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martes, 24 de octubre de 2023

El carácter de las pasiones. Su incidencia en la experiencia clínica

Fuente: Luciano Lutereau (2015) "El carácter de las pasiones. Su incidencia en la experiencia clínica" Psicoanálisis - Vol. XXXVII - Nº 2 y 3 - 2015 - pp. 399-422

El estudio del carácter neurótico no es un tema novedoso en psi coanálisis. Desde Freud encontramos referencias que destacan su importancia; en la lista de recensiones podríamos añadir también a Alfred Adler, Karl Abraham y Wilhelm Reich. Sin embargo, antes que un esclarecimiento teórico, el presente artículo se propone trazar una perspectiva clínica, aproximar una pequeña intuición que futuros tra bajos deberían ampliar y fundamentar: la articulación entre el carácter y ciertas pasiones habituales de la clínica de la neurosis. Asimismo, el propósito de estas páginas avanza también en la vía de exponer la tensión entre el síntoma y el carácter, a expensas de la idea corriente de la sintomatización de eso que los otros reclaman como imposible de soportar.1

Como rodeo preliminar, dos observaciones que sólo pudieron ser reconstruidas a posteriori. Antes que de “carácter anal” preferimos hablar de “carácter obsesivo”,2 como un modo de resumir que todo carácter tiene ese estatuto. He aquí un aspecto clínico de relevancia en nuestros días: el diagnóstico precipitado de obsesión a partir de rasgos de carácter, sin considerar el conflicto que expresa la división subjetiva. Desde el punto de vista del carácter, en tanto formación narcisista, vale este gesto provocador: todos somos obsesivos; mientras que histérica es la posición fundamental del analizante, la unidad desgarrada que recubre su ser con el síntoma.

Síntoma, carácter y pasiones

¿De qué manera podría volverse analizable el carácter? En principio, la respuesta parece evidente: no se trataría más que de sintomatizarlo. He aquí una respuesta precipitada. Por cierto, un rasgo en que el sujeto se reconoce podría condescender al análisis a partir de ser puesto en cuestión; sin ir más lejos, ésta es una operación básica del inicio del tratamiento: que el síntoma se vuelva ego-distónico, pero no suficiente para hablar de “análisis del carácter”.3

Recordemos una definición lacaniana del síntoma –en “Acerca de la causalidad psíquica”–: “Lo que el sujeto conoce de sí aunque sin reconocerse en ello” (Lacan, 1946, 146). Por lo tanto, bien podría decirse que el movimiento que permite advertir la extra-territorialidad (al yo) del síntoma apunta al segundo elemento de la fórmula. Sin embargo, ¿qué es lo que el sujeto “conoce”? En este sentido, en el síntoma siempre se encuentra una dimensión de implicación subjetiva… que en el carácter no se hace presente. Este último es algo distinto a un mero “Yo soy así”. Por la deriva de la sintomatización (que requeriría pensar el carácter como un síntoma asimilado) apenas se piensa un revestimiento yoico, pero no su condición pulsional, eso que Freud concebía a través de una “transformación de la libido” –por ejemplo, en “Sobre las trasposiciones de la libido, en particular del erotismo anal” (1917).

Para dar cuenta de este problema, cabría recordar una breve indicación freudiana en Estudios sobre la histeria:
…el médico no pretenderá alterar una constitución como la histérica; tiene que darse por contento si elimina el padecer al cual es proclive esa constitución y que puede surgir de ella con la cooperación de condiciones externas.” (Freud, 1893, 124)

En este contexto temprano de su obra, Freud plantea la cuestión del carácter en términos de “constitución”; años más tarde lo haría según cierta “aptitud” para la producción de síntomas y, al final, llegaría a hablar de un estado neurótico “basal”. Por cualquiera de estas vías, la pregunta que se realiza apunta a ese trasfondo en que más allá del síntoma, padecimiento que sostiene la cura, se presiente un huésped silencioso. Si el síntoma es un “cuerpo extraño” en la vida psíquica, el carácter no es causa de la queja ni motor ruidoso del tratamiento.

No obstante, la referencia del síntoma no parece fácil de abandonar. En diferentes ocasiones Freud advirtió la condición problemática del carácter y, curiosamente, siempre fue por la vía sintomática que intentó pensarlo: por ejemplo, al hablar de la “sintomatología muda” de la joven homosexual, rasgos que la volvieran tan impermeable al tratamiento; o bien, cuando se refiriera a los “síntomas típicos”, aquellos que permitían un diagnóstico certero (puede verse en el caso Dora cómo la reacción con asco, a expensas del mecanismo conversivo, permite concluir que se trata de una histeria).

En el caso de la “sintomatología muda”, se trata de pensar el carácter de un modo diferente al estatuto de síntomas incorporados al yo (a través del beneficio secundario): podríamos decir que se trata del yo mismo, concebido en una dimensión que no se agota en la constitución especular del narcisismo.

Respecto de los “síntomas típicos”, Freud ampliaba su horizonte de investigación hablando de la filogenia, de las huellas prehistóricas de las generaciones… para exponer un motivo clínico concreto: esos “síntomas” escapan al padecimiento, no portan la marca singular de lo disruptivo.

Ahora bien, desde la perspectiva lacaniana también encontramos una aproximación convergente. Lacan no se interesó puntualmente por la cuestión del carácter, aunque también en su enseñanza advertimos elementos que permiten notar su presencia, ya no con la terminología del síntoma, sino con la del fantasma. Es el caso del seminario 8, donde se delimitan las fórmulas fantasmáticas de la histeria y la obsesión. Por ejemplo, respecto de la posición histérica afirma lo siguiente:

La devoción de la histérica, su pasión por identificarse con todos los dramas sentimentales… ahí está el resorte, el recurso alrede dor del cual vegeta y prolifera todo su comportamiento.” (Lacan, 1960-61, 281)

En resumidas cuentas, Lacan se refiere a la pasión de la histérica por aquello que llamamos “chismes”, ese punto en que el deseo de saber sobre la satisfacción la lleva a intercambiar la satisfacción misma; es decir, lo más propio de la histeria sería una posición que no se recorta a partir del síntoma como descifrable, metáfora que alberga un sentido inconsciente, sino una particular determinación subjetiva que resiste a la interpretación. Los posfreudianos llamaban a estas coordenadas “defensas”, mientras que Lacan opta por hablar de “pasiones”. Sin embargo, más allá del nombre que se le ponga, pareciera que hemos llegado a un concepto que permite volver operativo el análisis del carácter: las pasiones; pero, ¿cómo pensar el problema de las pasiones en psicoanálisis? ¿Cuál sería el alcance de su incidencia para pensar la causa del sujeto?

El conocimiento de las pasiones

La distinción entre lo conocido –jurisdicción propia del síntoma– y lo no conocido –las pasiones, el carácter, etc.– no resulta de una vana especulación académica sino de un matiz clínico cotidiano.

Si el síntoma es un “viejo conocido”, en tanto presenta problemas a la homeostasis subjetiva de su portador, la “pasión del carácter” es en cambio exclusivamente conocida por el entorno de aquel que nos consulta, al menos en el inicio de un análisis. Lo ilustra concretamente un paciente que tras haber aceptado reiteradas invitaciones a almorzar por parte de un amigo, con sorpresa se anoticia de las quejas del compañero, quien le reclama corresponda alguna vez al gesto. Indignado declara en el análisis: “¿Por qué lo voy a invitar si no quiero gastar ese dinero?”. Este caso extremo vale para ubicar el punto en que las pasiones del carácter pueden entrar en nuestro consultorio sin que impliquen ni por asomo que eso pueda transformarse en un síntoma. Es palpable que el paciente desconoce las incidencias que su modo de obrar tiene sobre sus lazos, por lo que no se puede ubicar la división subjetiva (al menos en términos de una percepción “interna”) sino en el ruido que produce en el lazo social. El punto de división no se encuentra en un elemento que desgarra moralmente a una unidad a la que aspira el ser hablante cuando se confunde con su yo –lo que en términos freudianos puede llamarse “conflicto interno”– sino que es en el encuentro con el otro que algo hace ruido y falla. Quizás sea entonces por la vía del trabajo con el carácter donde nos aproximemos a la vivencia más patente de la falla estructural de la relación con el otro, un punto en el que el diálogo está interceptado por el malentendido.

“¿Por qué ya nadie quiere hablar conmigo?”, dice el mismo paciente, que no puede siquiera imaginar que la consecuencia más inmediata de su tacañería, por llamarla de algún modo, es la pérdida de un lazo de amistad potencial.

Lo que entonces aparece como evidente es que algunas pasiones invariablemente atentan contra el lazo social porque son pasión “de uno” y, por definición, localizan al otro como excluido de la satisfacción. Por ese lado, a veces demasiado tarde, el “apasionado” consulta por los efectos de esto; aunque no sepa qué es lo que no conoce de sí, su pasión, sabe que algo lo ha quebrado en sus lazos concretos. Si esta apercepción se produce, el dispositivo hará el intento de llevar la pasión al diván y encontrar así las coordenadas simbólicas sobre las que se asienta la fijeza de dicha pasión. Intento que no va de suyo sea eficaz.

Desde este punto de vista, el carácter se aproxima a la dificultad que los médicos clínicos tienen con respecto a los enfermos que padecen una enfermedad crónica, para conseguir que estos tengan adherencia al tratamiento, en tanto que este último no implica una mejora en el sentido de la percepción de un aumento del bienestar, sino que redunda en que no empeore la enfermedad de base. Para ponerlo en términos concretos: supongamos que un paciente es hipertenso y el tratamiento previene un posible pico de presión; pero eso no lo hace sentir mejor, sino que exclusivamente previene un ataque, que por definición no sufre en el momento en que está en un estado de salud aparente. Lo que suele suceder es que el tratamiento se abandona al no haber un síntoma manifiesto.

De manera similar, cuando se trata del carácter no se siente eso como un dolor, sino que, por el contrario, ir en contra de esa “característica” no hace sentir mejor, sino que se vive como una restricción y una mutilación de la forma subjetiva. ¿Por qué habría alguien de aceptar dejar su tacañería si eso no le produce ningún perjuicio en el corto plazo, dado que renunciar a ella implicaría una merma severa de satisfacción? No es que busquemos la salud como el médico que trata al hipertenso, es que el hablante mismo se aterra cuando ha perdido todos sus lazos, y desde allí demanda cambiar lo que no conoce de sí. La pregunta del paciente que venimos tomando como ejemplo lo ilustra en forma patente: “¿Qué carajo tengo que todo el mundo me odia?”.

