martes, 11 de noviembre de 2025

La intimidad bajo la mirada del Otro

¿Qué forma puede asumir la intimidad cuando un sujeto vive perseguido por una mirada que regula su hacer cotidiano?

Lacan, hacia mediados de los años sesenta, introduce un concepto decisivo: la inmixión de Otredad. Con él nombra la imposibilidad de separar al sujeto de la operación del Otro, ya que el sujeto es un efecto del significante en el campo del Otro. Dicho campo no es abstracto: debe ser encarnado, alojado en alguien que ejerce esa función.

El ingreso del niño en el deseo del Otro constituye una operación estructurante. En un primer momento, el Otro lo mira, lo nombra, lo significa; en un segundo momento, el niño puede alojarse en ese deseo y comenzar a subjetivarse. Sin embargo, ¿qué sucede cuando el Otro nunca se ausenta, cuando su mirada está siempre presente, invadiendo toda posibilidad de intervalo?

La alternancia entre presencia y ausencia del Otro es condición de la simbolización, ya que el significante sólo opera en ese hiato, en el espacio entre una y otra. Si el Otro no falta, no se produce la distancia necesaria para que surja la pregunta por su deseo —ese “¿qué quiere de mí?” que inaugura el movimiento del sujeto. La mirada constante del Otro aplasta el intervalo, sofoca la posibilidad de interrogar lo que está más allá.

En tales condiciones, el niño queda fijado como objeto de interés permanente, objeto del goce del Otro. La intimidad, entonces, no puede constituirse: todo queda expuesto, iluminado por una luz que no cesa.

Esta operación tiene consecuencias directas en el armado del fantasma, ya que éste implica siempre una mirada velada: el fantasma da a ver para ocultar el lugar desde donde el sujeto es mirado. Cuando esa función del velo falla, la mirada del Otro se vuelve intrusiva, real, y el sujeto queda sin refugio.

El resultado clínico suele ser una economía psíquica dominada por lo somático o lo económico, en el sentido freudiano: irrupciones del cuerpo, descargas, pasajes al acto, o inhibiciones que impiden la deriva por la palabra. Allí donde el Otro no falta, el sujeto no puede hablar; sólo resta el cuerpo, su gasto, su queja o su silencio.

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