¿Cómo distinguir el registro de las intervenciones del analista? En la práctica analítica, toda intervención tiene lugar en uno de los tres registros que Lacan distingue: lo simbólico, lo imaginario y lo real. No se trata de categorías abstractas, sino de modos distintos de incidir en la experiencia del sujeto. Cada una responde a un tipo de impasse y a una lógica diferente.
Las intervenciones simbólicas: operar con el significante
Ejemplo: el analista repite una palabra que el paciente usa sin advertir su peso, o reformula una frase que revela un doble sentido. Lo que importa no es el “contenido” de lo dicho, sino el acto de inscribir una diferencia en la cadena significante.
Las intervenciones imaginarias: operar con la imagen y la identificación
Pueden ser necesarias al inicio del tratamiento, cuando el paciente necesita un mínimo de consistencia yoica para sostener la transferencia, por ejemplo, ante un duelo o una crisis de angustia desbordante. En estos casos, una intervención empática, un gesto de reconocimiento o un señalamiento que devuelva una imagen un poco más unificada, puede tener función estabilizadora.
Sin embargo, el riesgo del analista en este plano es caer en la trampa del espejo: identificarse con el paciente o reforzar su narcisismo. Por eso, el uso del registro imaginario debe ser táctico y transitorio: se trata de construir un punto de apoyo, no de quedarse en él.
Las intervenciones en lo real: lo que corta, lo que no tiene sentido
En el punto en que el discurso se satura y el sentido se coagula, una intervención simbólica ya no alcanza. Allí puede operar el registro de lo real: un silencio, un acto, un gesto fuera de sentido que produce un corte.
Este tipo de intervención es eficaz cuando el analizante está demasiado asegurado en su discurso o en su fantasma. El analista, al suspender el sentido, pone en juego la falta en el Otro, forzando un reencuentro con lo que escapa al saber.
En el límite, el silencio del analista puede tener el valor de una interpretación real: deja al sujeto frente a la imposibilidad que lo habita.
Porque si el analista “interpreta demasiado pronto”, corre el riesgo de obturar el proceso. Y si “actúa demasiado tarde”, el analizante queda atrapado en su goce. Entre ambas posiciones se juega la ética de la intervención: ni tapar el agujero, ni llenarlo de sentido, sino bordearlo.
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