La lógica de una acción, tal como la propone Lacan, no se reduce a una reflexión sobre la existencia subjetiva. Se trata de algo que excede la interrogación ontológica y desplaza el centro de gravedad del ser hacia el acto. Definir al psicoanálisis como praxis, como tratamiento o como lógica de una acción, implica subrayar que lo esencial en él no es el ser, sino el hacer; y que ese hacer se emplaza precisamente donde el ser falta.
Desde esta perspectiva, el acto analítico lleva consigo una dimensión ética. Retoma la potencia creadora de la palabra —su capacidad de hacer existir algo mediante el decir—, pero la somete a una torsión: la pregunta por “qué hacer con el deseo que lo habita”. Allí se revela que el deseo no pertenece al sujeto como propiedad, sino que es siempre el deseo del Otro.
En la estructura del discurso analítico, el analizante produce un S₁, pero también puede decirse que el discurso lo produce a él. Entre los seminarios 17 y 19, Lacan sitúa este S₁ en el campo de lo escrito, marcando el pasaje del Nombre del Padre del lugar del saber (S₂) al lugar del significante que comanda (S₁). Este desplazamiento implica un viraje decisivo: el significante ya no es el garante del sentido, sino el operador de una causa.
Los significantes que estructuran la experiencia analítica precipitan de la palabra, la cual constituye a la vez el marco, el instrumento y la materia de la práctica. Freud lo formalizó con la regla de la asociación libre, una libertad paradójica: allí donde se enuncia la libertad, opera la determinación del discurso. Esa determinación incluye al analista no como persona, sino como función del Otro, como aquel a quien la palabra se dirige.
De este modo, la palabra actualiza al Otro como lugar de la determinación. Es el funcionamiento del Sujeto Supuesto Saber, cuyo valor no reside en el conocimiento que porta, sino en su capacidad de sostener el marco donde algo de lo no sabido puede advenir.
El final de este movimiento señala el límite: el punto donde el acto ético del analista se confronta con lo imposible como tope lógico. No se trata de lo “no sabido”, sino de lo imposible de saber —ese lugar donde el acto, y no el ser, funda una verdad.
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