Vale la pena aclarar que aunque estas pasiones hagan ruido en el lazo social, no puede decirse que sean ajenas al Otro, que organiza los intercambios posibles entre los seres; pero, ciertamente, al mostrar el fracaso del lazo podría decirse que cuestionan el orden discursivo. Como fórmula general, entonces, podría decirse que las pasiones tristes son fruto del desengaño del Otro, pero no por eso el Otro está ausente en su fenomenología: los pasionales pueden llegar a tomar sobre sí la razón de su existencia e intentan horadar la escena definida por las coordenadas simbólicas del Otro, pero no por eso dejan de estar orientados al Otro al cual invariablemente se dirigen. Es así como la vergüenza necesita como término a la mirada elevada al lugar del ideal, a la vez que la denuncia al mostrar sus efectos, la ira cuestiona la buena fe del juicio valorativo del Otro a la vez que los actos a los que conduce hacen consistir el desprecio del Otro sobre el ser, el temor ridiculiza la confianza en la restricción de la agresividad del Otro al mismo tiempo que suplica que este se comporte de acuerdo a norma, la tacañería se rebela ante la institución del don y el amor al tiempo que los utiliza desvergonzadamente. Esa tarea de horadamiento no debe confundirnos y llevarnos a pensar que el Otro no esté colocado en el fenómeno pasional. No por nada Lacan señala a la Retórica de Aristóteles como la obra en donde mejor se puede estudiar a las pasiones.

En la primera clase del Seminario 10, Lacan destaca la relación con el Otro, el significante, que tienen las pasiones y el error que implicaría intentar encontrar allí algo previo al símbolo. Nos remite entonces al libro segundo de la Retórica de Aristóteles. O sea que va a ubicarlas en relación a la palabra, siendo que en esa obra Aristóteles se va a referir justamente a la palabra que se dirige al Otro con fines de persuasión. Las pasiones entonces no dejan de ser localizables en función de determinadas coordenadas simbólicas –Aristóteles nos brinda un verdadero catálogo de ellas– y no son, al menos en la concepción lacaniana, una expresión primitiva del ser.

Que estos rasgos de carácter inevitablemente choquen con el lazo social los aproxima a las neurosis de destino. Al ser lo propio del su jeto el constituirse en el Otro, en función del orden de discurso que allí se establece, el carácter, la manera –ese “my way” inclusive– que constituye, se topa inexorablemente con lo que no puede ser de otro modo en el Otro, que es a su vez su hogar. Las pasiones ruinosas, una y otra vez, se topan con las heridas al narcisismo que Freud postula en El malestar en la cultura: el hecho de que se tiene que vivir con otros, que la vida es finita y el ser humano no se encuentra en el centro de la creación.

Sin embargo, ¿que sea en el narcisismo donde se produce la señal del choque entre lo invariable en el Otro y la manera propia que la pasión constituye nos autoriza a pensar que es en aquél (el narcisismo especular) donde la pasión anida? Tal como lo anticipamos en nuestras primeras palabras de ningún modo pensamos así. Las pasiones del carácter no dejan de implicar la presencia de lo pulsional, devenido compulsión por la anuencia de la complicidad del yo, y no apenas un revestimiento yoico. Sin embargo, resta ubicar de qué modo las pasiones se articulan con lo pulsional, y acaso un catálogo de las pulsiones que predominan en cada pasión en particular. Esto último supera el marco de este apartado y será abordado en los que siguen.4 Para aproximar una respuesta y teniendo en cuenta lo que afirmamos en cuanto a la presencia del Otro en el fenómeno pasional, resulta heurísticamente eficaz tener en cuenta el modelo pulsional que Lacan alcanza en el Seminario 11. En un acto de reducción fenomenal Lacan define a la pulsión como un movimiento de llamado al Otro en el que se pone en juego un “hacerse”:

¿No parece como si la pulsión, en esa vuelta al revés que representa su bolsa, al invaginarse a través de la zona erógena, tiene por misión ir en busca de algo que, cada vez, responde en el Otro?” (Lacan, 1964, 203)

Se trata de un movimiento de llamado al Otro que implica que éste se coloque en determinada posición para albergar el objeto alrededor del cual la pulsión realizará su recorrido (lo cual posibilita un modo de satisfacción). Es un llamado al Otro que implica un hacerse… ver… cagar… chupar… oír. Se trata de que alguna de las variantes del objeto es colocado, transfundido en el campo del Otro. Esto armoniza muy bien para los fenómenos pasionales tal como los postulamos aquí, en función de una determinada colocación del Otro, pensar que acontece en estos casos una transferencia del objeto al lugar del Otro, lo que representaría el sostén pulsional de cualquier pasión. La transferencia del objeto resulta entonces algo fundamental a tener en cuenta en la puesta en acto de un fenómeno pasional. No se debe olvidar lo dicho anteriormente en cuanto a que en estos fenómenos es de capital importancia discernir cualitativamente al Otro apto para albergar al objeto en cada pasión en particular. De este modo, queda claro que aunque las pasiones del carácter se presenten como una manera de satisfacción separada del Otro, donde más de un filósofo contemporáneo declararía la neta declinación o liquidez del Otro en la era posmoderna, convocan –lo admitimos aunque de un modo inaparente– al Otro a existir, y sólidamente aunque sea en sus peores versiones.

Sin embargo, ¿podríamos restringir el catálogo de las pasiones a las del tipo ruinoso? ¿Existirán otras?

No solo pasiones tristes

El psicoanálisis está destinado, por el hecho de partir de una oferta terapéutica, a tomar noticia de los elementos problemáticos para la subjetividad; es decir, con el efecto en el plano de la demanda con el que nos encontramos por el hecho de estar afiliados a la tradición médica. Es quizás por esto que los artículos sobre este tema en la obra de Freud restrinjan el catálogo a los tipos de carácter que invitan a que el analista inste a renunciar a la satisfacción que proporciona el placer fácil que producen “esas satisfacciones de las que infaltablemente se sigue un perjuicio” (Freud, 1916, 315).

Perjuicio y carácter quedan entonces soldados por razones que no son necesariamente propias de lo real sino del hecho de que el dispositivo tiende a apresar exclusivamente algunas manifestaciones de lo real bajo el marco terapéutico.

Es así como el ahorrativo es notado en la avaricia, el ordenado en la insoportable meticulosidad y el pertinaz en el desafío y la ira. Sin embargo, en algunas ocasiones la clínica cotidiana nos brinda la oportunidad de detectar el carácter –según la distinción que realizamos anteriormente: lo no conocido en oposición a lo conocido del síntoma– que lejos de hacer ruido en el lazo social y llevarlo a sus expresiones más nefastas redunda en su sostén. Es decir, pasiones que lejos de romper o rigidizar el lazo son fundacionales del mismo. Tómese como ejemplo un analizante que capta que durante toda su vida la ha jugado de “atorrante” y luego de “Santo” para poder promover un deseo en el Otro. Súbitamente se le hace evidente lo que declara con precisión las coordenadas de su pasión última: “Lo que funciona en la seducción es la alternancia, que queden desconcertados, la gente encasilla, pero lo que seduce se produce cuando uno es una cosa y luego otra, yo no sabía que lo hacía pero es lo que siempre he hecho”.

Lo relevante aquí no es si estos significantes pueden reconducirse a síntomas particulares que este analizante padece, sino en esa manera, que constituye una de sus pasiones más cercanas a la hora de “comprar” al Otro, “engancharlo” en el deseo. La pasión por generar una alternancia y captar con eso el deseo del Otro promueve un lazo que tiene innumerables consecuencias en lo concerniente a la satisfacción. Sin embargo, no se trata aquí de abrir un análisis acerca de esos goces consecuentes, beneficios secundarios si se quiere, sino de localizar la existencia de ese rasgo esencial que tiende al lazo.

Esta nueva perspectiva aborda el carácter ya no necesariamente como un rasgo problemático, sino que lo postula como un modo fijo de relación con el Otro, una manera que se consolida como respuesta al problema del lazo con el Otro y lo resuelve parcialmente mediante un artificio.

Perspectivas del tratamiento

¿Cuál es el trabajo con el síntoma en el inicio del tratamiento? Es conocido el slogan lacaniano en “Intervención sobre la transferencia” (1951): “¿Qué tienes tú que ver en el desorden del que te quejas?”. No obstante, esta fórmula ubica en el yo la responsabilidad del padecimiento. Algo totalmente ineficaz y culpabilizante. ¿Quiere esto decir que el analista no toma al yo como interlocutor en el análisis? Es decir, ¿que no se interesa en el conjunto de representaciones en las que el sujeto es reconocido como amable por parte del ideal? Para nada, eso también es un prejuicio. Sería decir: los posfreudianos quisieron basar el análisis en los cuarteles del yo, entonces vinimos los lacanianos a desestimar a los representantes de lo amable y las buenas o malas formas en las que el yo se reconoce; como si esto no fuera necesario en la cura.

En “Función y campo de la palabra y del lenguaje” (1953), Lacan da una indicación clínica novedosa y, a la vez, operativa:

El único objeto que está al alcance del analista, es la relación imaginaria que le liga al sujeto en cuanto yo, y, a falta de poderlo eliminar, puede utilizarlo para regular el caudal de sus orejas, según el uso que la fisiología, de acuerdo con el Evangelio, muestra que es normal hacer de ellas: orejas para no oír, dicho de otra manera para hacer la ubicación de lo que debe ser oído.
(Lacan, 1953, 246)

Y ¿qué es lo que tiene que ser oído? Justamente, lo que el yo nos muestra al poco de andar, los impedimentos que se recortan sobre la superficie de su unidad, es decir, esos puntos oscuros sobre el fondo de lo que claramente lo representa para el significante ideal: los primeros esbozos del síntoma. Tomemos la definición de impedimento en el seminario 10, que localiza un matiz en la práctica para describir lo que se esboza pero no puede nombrarse como síntoma todavía:

Estar impedido es un síntoma. Estar inhibido es un síntoma puesto en el museo. Impedicare quiere decir caer en la trampa […] pongo pues, impedimento en la misma columna que síntoma. Les indico enseguida que la trampa en cuestión es la captura narcisista […]. El impedimento que sobreviene está vinculado a este círculo por el cual, con el mismo movimiento con el que el sujeto avanza hacia el goce, es decir, hasta lo que está más lejos de él, se encuentra con la fractura íntima, tan cercana, al haberse dejado atrapar por el camino en su propia imagen, la imagen especular. Es ésta la trampa.” (Lacan, 1962-63, 20)

El síntoma aparece tapado por el carácter. A su alrededor, el yo ha producido una bandera moral en la que se reconoce, pero a la vez ese encubrimiento es lo que nos permite recortarlo. Freud lo expresa en Inhibición, síntoma y angustia, cuando afirma que la lucha contra la moción pulsional encuentra su continuación en la lucha contra el síntoma. El yo intenta cancelar la ajenidad y el aislamiento del síntoma aprovechando toda oportunidad para ligarlo de algún modo a sí e incorporarlo a su organización mediante lazos. Cabe aclarar que la característica yoica en la que el sujeto se aliena no necesariamente implica la pertenencia al círculo de las representaciones de “lo bueno”, sino que perfectamente puede cumplir la función una representación que reduzca al sujeto a lo desagradable (esto último no se encuentra más allá del principio del placer, sino que es una de las formas posibles de lo agradable). Tomemos el modo en que se presenta un paciente para dar cuenta de las coordenadas clínicas de la intervención a la que nos referimos.

