En Aún, Lacan da un paso decisivo al afirmar que el objeto equivale a la falla, llegando incluso a decir que el objeto es el fallar mismo. Con esta formulación, el objeto a deja de ser una simple causa del deseo para devenir la huella del desfallecimiento del Otro, ese lugar supuesto de garantía que siempre fracasa. El objeto, entonces, no rellena el agujero: lo bordea, lo escribe.
Pensado desde la sexuación, este desplazamiento tiene consecuencias importantes. El objeto a, más allá del falo como letra o función, sostiene la lógica del suplemento de goce, propio del lado del no-todo. De allí que Lacan pueda afirmar que una mujer “cuenta” como objeto a: no por su posición subjetiva ni por un atributo imaginario, sino por encarnar lo que del goce no se deja contabilizar.
Este estatuto la eleva a un lugar singular: la mujer como partenaire por definición, el partenaire de lo imposible. En ese punto, una mujer encarna lo real del partenaire, aquello que no se deja domesticar por la dialéctica del deseo ni por el semblante.
Salir de la necedad —esa persistencia en la ilusión de un Otro consistente— implica inventar un partenaire, no ya sostenido en el fantasma, sino en el síntoma. Un partenaire que no provenga de la repetición, sino de una invención singular.
Por eso Lacan puede decir que una mujer puede ser el síntoma para un hombre. Pero no se trata de un síntoma clínico, interpretable o reducible al sentido; se trata de un síntoma en su vertiente real, un modo de gozar que hace lazo allí donde el Otro ha fallado.
El objeto, entonces, no viene a colmar la falta, sino a testimoniar del fallar mismo, a dar forma a lo que no anda. Y en ese fallar —que es también el del amor, del cuerpo, de la palabra— el sujeto encuentra, paradójicamente, su modo más singular de existir.
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