Como pueden señalar Deleuze (1972) o Barthes (1977), enamorarse es aprender a reconocer al otro por aquellos signos que le son propios. Por ello, el amante se transforma en un semiólogo en estado puro, salvaje, que se halla en constante decodificación, acción intensa de lectura de los signos o las pruebas de amor. Los signos, pueden ser de felicidad, como también de desgracia. Incluso, los mismos signos que otrora tuvieron que ver con el amor, pueden conducirnos al dolor, a los celos, al desamor, lo que lleva a sentir que el tiempo invertido en su aprendizaje, ha sido un tiempo -irremediablemente- perdido. Una doble decepción. Deleuze ha llamado a esto la "contradicción del amor". Siempre un poco de ambos. Se encuentra, pues, en un constante acecho de los signos, un "buscón" de tales indicios, frente a los cuales, se erige como intérprete, traductor o exégeta. Signos, que en la actualidad, son cada vez más múltiples y cambiantes, confundiendo toda lectura de éstos, lo que deja a los amantes, irremediablemente, sumidos en la maldición del lenguaje: los equívocos y malos entendidos inevitables, en un código que nos precede.
Pero, los celos, como signos inequívocos de una verdad revelada, sobre la farsa del amor (por lo menos en el caso presente), empujan al amante al abandono de ese amor, para continuar con su repetición serial por otros caminos, ya sea como salida triunfal ante la posible derrota, o como forma de defensa que preserva al sujeto de enfrentar lo inevitable del amor: la no incondicionalidad que lo vuelve siempre inestable. Las leyes del amor, podría decir Dolina, un lector de Proust (como Deleuze), son las leyes de la mentira. René Schérer (1998), propondrá que el amor entre un hombre y una mujer, ha de ser, siempre una "profundidad superficial", puesto que, los signos verdaderos, no cruzan la línea de los sexos, se hallan de cada lado de ellos, ofrecidos a sus pares.
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