Germán vive en el exterior, dedica sus días a una actividad muy lucrativa. Tenía un negocio y decidió dejarlo para abocarse entera mente a su actividad favorita, en la que “gana lo mismo que un médico”. Su madre vive en la Argentina. “No quiero hablarle, me llama, me escribe mails y textos, pero yo no quiero contestarle”. “No me interesa, todo el tiempo está llorando. Se queja, quiere plata, que le resuelva los problemas, que le hable, pero no quiero, no me interesa. Me siento un sorete, pero no me interesa”. “Yo soy una basura”.

Entre otras cosas, comenta que hace algunos años inició una página web que brinda un servicio novedoso. El negocio prometía ser enorme pero no avanzó lo esperado. Sitúa una dificultad inherente a la cuestión del idioma. “Yo manejo un broken English y eso a veces dificulta los intercambios. La gente no confía en alguien que no maneja bien el idioma. Muchas veces me cuesta hablar en las reuniones, por lo que contraté a alguien que me hiciera el enlace. Un americano”.

En la sesión siguiente vuelve sobre el tema de la madre y de que no quiere hablarle. “Me cuesta hablarle”. “Eso es algo que te cuesta, definitivamente, pero no sólo con tu madre”, interviene el analista. Germán agrega que no habla con las personas porque ha perdido el interés sobre sus cosas. Además siente que está afuera de todo, que no está informado, que no sabe nada de nada profundo. “A veces simulo con algunos compañeros hablando de futbol. Quizás hablan de un jugador de futbol que no conozco y digo ‘Sí’. Aparento, para no quedar como un boludo, que no tiene nada que decir”. “¿Eso te pasa antes de hablar? Por ejemplo, es lo que te pasa con los amigos de ‘Nueva York’” (pronunciado por el analista de manera imperfecta). Germán se ríe y repite “Nueva York” (pronunciado de igual manera).

Luego sigue: “Pienso que lo que voy a decir está mal, que van a pensar que está mal expresado, que soy un ignorante. Hago chistes como para que piensen que soy piola. A veces quedo como un desubicado. Que por ejemplo hablo con un doctor, o alguien así y le hago un chiste, y luego pienso que se queda diciendo, ‘pero ¿este boludo me viene a corregir?’. Como recién lo de Nueva York”.

El analista añade: “Ah, no pensé que eras un boludo, pero es notable cómo te sale hacerle a los doctores lo que es a la vez uno de tus temores, te reís de ellos. Debe ser muy difícil hablar así. ¿De dónde te vendrán esos pensamientos?”.

Cuenta la historia de unos amigos de la secundaria, nadie lo llamaba. Él siempre era el que llamaba. Lo mismo le sucede con unos conocidos en la actualidad. “No me llaman y yo no me peleé nunca. Una sola vez, en realidad, uno se enojó porque le dije de mala manera, en forma directa como soy yo. Que había hecho un negocio en forma cagona. Se lo tomó a mal, y yo hablo así, a lo bruto”.

“Bruto” desliza también a la falta de formación y a la ausencia de un título universitario, pero fundamentalmente a un modo de ha blar que siempre está trabado. Hablar bruto es el impedimento que se encuentra recubierto por la imagen de mal tipo que no habla con los demás. Preferible la imagen de una basura que hablar bruto, podría mos decir.

Esto nos orienta en el procedimiento analítico. Para localizar esta extrañeza del síntoma, lo que el sujeto conoce de sí sin reconocerse en eso, he aquí el primer paso de la rectificación subjetiva. Implica perfilar la causa de eso extraño por fuera de la organización yoica. Es decir, que al localizar lo que fractura la imagen, lo que la excede y no está reconocido en ella, aunque en un inicio parezca una de sus características más preciadas o, como en este caso, la identificación yoica más desagradable en la que el sujeto se encuentra enfundado, nos vamos a topar con el síntoma. Algo que aparece con cierta extrañeza, pero que –como dice Freud– había sido anexado al yo en la “lucha defensiva secundaria”.

Para esto ha funcionado menos atacar la integridad del yo que darle peso y lugar a lo que sostiene esa cosa extraña que “impide”. Es decir, dar entrada al inconsciente como modo de correr al Yo y sus argumentos explicativos del padecimiento. Hacer perfilar la causa del padecimiento en lo inconsciente localiza en el acto la ajenidad del síntoma y produce una versión preliminar de su expresión efectiva. En conclusión, la desimplicación subjetiva se da más en la medida en que se abre la puerta al inconsciente que en la medida en que se intenta desalojar al Yo y sus pasiones.

Luego del recorrido precedente, detengámonos en una serie de rasgos en los que el yo del neurótico suele reconocerse. Como dijéramos al comienzo, nuestro objetivo es delimitar diversas posiciones subjetivas que permitan, a través de la intervención del analista, orientar la ego-sintonía de las pasiones hacia un estatuto conflictivo.

1. El goce del avaro. La avaricia es un rasgo propio de la neurosis. Sin embargo, la avaricia neurótica no consiste en el mero hecho de querer tener dinero. Cuestionar esta actitud podría ser el punto de mira de la religión, que sanciona como uno de los pecados capitales la posición de quien se niega a los demás en provecho de un bien material. No obstante, el psicoanálisis no puede sancionar elecciones, más o menos decididas, en función de ideales o mandamientos externos al deseo que se pone en juego. Dicho de otro modo, un síntoma no es un pecado. Por lo tanto, si la avaricia tiene un dejo de mezquindad neurótica, este rasgo debe ser entrevisto desde otro punto de vista.

Entre psicoanalistas, es algo corriente interpretar la avaricia como una forma de deseo de retener, vinculado especialmente a la fase anal del desarrollo. Por esta vía, asimismo, se vincula el dinero –de acuerdo con una intuición freudiana– con las heces y se asocia la avaricia con síntomas corporales como la constipación. Esta interpretación podría no ser falsa, pero recae en una dificultad más importante que su verosimilitud: no permite esclarecer cuál sería la especificidad de la avaricia del neurótico, dado que no hace mucho más que vincular un síntoma con otro.

Desde la perspectiva lacaniana, suele recordarse la indicación recurrente de la obra El avaro (de Molière), que vincula el goce del avaro con el conteo secreto que simboliza la posesión del cofre. Esta pieza, cuyo propósito es ridiculizar el vicio, es retomada por Lacan para exponer cómo la satisfacción excede toda cuestión material o cuantitativa, al punto de depender de la falta intrínseca al ser hablante. El avaro mima esa nada que el dinero representa, esa nada que es algo, su propia posición dividida.

Sin embargo, no por ciertas estas aproximaciones dejan de ser estimativas, ya que es importante subrayar un aspecto paradojal de la avaricia –vinculado con su especificidad neurótica–. Digámoslo en estos términos: el goce de la avaricia se hace patente principalmente en el fenómeno del ahorro (aunque no se confunde con éste). Pongamos un ejemplo: es el caso de un muchacho que durante meses guardó monedas en una alcancía, que luego cambió por dinero en billetes en un supermercado de la zona. Este comercio ofrecía la ganancia de un porcentaje excedente sobre el monto. Durante un período de cuatro meses, este muchacho juntó monedas que le ofrecieron un diez por ciento de ganancia… ¡¿Cuál no fue su sorpresa cuando se enteró de que la inflación del país –en ese lapso– había sido superior a su margen de ganancia?! En efecto, no se trata de una cuestión de ganancia, sino del modo de relación con la pérdida. No se trata en este punto del ahorro como atesoramiento, sino como reducción del gasto. Esto mismo demuestra el caso de otro muchacho que, en cierta ocasión, al comprar una película en la vía pública se encontró en la circunstancia de pagar una segunda película a un costo promocional. Por cierto, la película que adquirió en segundo lugar no era de su interés (como sí lo era la primera), sino que sucumbió a la oportunidad de ahorrar un poco de dinero con su compra total. Dicho de otro modo, y esta fue la intervención que le hizo notar su posición, para ganar dinero (en el ahorro) perdió casi el doble.

He aquí, entonces, la paradoja del goce del avaro: la evitación de una pérdida ocasiona una pérdida; aunque, más precisamente, el afán de querer disminuir una pérdida, la reduce a un resto inquietante, a una diferencia imposible de asimilar. En esto se dilapida la ganancia, por eso debería decirse que el neurótico gana una pérdida, la produce, pierde al ganar –o, para decirlo con una expresión freudiana: “fracasa al triunfar”–. Es el caso de otro analizante, que acostumbraba pagar, al viajar en colectivo, un boleto de mayor costo, sólo para que no le quedarán monedas de cambio con las que no sabía qué hacer. ¡Ese resto insoportable, esas monedas! De ahí que el reverso del ahorro pueda ser también el gasto inútil. Este es el otro polo del goce del avaro, que, en última instancia, es la sintomatización de la posibilidad del pago.

El neurótico confunde gastar y pagar, aunque se trata de dos actos bien diferentes. Revolverse contra el gasto, incluso cuando eso ocasione otras formas de gasto –porque ya implica un costo no querer gastar–, es la forma neurótica de rechazar la asunción de que sólo a través de un pago es que accedemos a lo que queremos. Como suele decir el dicho popular, “Nada es gratis en la vida”, a lo que habría que añadir otra verdad, la de que –por lo general– “Lo barato sale caro”.

2. El deseo coleccionista. Una de las mayores enseñanzas del psicoanálisis radica en destacar el carácter libidinal de los objetos que nos rodean. Para el psicoanalista, un martillo no es simplemente un útil, sino que además posee un valor suplementario. Desde el punto de vista del sentido común (al menos, lo que se entiende comúnmente de psicoanálisis) este valor es de naturaleza simbólica y remite a la sexualidad. La idea no es inadecuada, pero sí parcial: un martillo no es (por sí mismo) un representante del órgano genital masculino (salvo que el inconsciente trace esa asociación). Dicho de otro modo, el símbolo que pueda encarnar un objeto no se desprende de una asociación exterior, sino de la vida psíquica de un sujeto.

