se transforme en una zona de impunidad psíquica.

La tentación, ante este tipo de encuadres institucionales, es volverse un “analista comprensivo”, que acepta sin marcas las irregularidades para sostener el vínculo. Pero eso, paradójicamente, deserotiza y burocratiza la transferencia, volviendo el análisis ineficaz.

El desafío es sostener una posición que no sea ni punitiva ni administrativa. Es decir, no se trata de castigar la ausencia, pero tampoco neutralizarla, sino leerla como formación del inconsciente y devolverla al sujeto en su estatuto de acto.

¿Pero cómo introducir una marca simbólica allí donde la institución impone neutralidad contable? Si el obstáculo institucional no puede eliminarse, ¿Cómo puede subvertirse analíticamente?

Una de las estrategias es el uso de la palabra como marca. El analista puede nombrar la ausencia y no dejarla pasar como un hecho administrativo, sino devolverla en la sesión siguiente como un significante: “Usted faltó”, “No vino la vez pasada, ¿qué pasó ahí?”. Esto reinstaura la pérdida como significante de la falta, no como dinero, sino como palabra.

En algunos casos puede ser útil acordar un compromiso de asistencia, firmado o explícitamente dicho. No como contrato burocrático, sino como un pacto de palabra: “El tratamiento se sostiene en su presencia; si no puede sostenerla, trabajemos sobre eso”. La idea es darle formalización a un compromiso, introduciendo la noción de consecuencia simbólica, aunque no sea económica.

Cuando las ausencias se vuelven un modo de resistencia, el analista puede transformarlas en material de trabajo transferencial, señalando su función: “Lo que se juega en su falta tu modo de escapar del encuentro conmigo”. De ese modo, la falta pasa a ser acto analítico: deja de ser un vacío y se convierte en una pregunta.

Si las faltas derivan en un circuito de impunidad y esta se vuelve estructural (como en el tercer ejemplo), puede ser necesario un acto de suspensión temporal del tratamiento, no como castigo, sino como forma de reinstaurar el límite simbólico. Se trata de un corte o suspensión como acto, que equivale, en su dimensión ética, a lo que antes hacía el pago: introduce un corte que nombra la falta.

Conclusiones
Los tres casos permiten pensar los efectos clínicos de un mismo impasse: la supresión del pago como operador simbólico. Allí donde el dinero, en el dispositivo clásico, marca una pérdida y delimita un compromiso, la mediación institucional lo neutraliza, produciendo un campo sin sanción, donde la resistencia encuentra terreno fértil.

En todos los casos, el no-pago se traduce en una abolición de la falta: nadie pierde, nadie responde, y el tratamiento corre el riesgo de volverse una escena sin borde. El dinero, reducido a mero trámite administrativo, deja de cumplir su función simbólica de corte y responsabilidad.

Sin embargo, este obstáculo no implica la imposibilidad del trabajo analítico. Más bien, obliga al analista a recrear las condiciones de la falta por otros medios: por la palabra, por el acto interpretativo, por la lectura de la ausencia, o incluso por la suspensión del tratamiento cuando el circuito se cierra en el goce.

De ese modo, el problema del encuadre no se resuelve “fuera” del análisis, sino en el análisis mismo: es al interior de la transferencia donde el analista puede reintroducir el límite que la institución borra.

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