Cuando un sujeto acude a consulta en estado de pánico —con sus evidentes manifestaciones corporales— es crucial el papel del amor, entendido en el sentido del juego de palabras que hace Lacan en el Seminario 20 con "ánima". "Dar ánimo", como decimos coloquialmente, implica ayudar al paciente a reconectarse con su cuerpo, a volver a sentirlo como propio.
El pánico tiene una dimensión estructural ligada al simple hecho de tener un cuerpo. La angustia impacta sobre lo imaginario del cuerpo, que es lo que le otorga una sensación de unidad y cohesión. Este sentimiento de unidad, sin embargo, es sumamente frágil y puede romperse ante determinadas contingencias. Lacan se refiere a esta ruptura en su análisis de Joyce, diciendo que "el cuerpo levanta campamento", aludiendo a la sensación de desintegración. Ya Kraepelin había estudiado la pérdida de la voluntad humana, y Freud exploró esta vertiente a través del narcisismo, señalando cómo las pulsiones fragmentan el sentido de unidad corporal. Estos aspectos revelan lo inestable que es esta unidad, y el campo de la angustia refleja precisamente esta precariedad.
Curiosamente, en el DSM, el ataque de pánico y el ataque de angustia están descritos de manera casi idéntica. Ambos se refieren al terror que el pánico produce a nivel corporal, como una sensación de locura inminente que sacude al sujeto desde lo más profundo.
Existe una relación intrínseca entre el pánico y el deseo. Una de las condenas del ser hablante es haber perdido el objeto de deseo, lo que lo distingue de otras especies que cuentan con un instinto que guía su conducta. Esta carencia, este vacío, se experimenta como un abismo que genera pánico. El enfrentamiento con el deseo siempre implica angustia, ya que cualquier acto deseante conlleva el riesgo de enfrentar este vacío.
El pánico puede entenderse como una defensa extrema frente al agujero que el deseo abre en el sujeto, ya que el deseo implica sostener una tensión que el pánico rechaza. En el ataque de pánico, se observa una renuncia a la tramitación psíquica, es decir, una incapacidad de elaborar o simbolizar el malestar. Es como si el sujeto renunciara a atravesar la angustia que inevitablemente conlleva el acto de desear, buscando una salida inmediata para evitar el enfrentamiento con esa falta que el deseo desnuda.
En este sentido, el pánico puede ser visto como un intento desesperado de aferrarse a una ilusión de completud o certeza, negando la propia estructura deseante del ser hablante, que se caracteriza precisamente por estar en falta, por no tener un objeto que lo colme completamente. Así, el trabajo analítico busca, a través del amor transferencial, restablecer una conexión del sujeto con su cuerpo y su deseo, permitiendo que este vacío pueda ser habitado y elaborado, en lugar de ser evitado mediante el pánico.
Intervenciones Clínicas
Cuando la angustia se manifiesta como una señal en el yo, estamos ante una angustia operativa. En estos casos, la angustia cumple una función de localización: conmueve la escena y permite identificar los elementos que la sostienen. Estas escenas suelen estar apoyadas en objetos pulsionales específicos. Por ejemplo, en la clínica, al identificar de qué está hecha la escena (sensaciones de ser chupado, cagado, devorado, etc.), se puede orientar la interpretación para relajar esa estructura y permitir que el sujeto encuentre un modo más vivificante de sostener su deseo.
Sin embargo, cuando el sujeto se encuentra en un estado de pánico puro, las interpretaciones tradicionales suelen fallar. En estas situaciones, el sujeto experimenta una pérdida radical de consistencia corporal y psíquica. Antes de poder interpretar o señalar elementos del inconsciente, es necesario que el paciente sienta un cuerpo sostenido, una mínima estabilidad que le permita anclarse en su experiencia subjetiva.
Aquí se abre un abanico de posibles intervenciones clínicas, que van desde acompañar al paciente hasta "donar" bordes imaginarios y consistencia. El analista debe ser capaz de ofrecer un sostén imaginario, un borde que permita al sujeto recuperar cierta cohesión y no perderse en el abismo del pánico. Este sostén puede implicar actos simples, como el tono de voz, la presencia corporal del analista, o incluso el silencio atento, que puedan devolver al paciente una sensación de estar contenido.
En este sentido, el analista debe estar a la altura de la angustia del paciente, es decir, debe poder soportar la intensidad de esa experiencia sin desbordarse ni buscar soluciones rápidas. Esto implica una presencia activa pero no intrusiva, que permita que el sujeto encuentre sus propios recursos para enfrentarse a la angustia, reconociéndola como un punto de partida para la elaboración psíquica en lugar de una amenaza que debe ser inmediatamente neutralizada. Así, el trabajo consiste en acompañar al sujeto en este tránsito, facilitando que pueda reconstruir su relación con el deseo y con los objetos pulsionales que estructuran su escena psíquica, y logrando, en última instancia, que pueda habitar su soledad de una manera menos angustiante y más vivificante.
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