En su libro El sistema de los objetos (1968), J. Baudrillard ubica de modo preciso cómo ciertos objetos escapan a su funcionalidad para adquirir un valor relativo al sujeto. Además de vivir con máquinas (cuya finalidad es exterior y se agota en un “servir para”), nos relacionamos con objetos que recusan toda mediación práctica. Son los objetos de la pasión, que requieren la posesión. El útil refiere al mundo de la praxis, mientras que los objetos subjetivos configuran un mundo privado, el de la intimidad. Esto es algo que se comprueba en la actitud corriente del coleccionista, cuando al mostrar una de sus conquistas sanciona que se trata de “un magnifico ejemplar”. Esta ejemplaridad (que es todo lo contrario de un ejemplo, que instancia un concepto abstracto) eleva ese objeto al estatuto de paradigma.

Ahora bien, todos los objetos son iguales en la posesión, por eso uno solo no basta. He aquí que cobra un nuevo sentido la indicación anterior a la colección. Los objetos libidinales siempre se organizan en forma sucesiva (esto es algo que ya sabía Freud cuando hablaba de la transferencia como una “serie psíquica”). La singularidad de cada objeto se define a partir de la diferencia, pero también requiere de la continuidad. La fórmula de la colección es “repetición, variación y divergencia”. Lo demuestra el caso de los jóvenes (hasta hace unos años era corriente que en los precedentes de la pubertad, los niños coleccionaran los más diversos objetos inútiles: latas, marquillas, etc.), pero también el de los adultos que sienten debilidad por la seducción. En una circunstancia u otra, lo específico del deseo del coleccionista se advierte en la atmósfera de secreto y clandestinidad con que lleva adelante su práctica. Siempre hay alguna prueba o rito de iniciación en torno a una colección, sea para que se nos permita acceder a ella o bien para la confesión (a veces con tono pecaminoso) de este interés.

Por eso, en todo coleccionista siempre hay algo de fetichista y de fanático. Lo primero, por el rasgo fijo que atraviesa la serie; lo segundo, por el sabor amargo con que intenta persuadir al interlocutor de aquello que más lo atrae en el mundo. Sin embargo, en ambos casos se trata de “algo” indescriptible (e imposible de argumentar): el objeto de colección es una “pieza”, un “elemento”, un objeto tan singular que ningún predicado le cabe. En última instancia, se colecciona nada; o bien, frente a la pregunta de por qué coleccionamos objetos, cabría responder “porque deseamos”. Y esa nada del deseo demuestra que no hay objetividad del objeto, sino una causa. Ahora bien, ¿cómo pensar la causa del deseo obsesivo?

3. La obediencia neurótica. Un analizante cuenta una escena típica de su vida conyugal. Mira el catálogo de una compañía de telefonía celular durante horas, le muestra a su mujer un modelo, luego otro y finalmente el más alto de la gama. Declama que no tiene sentido comprar éste, bien puede arreglarse con el más barato. De un modo ridículamente tenso, según su apreciación durante la crónica de este evento, convoca a su mujer a observar la pantalla en la cual se puede ver el formulario de compra del aparato. “¿Para qué comprar el más caro, no?”. Ella responde con tino: “Compralo, mi amor”.

El analizante no termina de entender el motivo, de lo que, en un estado que él mismo califica de doble conciencia llama su “tramoya”. La trivialidad del evento en cuestión no debe llevarnos a subestimar su importancia subjetiva. ¿Por qué para algunos seres no se puede afirmar un acto sin la estrategia de hacérselo pedir?

Tomar la vía de la culpa o un fuerte “superyó”, tal el comodín del maso analítico –como tentativa de explicación– nos restaría la posibilidad de circular por otros fenómenos que hacen a las condiciones del acto y su inhibición. En todo caso, nos haría desdibujar y empobrecer un poderoso concepto analítico, si se nos permite la expresión, “al tipo dentro del tipo” que hace que todo marche por una vía más o menos restringida. Es por este motivo, sin ánimo de ser excluyentes ni exhaustivos, que proponemos pensar la incidencia del “ser visto” para los actos bizarros de la obediencia de la vida cotidiana y la compulsión por la cual el obsesivo típicamente contrabandea un deseo que no puede declararse como propio.5

¿Cómo dejar de lado el hecho de que el ser mal visto es el te mor que con mayor habitualidad se escucha como miedo de todos los miedos? El gran Jerry Seinfeld en uno de los puntos más altos de su carrera parlotea acerca de una encuesta de opinión referida a los miedos más importantes. Se considera allí, tal como versa el monólogo, el “hablar frente a un público” como el miedo número uno, el dos: “la muerte”. El remate es mejor aún: “Quiere decir que el ciudadano promedio prefiere estar en el cajón que recitando el elogio”.

No es vano evocar el fabuloso experimento de Milgram en torno a la obediencia, en donde en pocas palabras, demostró que el 60 por ciento de la muestra que tomó en Yale estaría dispuesto a freír a una persona con 450 voltios con tal de no quedar mal parado ante el direc

tor de una supuesta investigación en torno al aprendizaje. Las cifras son escalofriantes, worldwide.

Volviendo a la experiencia analítica, encontramos a un joven que relata sus dificultades con el jefe. A pesar de encontrarse en un trabajo de responsabilidad elevada, en el que continuamente debe negociar utilizando armas que muchos sentirían pesadas, no puede sentarse a negociar mejores condiciones laborales, ni siquiera poner freno a un maltrato hace tiempo registrado durante los circulares recorridos de su relato analítico. Un temor lo lleva a anularse en el momento en que se abre la oportunidad de negociación, denunciar el maltrato con un superior de la organización en la que trabaja. No queda otra opción que obedecer en silencio y fantasear la escena en la que le canta las cuarenta al jefe, “se prende fuego” y es echado. No es que se pierde el registro de la mirada, sino que retorna intensamente en la fanta sía (debe entenderse desde lo que es su soporte “quemarse” ante los demás). ¿Cómo obviar aquí que la protección de la propia imagen dificulta su avance hacia el acto? Se trata de no perder una imagen en donde se es amado. Vale la pena aclarar que tanto obedecer como patear el tablero, cosa que en un número de oportunidades anteriores ha hecho, no dejan de responder a la imagen heroica. Dos falsas solu

ciones que implican no perder la aspiración a la totalidad de realizar un acto que esté plenamente autorizado por una figura admitida por el Otro. ¿Qué es lo que no debe ser visto sino la manifestación misma de lo que escapa a la imagen?

Como ya mencionamos en un apartado anterior, podemos servir nos de Aristóteles en su retórica (lugar en donde Lacan aconseja ir en busca de la relación de las pasiones con las coordenadas simbólicas): el sabio de Estagira ubica a la vergüenza en función de que quede expuesto un vicio ante otro, lo cual implicaría perder la reputación. El psicoanálisis obviamente abandona el par vicio-virtud, en tanto que deja de lado como rector al soberano bien (sin perjuicio de que el analizante intente establecerlo como su propio rector), pero conserva de este armado que Aristóteles construye el privilegio que tiene el lugar del Otro en la fenomenología de los afectos. Aquello que rompe la imagen de lo bien visto, es justamente el lugar descubierto por el análisis como aquello que avanza hacia el goce, es decir, el acto. Fuerza de deseo que no se termina de representar en la imagen. ¿Acaso el análisis no nos enseña que los actos difícilmente sean cinematográfi cos y que tienen como condición la ausencia del registro de cómo eso se ve? Obedecer, en este sentido, redunda en un recubrimiento eficaz que disfraza el deseo presente en el acto.

Un recurso más eficaz que la obediencia nos brinda una joven que avisa que cometerá un movimiento torpe cada vez que quiere actuar, por ejemplo, seductoramente con un hombre. De esta manera, explica, no tiene que preocuparse más por cómo la van a ver. Simplemente se muestra ridículamente torpe y puede hacer lo que quiere.

El obsesivo busca la autorización del deseo en la obediencia por que intenta ahorrarse la angustia que implica perder el registro del ser visto, moneda con la que tiene que pagar al llevarlo al acto. Es por eso que prefiere un mal jefe que a un buen emprendimiento en donde ten ga que decidir qué hacer todos los días. Las horas pautadas por otro a la incertidumbre de armar la propia agenda. El sonido del látigo cor tando el aire sobre su espalda, justo o no, pero nunca el dolor propio de una mala decisión o el vértigo inherente a las buenas decisiones, que amplían los horizontes y rompen las cadenas del soberano bien.

4. El tiempo de la castración. Quien quiera curar a un neurótico encontrará las mayores dificultades si pretende hacerle reconocer una pérdida, o bien el costo que una elección podría tener. Recordemos el caso de una colega que comentaba la situación de un paciente que llegó a la sesión con un sueño: se encontraba en la circunstancia de tener que realizar un viaje y, en el aeropuerto, tenía dos valijas. “En la vida hay que elegir”, fue la intervención de la analista, con un resultado predecible: la instalación de una tensión agresiva, resultado de la reducción a lo imaginario de la posición analítica. ¿Quién era la analista para decirle cosa semejante? Podríamos sospechar un postulado implícito, que en la vida todo tiene un costo, pero, si se trata de algo tan evidente, ¿por qué la analista se autorizaría a emplazarlo a tomar una decisión? Y así, en lo sucesivo, el tratamiento quedaría obstaculizado.

La secuencia precedente tiene en su centro una confusión habitual: la castración –operación crucial del psicoanálisis– no es una herida narcisista; por eso, cada vez que el psicoanalista quiera apuntar a la primera a partir de la segunda se encontrará con el obstáculo de la agresividad. El secreto del análisis de la neurosis obsesiva –o, al menos, uno de ellos– radica en poder sancionar la pérdida sin que esto implique un forzamiento yoico. De ahí que la mayoría de las veces esta operación se realice a través de un uso del tiempo: se indica que eso que se esfuerza por no perder ya está perdido. Era el caso de un muchacho que no terminaba de decidir con cuál de las dos mujeres con las que salía habría de continuar una relación. Lo cierto –y esto fue lo que se le indicó–, es que él ya tenía tomada esa decisión, sólo que buscaba evitar transmitir esta elección a la menos afortunada.

Esta breve indicación permite destacar dos cuestiones: por un lado, la duda del obsesivo es menos una forma de no saber que un modo de detener el tiempo; por otro lado, la castración es el tiempo mismo. ¿Qué demuestra mejor la caducidad del ser que la finitud y el hecho de estar afectados por la temporalidad?

Por esta deriva, la neurosis podría ser descrita como un modo de defensa contra el tiempo y sus efectos. Quisiéramos mencionar una anécdota personal. En cierta ocasión dijimos a nuestro amigo P. P.: “¿Vamos esta semana a esa cantina por la que pasamos la otra vez?”. Su respuesta fue penosa: “Ese lugar cerró hace meses”. Por lo tanto, ¿qué quiere decir “la otra vez”? Es un tiempo indeterminado. La obsesión es una manera de indeterminar la temporalidad. Nada ocurre. Las cosas no pasan. En última instancia, el obsesivo padece de la ausencia de experiencia. Esta última es el verdadero nombre de la castración para este tipo clínico, y de lo que un analista puede servirse para que la pérdida pueda ser consentida sin que se la interprete como un daño al narcisismo.

