miércoles, 12 de noviembre de 2025

La geografía del padecimiento

El tema del espacio, lejos de pertenecer solo al ámbito de la decoración o la eficiencia, ha ocupado desde hace siglos un lugar relevante en la reflexión sobre la vida humana. Corrientes orientales como el feng shui ya habían advertido que la disposición de los objetos en el espacio influye en el equilibrio interior de quien los habita. La idea subyacente es simple pero profunda: el espacio no es neutro, sino que está animado por flujos, tensiones y sentidos que impactan en el modo en que el sujeto se encuentra consigo mismo y con el mundo.

Desde el psicoanálisis, este vínculo entre el orden exterior y la vida psíquica adquiere una densidad particular. Freud ya había señalado que la realidad opera como una instancia psíquica más, es decir, que no se trata de un ámbito exterior que el yo simplemente percibe, sino de una construcción simbólica en la que el sujeto proyecta, desplaza y condensa sus propias representaciones inconscientes. En otras palabras, el "afuera" también forma parte del aparato psíquico.

Esta concepción se hace visible en la forma en que Freud describe los casos clínicos. En más de un historial encontramos verdaderos mapas del síntoma, donde los espacios se cargan de sentido inconsciente. En El hombre de las ratas, Freud detalla minuciosamente los lugares donde transcurre la historia del paciente, como si la geografía misma diera relieve a la lógica del síntoma. En el caso de Juanito, el niño fóbico, los espacios —la calle, la casa, la caballeriza— estructuran el modo en que el miedo se organiza. Podría decirse que Freud no solo analizaba los sueños y las palabras, sino que también daba lugar las coordenadas espaciales del deseo y el goce, inaugurando una verdadera geografía del síntoma.

Desde esta perspectiva, las fronteras entre interior y exterior se vuelven difusas. No hay un “adentro” puramente psíquico ni un “afuera” puramente material, a la manera de la topología euclidiana: lo exterior participa de la economía libidinal del sujeto. Por eso, los espacios pueden producir diversos efectos: serenidad y claridad, pero también caos interno.

En la práctica clínica, los objetos —aquellos que el paciente conserva, acumula o no logra desechar— revelan algo de esta relación entre espacio y deseo. Cada objeto puede funcionar como representante de una época de la vida, un resto cargado de afecto, una condensación de duelo o de placer. Su presencia no es azarosa: porta un valor simbólico y una función dentro de la economía psíquica del sujeto.

Así, el psicoanálisis no prescribe un orden ideal ni dicta cómo disponer los muebles, pero se interesa por la territorialidad del sujeto, por la manera en que los espacios y los objetos ejercen su influencia, ya sea en su casa, en su trabajo, o en otros ambientes.

Caso clínico: La casa de muñecas

Una mujer de 38 años, llega a análisis desbordada por la angustia. Mantiene una relación amorosa con un hombre que, según relata, evita sistemáticamente el compromiso. Él posterga cualquier intento de afianzar el vínculo, y aunque desde afuera parece claro que su interés se centra más en el dinero de ella que en un lazo genuino, Claudia se limita a decir una frase que condensa su sufrimiento: “Él juega conmigo.”

El modo en que formula su queja no es menor. No dice que “la engañan” ni que “la usan”, sino que “juegan” con ella: una expresión que ya anuncia una posición subjetiva, la de quien se presta a ocupar el lugar del objeto de manipulación, o incluso de ornamento, en el juego del otro.

Poco después de iniciar el tratamiento, la paciente atraviesa una crisis de angustia que deriva en un pasaje al acto. El analista evita un trágico desenlace al ir rápidamente a contenerla a su domicilio, momento en el que él se encuentra con una escena que no deja de ser elocuente: su casa es perfecta, casi irreal. Los colores pastel, los juegos de té perfectamente dispuestos, la limpieza impecable, la ausencia total de objetos personales o de huellas de vida. Más que un hogar, parece un decorado, un espacio pensado para ser visto, no habitado.

Tiempo después, al comentar en sesión lo agradable que lucía su casa, la paciente responde con una frase que condensa toda su posición: “¿Viste? Es que yo soy una muñequita, y todos dicen que vivo en una casa de muñecas.”

El comentario, dicho con naturalidad, revela el núcleo de su identificación al significante que la representa como sujeto: ser una muñeca. La casa perfecta no es un rasgo de pulcritud o gusto estético, sino el correlato espacial de una forma de existencia: la de alguien que se sostiene en una imagen ideal congelada, sin resto, sin desorden, sin vida. La “casa de muñecas” es, en este sentido, una metáfora material de su estructura psíquica. Aquí se encarna así un caso paradigmático de cómo el orden puede ser un síntoma, un intento de dominar el vacío mediante la imagen.

Caso clínico: cartografía del pánico

Un hombre de 35 años, consulta por ataques de pánico que lo asaltan en momentos aparentemente azarosos. Como suele ocurrir en los cuadros donde predomina la angustia automática —esa que no funciona como señal sino como irrupción sin mediación—, el paciente no logra dar cuenta de ninguna causa precisa. “No me pasa nada malo”, dice, con desconcierto genuino.

Durante las primeras entrevistas, menciona la muerte repentina de su padre dos años atrás. Sin embargo, aclara de inmediato: “Ya lo tengo superado. De hecho, en el funeral estaba más ocupado en servir café a los invitados que en llorar”. La frase, dicha con un tono entre el humor y el orgullo, muestra la dirección de una defensa bastante común: ponerse al servicio de los otros para no sentir.

Un aporte del paciente es que los ataques aparecen en lugares específicos, no en cualquier sitio. Con el analista comienzan a colocar puntos rojos en un mapa. La intervención no es ingenua: el analista trata de que el paciente "se ubique" subjetivamente. Efectivamente, poco a poco, el paciente advierte que esos lugares no son casuales: son los sitios donde, de algún modo, sigue esperando encontrar a su padre: el restaurante donde solía almorzar con su padre, el hospital donde lo atendían al padre, el garaje donde el padre guardaba su coche, la oficina en la que trabajaba. Allí donde antes había una presencia, ahora hay un vacío. Y es justamente en el encuentro con esa nada donde se produce el ataque de pánico.

El ataque, en este sentido, no es solo una crisis fisiológica ni una descarga ansiosa: es una irrupción del vacío en el lugar del objeto no reconocido como perdido. Allí donde el sujeto busca el rastro de un Otro que ya no está, se topa con la falta misma. La angustia, en tanto afecto que no engaña, señala ese agujero sin mediación simbólica: el padre aún no ha sido perdido, no ha sido simbolizado como muerto.

El trabajo analítico se orienta entonces hacia la elaboración del duelo, que no consiste en olvidar al padre sino en inscribir su pérdida, hacerle un lugar simbólico. El mapa, que al principio funcionó como una cartografía del pánico, se transforma con el tiempo en una cartografía del duelo: una manera de poner palabras allí donde antes solo había localizaciones mudas del vacío.

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