lunes, 3 de noviembre de 2025

La lucidez del melancólico: un pensamiento que arde

La lucidez del melancólico no es sabiduría, sino la consecuencia de haber perdido los velos protectores del deseo. Es el brillo helado de una conciencia sin metáfora. Por eso, en el consultorio, puede parecer un filósofo, pero su filosofía no se escribe con ideas: se escribe con dolor.

Esa lucidez melancólica ha sido notada desde los primeros textos freudianos y luego retomada por autores como Karl Jaspers, André Green, Julia Kristeva y Geneviève Hassoun. Pero tiene una lógica muy precisa en la estructura melancólica: no se trata de una lucidez producto del pensamiento, sino de una posición del sujeto frente a la pérdida.

Este fenómeno aparece en varios niveles:

La lucidez como efecto de la pérdida del velo imaginario

En la neurosis, el sujeto vive sostenido por los velos imaginarios del deseo y la identificación. En cambio, el melancólico, al haber caído esos velos, mira el mundo sin mediaciones: ve la falta del Otro desnuda, sin consuelo simbólico.
Por eso su discurso tiene una nitidez desarmante —como si dijera lo que todos intuimos pero nadie se atreve a formular.

El melancólico ve demasiado claro, pero no puede ver otra cosa que la nada.

Esa claridad es la contracara de una imposibilidad: no poder desear, porque ya no hay Otro que garantice el sentido. Su lucidez no es un saber vital, sino un saber mortífero.

La lucidez como forma de defensa

Lacan dice que el melancólico está “identificado al objeto a”.
Desde allí, su saber se produce como defensa frente a la desintegración.
El pensamiento hiperreflexivo, la introspección existencial o filosófica, son intentos de mantener una distancia simbólica frente al agujero que amenaza con absorberlo.

Por eso, en el consultorio, muchos melancólicos hablan como filósofos o poetas trágicos: su discurso tiene una forma racional, incluso brillante, pero en el fondo se organiza como una muralla frente al derrumbe.

Piensan para no caer.

Es un pensar que no busca resolver, sino sostener el vacío.

Lucidez y goce: la fascinación de la nada

Hay una dimensión de goce en esa lucidez.
El melancólico goza de su clarividencia, porque es lo único que le queda como prueba de su diferencia respecto del rebaño.
Esa certeza de “ver más lejos” le ofrece una suerte de identidad mínima —aunque a costa de un enorme sufrimiento.

Por eso se parece tanto al filósofo existencialista o al poeta maldito: piensa con el cuerpo, y su verdad se paga con la tristeza.
Como decía Nietzsche, “mirar demasiado tiempo al abismo, hace que el abismo mire en vos”.

Una verdad sin metáfora

Freud ya había advertido que el melancólico “dice la verdad”, aunque desde un lugar cruel. Cuando se acusa, no miente: su juicio moral no es delirante, sino literalmente verdadero, sólo que dirigido hacia el yo en vez del objeto perdido.
Por eso su lucidez conmueve: no es cínica, sino trágica.

André Green lo formula así: “En la melancolía, el sujeto se vuelve transparente al vacío. La lucidez es la forma que toma su desamparo.

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