Aquí se ponía en juego la función y el valor del análisis del propio psicoanalista. En ese marco, ya desde muy temprano Lacan se interroga por la pregunta fundamental: ¿qué es un análisis? Y responde que es la cura que se “espera” de un psicoanalista. Ese “esperar” no remite a la ilusión pasiva de quien aguarda un resultado, sino a la cuestión, mucho más exigente, de si el analista está o no a la altura de esa función llamada sujeto.
Desde allí, Lacan se dedica a delimitar el marco específico de la práctica analítica, interrogando tanto sus medios como sus fines.
Los fines conciernen a los efectos de la cura, entendidos como una rectificación. Esta noción ha suscitado numerosas discusiones en el campo psicoanalítico, porque puede ser pensada de distintos modos. Sin embargo, en cualquier caso, dicha rectificación implica una modificación en la posición del sujeto respecto del Otro, del deseo y de la demanda.
Los medios, en cambio, son inequívocamente los de la palabra. En el campo preexistente del lenguaje, la palabra es la función sin la cual no puede pensarse al sujeto como efecto. Esto queda formalizado en la direccionalidad del vector simbólico del esquema L.
Lo simbólico no es un ámbito caótico: está regido por leyes. El apoyo inicial de Lacan en las Estructuras elementales del parentesco de Lévi-Strauss subraya justamente este valor del intercambio, que es a la vez índice de una falta y de la ley que regula ese intercambio.
La ley es, así, un hecho de lenguaje. Por eso, más allá de ciertas aparentes confusiones iniciales, el lenguaje no se identifica con lo simbólico. El lenguaje es un campo preexistente, del cual no podemos salir ni tampoco conocer su origen; puede pensarse entonces, al menos en este punto de la elaboración, desde una dimensión universal.
Lo simbólico, en cambio, supone ya la incidencia del Otro y se articula a la función performativa de la palabra. Pertenece, por ello, no al orden de lo universal, sino al de lo particular.
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