¿Cuántas veces hemos escuchado a un obsesivo que vuelve a llamar a una mujer después de años como si nada hubiese ocurrido? También se comprueba este desfasaje temporal en la respuesta corriente ante una pérdida amorosa: la idealización. “Pero yo te amaba”, suele decir el obsesivo. En pasado. Así, se constituye el ideal como una suerte de defensa. O bien, como dijera alguna vez otro analizante, respecto de la posibilidad de invitar a salir a una muchacha: “Si yo te invitara a salir, ¿vos qué dirías?”. El uso del modo subjuntivo, otra forma de no habitar el presente y su curso. En efecto, ni lenta ni perezosa, ella fue taxativa: “No sé, invitame y te digo”.

5. La elección del síntoma. Suele afirmarse que el pensar en demasía es un rasgo propio de la obsesión. Así es que se utiliza el término “obsesivo” en el lenguaje ordinario, y se considera al neurótico como alguien enfrascado en sus pensamientos. Sin embargo, este aspecto es descriptivo y no atiende a lo crucial: la duda obsesiva no está vincula da con una actitud enrevesada, sino con el afán de disolver el carácter de acto que tiene el pensamiento.

En sentido estricto, entonces, el obsesivo no piensa, ya que su pensar nunca es conclusivo. Se hace y se deshace. Presenta una posición y la contraria, así se indetermina en la vacilación y la irresolución.

Dicho de otro modo, el síntoma obsesivo se determina en función de una alternativa. La duda obsesiva tiene la estructura de la opción. De ahí que sea corriente que este tipo clínico busque siempre un margen por el cual siempre quedaría una “puerta abierta” al tomar una decisión. Así lo decía un analizante, al darse cuenta de cierto giro que usaba al hablar: “Por lo menos…”; es decir, ese “menos” indicaba un resto que quedaría a su favor en el caso de que su elección fuera infructuosa. Si tenía que estudiar durante el fin de semana, se distraía obligatoriamente con una película, de modo que “Si me va mal, por lo menos pude verla”.

En resumidas cuentas, puede notarse de qué manera el obsesivo padece la posibilidad de elegir. ¿En qué podría fundamentarse su elección? Era el caso de otro obsesivo que recurría a este método: pensar qué opción le gustaría que no existiera. ¡Sólo podía decidirse por la negativa! Por lo tanto, ¿cómo producir el análisis del obsesivo donde todo apunta a resistir a la determinación?

En principio, es importante advertir que jamás un analista lograría este movimiento subjetivo a partir de sancionar el carácter inexorable de toda elección. El aspecto decisivo radica en apreciar que el obsesivo sólo da curso a su síntoma cuando esa elección ya fue hecha. El síntoma, entonces, apunta a aturdir el acto, a borrar con el codo lo escrito con la mano.

Para dar cuenta de esta cuestión detengámonos en el caso de un muchacho que consultó por sus celos y la inquietud de saber si quería continuar con la relación. Durante las primeras entrevistas desplegó la variedad tortuosa de sus celos, hasta que se le indicó que estos no habían comenzado en cualquier momento, dado que en los inicios de la relación él había estado viéndose con otra mujer en forma simultánea.

Esta mujer, durante algunos meses, fue el motivo de diversos encuentros sexuales y ocasionales, hasta que en cierta circunstancia, decidió interrumpir ese affaire para “elegir” a quien pasó a ser su pareja. De este modo, los celos no comenzaron de forma espontánea, sino como resultado de una elección.

El síntoma no es algo que se “tenga” o que meramente se “padezca”, sino que es un acto o, mejor dicho, la indeterminación del acto. De ahí que Freud lo definiría magistralmente como “actos inútiles” (Freud, 1916-17, 326), actos irresueltos, neuróticos, pero actos al fin.

Es una posición neurótica la de indeterminarse en elecciones, tanto como (entre analistas) es una teoría neurótica la de creer que el acto vendría al final de un análisis; en ambos casos, síntomas de la obsesión.

Conclusiones y perspectivas

En el presente artículo hemos realizado una reelaboración de la noción de carácter a la luz de la experiencia clínica de las pasiones, con el objetivo de cuestionar la idea que aquél sería fácilmente asimilable a un síntoma no reconocido como tal. La sintomatización del carácter encuentra límites libidinales que futuros trabajos deberían continuar investigando.

Asimismo, además de una recuperación de la pertinencia de las pasiones para la clínica psicoanalítica, sin recaer en elucidaciones especulativas, en la segunda parte del trabajo hemos ubicado diferentes motivos que exponen el trasfondo patético (pathos) del sujeto en función de diferentes momentos del tratamiento. Por esta vía, futuros trabajos deberían continuar investigando nuevas coordenadas pasionales en la dirección de la cura.6

Notas:
1 En este punto, la referencia implícita es la noción de real en la enseñanza de Lacan, de la cual pueden darse diferentes definiciones: Cf. Lombardi (2000).

2 En la enseñanza de Lacan es frecuente la correspondencia entre oralidad e histeria / analidad y obsesión; un claro ejemplo de ello es el tramo final del seminario La transferencia (Lacan, 1960-61, 361 y sigs.). Sin embargo, en este caso nos importa mucho más la fundamentación que realiza Abraham del carácter anal en la oralidad (“…el origen del carácter anal está estrechamente relacionado con la historia del erotismo anal; Abraham, 1924, 361) como un modo de esbozar su continuidad e indistinción relativa. Asimismo, respecto de la correspondencia entre erotismo anal y neurosis obsesiva cabe mencionar el clásico artículo de Freud: “La predisposición a la neurosis obsesiva” (1913).

3 Para un esclarecimiento de las diferentes definiciones clínicas del síntoma en la perspectiva del tratamiento analítico, Cf. Lutereau/Boxaca (2012).

4 En línea con la tesis enunciada por Freud en “Carácter y erotismo anal”: “Los rasgos de carácter que permanecen son continuaciones alteradas de las pulsiones originarias, sublimaciones de ellas, o bien formaciones reactivas contra ellas” (Freud, 1908, 158).

5 De acuerdo con lo entrevisto anteriormente, en la colección esto puede notarse de la mejor manera, cuando el objeto requerido es reconducido a una necesidad de posesión: no es un deseo propio, es un imperativo.

6 En particular, en un trabajo actualmente en curso nos dedicamos a esclarecer la referencia lacaniana a “las pasiones del ser” –tal como Lacan nombra al amor, el odio y la ignorancia– en el escrito “La dirección de la cura y los principios de su poder” (1958).

Psicoanálisis - Vol. XXXVII - Nº 2 y 3 - 2015 - 2015 - pp. 399-422 421

Luciano Lutereau

Bibliografía

Abraham, K. (1924): La influencia del erotismo oral sobre la formación del carácter, en Psicoanálisis clínico, Buenos Aires: Aguilar, 2008.

Freud, S. (1893): Estudios sobre la histeria, en Obras completas, Vol. II, Buenos Aires: Amorrortu, 1992.

Freud, S. (1908): Carácter y erotismo anal, en Obras completas, Vol. IX, Buenos Aires: Amorrortu, 1992.

Freud, S. (1913): La predisposición a la neurosis obsesiva, en Obras completas, Vol. XII, Buenos Aires: Amorrortu, 1992.

Freud, S. (1916): Algunos tipos de carácter dilucidados por el trabajo psicoanalítico, en Obras completas, Vol. XIV, Buenos Aires: Amorrortu, 1992.

Freud, S. (1916-17): Conferencias de introducción al psicoanálisis, en Obras completas, Vol. XVI, Buenos Aires: Amorrortu, 1992.

Freud, S. (1917): Sobre las trasposiciones de la libido, en particular del erotismo anal, en Obras completas, Vol. XVIII, Buenos Aires: Amorrortu, 1992.

Lacan, J. (1946): Acerca de la causalidad psíquica, en Escritos 1, Buenos Aires: Siglo XXI, 2002.

Lacan, J. (1951): Intervención sobre la transferencia, en Escritos 1, Buenos Aires: Siglo XXI, 2002.

Lacan, J. (1953): Función y campo de la palabra y del lenguaje en psicoanálisis, en Escritos 1, Buenos Aires: Siglo XXI, 2002.

Lacan, J. (1960-61): El Seminario 8: La transferencia, Buenos Aires: Paidós, 2004. Lacan, J. (1962-63): El Seminario 10: La angustia, Buenos Aires: Paidós, 2007. Lacan, J. (1964): Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis, Buenos Aires: Paidós, 1987.

Lombardi, G. (2000): “Tres definiciones de lo real en Lacan”, en Vestigios de lo real en El hombre de los lobos, Buenos Aires: JVE.

Lutereau, L.; Boxaca, L. (2012): “Los usos del síntoma: sus transformaciones en la cura analítica”, en Desde el Jardín de Freud, n.° 12, enero-diciembre, Bogotá, 2012.

miércoles, 29 de julio de 2020

El mito del deseo fálico.

Devenir hombre
Es conocida la sentencia de Simone de Beauvoir en El segundo sexo: “No se nace mujer: llega una a serlo”. Sin embargo, no otra cosa le ocurre al varón. Uno de los prejuicios habituales entre psicoanalistas radica en suponer que la masculinidad es algo evidente, ya dado, mientras que la enseñanza de Lacan pone en cuestión esta idea desde el comienzo.

Si bien Freud afirmaba, en Tres ensayos de teoría sexual, que la niña era como un “pequeño varoncito”, cuyo primer objeto de amor era la madre, la perspectiva lacaniana avanza en sentido contrario: ¡el varoncito es inicialmente una niña! Esto lo demuestra la posición inicial del niño en el complejo de Edipo, en función de la identificación fálica que lo ofrece a la seducción de la madre (en el doble sentido, que localiza a la madre como seductora, pero también al niño en tanto señuelo). En última instancia, por esta vía, el varón encuentra su satisfacción primera en el coqueteo con su imagen, regodeo que hace de su ser una máscara y una trampa para el deseo... la misma que Lacan llamara “mascarada femenina”, en la medida en que también para la mujer se trata de “ser (el) falo”. Identificación con el falo que, para la mujer, trasunta en el darse a ver del que hace gala la industria de los cosméticos (con los efectos des-subjetivantes que puede tener para algunas muchachas) y, en los niños, se refleja en la predicación constante que padecen (“sos hermoso”, “pero qué niño tan lindo”, etc.).

