jueves, 6 de noviembre de 2025

Relaciones entre el superyó y el desamparo

La relación entre el superyó y el desamparo (Hilflosigkeit freudiana) es profunda y estructural. De hecho, podría decirse que el superyó surge como una respuesta paradójica al desamparo originario, pero una respuesta que, en lugar de proteger, reproduce y redobla el sufrimiento.

Para Freud, el desamparo (Hilflosigkeit) no es solo una experiencia infantil, sino una marca ontológica del sujeto humanoEl ser hablante nace en una radical dependencia: no puede sobrevivir sin el Otro, pero al mismo tiempo, ese Otro (el cuidador, el lenguaje, la cultura) es fuente tanto de protección como de amenaza.

El desamparo del niño es la fuente originaria de todos los motivos morales.
Freud, El malestar en la cultura (1930)

Es decir, el sujeto se constituye en una tensión entre su impotencia biológica y la omnipotencia del Otro, lo que deja una huella indeleble: una necesidad de amparo, pero también una exposición constante al abandono, a la pérdida y a la exigencia.

El superyó nace —según Freud en El yo y el ello— a partir de la identificación con las figuras parentales, especialmente con sus mandatos y prohibiciones.
Pero hay algo más: el superyó no se forma solo como una instancia moral o ideal, sino también como interiorización de la agresividad dirigida al padre. Es una mezcla de ideal y crueldad.

En este sentido, el superyó es una formación reactiva al desamparo:

  • Frente a la pérdida del amparo real (la dependencia de los padres, el amor del Otro), el sujeto introyecta la voz que lo regía, para sostener algo de orden y sentido.

  • Pero esa voz no se introyecta sin restos: se introduce como mandato cruel, como una exigencia imposible de satisfacer.

¿Por qué se vuelve más cruel en situaciones de desamparo? Porque el superyó se alimenta del goce del sufrimiento. Freud ya lo decía en El malestar en la cultura: “Cuanto más se obedece al superyó, más se acrecienta su severidad.

Cuando el sujeto pierde el sostén del Otro —por duelo, exclusión, pérdida del trabajo, ruptura, o una caída simbólica—, retorna el desamparo originario. Y allí donde el Otro falta, el superyó ocupa su lugar, pero en forma de mandato feroz: “¡Debes ser feliz! ¡Debes gozar! ¡Debes poder solo!”

Lacan lo formula de modo aún más claro:

El superyó ordena gozar.
(Seminario 7 y 11)

Es decir: frente a la angustia del vacío, el superyó no ampara, sino que exige. Es una “presencia sin amor”, una autoridad sin sostén. Por eso, en la clínica de la depresión o la melancolía, encontramos un superyó sin Otro, que se vuelve puro sadismo:
“Deberías haber hecho más.”
“No tenés derecho a quejarte.”
“Tu sufrimiento no sirve.”

Sin embargo...

La carta de Ernest Jones a Ángel Garma introduce un punto clínico y político muy agudo: en los contextos de sufrimiento social o amenaza colectiva, las neurosis parecen disminuir en su frecuencia o intensidad, lo que toca el corazón mismo de la economía superyoica..

La observación de Jones, en su carta a Garma (23 de agosto de 1942), resuena como una paradoja clínica:

Ha habido una notoria disminución de las neurosis desde que hay guerra, lo cual atribuyo a que las penas y peligros de vida alivian la necesidad de autocastigo.

Lo que el discípulo de Freud señala es que, en contextos de amenaza real o sufrimiento colectivo, se atenúa el trabajo interior del superyó. Dicho de otro modo: cuando el peligro se vuelve exterior y tangible, el sujeto ya no necesita producirlo internamente.

En tiempos de paz o estabilidad, el conflicto psíquico se “interioriza”: el superyó encuentra terreno fértil para exigir, castigar, y producir síntomas. Pero cuando el mundo se vuelve peligroso —cuando el hambre, la guerra o el caos hacen evidente el desamparo—, el principio de realidad asume la función que antes cumplía el superyó: pone límites, impone el peligro, marca la castración desde afuera.

El sujeto ya no necesita generar un enemigo interior. La realidad misma ocupa ese lugar.

Freud ya había intuido algo de esto en Consideraciones de actualidad sobre la guerra y la muerte (1915): la guerra “desmiente la cultura” y hace visible la agresividad que el superyó civilizado mantenía reprimida. Pero en ese mismo gesto, el conflicto interno se descarga en el exterior. Lo que antes era culpa o inhibición se transforma en acción, supervivencia, o incluso en solidaridad.

La energía que el superyó destinaba al reproche se invierte en hacer, en resistir. Es lo que podríamos llamar un desvío del goce superyoico hacia el campo de lo real.

Lo que Jones llama “aliviar la necesidad de autocastigo” revela un punto clave: el superyó necesita una cierta comodidad para desplegar su sadismo. Cuando la existencia misma está amenazada, el sujeto se encuentra con una forma más primaria de desamparo, una que no deja espacio para la fantasmática del reproche. La vida psíquica, en cierto modo, se simplifica: no hay lugar para culpas cuando el peligro es inminente.

Esto invierte la lógica habitual: el sufrimiento real puede suspender temporalmente el sufrimiento neurótico. Mientras que el neurótico goza en su queja y en su autoacusación, el que atraviesa un dolor compartido o una guerra ya no tiene tiempo de gozar del síntoma. La realidad cumple la función del superyó, pero de un modo “eficaz”: sin metáfora, sin exceso, con pura economía vital.

Claro que esta “cura” no es sin costo. Lo que se alivia en el plano neurótico se desplaza a lo social. El superyó no desaparece, se colectiviza: se vuelve moral de grupo, fanatismo, obediencia ciega o crueldad institucionalizada.

Por eso, tras las guerras, suelen reaparecer las neurosis, incluso con mayor virulencia, como si el superyó reclamara los intereses de la deuda suspendida.

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