martes, 11 de noviembre de 2025

La existencia del goce y sus bordes: entre lo fálico y lo no-todo

¿De qué depende poder afirmar que un goce existe? La pregunta, que podría parecer puramente teórica, toca un punto crucial de la enseñanza de Lacan: la separación entre el goce y la sustancia viva. Si el goce no se confunde con la vida, si no es un atributo del cuerpo biológico, su existencia solo puede sostenerse como efecto del significante. El goce no es una energía vital; es una consecuencia del modo en que el significante incide en el cuerpo.

A partir de esta disyunción entre goce y sustancia viva, la cuestión se vuelve especialmente relevante en torno a lo femenino como campo. En el trabajo de separación que Lacan introduce entre dos modos de goce —el fálico y el no-todo—, se pone en juego una diferencia estructural. Solo el goce fálico puede afirmarse “a nivel de la existencia”, en tanto se inscribe en el orden del significante, en el campo de la Bedeutung. El “Otro goce”, en cambio, no cesa de no escribirse, es decir, no encuentra inscripción estable en el discurso ni se entrama en el síntoma.

De ahí que Lacan diga que lo no-todo vuelve patente lo incivilizado del goce. No civilizado porque no hace pacto con el lenguaje, porque no “conviene” —en el sentido que recoge María Moliner: no ajusta, no acuerda, no se concierta— con el orden del semblante. Mientras el goce fálico se sostiene del arreglo simbólico que lo hace interpretable, el goce no-todo permanece fuera de convenio, desarreglado, disonante con la palabra.

Sin embargo, no hay acceso a lo real sino a través de lo simbólico, y es justamente por ello que Lacan define ese goce como uno no-todo: no porque se oponga al fálico como su negativo universal, sino porque se escribe de otro modo, sin clausura ni totalidad.

En esta línea, el seminario Aún retoma un debate que ya estaba presente en La ética del psicoanálisis, aunque desplazado: el que enfrenta a Aristóteles y a Freud. En La ética…, Lacan los pone en relación en torno a la idea de Bien; en Aún, el contraste se traslada al eje del goce, entre lo intemperante aristotélico y el principio del placer freudiano. En ambos casos, se trata de pensar los límites del dominio del bien —o del placer— sobre el goce, es decir, aquello que en el ser hablante resiste toda medida, toda regulación y toda moralización.

El goce existe, entonces, en la medida en que se escribe su falla: su modo de no poder ser dicho del todo. Y esa existencia paradójica —efecto del significante, pero excedente a él— es la que abre el campo lógico del no-todo, donde la civilización tropieza con su resto incurable.

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