Ahora bien, ¿cómo este niño feminizado deviene hombre? Para dar cuenta de este aspecto es que Lacan desarrolló, en el seminario Las formaciones del inconsciente, un dispositivo que llamó “Metáfora paterna”, destinado a poner de manifiesto la incidencia de la castración. La salida del engaño en el ser fálico requiere la eficacia del padre. El padre “se hace preferir” a la madre, sostiene Lacan, con una expresión enigmática, dado que para el sentido común (que es freudiano) el padre es quien viene a prohibir, a instanciar una ley, etc. No obstante, si Lacan utiliza esta fórmula es porque, justamente, apunta a distinguir la regla de la ley. Mientras que las reglas prohíben, la ley causa el deseo. La metáfora paterna tiene el propósito de sancionar el pasaje, en el niño, de “objeto de deseo” a “deseante”. Sin embargo, ¿en qué consiste esta operación del padre?

En principio, resulta curioso que este “hacerse” preferir, vuelve a ubicar al niño ante una escena de seducción. En este sentido es que Lacan recupera el Edipo “invertido”, aunque no se trate de tomar al padre como objeto de deseo (una elección homosexual, en el sentido de Freud) sino del encuentro con el deseo del padre, en particular, del deseo del padre por la madre; dicho de otro modo, del padre, en tanto “hombre”, por la madre “en tanto mujer”. Por eso Lacan es enfático al sostener que el padre simbólico no existe (o bien, es el padre muerto) y el padre imaginario es el que habita en la fantasía de los neuróticos, mientras que la castración tiene como referente al padre real, es decir, ese hombre.

De este modo, el niño se convierte en hombre ante otro hombre; o mejor dicho, queda marcado por la promesa de la hombría. Lacan hace mención a esta cuestión al afirmar que el padre es quien “tiene” aquello que el niño “tiene, pero aún...”, vía por la cual introduce al niño en la perspectiva de la falta fálica (antes que atribuirle un objeto). Este aspecto puede rastrearse en un hábito que, hasta hace unos años, era corriente, dado que era el padre (luego sustituido por el grupo de amigos) quien conducía al joven a “debutar”. El acceso a la mujer, entonces, se realiza a través de otro(s) hombre(s); pero, ¿cuál es la incidencia del deseo de un hombre, y el del padre, en particular, para otro hombre?

Para responder a esta última pregunta es preciso restituir las dos referencias textuales que trabajan implícitamente la formalización de la metáfora paterna: por un lado, la dialéctica hegeliana del amo y el esclavo; por el otro lado, las fases del fantasma “Pegan a un niño”, tal como fue esclarecido por Freud en su célebre artículo.

Respecto de la primera indicación, la dialéctica del amo y el esclavo expone cómo la constitución de la identidad requiere de un pasaje por la alteridad, que surge del encuentro de un deseo con otro deseo, y del conflicto necesario que se resuelve a través de la cesión en que el esclavo se descubre como tal.

Esta misma cesión de goce es la que se encuentra en la segunda indicación, dado que “Pegan a un niño” es un artículo que ubica en el amor al padre la condición del reconocimiento de su autoridad. De acuerdo con este lineamiento es que puede entenderse que Lacan dijera (el 21 de enero de 1975) que “un padre no tiene derecho al respeto, sino al amor, más que si el dicho respeto, el dicho amor, está père-versamente orientado, es decir, hace de una mujer objeto a que causa su deseo”. No se trata, entonces, de desear al padre, sino de asumir su deseo con amor.

En última instancia, el paso fundamental de la filiación masculina se encuentra en amar el deseo de un hombre, amar al padre por su deseo. Por lo tanto, padre no es quien prohíbe o impone un orden, sino aquel que se destituye de su potencia en función del deseo y su causa.

Adiós al padre
En el seminario La relación de objeto, Lacan sostiene que la pregunta “¿Qué es ser un padre?” es “el punto fecundo que orientó verdaderamente toda [la] enseñanza [de Freud”. Sin embargo, para el lector concernido es evidente que ésta es una estrategia lacaniana para camuflar sus propios argumentos, bajo la atribución a Freud del propio punto de vista.

Si bien es cierto que en los seminarios de Lacan no encontramos definiciones claras y distintas, ni exposiciones que se deduzcan de aquellas, eso no quiere decir que no haya argumentos. Por lo general, las definiciones se encuentran implícitas en el tono hiperbólico con que Lacan introduce algunas máximas: “Para decirlo todo...”, “Esto y no otra cosa...”, etc., son giros expresivos que suplen la pretensión de comunicación científica. Asimismo, también encontramos núcleos temáticos sobre los que Lacan retorna una y otra vez, tal el caso de la pregunta por el padre, cuya gravedad es más rigurosa que la de una cuestión de definiciones y deducciones.

En efecto, las diferentes versiones del padre en la obra de Lacan permiten responder a una inquietud específica: ¿por qué el psicoanálisis lacaniano no es la neurosis de Lacan? En este punto, se trata de la misma pregunta que Freud se formulara en el caso Schreber, pero respecto de la teoría delirante de un psicótico. En última instancia, se trata aquí del problema de que la enseñanza del psicoanálisis no puede dejar de llevar las huellas de quien transmite, pero ¿cómo dar cuenta de que esas marcas no llevan al engaño fantasmático?

En muchos aspectos la concepción lacaniana de la metáfora paterna parece una construcción neurótica que podría caer en una especie de apología del padre que opera (fallidamente, por cierto); pero en última instancia habría un nombre para el goce, el Nombre-del-padre... cuyo fracaso quedaría revelado por la invención del objeto a. Asimismo, los operadores de la metáfora paterna son el ideal y la identificación, que prescriben una respuesta normativa para el ser sexuado. De este modo, esta primera formulación lacaniana a la cuestión de la sexuación es parcial, y algo artificial, dado que se piensa en términos de funciones parentales (padre y madre), mientras que a partir del seminario El reverso del psicoanálisis (en la relectura que Lacan realiza del Edipo a la luz de otra lectura de Tótem y tabú) se asiste a una nueva versión del padre cuyo punto de llegada será la noción de père-version en los últimos seminarios. El padre ya no será el agente de la castración, sino quien la transmita de forma sintomática. El padre no es el nombre de una ley para el goce, sino aquel que hizo de una mujer la causa de su deseo.

Si La interpretación de los sueños es un testimonio de Freud como analizante, la rectificación de las versiones del padre en el seminario de Lacan es un equivalente de su paso en la enseñanza, que demuestra que su posición en ese dispositivo era también la del analizante.

Ahora bien, ¿en qué sentido puede decirse que el padre está afectado por la castración? En primer lugar, padre es quien ha sufrido una doble pérdida: por un lado, ha perdido su ser de seducción (“para todas y para ninguna”), en la medida en que ha tomado a una mujer como suya; por otro lado, ha perdido a su mujer, en la medida en que la convirtió en madre, es decir, ha quedado destituido de la libido que ella destinará al cuerpo del niño. Como en cierta ocasión decía un analizante: “Ser padre es darse cuenta de que ocupás el segundo lugar en la vida de tu mujer”.

Sin embargo, esta doble pérdida no lleva a la resignación. En segundo lugar, la castración en el padre es equivalente a su ser de deseo. Estas pérdidas se vuelven causa de la transmisión al niño, que adopta a su padre como tal. En este sentido, las palabras iniciales de El gran Gatsby, de F. Scott Fitzgerald, son ejemplares:
“En mis años mozos y más vulnerables mi padre me dio un consejo que desde aquella época no ha dejado de darme vueltas en la cabeza: ‘Cuando sientas deseos de criticar a alguien –fueron sus palabras– recuerda que no todo el mundo ha tenido las mismas oportunidades que tú tuviste.”
En estas líneas puede advertirse cómo el padre deja la huella de su transmisión, menos por la comunicación de un ideal, que por cierta ética que rescata al sujeto en aquellos momentos de vacilación; antes que un destino, el padre es un tope a la caída del sujeto. Por eso Lacan sostenía que se trata de prescindir del padre, a condición de servirse de él.

Esta misma indicación puede reconstruirse en el comienzo de otra novela norteamericana –en cierta medida, podría decirse que toda la literatura norteamericana gira en torno a la eficacia paterna–, Carne y hueso, de M. Cunningham, en cuyas páginas iniciales se cuenta la anécdota de un hijo que arrastra a su padre por una huerta, mientras éste grita: “Es injusto que arrastres así a tu padre, ya llevas dos kilómetros, mientras que yo al mío apenas lo arrastré uno”.

¡Hacete hombre!
En un libro reciente, Gonzalo Garcés retorna sobre un punto ciego de nuestro tiempo: la masculinidad. Hacete hombre, tal el título de este libro, que cabalga entre la novela y el ensayo, plantea un interrogante fundamental: ¿cómo se constituyen, y se asumen como tales, los hombres de nuestros días? Que el tema en cuestión tenga el estatuto de un “punto ciego”, vale en la medida en que los estudios vinculados a perspectivas de género suelen enfatizar los avatares de lo femenino –e incluso con opiniones muy groseras, cómo la de pensar que una supuesta igualdad se consigue a partir de distribuir cantidades idénticas de cargos y funciones entre hombres y mujeres–, y en el marco del psicoanálisis lo masculino se ha vuelto un equivalente de lo fálico, entendido como posesión, potencia, destreza, etc.

No obstante, ¿puede afirmarse esta ecuación entre hombre y deseo fálico en el mundo contemporáneo?

En un mundo pretérito era evidente que la asunción de la masculinidad se realizaba ante otros hombres. Por esta vía, y algo de esto se sigue jugando en ciertas prácticas adolescentes de nuestro tiempo, hacerse hombre no sería más que demostrar que no se es mujer (de ahí que sea corriente que el insulto “maricón” no se aplique en la infancia, mientras que cobra una particular incidencia a partir del desarrollo sexual). Convertirse en hombre, entonces, implicaría no sucumbir ante la feminización frente a otro hombre. En definitiva, he aquí el núcleo más grave de la teoría psicoanalítica, lo que en su texto Análisis terminable e interminable Freud llama “roca dura” de la castración para los varones: la posición pasiva ante otro, el padre en particular.

Por otro lado, entre los griegos la masculinidad no dejaba de incluir la posibilidad de una práctica activa de la homosexualidad; y en algunas sociedades de las llamadas “primitivas” se acompañaba al joven hasta un bosque y si lograba sobrevivir a la noche y sus peripecias, se lo coronaba con las armas y se lo contaba entre los guerreros. Estas dos referencias llevarían a la conclusión de que la posición masculina, en el paradigma “clásico”, no pareciera ser una cuestión estrictamente vinculada con la sexualidad. Mejor dicho, el desarrollo sexual impone la asunción de la masculinidad, pero ésta se adquiere sin relación directa con el otro sexo.

Sin embargo, ¿tienen vigencia estas coordenadas actualmente? Uno de los aciertos del libro de Garcés radica en que junto al padre (en un viaje que realiza el protagonista) pone a una mujer, más específicamente a una prostituta.

