Uno de los puntos más complejos en la transmisión de los fundamentos de la práctica analítica reside en el esfuerzo constante por no quedar atrapados en la frondosidad de lo imaginario. Esta advertencia no implica una fantasía de purificación: todo discurso, incluido el analítico, produce efectos imaginarios. Pero de lo que se trata es de evitar la precipitación en sus brillos, en sus seducciones, en sus falsas evidencias. Y para ello, se impone una ética del no ceder demasiado rápido: el trabajo consiste, antes que nada, en demorarse, en no apresurarse.
Esta exigencia se vuelve particularmente crucial cuando se aborda el campo del goce femenino. El desarrollo de Lacan en torno a esta dimensión no alude a la mujer como categoría empírica o de identidad, sino a un modo de relación del hablante con el goce, más allá de la diferencia sexual biológica. Este campo puede pensarse desde tres registros complementarios: la serialidad, la modalidad y la topología nodal.
En términos lógicos, el aforismo “La mujer no existe” condensa una tesis mayor: la imposibilidad de inscribir un universal femenino. A diferencia de la lógica fálica, que se estructura en torno a la excepción que funda el conjunto, el lado femenino no permite cierre. Es lo no-todo: una lógica sin excepción constituyente. Por eso Lacan puede afirmar que, del lado femenino, el conjunto no se funda. De allí la imposibilidad de decir “la” mujer como función lógica universal.
Es en ese punto que el matema de LA barrado adquiere su potencia: al tachar el artículo definido en mayúsculas, Lacan no sólo parodia la imposibilidad de representar lo femenino, sino que produce una letra que da cuenta de un borde, de un vacío en el campo del Otro. Este matema resuena con el significante de la falta en el Otro, y con el objeto a como resto, como lo que no se integra en el todo.
Desde aquí puede formularse la hipótesis: la letra en el campo del no-todo no funciona como inscripción significante de una excepción, sino como borde de una experiencia de goce que no se deja totalizar. Es letra no de una función fálica, sino de un agujero en el discurso del Otro.
Entonces, ¿cuál es la diferencia entre la letra como borde en el campo del no-todo y la letra en la lógica fálica? ¿No se trata, en última instancia, de una diferencia en el modo de consistencia que la letra permite: del lado fálico, asegurando un límite; del lado femenino, marcando lo que excede al límite sin por ello forcluirlo?
Allí donde la letra fálica fija el contorno de un goce que se articula a la función del Uno, la letra en el campo femenino señala un más allá, un borde no clausurable. Y en esa diferencia, lo que está en juego no es sólo una teoría de la sexuación, sino una ética de la clínica: una que no sucumbe ante lo imaginario de “La Mujer”, y que se deja enseñar por lo que en ella no hace serie.