La relación entre el superyó y el desamparo (Hilflosigkeit freudiana) es profunda y estructural. De hecho, podría decirse que el superyó surge como una respuesta paradójica al desamparo originario, pero una respuesta que, en lugar de proteger, reproduce y redobla el sufrimiento.
“El desamparo del niño es la fuente originaria de todos los motivos morales.”— Freud, El malestar en la cultura (1930)
Es decir, el sujeto se constituye en una tensión entre su impotencia biológica y la omnipotencia del Otro, lo que deja una huella indeleble: una necesidad de amparo, pero también una exposición constante al abandono, a la pérdida y a la exigencia.
En este sentido, el superyó es una formación reactiva al desamparo:
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Frente a la pérdida del amparo real (la dependencia de los padres, el amor del Otro), el sujeto introyecta la voz que lo regía, para sostener algo de orden y sentido.
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Pero esa voz no se introyecta sin restos: se introduce como mandato cruel, como una exigencia imposible de satisfacer.
Cuando el sujeto pierde el sostén del Otro —por duelo, exclusión, pérdida del trabajo, ruptura, o una caída simbólica—, retorna el desamparo originario. Y allí donde el Otro falta, el superyó ocupa su lugar, pero en forma de mandato feroz: “¡Debes ser feliz! ¡Debes gozar! ¡Debes poder solo!”
Lacan lo formula de modo aún más claro:
“El superyó ordena gozar.”(Seminario 7 y 11)
Sin embargo...
La carta de Ernest Jones a Ángel Garma introduce un punto clínico y político muy agudo: en los contextos de sufrimiento social o amenaza colectiva, las neurosis parecen disminuir en su frecuencia o intensidad, lo que toca el corazón mismo de la economía superyoica..
La observación de Jones, en su carta a Garma (23 de agosto de 1942), resuena como una paradoja clínica:
“Ha habido una notoria disminución de las neurosis desde que hay guerra, lo cual atribuyo a que las penas y peligros de vida alivian la necesidad de autocastigo.”
Lo que el discípulo de Freud señala es que, en contextos de amenaza real o sufrimiento colectivo, se atenúa el trabajo interior del superyó. Dicho de otro modo: cuando el peligro se vuelve exterior y tangible, el sujeto ya no necesita producirlo internamente.
El sujeto ya no necesita generar un enemigo interior. La realidad misma ocupa ese lugar.
La energía que el superyó destinaba al reproche se invierte en hacer, en resistir. Es lo que podríamos llamar un desvío del goce superyoico hacia el campo de lo real.
Lo que Jones llama “aliviar la necesidad de autocastigo” revela un punto clave: el superyó necesita una cierta comodidad para desplegar su sadismo. Cuando la existencia misma está amenazada, el sujeto se encuentra con una forma más primaria de desamparo, una que no deja espacio para la fantasmática del reproche. La vida psíquica, en cierto modo, se simplifica: no hay lugar para culpas cuando el peligro es inminente.
Esto invierte la lógica habitual: el sufrimiento real puede suspender temporalmente el sufrimiento neurótico. Mientras que el neurótico goza en su queja y en su autoacusación, el que atraviesa un dolor compartido o una guerra ya no tiene tiempo de gozar del síntoma. La realidad cumple la función del superyó, pero de un modo “eficaz”: sin metáfora, sin exceso, con pura economía vital.
Claro que esta “cura” no es sin costo. Lo que se alivia en el plano neurótico se desplaza a lo social. El superyó no desaparece, se colectiviza: se vuelve moral de grupo, fanatismo, obediencia ciega o crueldad institucionalizada.
Por eso, tras las guerras, suelen reaparecer las neurosis, incluso con mayor virulencia, como si el superyó reclamara los intereses de la deuda suspendida.
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