No se trata, entonces, de la madre. A lo sumo, de una madre puede esperarse el imperativo de que el varón sea “un caballero” (un “buen” niño, educado; por eso en todo dandy siempre hay algo de infantilismo) pero no un hombre. Y, por cierto, hasta hace no poco tiempo era corriente que varios jóvenes se iniciaran de forma conjunta en la práctica sexual: se iba a “ponerla”. Dicho de otro modo, la prostituta es parte del imaginario de la masculinidad y propone un modelo alternativo de descubrimiento de la hombría. Sea de un modo (a través del padre) o de otro (la prostituta), el hombre accedía a ser reconocido como tal a partir de un rito que oficiaba el pasaje.

En este punto, podríamos preguntarnos qué ocurre en estos tiempos cuando los jóvenes recurren a ese acto frustrado que es la llamada “previa adolescente”, donde el consumo de alcohol concluye muchas veces en la utilización de la pastilla azul para suplir los nervios del encuentro con el otro sexo. Esto permite entrever de qué manera a la alteridad del sexo sólo se accede de forma mediada, y en un mundo que destituye las vías simbólicas de realización subjetiva, la masculinidad no podría dejar de haber sufrido cambios.

Las mujeres de nuestros días se quejan de que “ya no hay hombres” o bien se dice que “son histéricos”. Como todo reproche, esta denuncia esconde una verdad. A los hombres contemporáneos les cabe el lugar que a las histéricas del siglo XIX, aquellas que al enfermar objetaban el lazo social y hacían hablar al cuerpo con sus síntomas. La impotencia masculina de nuestro tiempo tiene como punto de llegada la frase célebre de un personaje de Melville: “Preferiría no hacerlo”. En la figura de Bartleby se expone la posición del hombre que ya no quiere el falo y sus destrezas. La publicidad lo demuestra: si una conocida marca de cigarrillos invitaba, hace unos años, a que el varón conquistara a la muchacha cuyo auto se había descompuesto, en nuestros días se lo ve mejor al hombre entre bambalinas, a la espera de la situación que le permitiría escapar al desafío. No por temor, sino por desinterés.

En este punto, cabría preguntarse si acaso el hombre de nuestro tiempo podría encontrar otra vía de realización que no fuera la impotentización. Es cierto que las mujeres ya no esperan que se las impresione, pero ¿eso no habilita formas de relación menos impostadas? En todo caso, estos parecieran tiempos propicios para que la impostura masculina ceda el paso a una revisión de sus condiciones.

Fuente: Lutereau, Luciano "Ya no hay hombres: Ensayos sobre la destitución masculina". Capítulo "El mito del deseo fálico."

lunes, 9 de marzo de 2020

El hombre que no existe.


El matrimonio aún
¿Quién se casa todavía? En estos tiempos, el matrimonio pareciera una institución pasada de moda, interesante sólo para aquellos que satisfacen algún ideal familiar, o bien para esos otros que gustan de las películas románticas de Hollywood.

Para dar cuenta de esta cuestión, no alcanzaría con enfatizar el avance del laicismo de nuestra época (ya que también el pacto civil se encuentra en crisis) en un mundo cuya otra novedad es la aparición de contratos pre-nupciales. En resumidas cuentas, la verdad del casamiento contemporáneo es que pone en forma y prepara respecto de la eventual separación. ¿Quién querría casarse cuando el divorcio es el horizonte, y la condición de posibilidad del acto en cuestión? Por esta vía, no es que el matrimonio vaya a desaparecer, sino que se volvió una institución paradójica y, por eso, le cabe la suerte agónica de las cosas del pasado destinadas a perdurar.

Esto mismo decía G. W. F. Hegel del arte. Una vez que éste perdió su función social (y religiosa) conservó su presencia como una forma vacía para la reflexión filosófica. Y, por cierto, el arte contemporáneo es una invitación constante a pensar en su propio estatuto artístico. Lo mismo podría decirse del matrimonio, de acuerdo con el título de un hermoso ensayo de S. Kierkegaard: vivimos en la época de la Estética del matrimonio. El casamiento se ha vuelto una institución divertida, sin gravedad.

Ahora bien, ¿qué era lo grave del matrimonio? Los historiales freudianos lo muestran con claridad: tanto el Hombre de las ratas como esa jovencita llamada Dora enferman en ocasión de una decisión que modificaría su estatuto sexuado. El primero se “refugia en la neurosis” (la expresión es de Freud) para evitar decidir con qué mujer se casaría; la segunda enferma en el momento de verse confrontada con la posibilidad de dejar de ser la “nena de papá”... para pasar a ser la “mujer de un hombre”. En última instancia, para ambos casos vale el mismo motivo: en la causa de la neurosis se encuentra el eventual matrimonio como un acto que modificaría la posición sexuada. He aquí un aspecto crucial: hasta hace unos años, el matrimonio era una coordenada simbólica cuyos efectos subjetivos tenían alcance en la distribución del ser para el sexo del hombre y la mujer.

De esta observación se desprende una conclusión fundamental: no se enferma (de neurosis) ante cualquier circunstancia más o menos traumática, sino que el trauma descubierto por el psicoanálisis se circunscribe en la esfera sexual; pero no se trata de pensar que el trauma sexual sería, nuevamente, un evento más o menos disruptivo, sino que apunta a la condición electiva en que alguien puede determinarse en su relación con el sexo. Un acto significativo en psicoanálisis no es cruzar el Rubicón u otra proeza (que quedaría más del lado del engaño narcisista); muchas veces encontramos la incidencia más elemental en el paso mínimo de la confesión de la palabra de amor.

De este modo, desde el punto de vista psicoanalítico, el matrimonio es menos un acto formal que la forma de un acto, sea que se realice ante Dios, un juez... o bien cada día ante y con la persona que encarna la causa de nuestro deseo. En otra época se enfermaba para no casarse, hoy en día nos casamos pensando en que después del divorcio todo volverá a ser como antes. Si una virtud tuvo el matrimonio, entonces, fue la de encarnar ese acto irreversible, cuyas consecuencias se hacían sentir en la nominación (de la esposa, de los hijos, de los bienes, etc.). Hoy vivimos en una época en que el nombre del Otro ya no nos afecta. Vivimos juntos, convivimos, pero sin que nada nos afecte. Nos parece terrible, una merma (a la libertad individual) que el ser del Otro nos fije un destino. Somos cada día más libres, pero vivimos cada vez más atados a nosotros mismos.

lunes, 9 de septiembre de 2019

“¡Ya no hay hombres!”

El autor diferencia entre el amor “moderno” y el “posmoderno”: el primero “ofrecía la mujer-madre, pasiva y sin deseo sexual, y el hombre-de-familia como sostén indiscutido”; el amor posmoderno despega “madre” de “mujer”; ésta “orienta su vida privada desde el deseo sexual” y “los hombres posmodernos deben responder a nuevas exigencias, entre ellas la de soportar el enunciado ‘Ya no hay hombres’”.

Una queja (o un lamento) elevado en ocasiones como grito de guerra, caracteriza a las mujeres en los tiempos actuales: “¡Ya no hay hombres!”. Son representadas por él un número apreciable de mujeres heterosexuales que tienen crecientes dificultades para conseguir, sobre todo de un modo permanente, hombres: ya sea para la ocasión, pero especialmente en matrimonio o en concubinato. Sus razones, atendibles, sostienen que, como decía recientemente una analizante, “hombres, lo que se dice hombres de verdad, no se consiguen fácilmente”. Esta dificultad va más allá de diferencias de clase social, ya que es usual encontrar a mujeres pobres encabezando familias monoparentales, por el frecuente abandono de los hombres de sus obligaciones laborales y de manutención de sus mujeres e hijos.

El amor moderno, el freudiano, poseía una precisa representación del hombre y de la mujer que se ha transformado notablemente en el amor posmoderno, lacaniano. El primero ofrecía un estereotipo de la mujer-madre como objeto de amor, pasiva y sin deseo sexual, y del hombre-de-familia como el sostén indiscutido del núcleo familiar; mientras que el amor posmoderno, al despegar “madre” de “mujer”, caracteriza a ésta por su actividad, por el privilegio del trabajo sobre el hogar, por la orientación de su vida privada desde el deseo sexual; en tanto que los hombres “posmodernos” no solo deben enfrentar las consecuencias del avance sociojurídico de las mujeres, sino que deben responder a sus nuevas exigencias, entre ellas la de soportar el enunciado “Ya no hay hombres” y responder con lo que supuestamente tienen.

Los hombres son empujados por las mujeres a dar una respuesta cash, pues ya no alcanza con vanagloriarse de los oropeles masculinos ligados a la sacrosanta medida del falo, sino que, cada día más, son conducidos a demostrar con cada mujer lo que saben hacer “como hombres”.

Verificamos rápidamente las consecuencias para ambos sexos de afrontar el redoblamiento de la apuesta: el surgimiento de nuevos síntomas. En el horizonte masculino surge la devaluación del Don Juan, para muchas mujeres ya una especie en extinción. Es que el modelo donjuanesco requiere de un objeto complementario que ha caído en desuso: el objeto femenino pasivo, sin deseo sexual, sólo despertado por el gran seductor “contra su voluntad”. Don Juan se extingue como figura actual. Surgen entonces las mujeres “que tienen” de verdad; especialmente en ciudades industriales de países desarrollados, pero también en sectores acomodados de países subdesarrollados.

Fuertes y seguras, estas mujeres demuestran que efectivamente pueden tener bienes y lucirlos; ellas son exitosas en sus profesiones, autónomas, seguras de sí y partidarias del sexo sin ataduras ni compromisos estables con hombres. Estas mujeres –con frecuencia divorciadas o aun solteras– padecen síntomas que hasta ayer les eran reservados a los hombres: estrés laboral, fobias diversas localizadas en el temor a la pérdida de objetos: de este modo ellas participan de la angustia del propietario.

En este contexto, no debería sorprendernos la proliferación de manuales de autoayuda. Uno de ellos, escrito por una mujer, ha propuesto para las mujeres normas para “saber-vivir”: se trata de Barbara De Angelis en su libro Los secretos de los hombres que toda mujer debería saber (ed. Grijalbo), donde les propone a “ellas” reglas para obtener éxito con “ellos”. Se trata de un catálogo de seis normas, que expongo a continuación:

1 “Cuando trate de impresionar a un hombre que me gusta hablando tanto acerca de mí misma que no le pregunte a él nada, dejaré de hacerlo y me limitaré a preguntarme si él me conviene.” En el inicio se sitúa el goce del bla-bla-bla del lado femenino, ahora presentado como mascarada-carnada. De él se aprecia que es un obstáculo para el pensamiento equilibrado en las mujeres respecto de su deseo. La tradicional posición femenina del hacerse amar encuentra en esta norma su traducción por el goce narcisista de la lengua como un impedimento para asegurar el lazo con el hombre considerado más conveniente.

2 “Le expresaré mis sentimientos negativos tan pronto como sea consciente de ellos antes de que se consoliden, aunque esto implique hacerle daño.” Nuevamente, se trata de un llamado a la razón femenina a partir de su función discriminatoria, esta vez para decidir lo que hay que decir y cuándo hacerlo: cada mujer debería estar advertida de sus sentimientos para diferenciar los positivos de los negativos y comunicarlos al partenaire –o candidato– en el momento oportuno.

3 “Trabajaré en cuidar mi relación con mi ex esposo cuidando de no considerarme como dañada, y no hablaré de él como si yo fuese la víctima y él fuese el verdugo.” Se introduce aquí una cuestión delicada: la relación de una mujer con su ex. Es notable la toma de posición decidida de la autora: rechaza asumir la posición “natural” de víctima (como suele hacer cierto feminismo débil), y la empuja a confrontarse con su responsabilidad.

4 “Cuando mis sentimientos sean dañinos le diré a mi compañero de pareja qué es lo que estoy sintiendo antes que lloriquear o hacer muecas pretendiendo que no me preocupo o actuando como una niña pequeña.” Esta proposición constituye un mixto entre la segunda y la tercera regla, y agrega el rechazo del comportamiento infantil del llanto, al que caracteriza como típica respuesta femenina.

5 “Cuando me vea llenando vacíos, áreas muertas en la relación, me detendré y me preguntaré si mi compañero de pareja me ha dado últimamente mucho a mí; si no lo ha hecho, le pediré lo que necesito, en lugar de hacer las cosas mejor yo.” Esta regla busca, nuevamente, apelar a la razón femenina para localizar esta vez lo que el partenaire no da y exigírselo, si correspondiere. Esta norma parece recusar la salida femenina del reemplazo del hombre por ella misma, es decir, parece contrariar el recurso de las “nuevas patronas” (ver más abajo).

6 “Cuando me veo a mí misma dando un consejo que no se me ha pedido o tratando a mi compañero como a un niño, dejaré de hacerlo; tomaré aliento y permitiré que se dé cuenta de qué está fuera de su alcance, a no ser que me pida ayuda.” Esta última norma comenta un uso habitual del partenaire masculino en el lazo erótico, frecuente causa de estragos (pero, es preciso agregar, no menos causa de matrimonios): aconseja a cada mujer dejar de situarse como madre cuando el hombre se sitúa como niño.

Cada una de estas normas advierte a las mujeres de algunos de sus síntomas más frecuentes; cada una de ellas gira en torno de la ocasión propicia para responder al partenaire. Pero aquí encontramos la primera dificultad, porque, como se sabe, a la ocasión no sólo la pintan calva sino, también, mujer; y ya que –curiosamente– estas normas no dicen nada acerca de cómo arreglárselas con la otra mujer. Es bien sabido que, cuando una mujer depende de otra para cierto fin, suele haber problemas: Jacques Lacan habló del “estrago” materno para situar la densidad emocional que caracteriza a la relación madre-hija, la que contaminará los futuros encuentros de la hija-mujer con las otras mujeres.

Otra dificultad es que estas reglas son racionales, atinadas, pero –en el mismo punto en el que fracasa todo manual de autoayuda– también suelen ser inservibles. Más allá de esto, en estas normas una mujer toma partido y advierte a otras mujeres, posmodernas, acerca del riesgo de caer en la victimización o en la identificación con la madre, características referibles a la mujer moderna: pasiva y melindrosa, o activa sólo en su función maternal (sobre hijo o marido, da igual).

La patrona
La búsqueda principal para una mujer, en sus encuentros con los hombres –más allá de la satisfacción en sus encuentros sexuales y en la maternidad– la constituye el lograr ser amada por un hombre, llegar a capturar a uno que la ame especialmente a ella, encontrarse con aquel que la distinga con su deseo como una, singular, entre todas las otras mujeres. Cabe observar que, actualmente, este procedimiento suele ser realizado por ellas a repetición, es decir, que el cumplimiento de este rasgo requiere una búsqueda realizada con sucesivos hombres y cuyas condiciones de éxito sólo pueden ser analizadas en cada mujer, singularmente.

Para los hombres, en cambio, la bipartición entre el amor y el goce parece haberlos empujado a una suerte de “infidelidad estructural”. Se constituye entonces el problema masculino en estos términos: cómo podría arreglárselas un hombre con una sola mujer, cómo elegir a una y situarla en el lugar de causa de su deseo. Algunos hombres, a los que podríamos denominar neuróticos “tradicionales”, suelen llamar a sus esposas “la patrona”. La patrona, designación con la que denuncian su elección conforme al tipo de la mujer-madre, organiza sus vidas. Si bien algunos de estos hombres pueden conservar el rasgo de infidelidad “social” y gozar con otras mujeres –sea con amantes ocasionales o estables, o por renta part-time de servicios sexuales–, ¿qué sucede sexualmente con la patrona?

No podría decirse –al menos no en muchos casos– que esos hombres no quieran a su patrona, mujer única para ellos; pero, ¿cómo gozar de la patrona en la cama? Ya que se sabe, desde Freud, que para gozar de una mujer en el acto sexual un hombre debe faltarle el respeto. Esto se refiere a la idealización de una mujer: si una mujer está “allí arriba”, no puede compartir el lecho “aquí abajo”. Imaginemos a un hombre –estoy pensando en una dificultad narrada por un sujeto obsesivo– que, en el preciso momento de penetrar a su esposa, se encontró viendo a la madre... de sus hijos. ¿Cómo podría poseerla “de verdad”, si su libido se halla adherida al objeto incestuoso y toda su vida ha girado en torno de su dedicación a esa madre, mientras secretamente se consagraba –aunque no menos en la actualidad– a ejercicios masturbatorios?

Y ahora desde la perspectiva de “la patrona”, ¿qué sucede cuando ella se ubica complaciente y decididamente en su puesto de mando, aunque haga de ese lugar el último baluarte de una sempiterna queja? Una mujer, cuando se trata de obtener goce sexual en el encuentro con un hombre, deberá dejarse tomar como objeto causa de deseo, es decir, prestarse a ese goce que él obtiene con su fantasma, y por ese medio extraer ella Otro goce que excederá no solo a él, sino, y especialmente, a ella misma. La patrona de la que hablamos no parece estar dispuesta a esos deslices libidinales, ya que su satisfacción está puesta en otro lugar: “fabricar a su hombre” (ver más abajo), llámese “maternidad”.

Nueva patrona
Las mujeres de hoy ya no necesitan el palo de amasar de la patrona-ama-de-casa como emblema del poder fálico (y quizá tampoco requieran tanto como antes de sus hijos, al menos no de los hijos concebidos con sus maridos). Con las transformaciones del mercado capitalista se ha modificado el equilibrio de fuerzas entre hombres y mujeres. La justa apropiación por parte de las mujeres de sectores ligados tradicionalmente con la esfera pública ha introducido cuantiosos matices en la guerra entre los sexos. Un nuevo tipo femenino no oculta su predilección por el sexo ocasional. Decididas en el encuentro sexual, suelen quejarse de que los hombres se intimidan cuando ellas los encaran dejando ver las llaves de su departamento o de su auto. Ese gesto puede constituir una mostración de la impotencia masculina (“Ahora yo lo tengo y vos no”) y resultar para un hombre un castigo aún más doloroso que el inocente palo de amasar de antaño. Venganza femenina/humillación masculina. Sin embargo, un hombre, confrontado con ese señuelo, no tendría por qué sentirse intimidado: sólo la magnitud de su indexación fálica habrá determinado esa respuesta. Una mujer en el diván, enojada consigo misma, se quejaba por cómo había tratado a un hombre que la atraía especialmente. Luego del momento inicial de mutua seducción, y ya en el umbral de un encuentro sexual, ella le preguntó si había traído preservativos. A su respuesta “Traje algunos, ¿y vos?”, ella no tuvo mejor idea que decirle: “¡Bueno, bueno, cuánta fe que nos tenemos!”. La respuesta de él no se hizo esperar: impotencia sexual.

Del lado de estas mujeres se ha producido una inversión dialéctica en su posición discursiva: han dejado de sentirse “mujeres-objeto” para procurarse “hombres-objeto”. Como otra de ellas me enfatizaba en una entrevista: “Yo, como muchas de mis amigas, no estamos dispuestas a tener un hombre al lado durante mucho tiempo. Al tiempo se vuelven insoportables y hay que pedirles que se vayan”.

En una primera entrevista, otra mujer –ejecutiva, famosa, reconocida socialmente– hablaba de los hombres igual que ciertos hombres hablan de las mujeres. Un rasgo de su padre, que comentó al pasar, era la sustancia identificatoria de la que se alimentaba: ella era en el mundo de los negocios –éstas fueron sus palabras– “un hombre más”, y obtenía su éxito empresarial en el mismo rubro en el que su padre había fracasado. Efectivamente se había transformado en un hombre más, y no le hizo falta ninguna prótesis peneana para serlo; tampoco era homosexual; era una mujer perfectamente neurótica.

Este tipo de mujeres hacen el hombre a su manera: no son las que tienen (ni quieren) un marido a quien hacer existir como el hombre que ellas pretenderían ser; ellas no moldean a “su” hombre a su imagen y semejanza. Para ellas el reemplazo es directo y sin mediación: son ellas quienes lo borran del mapa y se colocan en su lugar. Este tipo de mujer “posmoderna” constituye un envés de aquella otra, “moderna”, que, encerrada en su familia, se había dedicado a fabricar a su hombre: vistiéndolo, mandándolo al trabajo (y a la vida), con una caricatura de docilidad que la encuentra pasiva, callada y siempre plegada al deseo masculino.

De esta nueva posición, el testimonio light lo constituyen los clubes de mujeres solas –o casadas pero reunidas solas para la ocasión– presenciando stripteases masculinos, ululando con cada trozo de los cuerpos exhibidos y peleándose ritualmente, de un modo fetichista, para conseguir el slip ofrecido. Esta práctica se ha transformado en un hábito aceptado socialmente; a veces, aunque no siempre, con el único requisito de que las mujeres casadas vuelvan después a sus casas.

Se deduce que la división amor-goce pareciera ya no funcionar exclusivamente del lado de los hombres, a partir de que el simulacro fálico ha tomado legitimidad jurídico-social para las mujeres. Pero quedan aún por determinar las variaciones singulares que se producen, no sólo en la esfera pública, a partir del justo reconocimiento de la paridad legal entre ambos sexos, sino especialmente en el campo del goce sexual, ya que en éste no existe la justicia distributiva.

Fuente: Sinatra, Ernesto (2011) "¡Ya no hay hombres!" - Página 12