En la medida en que la palabra se dirige al Otro —al convocar a un oyente y, con ello, a una posible respuesta— abre y sostiene el campo de la verdad en el sujeto. Desde esta perspectiva, la verdad se despega de cualquier concepción que la reduzca a una adecuación o adaptación a lo dado. La verdad queda así atravesada por una tonalidad inevitablemente subjetiva.
En tanto estructura de ficción, la verdad se funda en el lazo primario del niño con la madre como Otro primordial. Esto no excluye la incidencia paterna, pero la sitúa en el registro del Nombre del Padre como significante, no en el del progenitor. En este orden lógico, la función materna es primera, y la paterna se introduce en un segundo tiempo.
Tanto Freud como Lacan sostuvieron sin modificaciones esta primacía de la madre. En cuanto ocupa el lugar del Otro, ella realiza la acción específica al intervenir desde el significante: acoge la demanda, traduce el llanto, lo reconoce como llamado. Ese acto —que es un acto de palabra— deja una marca en el niño. Por ello, su operación no se reduce ni a la gratificación ni a la simple producción de sentido.
Esa marca da testimonio del desamparo fundamental del cachorro humano, tal como lo formuló Freud, desamparo ligado a la heteronomía que estructura al sujeto desde el inicio. Se trata de una impronta clínica: el niño necesita de un sostén humano, ubicado no tanto en un origen natural como en un comienzo de orden simbólico.
Lacan radicaliza esta operatoria al llevarla al terreno de la estructura y de la palabra. La palabra adquiere allí valor de tésera: signo, prenda, garantía de un pacto. Es el índice de ese lazo inaugural por el cual un niño sólo puede acceder a una posición de sujeto a condición de alojarse, primero, en el lugar del Otro.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario