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miércoles, 31 de julio de 2024

Sintomatizar la inhibición

 En el cuadro que encontramos al inicio del seminario sobre la angustia, Lacan toma el trípode freudiano inhibición, síntoma y angustia. Distintas cosas se desprenden de esa lectura, una de ellas consiste en interrogar en la práctica analítica aquello que es posible de sintomatizarse en el sujeto.

Tomando esta perspectiva resalta, entre la inhibición y el síntoma, un término muy ilustrativo de ciertas posiciones del sujeto: el impedimento.

Esto hace posible que Lacan destaque una diferencia central entre una inhibición y un síntoma. La primera, incluso siguiendo a Freud conlleva una restricción funcional que no termina de elevarse al estatuto de un síntoma. En la inhibición lo que está inhibido, precisamente, es el acto. La inhibición entonces lo implica al deseo, pero en tanto inhibido.

Si una inhibición es un síntoma puesto en el museo, por lo que está detenido, sacado de circulación, un síntoma es extraterritorial al moi, y puede ser definido como el índice de algo que le concierne al sujeto. Como índice señala eso que no anda y que conlleva del lado del sujeto una interrogación, una pregunta. Es la respuesta que esconde la puesta en forma de un interrogante que lo involucra aun cuando el sujeto, allí, está afectado por un no saber.

Por esta distancia entre inhibición y síntoma es que resulta interesante el emplazamiento del impedimento. Si la inhibición no es un síntoma, estar impedido lo es, porque la inhibición afecta al acto, en cambio, el impedido es el sujeto: estar impedido es un síntoma, dice Lacan.

Puede entonces pensarse que una inhibición podría eventualmente transformarse en un síntoma, a condición de que el sujeto quede concernido allí, en la medida de estar impedido, situación clínica que ya implica una pérdida.

El impedimento y el "estar impedido"

 El seminario 10 incluye ese cuadro tan interesante a partir del cual Lacan puede pensar el campo de los afectos, tomados como efectos del significante. Hay allí un contrapunto digno de destacar que es aquel que se plantea entre la inhibición y el impedimento.

Sin duda no son exactamente lo mismo, sin embargo, se pueden situar algunos puntos de articulación.

La inhibición es correlativa del movimiento, y la apoyatura en Freud resulta indudable. Pero no en el sentido motriz del movimiento, sino que lo que queda perturbada es la función, una corporal. Por eso la inhibición implica una detención en el sujeto, una detención con el más alto grado de dificultad. Y allí Lacan es claro: esa detención del sujeto es correlativa de que lo inhibido es un deseo, nótese que dice “un” y no el.

Partiendo de esto, puede establecer ciertas particularidades propias del impedimento. Tampoco se trata de algo motriz, pero la distancia que señala es que el impedimento puede devenir un síntoma, ¿a diferencia de la inhibición?

Si, por su detención, la inhibición es un síntoma puesto en el museo; el impedimento es un síntoma en el sujeto. Se sirve allí de la etimología latina del término impedicare, al que aborda por el sesgo de un “caer en la trampa”.

El sujeto queda impedido en la medida de quedar capturado en la trampa narcisista. Allí señala un vínculo entre el impedimento y el movimiento por el cual el sujeto avanza hacia el goce. Se dirige a “lo que está más lejos de él”, y en ese camino se encuentra con una fractura. Allí se produce el cortocircuito, por cuanto esa fractura es relevada por la precipitación, el “haberse dejado atrapar” por el camino en su propia imagen, la imagen especular. Con lo cual entonces cobra valor la pregunta acerca del vínculo entre el síntoma y lo imaginario.

Sólo será un problema si le concierne. 
En la aspiración a situar no solo lo específico del sujeto del inconsciente, sino puntualmente las coordenadas de la subversión es que Lacan emprende con énfasis la tarea de separar al sujeto del moi. Con lo cual entonces se separa al trabajo analítico de cualquier modalidad que implique una toma de conciencia, algo del orden de un insight, o de una especie de iluminación.

Esta orientación epistémica/clínica afecta también, por supuesto, a la dimensión del síntoma, en la medida en que conlleva tener que repensar su estatuto.

En el psicoanálisis el síntoma no constituye un proceso patológico y de allí que Freud lo defina como extraterritorial al yo.

Separado entonces de lo imaginario del espejo, un síntoma implica a la posición del sujeto concernido allí y este es el punto, el hilo del que queremos tirar.

Si el sujeto puede, en el trabajo analítico, caer en la cuenta del modo en que está comprometido, no es a nivel de una intelección consciente que le permitiría situar qué es lo que hace o deja de hacer respecto de lo que se queja. Sino que aquello de lo que se queja le concierne en la estricta medida de la posición que ocupe en una escena y por consiguiente del papel que allí juega, para que la escena se sostenga.

Que el sujeto quede entonces concernido no implica, entonces, nada del orden de un conocimiento en la línea socrática del “conócete a ti mismo” sino que el asunto entonces es que algo solo deviene un problema para el sujeto, pudiendo eventualmente constituir un síntoma, en la estricta medida en que le concierne.

Y que le concierna lo implica en el sentido de una convicción, ese convencimiento aludido por Freud a nivel de la construcción. Eso le concierne íntimamente, o sea que se delimita en el sujeto algo que es solidario de una certeza.

martes, 24 de octubre de 2023

El carácter de las pasiones. Su incidencia en la experiencia clínica

Fuente: Luciano Lutereau (2015) "El carácter de las pasiones. Su incidencia en la experiencia clínica" Psicoanálisis - Vol. XXXVII - Nº 2 y 3 - 2015 - pp. 399-422

El estudio del carácter neurótico no es un tema novedoso en psi coanálisis. Desde Freud encontramos referencias que destacan su importancia; en la lista de recensiones podríamos añadir también a Alfred Adler, Karl Abraham y Wilhelm Reich. Sin embargo, antes que un esclarecimiento teórico, el presente artículo se propone trazar una perspectiva clínica, aproximar una pequeña intuición que futuros tra bajos deberían ampliar y fundamentar: la articulación entre el carácter y ciertas pasiones habituales de la clínica de la neurosis. Asimismo, el propósito de estas páginas avanza también en la vía de exponer la tensión entre el síntoma y el carácter, a expensas de la idea corriente de la sintomatización de eso que los otros reclaman como imposible de soportar.1

Como rodeo preliminar, dos observaciones que sólo pudieron ser reconstruidas a posteriori. Antes que de “carácter anal” preferimos hablar de “carácter obsesivo”,2 como un modo de resumir que todo carácter tiene ese estatuto. He aquí un aspecto clínico de relevancia en nuestros días: el diagnóstico precipitado de obsesión a partir de rasgos de carácter, sin considerar el conflicto que expresa la división subjetiva. Desde el punto de vista del carácter, en tanto formación narcisista, vale este gesto provocador: todos somos obsesivos; mientras que histérica es la posición fundamental del analizante, la unidad desgarrada que recubre su ser con el síntoma.

Síntoma, carácter y pasiones

¿De qué manera podría volverse analizable el carácter? En principio, la respuesta parece evidente: no se trataría más que de sintomatizarlo. He aquí una respuesta precipitada. Por cierto, un rasgo en que el sujeto se reconoce podría condescender al análisis a partir de ser puesto en cuestión; sin ir más lejos, ésta es una operación básica del inicio del tratamiento: que el síntoma se vuelva ego-distónico, pero no suficiente para hablar de “análisis del carácter”.3

Recordemos una definición lacaniana del síntoma –en “Acerca de la causalidad psíquica”–: “Lo que el sujeto conoce de sí aunque sin reconocerse en ello” (Lacan, 1946, 146). Por lo tanto, bien podría decirse que el movimiento que permite advertir la extra-territorialidad (al yo) del síntoma apunta al segundo elemento de la fórmula. Sin embargo, ¿qué es lo que el sujeto “conoce”? En este sentido, en el síntoma siempre se encuentra una dimensión de implicación subjetiva… que en el carácter no se hace presente. Este último es algo distinto a un mero “Yo soy así”. Por la deriva de la sintomatización (que requeriría pensar el carácter como un síntoma asimilado) apenas se piensa un revestimiento yoico, pero no su condición pulsional, eso que Freud concebía a través de una “transformación de la libido” –por ejemplo, en “Sobre las trasposiciones de la libido, en particular del erotismo anal” (1917).

Para dar cuenta de este problema, cabría recordar una breve indicación freudiana en Estudios sobre la histeria:
…el médico no pretenderá alterar una constitución como la histérica; tiene que darse por contento si elimina el padecer al cual es proclive esa constitución y que puede surgir de ella con la cooperación de condiciones externas.” (Freud, 1893, 124)

En este contexto temprano de su obra, Freud plantea la cuestión del carácter en términos de “constitución”; años más tarde lo haría según cierta “aptitud” para la producción de síntomas y, al final, llegaría a hablar de un estado neurótico “basal”. Por cualquiera de estas vías, la pregunta que se realiza apunta a ese trasfondo en que más allá del síntoma, padecimiento que sostiene la cura, se presiente un huésped silencioso. Si el síntoma es un “cuerpo extraño” en la vida psíquica, el carácter no es causa de la queja ni motor ruidoso del tratamiento.

No obstante, la referencia del síntoma no parece fácil de abandonar. En diferentes ocasiones Freud advirtió la condición problemática del carácter y, curiosamente, siempre fue por la vía sintomática que intentó pensarlo: por ejemplo, al hablar de la “sintomatología muda” de la joven homosexual, rasgos que la volvieran tan impermeable al tratamiento; o bien, cuando se refiriera a los “síntomas típicos”, aquellos que permitían un diagnóstico certero (puede verse en el caso Dora cómo la reacción con asco, a expensas del mecanismo conversivo, permite concluir que se trata de una histeria).

En el caso de la “sintomatología muda”, se trata de pensar el carácter de un modo diferente al estatuto de síntomas incorporados al yo (a través del beneficio secundario): podríamos decir que se trata del yo mismo, concebido en una dimensión que no se agota en la constitución especular del narcisismo.

Respecto de los “síntomas típicos”, Freud ampliaba su horizonte de investigación hablando de la filogenia, de las huellas prehistóricas de las generaciones… para exponer un motivo clínico concreto: esos “síntomas” escapan al padecimiento, no portan la marca singular de lo disruptivo.

Ahora bien, desde la perspectiva lacaniana también encontramos una aproximación convergente. Lacan no se interesó puntualmente por la cuestión del carácter, aunque también en su enseñanza advertimos elementos que permiten notar su presencia, ya no con la terminología del síntoma, sino con la del fantasma. Es el caso del seminario 8, donde se delimitan las fórmulas fantasmáticas de la histeria y la obsesión. Por ejemplo, respecto de la posición histérica afirma lo siguiente:

La devoción de la histérica, su pasión por identificarse con todos los dramas sentimentales… ahí está el resorte, el recurso alrede dor del cual vegeta y prolifera todo su comportamiento.” (Lacan, 1960-61, 281)

En resumidas cuentas, Lacan se refiere a la pasión de la histérica por aquello que llamamos “chismes”, ese punto en que el deseo de saber sobre la satisfacción la lleva a intercambiar la satisfacción misma; es decir, lo más propio de la histeria sería una posición que no se recorta a partir del síntoma como descifrable, metáfora que alberga un sentido inconsciente, sino una particular determinación subjetiva que resiste a la interpretación. Los posfreudianos llamaban a estas coordenadas “defensas”, mientras que Lacan opta por hablar de “pasiones”. Sin embargo, más allá del nombre que se le ponga, pareciera que hemos llegado a un concepto que permite volver operativo el análisis del carácter: las pasiones; pero, ¿cómo pensar el problema de las pasiones en psicoanálisis? ¿Cuál sería el alcance de su incidencia para pensar la causa del sujeto?

El conocimiento de las pasiones

La distinción entre lo conocido –jurisdicción propia del síntoma– y lo no conocido –las pasiones, el carácter, etc.– no resulta de una vana especulación académica sino de un matiz clínico cotidiano.

Si el síntoma es un “viejo conocido”, en tanto presenta problemas a la homeostasis subjetiva de su portador, la “pasión del carácter” es en cambio exclusivamente conocida por el entorno de aquel que nos consulta, al menos en el inicio de un análisis. Lo ilustra concretamente un paciente que tras haber aceptado reiteradas invitaciones a almorzar por parte de un amigo, con sorpresa se anoticia de las quejas del compañero, quien le reclama corresponda alguna vez al gesto. Indignado declara en el análisis: “¿Por qué lo voy a invitar si no quiero gastar ese dinero?”. Este caso extremo vale para ubicar el punto en que las pasiones del carácter pueden entrar en nuestro consultorio sin que impliquen ni por asomo que eso pueda transformarse en un síntoma. Es palpable que el paciente desconoce las incidencias que su modo de obrar tiene sobre sus lazos, por lo que no se puede ubicar la división subjetiva (al menos en términos de una percepción “interna”) sino en el ruido que produce en el lazo social. El punto de división no se encuentra en un elemento que desgarra moralmente a una unidad a la que aspira el ser hablante cuando se confunde con su yo –lo que en términos freudianos puede llamarse “conflicto interno”– sino que es en el encuentro con el otro que algo hace ruido y falla. Quizás sea entonces por la vía del trabajo con el carácter donde nos aproximemos a la vivencia más patente de la falla estructural de la relación con el otro, un punto en el que el diálogo está interceptado por el malentendido.

“¿Por qué ya nadie quiere hablar conmigo?”, dice el mismo paciente, que no puede siquiera imaginar que la consecuencia más inmediata de su tacañería, por llamarla de algún modo, es la pérdida de un lazo de amistad potencial.

Lo que entonces aparece como evidente es que algunas pasiones invariablemente atentan contra el lazo social porque son pasión “de uno” y, por definición, localizan al otro como excluido de la satisfacción. Por ese lado, a veces demasiado tarde, el “apasionado” consulta por los efectos de esto; aunque no sepa qué es lo que no conoce de sí, su pasión, sabe que algo lo ha quebrado en sus lazos concretos. Si esta apercepción se produce, el dispositivo hará el intento de llevar la pasión al diván y encontrar así las coordenadas simbólicas sobre las que se asienta la fijeza de dicha pasión. Intento que no va de suyo sea eficaz.

Desde este punto de vista, el carácter se aproxima a la dificultad que los médicos clínicos tienen con respecto a los enfermos que padecen una enfermedad crónica, para conseguir que estos tengan adherencia al tratamiento, en tanto que este último no implica una mejora en el sentido de la percepción de un aumento del bienestar, sino que redunda en que no empeore la enfermedad de base. Para ponerlo en términos concretos: supongamos que un paciente es hipertenso y el tratamiento previene un posible pico de presión; pero eso no lo hace sentir mejor, sino que exclusivamente previene un ataque, que por definición no sufre en el momento en que está en un estado de salud aparente. Lo que suele suceder es que el tratamiento se abandona al no haber un síntoma manifiesto.

De manera similar, cuando se trata del carácter no se siente eso como un dolor, sino que, por el contrario, ir en contra de esa “característica” no hace sentir mejor, sino que se vive como una restricción y una mutilación de la forma subjetiva. ¿Por qué habría alguien de aceptar dejar su tacañería si eso no le produce ningún perjuicio en el corto plazo, dado que renunciar a ella implicaría una merma severa de satisfacción? No es que busquemos la salud como el médico que trata al hipertenso, es que el hablante mismo se aterra cuando ha perdido todos sus lazos, y desde allí demanda cambiar lo que no conoce de sí. La pregunta del paciente que venimos tomando como ejemplo lo ilustra en forma patente: “¿Qué carajo tengo que todo el mundo me odia?”.

Vale la pena aclarar que aunque estas pasiones hagan ruido en el lazo social, no puede decirse que sean ajenas al Otro, que organiza los intercambios posibles entre los seres; pero, ciertamente, al mostrar el fracaso del lazo podría decirse que cuestionan el orden discursivo. Como fórmula general, entonces, podría decirse que las pasiones tristes son fruto del desengaño del Otro, pero no por eso el Otro está ausente en su fenomenología: los pasionales pueden llegar a tomar sobre sí la razón de su existencia e intentan horadar la escena definida por las coordenadas simbólicas del Otro, pero no por eso dejan de estar orientados al Otro al cual invariablemente se dirigen. Es así como la vergüenza necesita como término a la mirada elevada al lugar del ideal, a la vez que la denuncia al mostrar sus efectos, la ira cuestiona la buena fe del juicio valorativo del Otro a la vez que los actos a los que conduce hacen consistir el desprecio del Otro sobre el ser, el temor ridiculiza la confianza en la restricción de la agresividad del Otro al mismo tiempo que suplica que este se comporte de acuerdo a norma, la tacañería se rebela ante la institución del don y el amor al tiempo que los utiliza desvergonzadamente. Esa tarea de horadamiento no debe confundirnos y llevarnos a pensar que el Otro no esté colocado en el fenómeno pasional. No por nada Lacan señala a la Retórica de Aristóteles como la obra en donde mejor se puede estudiar a las pasiones.

En la primera clase del Seminario 10, Lacan destaca la relación con el Otro, el significante, que tienen las pasiones y el error que implicaría intentar encontrar allí algo previo al símbolo. Nos remite entonces al libro segundo de la Retórica de Aristóteles. O sea que va a ubicarlas en relación a la palabra, siendo que en esa obra Aristóteles se va a referir justamente a la palabra que se dirige al Otro con fines de persuasión. Las pasiones entonces no dejan de ser localizables en función de determinadas coordenadas simbólicas –Aristóteles nos brinda un verdadero catálogo de ellas– y no son, al menos en la concepción lacaniana, una expresión primitiva del ser.

Que estos rasgos de carácter inevitablemente choquen con el lazo social los aproxima a las neurosis de destino. Al ser lo propio del su jeto el constituirse en el Otro, en función del orden de discurso que allí se establece, el carácter, la manera –ese “my way” inclusive– que constituye, se topa inexorablemente con lo que no puede ser de otro modo en el Otro, que es a su vez su hogar. Las pasiones ruinosas, una y otra vez, se topan con las heridas al narcisismo que Freud postula en El malestar en la cultura: el hecho de que se tiene que vivir con otros, que la vida es finita y el ser humano no se encuentra en el centro de la creación.

Sin embargo, ¿que sea en el narcisismo donde se produce la señal del choque entre lo invariable en el Otro y la manera propia que la pasión constituye nos autoriza a pensar que es en aquél (el narcisismo especular) donde la pasión anida? Tal como lo anticipamos en nuestras primeras palabras de ningún modo pensamos así. Las pasiones del carácter no dejan de implicar la presencia de lo pulsional, devenido compulsión por la anuencia de la complicidad del yo, y no apenas un revestimiento yoico. Sin embargo, resta ubicar de qué modo las pasiones se articulan con lo pulsional, y acaso un catálogo de las pulsiones que predominan en cada pasión en particular. Esto último supera el marco de este apartado y será abordado en los que siguen.4 Para aproximar una respuesta y teniendo en cuenta lo que afirmamos en cuanto a la presencia del Otro en el fenómeno pasional, resulta heurísticamente eficaz tener en cuenta el modelo pulsional que Lacan alcanza en el Seminario 11. En un acto de reducción fenomenal Lacan define a la pulsión como un movimiento de llamado al Otro en el que se pone en juego un “hacerse”:

¿No parece como si la pulsión, en esa vuelta al revés que representa su bolsa, al invaginarse a través de la zona erógena, tiene por misión ir en busca de algo que, cada vez, responde en el Otro?” (Lacan, 1964, 203)

Se trata de un movimiento de llamado al Otro que implica que éste se coloque en determinada posición para albergar el objeto alrededor del cual la pulsión realizará su recorrido (lo cual posibilita un modo de satisfacción). Es un llamado al Otro que implica un hacerse… ver… cagar… chupar… oír. Se trata de que alguna de las variantes del objeto es colocado, transfundido en el campo del Otro. Esto armoniza muy bien para los fenómenos pasionales tal como los postulamos aquí, en función de una determinada colocación del Otro, pensar que acontece en estos casos una transferencia del objeto al lugar del Otro, lo que representaría el sostén pulsional de cualquier pasión. La transferencia del objeto resulta entonces algo fundamental a tener en cuenta en la puesta en acto de un fenómeno pasional. No se debe olvidar lo dicho anteriormente en cuanto a que en estos fenómenos es de capital importancia discernir cualitativamente al Otro apto para albergar al objeto en cada pasión en particular. De este modo, queda claro que aunque las pasiones del carácter se presenten como una manera de satisfacción separada del Otro, donde más de un filósofo contemporáneo declararía la neta declinación o liquidez del Otro en la era posmoderna, convocan –lo admitimos aunque de un modo inaparente– al Otro a existir, y sólidamente aunque sea en sus peores versiones.

Sin embargo, ¿podríamos restringir el catálogo de las pasiones a las del tipo ruinoso? ¿Existirán otras?

No solo pasiones tristes

El psicoanálisis está destinado, por el hecho de partir de una oferta terapéutica, a tomar noticia de los elementos problemáticos para la subjetividad; es decir, con el efecto en el plano de la demanda con el que nos encontramos por el hecho de estar afiliados a la tradición médica. Es quizás por esto que los artículos sobre este tema en la obra de Freud restrinjan el catálogo a los tipos de carácter que invitan a que el analista inste a renunciar a la satisfacción que proporciona el placer fácil que producen “esas satisfacciones de las que infaltablemente se sigue un perjuicio” (Freud, 1916, 315).

Perjuicio y carácter quedan entonces soldados por razones que no son necesariamente propias de lo real sino del hecho de que el dispositivo tiende a apresar exclusivamente algunas manifestaciones de lo real bajo el marco terapéutico.

Es así como el ahorrativo es notado en la avaricia, el ordenado en la insoportable meticulosidad y el pertinaz en el desafío y la ira. Sin embargo, en algunas ocasiones la clínica cotidiana nos brinda la oportunidad de detectar el carácter –según la distinción que realizamos anteriormente: lo no conocido en oposición a lo conocido del síntoma– que lejos de hacer ruido en el lazo social y llevarlo a sus expresiones más nefastas redunda en su sostén. Es decir, pasiones que lejos de romper o rigidizar el lazo son fundacionales del mismo. Tómese como ejemplo un analizante que capta que durante toda su vida la ha jugado de “atorrante” y luego de “Santo” para poder promover un deseo en el Otro. Súbitamente se le hace evidente lo que declara con precisión las coordenadas de su pasión última: “Lo que funciona en la seducción es la alternancia, que queden desconcertados, la gente encasilla, pero lo que seduce se produce cuando uno es una cosa y luego otra, yo no sabía que lo hacía pero es lo que siempre he hecho”.

Lo relevante aquí no es si estos significantes pueden reconducirse a síntomas particulares que este analizante padece, sino en esa manera, que constituye una de sus pasiones más cercanas a la hora de “comprar” al Otro, “engancharlo” en el deseo. La pasión por generar una alternancia y captar con eso el deseo del Otro promueve un lazo que tiene innumerables consecuencias en lo concerniente a la satisfacción. Sin embargo, no se trata aquí de abrir un análisis acerca de esos goces consecuentes, beneficios secundarios si se quiere, sino de localizar la existencia de ese rasgo esencial que tiende al lazo.

Esta nueva perspectiva aborda el carácter ya no necesariamente como un rasgo problemático, sino que lo postula como un modo fijo de relación con el Otro, una manera que se consolida como respuesta al problema del lazo con el Otro y lo resuelve parcialmente mediante un artificio.

Perspectivas del tratamiento

¿Cuál es el trabajo con el síntoma en el inicio del tratamiento? Es conocido el slogan lacaniano en “Intervención sobre la transferencia” (1951): “¿Qué tienes tú que ver en el desorden del que te quejas?”. No obstante, esta fórmula ubica en el yo la responsabilidad del padecimiento. Algo totalmente ineficaz y culpabilizante. ¿Quiere esto decir que el analista no toma al yo como interlocutor en el análisis? Es decir, ¿que no se interesa en el conjunto de representaciones en las que el sujeto es reconocido como amable por parte del ideal? Para nada, eso también es un prejuicio. Sería decir: los posfreudianos quisieron basar el análisis en los cuarteles del yo, entonces vinimos los lacanianos a desestimar a los representantes de lo amable y las buenas o malas formas en las que el yo se reconoce; como si esto no fuera necesario en la cura.

En “Función y campo de la palabra y del lenguaje” (1953), Lacan da una indicación clínica novedosa y, a la vez, operativa:

El único objeto que está al alcance del analista, es la relación imaginaria que le liga al sujeto en cuanto yo, y, a falta de poderlo eliminar, puede utilizarlo para regular el caudal de sus orejas, según el uso que la fisiología, de acuerdo con el Evangelio, muestra que es normal hacer de ellas: orejas para no oír, dicho de otra manera para hacer la ubicación de lo que debe ser oído.
(Lacan, 1953, 246)

Y ¿qué es lo que tiene que ser oído? Justamente, lo que el yo nos muestra al poco de andar, los impedimentos que se recortan sobre la superficie de su unidad, es decir, esos puntos oscuros sobre el fondo de lo que claramente lo representa para el significante ideal: los primeros esbozos del síntoma. Tomemos la definición de impedimento en el seminario 10, que localiza un matiz en la práctica para describir lo que se esboza pero no puede nombrarse como síntoma todavía:

Estar impedido es un síntoma. Estar inhibido es un síntoma puesto en el museo. Impedicare quiere decir caer en la trampa […] pongo pues, impedimento en la misma columna que síntoma. Les indico enseguida que la trampa en cuestión es la captura narcisista […]. El impedimento que sobreviene está vinculado a este círculo por el cual, con el mismo movimiento con el que el sujeto avanza hacia el goce, es decir, hasta lo que está más lejos de él, se encuentra con la fractura íntima, tan cercana, al haberse dejado atrapar por el camino en su propia imagen, la imagen especular. Es ésta la trampa.” (Lacan, 1962-63, 20)

El síntoma aparece tapado por el carácter. A su alrededor, el yo ha producido una bandera moral en la que se reconoce, pero a la vez ese encubrimiento es lo que nos permite recortarlo. Freud lo expresa en Inhibición, síntoma y angustia, cuando afirma que la lucha contra la moción pulsional encuentra su continuación en la lucha contra el síntoma. El yo intenta cancelar la ajenidad y el aislamiento del síntoma aprovechando toda oportunidad para ligarlo de algún modo a sí e incorporarlo a su organización mediante lazos. Cabe aclarar que la característica yoica en la que el sujeto se aliena no necesariamente implica la pertenencia al círculo de las representaciones de “lo bueno”, sino que perfectamente puede cumplir la función una representación que reduzca al sujeto a lo desagradable (esto último no se encuentra más allá del principio del placer, sino que es una de las formas posibles de lo agradable). Tomemos el modo en que se presenta un paciente para dar cuenta de las coordenadas clínicas de la intervención a la que nos referimos.

Germán vive en el exterior, dedica sus días a una actividad muy lucrativa. Tenía un negocio y decidió dejarlo para abocarse entera mente a su actividad favorita, en la que “gana lo mismo que un médico”. Su madre vive en la Argentina. “No quiero hablarle, me llama, me escribe mails y textos, pero yo no quiero contestarle”. “No me interesa, todo el tiempo está llorando. Se queja, quiere plata, que le resuelva los problemas, que le hable, pero no quiero, no me interesa. Me siento un sorete, pero no me interesa”. “Yo soy una basura”.

Entre otras cosas, comenta que hace algunos años inició una página web que brinda un servicio novedoso. El negocio prometía ser enorme pero no avanzó lo esperado. Sitúa una dificultad inherente a la cuestión del idioma. “Yo manejo un broken English y eso a veces dificulta los intercambios. La gente no confía en alguien que no maneja bien el idioma. Muchas veces me cuesta hablar en las reuniones, por lo que contraté a alguien que me hiciera el enlace. Un americano”.

En la sesión siguiente vuelve sobre el tema de la madre y de que no quiere hablarle. “Me cuesta hablarle”. “Eso es algo que te cuesta, definitivamente, pero no sólo con tu madre”, interviene el analista. Germán agrega que no habla con las personas porque ha perdido el interés sobre sus cosas. Además siente que está afuera de todo, que no está informado, que no sabe nada de nada profundo. “A veces simulo con algunos compañeros hablando de futbol. Quizás hablan de un jugador de futbol que no conozco y digo ‘Sí’. Aparento, para no quedar como un boludo, que no tiene nada que decir”. “¿Eso te pasa antes de hablar? Por ejemplo, es lo que te pasa con los amigos de ‘Nueva York’” (pronunciado por el analista de manera imperfecta). Germán se ríe y repite “Nueva York” (pronunciado de igual manera).

Luego sigue: “Pienso que lo que voy a decir está mal, que van a pensar que está mal expresado, que soy un ignorante. Hago chistes como para que piensen que soy piola. A veces quedo como un desubicado. Que por ejemplo hablo con un doctor, o alguien así y le hago un chiste, y luego pienso que se queda diciendo, ‘pero ¿este boludo me viene a corregir?’. Como recién lo de Nueva York”.

El analista añade: “Ah, no pensé que eras un boludo, pero es notable cómo te sale hacerle a los doctores lo que es a la vez uno de tus temores, te reís de ellos. Debe ser muy difícil hablar así. ¿De dónde te vendrán esos pensamientos?”.

Cuenta la historia de unos amigos de la secundaria, nadie lo llamaba. Él siempre era el que llamaba. Lo mismo le sucede con unos conocidos en la actualidad. “No me llaman y yo no me peleé nunca. Una sola vez, en realidad, uno se enojó porque le dije de mala manera, en forma directa como soy yo. Que había hecho un negocio en forma cagona. Se lo tomó a mal, y yo hablo así, a lo bruto”.

“Bruto” desliza también a la falta de formación y a la ausencia de un título universitario, pero fundamentalmente a un modo de ha blar que siempre está trabado. Hablar bruto es el impedimento que se encuentra recubierto por la imagen de mal tipo que no habla con los demás. Preferible la imagen de una basura que hablar bruto, podría mos decir.

Esto nos orienta en el procedimiento analítico. Para localizar esta extrañeza del síntoma, lo que el sujeto conoce de sí sin reconocerse en eso, he aquí el primer paso de la rectificación subjetiva. Implica perfilar la causa de eso extraño por fuera de la organización yoica. Es decir, que al localizar lo que fractura la imagen, lo que la excede y no está reconocido en ella, aunque en un inicio parezca una de sus características más preciadas o, como en este caso, la identificación yoica más desagradable en la que el sujeto se encuentra enfundado, nos vamos a topar con el síntoma. Algo que aparece con cierta extrañeza, pero que –como dice Freud– había sido anexado al yo en la “lucha defensiva secundaria”.

Para esto ha funcionado menos atacar la integridad del yo que darle peso y lugar a lo que sostiene esa cosa extraña que “impide”. Es decir, dar entrada al inconsciente como modo de correr al Yo y sus argumentos explicativos del padecimiento. Hacer perfilar la causa del padecimiento en lo inconsciente localiza en el acto la ajenidad del síntoma y produce una versión preliminar de su expresión efectiva. En conclusión, la desimplicación subjetiva se da más en la medida en que se abre la puerta al inconsciente que en la medida en que se intenta desalojar al Yo y sus pasiones.

Luego del recorrido precedente, detengámonos en una serie de rasgos en los que el yo del neurótico suele reconocerse. Como dijéramos al comienzo, nuestro objetivo es delimitar diversas posiciones subjetivas que permitan, a través de la intervención del analista, orientar la ego-sintonía de las pasiones hacia un estatuto conflictivo.

1. El goce del avaro. La avaricia es un rasgo propio de la neurosis. Sin embargo, la avaricia neurótica no consiste en el mero hecho de querer tener dinero. Cuestionar esta actitud podría ser el punto de mira de la religión, que sanciona como uno de los pecados capitales la posición de quien se niega a los demás en provecho de un bien material. No obstante, el psicoanálisis no puede sancionar elecciones, más o menos decididas, en función de ideales o mandamientos externos al deseo que se pone en juego. Dicho de otro modo, un síntoma no es un pecado. Por lo tanto, si la avaricia tiene un dejo de mezquindad neurótica, este rasgo debe ser entrevisto desde otro punto de vista.

Entre psicoanalistas, es algo corriente interpretar la avaricia como una forma de deseo de retener, vinculado especialmente a la fase anal del desarrollo. Por esta vía, asimismo, se vincula el dinero –de acuerdo con una intuición freudiana– con las heces y se asocia la avaricia con síntomas corporales como la constipación. Esta interpretación podría no ser falsa, pero recae en una dificultad más importante que su verosimilitud: no permite esclarecer cuál sería la especificidad de la avaricia del neurótico, dado que no hace mucho más que vincular un síntoma con otro.

Desde la perspectiva lacaniana, suele recordarse la indicación recurrente de la obra El avaro (de Molière), que vincula el goce del avaro con el conteo secreto que simboliza la posesión del cofre. Esta pieza, cuyo propósito es ridiculizar el vicio, es retomada por Lacan para exponer cómo la satisfacción excede toda cuestión material o cuantitativa, al punto de depender de la falta intrínseca al ser hablante. El avaro mima esa nada que el dinero representa, esa nada que es algo, su propia posición dividida.

Sin embargo, no por ciertas estas aproximaciones dejan de ser estimativas, ya que es importante subrayar un aspecto paradojal de la avaricia –vinculado con su especificidad neurótica–. Digámoslo en estos términos: el goce de la avaricia se hace patente principalmente en el fenómeno del ahorro (aunque no se confunde con éste). Pongamos un ejemplo: es el caso de un muchacho que durante meses guardó monedas en una alcancía, que luego cambió por dinero en billetes en un supermercado de la zona. Este comercio ofrecía la ganancia de un porcentaje excedente sobre el monto. Durante un período de cuatro meses, este muchacho juntó monedas que le ofrecieron un diez por ciento de ganancia… ¡¿Cuál no fue su sorpresa cuando se enteró de que la inflación del país –en ese lapso– había sido superior a su margen de ganancia?! En efecto, no se trata de una cuestión de ganancia, sino del modo de relación con la pérdida. No se trata en este punto del ahorro como atesoramiento, sino como reducción del gasto. Esto mismo demuestra el caso de otro muchacho que, en cierta ocasión, al comprar una película en la vía pública se encontró en la circunstancia de pagar una segunda película a un costo promocional. Por cierto, la película que adquirió en segundo lugar no era de su interés (como sí lo era la primera), sino que sucumbió a la oportunidad de ahorrar un poco de dinero con su compra total. Dicho de otro modo, y esta fue la intervención que le hizo notar su posición, para ganar dinero (en el ahorro) perdió casi el doble.

He aquí, entonces, la paradoja del goce del avaro: la evitación de una pérdida ocasiona una pérdida; aunque, más precisamente, el afán de querer disminuir una pérdida, la reduce a un resto inquietante, a una diferencia imposible de asimilar. En esto se dilapida la ganancia, por eso debería decirse que el neurótico gana una pérdida, la produce, pierde al ganar –o, para decirlo con una expresión freudiana: “fracasa al triunfar”–. Es el caso de otro analizante, que acostumbraba pagar, al viajar en colectivo, un boleto de mayor costo, sólo para que no le quedarán monedas de cambio con las que no sabía qué hacer. ¡Ese resto insoportable, esas monedas! De ahí que el reverso del ahorro pueda ser también el gasto inútil. Este es el otro polo del goce del avaro, que, en última instancia, es la sintomatización de la posibilidad del pago.

El neurótico confunde gastar y pagar, aunque se trata de dos actos bien diferentes. Revolverse contra el gasto, incluso cuando eso ocasione otras formas de gasto –porque ya implica un costo no querer gastar–, es la forma neurótica de rechazar la asunción de que sólo a través de un pago es que accedemos a lo que queremos. Como suele decir el dicho popular, “Nada es gratis en la vida”, a lo que habría que añadir otra verdad, la de que –por lo general– “Lo barato sale caro”.

2. El deseo coleccionista. Una de las mayores enseñanzas del psicoanálisis radica en destacar el carácter libidinal de los objetos que nos rodean. Para el psicoanalista, un martillo no es simplemente un útil, sino que además posee un valor suplementario. Desde el punto de vista del sentido común (al menos, lo que se entiende comúnmente de psicoanálisis) este valor es de naturaleza simbólica y remite a la sexualidad. La idea no es inadecuada, pero sí parcial: un martillo no es (por sí mismo) un representante del órgano genital masculino (salvo que el inconsciente trace esa asociación). Dicho de otro modo, el símbolo que pueda encarnar un objeto no se desprende de una asociación exterior, sino de la vida psíquica de un sujeto.

En su libro El sistema de los objetos (1968), J. Baudrillard ubica de modo preciso cómo ciertos objetos escapan a su funcionalidad para adquirir un valor relativo al sujeto. Además de vivir con máquinas (cuya finalidad es exterior y se agota en un “servir para”), nos relacionamos con objetos que recusan toda mediación práctica. Son los objetos de la pasión, que requieren la posesión. El útil refiere al mundo de la praxis, mientras que los objetos subjetivos configuran un mundo privado, el de la intimidad. Esto es algo que se comprueba en la actitud corriente del coleccionista, cuando al mostrar una de sus conquistas sanciona que se trata de “un magnifico ejemplar”. Esta ejemplaridad (que es todo lo contrario de un ejemplo, que instancia un concepto abstracto) eleva ese objeto al estatuto de paradigma.

Ahora bien, todos los objetos son iguales en la posesión, por eso uno solo no basta. He aquí que cobra un nuevo sentido la indicación anterior a la colección. Los objetos libidinales siempre se organizan en forma sucesiva (esto es algo que ya sabía Freud cuando hablaba de la transferencia como una “serie psíquica”). La singularidad de cada objeto se define a partir de la diferencia, pero también requiere de la continuidad. La fórmula de la colección es “repetición, variación y divergencia”. Lo demuestra el caso de los jóvenes (hasta hace unos años era corriente que en los precedentes de la pubertad, los niños coleccionaran los más diversos objetos inútiles: latas, marquillas, etc.), pero también el de los adultos que sienten debilidad por la seducción. En una circunstancia u otra, lo específico del deseo del coleccionista se advierte en la atmósfera de secreto y clandestinidad con que lleva adelante su práctica. Siempre hay alguna prueba o rito de iniciación en torno a una colección, sea para que se nos permita acceder a ella o bien para la confesión (a veces con tono pecaminoso) de este interés.

Por eso, en todo coleccionista siempre hay algo de fetichista y de fanático. Lo primero, por el rasgo fijo que atraviesa la serie; lo segundo, por el sabor amargo con que intenta persuadir al interlocutor de aquello que más lo atrae en el mundo. Sin embargo, en ambos casos se trata de “algo” indescriptible (e imposible de argumentar): el objeto de colección es una “pieza”, un “elemento”, un objeto tan singular que ningún predicado le cabe. En última instancia, se colecciona nada; o bien, frente a la pregunta de por qué coleccionamos objetos, cabría responder “porque deseamos”. Y esa nada del deseo demuestra que no hay objetividad del objeto, sino una causa. Ahora bien, ¿cómo pensar la causa del deseo obsesivo?

3. La obediencia neurótica. Un analizante cuenta una escena típica de su vida conyugal. Mira el catálogo de una compañía de telefonía celular durante horas, le muestra a su mujer un modelo, luego otro y finalmente el más alto de la gama. Declama que no tiene sentido comprar éste, bien puede arreglarse con el más barato. De un modo ridículamente tenso, según su apreciación durante la crónica de este evento, convoca a su mujer a observar la pantalla en la cual se puede ver el formulario de compra del aparato. “¿Para qué comprar el más caro, no?”. Ella responde con tino: “Compralo, mi amor”.

El analizante no termina de entender el motivo, de lo que, en un estado que él mismo califica de doble conciencia llama su “tramoya”. La trivialidad del evento en cuestión no debe llevarnos a subestimar su importancia subjetiva. ¿Por qué para algunos seres no se puede afirmar un acto sin la estrategia de hacérselo pedir?

Tomar la vía de la culpa o un fuerte “superyó”, tal el comodín del maso analítico –como tentativa de explicación– nos restaría la posibilidad de circular por otros fenómenos que hacen a las condiciones del acto y su inhibición. En todo caso, nos haría desdibujar y empobrecer un poderoso concepto analítico, si se nos permite la expresión, “al tipo dentro del tipo” que hace que todo marche por una vía más o menos restringida. Es por este motivo, sin ánimo de ser excluyentes ni exhaustivos, que proponemos pensar la incidencia del “ser visto” para los actos bizarros de la obediencia de la vida cotidiana y la compulsión por la cual el obsesivo típicamente contrabandea un deseo que no puede declararse como propio.5

¿Cómo dejar de lado el hecho de que el ser mal visto es el te mor que con mayor habitualidad se escucha como miedo de todos los miedos? El gran Jerry Seinfeld en uno de los puntos más altos de su carrera parlotea acerca de una encuesta de opinión referida a los miedos más importantes. Se considera allí, tal como versa el monólogo, el “hablar frente a un público” como el miedo número uno, el dos: “la muerte”. El remate es mejor aún: “Quiere decir que el ciudadano promedio prefiere estar en el cajón que recitando el elogio”.

No es vano evocar el fabuloso experimento de Milgram en torno a la obediencia, en donde en pocas palabras, demostró que el 60 por ciento de la muestra que tomó en Yale estaría dispuesto a freír a una persona con 450 voltios con tal de no quedar mal parado ante el direc

tor de una supuesta investigación en torno al aprendizaje. Las cifras son escalofriantes, worldwide.

Volviendo a la experiencia analítica, encontramos a un joven que relata sus dificultades con el jefe. A pesar de encontrarse en un trabajo de responsabilidad elevada, en el que continuamente debe negociar utilizando armas que muchos sentirían pesadas, no puede sentarse a negociar mejores condiciones laborales, ni siquiera poner freno a un maltrato hace tiempo registrado durante los circulares recorridos de su relato analítico. Un temor lo lleva a anularse en el momento en que se abre la oportunidad de negociación, denunciar el maltrato con un superior de la organización en la que trabaja. No queda otra opción que obedecer en silencio y fantasear la escena en la que le canta las cuarenta al jefe, “se prende fuego” y es echado. No es que se pierde el registro de la mirada, sino que retorna intensamente en la fanta sía (debe entenderse desde lo que es su soporte “quemarse” ante los demás). ¿Cómo obviar aquí que la protección de la propia imagen dificulta su avance hacia el acto? Se trata de no perder una imagen en donde se es amado. Vale la pena aclarar que tanto obedecer como patear el tablero, cosa que en un número de oportunidades anteriores ha hecho, no dejan de responder a la imagen heroica. Dos falsas solu

ciones que implican no perder la aspiración a la totalidad de realizar un acto que esté plenamente autorizado por una figura admitida por el Otro. ¿Qué es lo que no debe ser visto sino la manifestación misma de lo que escapa a la imagen?

Como ya mencionamos en un apartado anterior, podemos servir nos de Aristóteles en su retórica (lugar en donde Lacan aconseja ir en busca de la relación de las pasiones con las coordenadas simbólicas): el sabio de Estagira ubica a la vergüenza en función de que quede expuesto un vicio ante otro, lo cual implicaría perder la reputación. El psicoanálisis obviamente abandona el par vicio-virtud, en tanto que deja de lado como rector al soberano bien (sin perjuicio de que el analizante intente establecerlo como su propio rector), pero conserva de este armado que Aristóteles construye el privilegio que tiene el lugar del Otro en la fenomenología de los afectos. Aquello que rompe la imagen de lo bien visto, es justamente el lugar descubierto por el análisis como aquello que avanza hacia el goce, es decir, el acto. Fuerza de deseo que no se termina de representar en la imagen. ¿Acaso el análisis no nos enseña que los actos difícilmente sean cinematográfi cos y que tienen como condición la ausencia del registro de cómo eso se ve? Obedecer, en este sentido, redunda en un recubrimiento eficaz que disfraza el deseo presente en el acto.

Un recurso más eficaz que la obediencia nos brinda una joven que avisa que cometerá un movimiento torpe cada vez que quiere actuar, por ejemplo, seductoramente con un hombre. De esta manera, explica, no tiene que preocuparse más por cómo la van a ver. Simplemente se muestra ridículamente torpe y puede hacer lo que quiere.

El obsesivo busca la autorización del deseo en la obediencia por que intenta ahorrarse la angustia que implica perder el registro del ser visto, moneda con la que tiene que pagar al llevarlo al acto. Es por eso que prefiere un mal jefe que a un buen emprendimiento en donde ten ga que decidir qué hacer todos los días. Las horas pautadas por otro a la incertidumbre de armar la propia agenda. El sonido del látigo cor tando el aire sobre su espalda, justo o no, pero nunca el dolor propio de una mala decisión o el vértigo inherente a las buenas decisiones, que amplían los horizontes y rompen las cadenas del soberano bien.

4. El tiempo de la castración. Quien quiera curar a un neurótico encontrará las mayores dificultades si pretende hacerle reconocer una pérdida, o bien el costo que una elección podría tener. Recordemos el caso de una colega que comentaba la situación de un paciente que llegó a la sesión con un sueño: se encontraba en la circunstancia de tener que realizar un viaje y, en el aeropuerto, tenía dos valijas. “En la vida hay que elegir”, fue la intervención de la analista, con un resultado predecible: la instalación de una tensión agresiva, resultado de la reducción a lo imaginario de la posición analítica. ¿Quién era la analista para decirle cosa semejante? Podríamos sospechar un postulado implícito, que en la vida todo tiene un costo, pero, si se trata de algo tan evidente, ¿por qué la analista se autorizaría a emplazarlo a tomar una decisión? Y así, en lo sucesivo, el tratamiento quedaría obstaculizado.

La secuencia precedente tiene en su centro una confusión habitual: la castración –operación crucial del psicoanálisis– no es una herida narcisista; por eso, cada vez que el psicoanalista quiera apuntar a la primera a partir de la segunda se encontrará con el obstáculo de la agresividad. El secreto del análisis de la neurosis obsesiva –o, al menos, uno de ellos– radica en poder sancionar la pérdida sin que esto implique un forzamiento yoico. De ahí que la mayoría de las veces esta operación se realice a través de un uso del tiempo: se indica que eso que se esfuerza por no perder ya está perdido. Era el caso de un muchacho que no terminaba de decidir con cuál de las dos mujeres con las que salía habría de continuar una relación. Lo cierto –y esto fue lo que se le indicó–, es que él ya tenía tomada esa decisión, sólo que buscaba evitar transmitir esta elección a la menos afortunada.

Esta breve indicación permite destacar dos cuestiones: por un lado, la duda del obsesivo es menos una forma de no saber que un modo de detener el tiempo; por otro lado, la castración es el tiempo mismo. ¿Qué demuestra mejor la caducidad del ser que la finitud y el hecho de estar afectados por la temporalidad?

Por esta deriva, la neurosis podría ser descrita como un modo de defensa contra el tiempo y sus efectos. Quisiéramos mencionar una anécdota personal. En cierta ocasión dijimos a nuestro amigo P. P.: “¿Vamos esta semana a esa cantina por la que pasamos la otra vez?”. Su respuesta fue penosa: “Ese lugar cerró hace meses”. Por lo tanto, ¿qué quiere decir “la otra vez”? Es un tiempo indeterminado. La obsesión es una manera de indeterminar la temporalidad. Nada ocurre. Las cosas no pasan. En última instancia, el obsesivo padece de la ausencia de experiencia. Esta última es el verdadero nombre de la castración para este tipo clínico, y de lo que un analista puede servirse para que la pérdida pueda ser consentida sin que se la interprete como un daño al narcisismo.

¿Cuántas veces hemos escuchado a un obsesivo que vuelve a llamar a una mujer después de años como si nada hubiese ocurrido? También se comprueba este desfasaje temporal en la respuesta corriente ante una pérdida amorosa: la idealización. “Pero yo te amaba”, suele decir el obsesivo. En pasado. Así, se constituye el ideal como una suerte de defensa. O bien, como dijera alguna vez otro analizante, respecto de la posibilidad de invitar a salir a una muchacha: “Si yo te invitara a salir, ¿vos qué dirías?”. El uso del modo subjuntivo, otra forma de no habitar el presente y su curso. En efecto, ni lenta ni perezosa, ella fue taxativa: “No sé, invitame y te digo”.

5. La elección del síntoma. Suele afirmarse que el pensar en demasía es un rasgo propio de la obsesión. Así es que se utiliza el término “obsesivo” en el lenguaje ordinario, y se considera al neurótico como alguien enfrascado en sus pensamientos. Sin embargo, este aspecto es descriptivo y no atiende a lo crucial: la duda obsesiva no está vincula da con una actitud enrevesada, sino con el afán de disolver el carácter de acto que tiene el pensamiento.

En sentido estricto, entonces, el obsesivo no piensa, ya que su pensar nunca es conclusivo. Se hace y se deshace. Presenta una posición y la contraria, así se indetermina en la vacilación y la irresolución.

Dicho de otro modo, el síntoma obsesivo se determina en función de una alternativa. La duda obsesiva tiene la estructura de la opción. De ahí que sea corriente que este tipo clínico busque siempre un margen por el cual siempre quedaría una “puerta abierta” al tomar una decisión. Así lo decía un analizante, al darse cuenta de cierto giro que usaba al hablar: “Por lo menos…”; es decir, ese “menos” indicaba un resto que quedaría a su favor en el caso de que su elección fuera infructuosa. Si tenía que estudiar durante el fin de semana, se distraía obligatoriamente con una película, de modo que “Si me va mal, por lo menos pude verla”.

En resumidas cuentas, puede notarse de qué manera el obsesivo padece la posibilidad de elegir. ¿En qué podría fundamentarse su elección? Era el caso de otro obsesivo que recurría a este método: pensar qué opción le gustaría que no existiera. ¡Sólo podía decidirse por la negativa! Por lo tanto, ¿cómo producir el análisis del obsesivo donde todo apunta a resistir a la determinación?

En principio, es importante advertir que jamás un analista lograría este movimiento subjetivo a partir de sancionar el carácter inexorable de toda elección. El aspecto decisivo radica en apreciar que el obsesivo sólo da curso a su síntoma cuando esa elección ya fue hecha. El síntoma, entonces, apunta a aturdir el acto, a borrar con el codo lo escrito con la mano.

Para dar cuenta de esta cuestión detengámonos en el caso de un muchacho que consultó por sus celos y la inquietud de saber si quería continuar con la relación. Durante las primeras entrevistas desplegó la variedad tortuosa de sus celos, hasta que se le indicó que estos no habían comenzado en cualquier momento, dado que en los inicios de la relación él había estado viéndose con otra mujer en forma simultánea.

Esta mujer, durante algunos meses, fue el motivo de diversos encuentros sexuales y ocasionales, hasta que en cierta circunstancia, decidió interrumpir ese affaire para “elegir” a quien pasó a ser su pareja. De este modo, los celos no comenzaron de forma espontánea, sino como resultado de una elección.

El síntoma no es algo que se “tenga” o que meramente se “padezca”, sino que es un acto o, mejor dicho, la indeterminación del acto. De ahí que Freud lo definiría magistralmente como “actos inútiles” (Freud, 1916-17, 326), actos irresueltos, neuróticos, pero actos al fin.

Es una posición neurótica la de indeterminarse en elecciones, tanto como (entre analistas) es una teoría neurótica la de creer que el acto vendría al final de un análisis; en ambos casos, síntomas de la obsesión.

Conclusiones y perspectivas

En el presente artículo hemos realizado una reelaboración de la noción de carácter a la luz de la experiencia clínica de las pasiones, con el objetivo de cuestionar la idea que aquél sería fácilmente asimilable a un síntoma no reconocido como tal. La sintomatización del carácter encuentra límites libidinales que futuros trabajos deberían continuar investigando.

Asimismo, además de una recuperación de la pertinencia de las pasiones para la clínica psicoanalítica, sin recaer en elucidaciones especulativas, en la segunda parte del trabajo hemos ubicado diferentes motivos que exponen el trasfondo patético (pathos) del sujeto en función de diferentes momentos del tratamiento. Por esta vía, futuros trabajos deberían continuar investigando nuevas coordenadas pasionales en la dirección de la cura.6

Notas:
1 En este punto, la referencia implícita es la noción de real en la enseñanza de Lacan, de la cual pueden darse diferentes definiciones: Cf. Lombardi (2000).

2 En la enseñanza de Lacan es frecuente la correspondencia entre oralidad e histeria / analidad y obsesión; un claro ejemplo de ello es el tramo final del seminario La transferencia (Lacan, 1960-61, 361 y sigs.). Sin embargo, en este caso nos importa mucho más la fundamentación que realiza Abraham del carácter anal en la oralidad (“…el origen del carácter anal está estrechamente relacionado con la historia del erotismo anal; Abraham, 1924, 361) como un modo de esbozar su continuidad e indistinción relativa. Asimismo, respecto de la correspondencia entre erotismo anal y neurosis obsesiva cabe mencionar el clásico artículo de Freud: “La predisposición a la neurosis obsesiva” (1913).

3 Para un esclarecimiento de las diferentes definiciones clínicas del síntoma en la perspectiva del tratamiento analítico, Cf. Lutereau/Boxaca (2012).

4 En línea con la tesis enunciada por Freud en “Carácter y erotismo anal”: “Los rasgos de carácter que permanecen son continuaciones alteradas de las pulsiones originarias, sublimaciones de ellas, o bien formaciones reactivas contra ellas” (Freud, 1908, 158).

5 De acuerdo con lo entrevisto anteriormente, en la colección esto puede notarse de la mejor manera, cuando el objeto requerido es reconducido a una necesidad de posesión: no es un deseo propio, es un imperativo.

6 En particular, en un trabajo actualmente en curso nos dedicamos a esclarecer la referencia lacaniana a “las pasiones del ser” –tal como Lacan nombra al amor, el odio y la ignorancia– en el escrito “La dirección de la cura y los principios de su poder” (1958).

Psicoanálisis - Vol. XXXVII - Nº 2 y 3 - 2015 - 2015 - pp. 399-422 421

Luciano Lutereau

Bibliografía

Abraham, K. (1924): La influencia del erotismo oral sobre la formación del carácter, en Psicoanálisis clínico, Buenos Aires: Aguilar, 2008.

Freud, S. (1893): Estudios sobre la histeria, en Obras completas, Vol. II, Buenos Aires: Amorrortu, 1992.

Freud, S. (1908): Carácter y erotismo anal, en Obras completas, Vol. IX, Buenos Aires: Amorrortu, 1992.

Freud, S. (1913): La predisposición a la neurosis obsesiva, en Obras completas, Vol. XII, Buenos Aires: Amorrortu, 1992.

Freud, S. (1916): Algunos tipos de carácter dilucidados por el trabajo psicoanalítico, en Obras completas, Vol. XIV, Buenos Aires: Amorrortu, 1992.

Freud, S. (1916-17): Conferencias de introducción al psicoanálisis, en Obras completas, Vol. XVI, Buenos Aires: Amorrortu, 1992.

Freud, S. (1917): Sobre las trasposiciones de la libido, en particular del erotismo anal, en Obras completas, Vol. XVIII, Buenos Aires: Amorrortu, 1992.

Lacan, J. (1946): Acerca de la causalidad psíquica, en Escritos 1, Buenos Aires: Siglo XXI, 2002.

Lacan, J. (1951): Intervención sobre la transferencia, en Escritos 1, Buenos Aires: Siglo XXI, 2002.

Lacan, J. (1953): Función y campo de la palabra y del lenguaje en psicoanálisis, en Escritos 1, Buenos Aires: Siglo XXI, 2002.

Lacan, J. (1960-61): El Seminario 8: La transferencia, Buenos Aires: Paidós, 2004. Lacan, J. (1962-63): El Seminario 10: La angustia, Buenos Aires: Paidós, 2007. Lacan, J. (1964): Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis, Buenos Aires: Paidós, 1987.

Lombardi, G. (2000): “Tres definiciones de lo real en Lacan”, en Vestigios de lo real en El hombre de los lobos, Buenos Aires: JVE.

Lutereau, L.; Boxaca, L. (2012): “Los usos del síntoma: sus transformaciones en la cura analítica”, en Desde el Jardín de Freud, n.° 12, enero-diciembre, Bogotá, 2012.

miércoles, 15 de julio de 2020

Acting out y pasaje al acto: su relación con la angustia.

Clase de Daniel Zimmerman del 01/11/12, cátedra "Psicoanálisis II" en UMSA.

El pasaje al acto ofrece una salida. Ante un punto de dificultad ofrece una salida costosa. En el ejemplo del insomnio que vimos, el pasaje al acto suicida le ofreció una salida, pero esa salida no solo se llevó el insomnio, sino la vida misma.

El gráfico de Lacan.
En el seminario de Lacan sobre la angustia, Lacan dialoga con Freud e interroga “Inhibición, Síntoma y Angustia”. En nuestro horizonte tenemos la dimensión de pasaje al acto y acting out.

Lo que Lacan de entrada pone cuestión en las primeras clases del seminario 10 es si inhibición, síntoma y angustia, tal como Freud los plantea, se corresponden en una serie homogénea o no. Lo que va a plantear es que no, que son términos heterogéneos entre sí. Y una manera de presentar esa idea es escalonadamente. Lacan va a poner flechas así:

Al distribuir a la inhibición, el síntoma y angustia así, le permite tener espacios que tienen diferentes vecindades. Lacan va a convertir los ejes en una matriz. Los 2 ejes son crecientes de arriba hacia abajo. El eje horizontal va a corresponder a una dificultad creciente. Mientras que el eje vertical, hacia abajo, va a indicar una perturbación creciente en el movimiento.

Entonces va a decir que si la INHIBICIÓN, tal como Freud la plantea en “Inhibición, Síntoma y Angustia”, es un punto de máxima detención del movimiento, en el eje de la dificultad creciente nos va a proponer al nivel del síntoma el término IMPEDIMENTO. Un sujeto con impedimento dice “No puedo”. Si bien eso no es un síntoma, aparece mucho en la consulta.

En la tercer columna, Lacan va a proponer el término EMBARAZO, de la situación embarazosa. El embarazo es el punto extremo de la dificultad de un sujeto.


En la columna vertical, a partir de la inhibición, Lacan va a usar el término EMOCIÓN, pero dándole una vuelta diferente. Lacan dice que emoción viene de emovere, lo usa en sentido de movimiento para rescatar que emovere tiene que ver con un movimiento de salida, un movimiento hacia afuera.

Y en el extremo de esta columna, el término TURBACIÓN, que ha dado dolores de cabeza para traducirlo al español. Es la perturbación máxima del movimiento.
Lacan se toma un par de clases para completar los casilleros que faltan. Y oh casualidad, son los casilleros vecinos de la angustia. Si no hubiéramos hecho la introducción sería más enigmático, pero ya podemos escribir pasaje al acto y acting out:
¿Cómo leer el pasaje al acto a partir de estas coordenadas?
Si admitimos que el pasaje al acto va a surgir en la encrucijada del término que está por encima más el que está en la punta, podríamos decir que PASAJE AL ACTO es una situación de embarazo, entendido como un punto extremo de dificultad de un sujeto, con el agregado de la emoción como perturbación del movimiento, el sujeto sale despedido de la escena agregando que identificamos al sujeto como resto o desecho. La dificultad ha ganado, como en el ejemplo de Piñera. O en Dora, porque la situación de extremo embarazo que la coloca la frase del Sr. K “Mi mujer no es nada para mí”, con el agregado de emoción, entendida como perturbación del movimiento, sale despedido al modo de una cachetada dejándola a ella fuera de la escena que mantenía su deseo.


Para saber si algo es o no un pasaje al acto, acá tenemos un criterio clínico con inmediatas consecuencias de intervención. El suicidio es paradigmático, pero no lo podemos dejar reservado a esa categoría. Hay muchas acciones que han dejado al sujeto fuera del escenario. Por ejemplo, un cabezazo de un jugador de futbol a su contrincante. En el fantasma, el pasaje al acto deja al sujeto arrasado por esta barra.

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Acting out:
Es una acción del sujeto tendiente a sostenerlo en la escena, por el deseo a ser reconocido. Tiene un franco carácter mostrativo. Si seguimos el cuadro, el acting out parece surgir de algo en el orden del impedimento, algo del deseo del sujeto está impedido en su reconocimiento. Y como maniobra para lograrlo, eso que no se reconoce sube a escena y se muestra. En la joven homosexual, la escena que ella monta paseándose con la Cocot es una mostración, dirigida a Otro, para buscar reconocimiento. Cuando el padre la desaprueba, ella sale despedida de la escena a las vías del tren (pasaje al acto).

En el impedimento del reconocimiento, Lacan va a plantear que en un análisis puede surgir un acting out de parte del paciente cuando el analista no escucha adecuadamente lo que le está diciendo. En el análisis, el lugar del Otro, está ocupado por el analista. Un acting out puede progresar a un pasaje al acto.

Daniel José Zimmerman falleció el 18-1-2019. Fue un excelente docente, muy claro en sus exposiciones y reconocido por articular en ellas viñetas de la literatura y el cine como casos clínicos. Podés ver más de este prestigioso psicoanalista aquí

miércoles, 10 de octubre de 2018

Las presentaciones clínicas de la angustia.

Apuntes de la conferencia dictada por Raul Yafar, el 19/09/2017

Lacan menciona varias veces que la angustia es la guía de la clínica durante sus seminarios intermedios. La angustia es la presentificación del objeto y marca la dirección de la cura. Lacan dedica el seminario X a la angustia y hace un cuadro que no va a volver a repetir en ningún otro seminario. Se trata de un cuadro que tiene algunas desprolijidades, pero como en todos sus seminarios, él lanza nuevas nociones, mientras que revisita otras.

El cuadro tiene doble entrada y redefiniremos sus términos para que se aproximen más al uso cotidiano que tenemos nosotros en Buenos Aires. Se trata de un cuadro muy rico para la práctica psicoanalítica, pero al mismo tiempo se basa en la etimología del lenguaje francés. Nosotros necesitamos retraducir, ampliar, darle una significación más abierta a algunos términos para que nos remita a otros fenómenos que nosotros podamos inteligir todos los días en nuestro trabajo. También agregaré algunos vectores y me referiré al tema del acto, que aparece en el seminario X y se va ampliando durante los años posteriores.

Lacan empieza con el famoso retorno a Freud de sus primeros escritos y los primeros seminarios. Pero a partir del seminario 7, Lacan hace un giro y empieza a concentrarse cada vez más en las temáticas del fantasma y de lo que él llama el objeto del psicoanálisis, al que nombra como objeto a. El objeto a es el objeto que se presentifica en la angustia. Hay un recorrido desde el seminario 7 hasta el X, donde va situando cada vez más esta noción. Esta configuración nos habla del recorrido de un análisis y da una definición más acabada de lo que podría ser un recorrido completo de inicio, duración, dirección y finalización de un análisis. Esto concluye en el seminario de la lógica del fantasma, que es el 14, el acto analítico, que es el 15. En este momento Lacan funda su institución, porque estamos en un momento de un Lacan lleno de ideas que acababa de abandonar una institución internacional, la IPA y está fundando su propio recorrido, más allá del retorno a Freud. Los últimos seminarios de Lacan son más cambiantes: los discursos, las fórmulas de la sexuación, pero no nos vamos a meter con eso.


El cuadro de la angustia aparece en un solo seminario, el 10 y da cuenta de un momento fundamental de una obra de Lacan. Aquí Lacan define a la angustia como la guía de la clínica, en la medida que la angustia está ligada a lo más real del aparato psíquico y es una señal que nos marca por dónde va el real del sujeto. Veamos el cuadro:


Lacan toma las nociones de inhibición, síntoma y angustia de Freud. Como la teoría de Lacan de la angustia no se parece mucho a la de Freud (la de Freud está ligada a la angustia de castración, al complejo de Edipo y a la articulación de la función paterna). la angustia lacaniana está más ligada a un texto de Freud que se llama “Lo siniestro”. No es angustia de castración, sino angustia a secas. Lacan toma “Inhibición, síntoma y angustia” y dice que lo único que va a usar es el título y no el texto. Con eso abre un cuadro de doble entrada y coloca 3 los términos en el centro, en diagonal. Por otro lado, Lacan supone que hay 2 vectores: el eje de la dificultad y el eje del movimiento.
e
Este esquema, para que no sea chato, hay que pensarlo en movimiento. Tenemos un vector en el medio y otros 2 vectores. Lacan aprovecha el título de Freud para hablar de algo que comienza en la inhibición, que prosigue hasta convertirse en un síntoma y si supera el síntoma se encuentra con la angustia.


Es decir, el eje diagonal nos habla del recorrido del deseo. Puse punto 0 del deseo (esto lo agregué yo), inicio del movimiento del deseo en la búsqueda de un acto que lo satisfaga. El deseo busca la realización desde el punto 0 hasta su concreción. Pero cuando el deseo empieza a avanzar, se topa primero con las inhibiciones, luego con los síntomas y después con las angustias. Si el punto cero concluyera en un acto, el cuadro se auto-disolvería y no existiría como tal. Este cuadro da cuenta de la psicopatología lacaniana de la vida cotidiana.

El deseo comienza en el punto cero y el vector marca que se va topando con distintas dificultades. Se atravesara todo este recorrido, terminaría fuera del cuadro en un acto de deseo. En el medio están los obstáculos. Si no hubiera obstáculos y el nacimiento del deseo condujera directamente al acto del deseo, no habría cuadro como tal ni psicopatología de la vida cotidiana. Todo este cuadro ocupa el lugar de un acto no realizado, un acto imposibilitado.

¿Qué es lo que le pasa al sujeto cuando se va topando con las distintas dificultades que el cuadro menciona? Atraviesa instancias críticas, podríamos decir. Una crisis (del griego Krino, que significa declinar, caer, desfallecer) es cuando algo se cae y todavía no surgió algo nuevo en su lugar. Cuando uno se muda pasa por el momento desolador de ver la casa anterior vacía. Uno se sube al camión de la mudanza hacia su nuevo hogar, pero todavía no lo tiene. Acaban de perder el hogar anterior y esa etapa entre la disolución de lo antiguo y el nacimiento de lo nuevo, es una crisis. Si el sujeto comenzara por el punto 0 y llegara al acto y a la realización subjetiva, no entraría en crisis. La crisis son todos los movimientos y dificultades que se dan cuando tropieza con los distintos lugares del cuadro.

La psicopatología cotidiana de Freud tiene que ver con los lapsus, los olvidos y las demás formaciones del inconsciente, que son tramas fundamentalmente significantes. En este caso a Lacan no le va a preocupar esto, precisamente porque es el seminario de la angustia donde desarrolla el concepto de objeto a, porque es un cuadro de psicopatología objetal, no significante. Acá no hay olvidos, las consideraciones de descifrado del síntoma… Todo lo que va a mencionar estará ligado a variantes de las presentaciones del objeto. No van a tener ustedes nada que descifrar, nada que abrir en tanto a la trama significante e inconsciente. Tampoco es un cuadro que tenga tanto que ver con el inconsciente, sino con el actuar o no actuar, la posición de hacer o no hacer, el logro o no, si el deseo conduce o no a un acto. Por eso, el gran inicio del cuadro está en la punta de la inhibición. La palabra inhibición es fundamental en el seminario 10, en el de la angustia. La inhibición es la contraposición del actuar. Estar inhibido es el opuesto de poder actuar conforme al deseo propio.

Repitamos que el cuadro existe porque desde el punto 0 del deseo, lo primero con lo que nos topamos es con la inhibición. Si no hubiera inhibición, luego síntoma y luego angustia, tendríamos acto y este cuadro no tendría sentido. Por eso, al final del seminario, Lacan retoma este cuadro y lo aplica al obsesivo. El obsesivo, justamente, es un sujeto que huye de los actos. Desplaza el sentido de su deseo, está siempre fuera de sí. Por lo tanto, el cuadro es ideal para ver cómo un neurótico obsesivo se desplaza por el cuadro y no puede salir. Si el obsesivo no lo fuera, haría lo que tiene que hacer. Un obsesivo, si tiene que hacer una llamada telefónica y la hace, no tiene cuadro, no hay inhibición, síntoma, impedimento, ni embarazo… Habría acto. Lacan hace una lectura de la neurosis obsesiva según este cuadro.

Otra cosa que nos interesa es que los “casilleros importantes”, que marqué con negro, que son las nociones de impedimento, embarazo, emoción y turbación. Hay 2 novedades en este cuadro, aparte del movimiento de la diagonal freudiana de inhibición, síntoma y angustia. Podemos hacer:
  • Un movimiento elíptico del impedimento-embarazo-pasaje al acto.
  • Un movimiento elíptico emoción, turbación, acting out.


Ahora, si miramos la angustia, veremos que arriba está el pasaje al acto y a la izquieda el acting out. Si del punto 0 pudiéramos recorrer sin tanto obstáculo, sin tanta crisis, el recorrido más allá de las inhibiciones, los síntomas y las angustias, llegarían al acto. Entonces, acá hay un trípode en relación a la angustia, que es el trípode del actuar, que es central en el seminario:
Del acto Lacan habla poco, pero hay una novedad. Lacan antes hablaba del deseo como metonímico, el deseo deslizamiento. El deseo, como noción teórica en este seminario, se parte en 2: el mismo deseo metonímico e interminable y está lo que él llama deseo-en-acto. El deseo se vuelve una noción dúplice, se quiebra en 2 nociones distintas. Aquel deseo que nosotros recordábamos, ese deseo histérico insatisfecho de la dirección de la cura, del deseo interminable, metonímico, el que se deslizaba por las cadenas de la demanda, sufre una torsión porque este cuadro lo está llevando a otro lugar, que es el lugar del actuar. En realidad, muy cerca de la angustia, están los distintos modos del actuar. Los más trabajados por Lacan en este seminario son el pasaje al acto y el acting out, pero el actuar está mencionado como deseo-en-acto, que después aparece como trazado en acto en relación a la pulsión en el Seminario 11, pero todas estas son las formas de la respuesta a la angustia en su relación con el acto, con el actuar en sí.

Pongamos el cuadro a trabajar:
  1. La diagonal. Es virtual, empieza en el 0, en el inicio del movimiento del deseo, atraviesa las distintas crisis subjetivas que implican la inhibición, el síntoma y la angustia, y arribaría a través de esa diagonal al acto. Si el punto cero llega al acto, el cuadro desaparece y tenemos el cero como inicio y final. No ocurre porque tenemos la psicopatología lacaniana.
  2. La angustia es el concepto central, aunque la puso en el ángulo del cuadro. Alrededor están todas las cuestiones ligadas al actuar.
  3. Aparecen nociones novedosas que ocupan los casilleros alrededor del eje freudiano: impedimento y embarazo de un lado, que conduce a una noción psiquiátrica que Lacan está refutando, el pasaje al acto. El pasaje al acto no viene del psicoanálisis. También están las categorías de emoción y turbación que conducen a algo muy conocido, que está en la obra de Freud y que alcanzó en la escuela kleiniana su más alto grado, que es el acting out. Entonces están estos 2 vectores con movimiento envolvente, por un lado y por el otro, dirigiéndose hacia la angustia también.


El eje superior es el eje de la dificultad y el eje vertical es del movimiento. Ambos términos, considero, son absolutamente desacertados. Si uno empieza a atender a estas nociones, tenemos que la palabra movimiento no está en el mismo rango que la palabra dificultad. Lo que vamos a pensar es que este eje llamado “dificultad”, está ligado al FRENADO DEL SUJETO ante el acto del deseo por dificultades que le resultan exteriores. Y al eje vertical lo vamos a llamar eje de AGITACIÓN PSICOFÍSICA.
FRENADO DEL SUJETO EN LO EXTERNO: El primer punto es el impedimento. El impedimento es una noción que ocurre todo el tiempo. ¿Qué los detendría a hacerme una pregunta con el micrófono, por ejemplo? Lo que detiene a cualquiera de los actos cotidianos es la captura narcisisita. Impedimento viene de impedicare, del latín “caer en la trampa”, la trampa de la captura narcisista. Uno, al tomar el micrófono, puede pensar que va a preguntar una pavada. En el camino del deseo, se detiene, mira hacia el costado en el espejo, se ve y dice “Yo no quiero que mi imagen se quiebre”. Para sostener esa imagen en la que me detengo, por las dudas no pregunto. El impedimento es la caída en la trampa del narcisismo. El deseo lleva a salir del narcisismo y a actualizar algo del orden del deseo. Aparece el sujeto rebelado en quien es. Si en el camino al deseo el sujeto se topa con la imagen de sí a la que quiere preservar a toda costa, se ve impedido. Los impedimentos nos atraviesan más allá de la estructura, de la histeria, de la neurosis obsesiva. Por supuesto, el impedimento es muy característico de la fobia. Pero más allá de esto, el impedimento es algo que nos ocurre todo el tiempo.

El sujeto avanza y se topa con sus impedimentos. Supongamos que se anima a seguir adelante y atraviesa la captura narcisista. Sale a escena, es observado, pero queda demasiado expuesto. Supongamos que todos nos miran, nos tropezamos y nos caemos. O al hablar de algunas cuestiones, cometemos un lapsus. O una mujer que se le engancha la ropa al bajar del auto y se le rompe la pollera. Ese segundo fenómeno es ya una salida de la captura narcisista y es lo que Lacan llama el embarazo. Hay que aclarar que los términos Lacan los usa de modo muy específico. Nosotros en la vida cotidiana los utilizamos de manera inespecífica. En castellano la palabra embarazo está más ligada a la preñez de la mujer. También lo podemos usar en sentido de sentirse embarazado por algo que ocurrió y este es el sentido que le quiere dar Lacan. Embarazo es salir del impedimento, salir a escena y toparse con algún ideal, con alguna exigencia superyoica que nos parte por la mitad.

Supongamos que alguien estaba impedido de estudiar canto. Se anima, sale del impedimento y tiene que cantar una canción frente al público, donde el instrumento es la propia voz. Entonces, supongamos que canta y desafina porque se pone nervioso o le da vergüenza. Hay ahí muchas miradas sobre ese que salió del impedimento y de la captura narcisista (o sea, a una dimensión más deseante), pero se arriesga a pasar por momentos de embarazo. Embarazo viene de que le cae la barra encima y parte al sujeto por la mitad: desafina delante del público. ¿Cuál sería el movimiento siguiente? ¡Que lo trague la tierra! Y ahí viene la segunda conclusión del pasaje al acto. Por eso digo que la palabra dificultad no me dice nada, yo diría que el sujeto sale de su escondrijo, sale del impedimento, se arriesga al embarazo y cuando le va mal se topa con la necesidad de salir de la escena violentamente, en un pasaje al acto. Entonces, este eje curvo de dificultad - embarazo - pasaje al acto es el eje del frenado del sujeto en lo externo. ¿Agarro el micrófono o no lo hago? ¿Empiezo a estudiar canto o no? ¿Me arriesgo al embarazo? ¿Salgo corriendo de la escena y huyo? Esta secuencia viene eslabonada una con la otra y es la secuencia del posible frenado del sujeto ante el camino de su deseo. Pero es una secuencia que se hace en base a algo exterior.  

AGITACIÓN PSICOFÍSICA: Lo primero que nos topamos es con lo que Lacan llama emoción. El término para nosotros se relaciona más con los sentimientos como cuando estamos poseídos por algo. Él dice que a la emoción hay que agregarle un toquecito goldsteniano. Kurt Goldstein fue un psiquiatra americano que le hacía entrevistas a los ex-combatientes de la Guerra. Luego de años de haber terminado la guerra, Kurt Goldstein les hacía unas entrevistas donde empezaba suavecito, pero tarde o temprano llegaba a que hablaran del trauma, de cómo fue que perdieron la pierna, por ejemplo. Él decía que cuando se llegaba a ese punto, se producía lo que se llamaba una reacción catastrófica. El sujeto, que parecía muy entero en su silla de ruedas, años después de terminada la guerra (años 60), cuando Goldstein llegaba a ese punto los sujetos se desmoronaban. Lacan dice, si bien habla de emoción, que para entender mejor esto hay que agregarle un toquecito goldsteniano. Se refiere a Kurt Goldstein el de la reacción catastrófica. El psiquiatra, que le hacía reportajes a los sobrevivientes, a los mutilados, esperaba a que bajaran la guardia y ahí les hablaba del trauma y él notaba que se desmoronaban, se agrietaban, perdían el color o sea, sufrían intensamente, rememorando traumáticamente y vivenciando los momentos de su pérdida en ese momento de la guerra, habiendo pasado muchos años. Cuando pasa esto, el yo sufre una especie de conmoción. Podemos entender la emoción como algo que nos perturba, nos inunda… Pero es muy inespecífico. Acá se tratan de emociones catastróficas, que van en la línea de los sufrimientos.

Si la emoción prosigue, va a un segundo término que se ha traducido como turbación. En francés es émoi. Quiere decir “caída de la potencia”. Lacan habla de esto también en el seminario VII. Émoi es cuando ocurre algo que hace que nos quedemos sin recursos subjetivos. Se tratan de esas situaciones donde alguien se confronta a una potencia emergente que le resta toda posibilidad de sostenerse. Podría caer desmayado, o que se le caiga un vaso. Si fuera una relación sexual, podría ser perder la erección. Si fuera que está sosteniendo un objeto, se le cae. El émoi es caída de la potencia. En la traducción castellana se lo tradujo turbación, pero no nos dice absolutamente nada. De hecho, nuestros pacientes pueden referirse a estos términos, pero refiriéndose a otra cosa. Hay que tener cuidado con la utilización cotidiana de los términos, porque tenemos que entender a qué se refiere Lacan con estas nociones.

Si primero se agitó emocionalmente, luego avanzó hasta un elemento que lo turba y le hace caer la potencia, la posibilidad de sostenerse. Cuando siente que se derrumba, que se desmaya, el sujeto va a sentir que lo traga la tierra. Quiere reingresar en la escena y entra en acting-out. El acting out es un reingreso en la escena, mientras que el pasaje al acto es una salida de la escena. En el acting-out hay convocatoria al Otro, porque el sujeto se siente derrumbarse y cuando se está por caer convoca al Otro. Como ven, los 3 términos vuelven a estar emparentados. Lo que pasa es que donde antes teníamos el movimiento de frenado del sujeto hacia el exterior y acá tenemos la agitación psicofísica en el interior del sujeto. Los fenómenos de este vector de la emoción, la turbación y el acting out conciernen a algo que les pasa en el interior. En vez de poner movimiento, que no me dice nada, yo prefiero pensar en una especie de agitación interna, psicofísica, que el sujeto no puede superar. Ambos vectores se complementan: agitación psicofísica por un lado y frenado del sujeto en sus actos por el otro.

Intentos de suicidio. Los intentos de suicidio son actos que no se pueden interpretar al modo del sueño. Cuando la joven homosexual se tira a las vías, Freud lo toma como una formación del inconsciente. Hace la relación entre caer, parir, etc. como si fuera un sueño. Pero una cosa es que alguien sueñe que cae por una baranda y uno tome el relato del sueño y lo descifre, y otra cosa es que alguien efectivamente se tire por la baranda, lo cual está más del lado del acto que de la formación del inconsciente. Freud reduce según su método a que todas las conductas del sujeto a descifrados significantes posibles. Este cuadro no es de descifrado, no hay ninguna formación del inconsciente acá. Cuando a alguien le dicen algo terrible en una reunión y se le cae el vaso al suelo, a nadie se le ocurre preguntarle qué asocia con vaso. No tiene nada que ver con la cadena significante. Este cuadro está ligado al actuar y a la presencia del objeto en el nivel de la presentificación de la angustia. Está más ligado al acto, al fantasma y a la angustia, no al descifrado de las formaciones del inconsciente.

Los intentos de suicidio son actos y no formaciones del inconsciente. Si ustedes piensan en el intento de suicidio, se haya matado el sujeto o no, no es lo mismo pensarlo como acting-out que como pasaje al acto. Si alguien se va al cuarto de al lado y se trata de abrir las venas con una cucharita habiendo 17 personas en el otro cuarto, es probable que eso sea un acting out, que está dirigido a un Otro al cual le está diciendo “siento que me traga la tierra, necesito que me agarren fuerte y me traigan a la escena de nuevo”. Ahora, el resultado del acto puede ser que igual se muera haciendo eso, pero no es lo que nos interesa acá. La posición del sujeto en el acting-out es de reingreso en la escena. En el acting out hay una convocatoria. El acting out cleptómano busca la mirada del Otro, sino sería un chorro. Al cleptómano lo ve todo el mundo y está convocando ser visto. En el acting hay un pedido de volver a ingresar en la cadena.

En el pasaje al acto, ya no hay Otro. Se trata de que lo trague la tierra, entonces si alguien se va a otra ciudad, se alquila un cuarto de hotel y se pega un tiro con una escopeta para matarse, ese no está dirigiendo ninguna demanda y no es un acting out. Si de todas formas no logra matarse porque la escopeta se traba, es otra cosa. En un intento de suicidio al modo pasaje al acto, no hay demanda dirigida, por lo que el sujeto ya no soporta su inserción en el Otro y quiere que lo trague la tierra, saliendo de la escena. En el pasaje al acto hay una renuncia al establecimiento del sujeto dentro del campo del Otro.

Hay que evaluar en qué condiciones se da estos actuares para poder definir de qué hablamos, incluso para determinar la gravedad. Los actings pueden ser muy destructivos, porque pueden salir mal. La descripción de las conductas no nos dice por sí misma lo que está pasando. La posición del sujeto se define a través de sus dichos.

Este cuadro tiene diverso valor para el psicoanálisis. La utilidad, a fines de que un análisis se instale, es diverso. Lacan sitúa al embarazo como cercano a la entrada en análisis. Es decir, en el momento en el cual concluyen las entrevistas preliminares y el sujeto se enfrenta a algunas cuestiones de lo personal que lo embarazan, que lo avergüenzan, que lo conmocionan, es una vergüenza productiva que hace que pueda entrar en análisis. Lacan le da más valor al embarazo que a la turbación, si bien la turbación se da en la vida cotidiana constantemente.

Si un analizante, al modo de transferencia negativa, hace un acting dentro de la conducta actuada en transferencia, como dice Lacan, en la transferencia salvaje hay que meter al caballo en el picadero. Hay que tomar la transferencia y trabajar sobre ella. Hay nociones dentro de este cuadro que a Lacan le parecen más útiles para el trabajo analítico que otras. El pasaje al acto no es una de ellas y la turbación tampoco. La emoción de Goldstein tampoco.

Por supuesto, entre nosotros, este cuadro es un poco desprolijo. El impedimento está al lado de la inhibición, el síntoma está ahí en el medio… Hay cosas que Lacan mucho no explica. Este cuadro a él le sirvió para lanzar un montón de nociones. Lo trabajó durante un par de clases, luego lo dejó por otras ocho clases en suspenso. En el seminario, él trabaja pasaje al acto y acting-out, trabaja Dora y la joven homosexual, y luego explica el cuadro en la neurosis obsesiva, no en la histeria. Trabaja el cuadro en relación a la pulsión escópica en la neurosis obsesiva.

Pregunta: ¿Podrías ubicar la depresión en este cuadro?
R.Y.: Me parece que la depresión se trata de un sujeto que se para al borde de los actos del deseo y no encuentra en los objetos del mundo ninguna motivación para ingresar al mundo a desear. La depresión se sitúa antes del punto 0 del deseo. El depresivo se pregunta para qué, si no vale la pena. Se sitúa en el borde externo de la psicopatología de la vida cotidiana. Hay que tener un poco de agallas para meterse con el cuadro, a mi me parece que la depresión queda fuera del cuadro.

La palabra que no aparece en este cuadro es la satisfacción pulsional. En un alto grado de realización pulsional, que uno lo puede pensar como un trazado en acto. Si después que el sujeto realiza el acto y viene angustiado, sería otra cosa. Yo no llamaría acto a eso, como los que fracasan al triunfar. Hay algo que el sujeto no está asumiendo como acto él mismo, sino no quedaría terriblemente angustiado.

Supongamos que hay alguien que los padres querían que fuera médico y el muchacho descubre que le encanta cantar. Da su primer show y le va muy bien. Pero cuanto mejor canta, más queda desprendido del campo del Otro, ya no tiene que ver con el padre y la madre. En un primer show, la realización pulsional está acompañada por un padecimiento del Otro. Cuanto mejor canta él, más huérfano es, está solo en el escenario él con su pulsión, gozando de lo que puede producir cuando canta. Ahí la angustia no es ante la propia pulsión, sino ante la caída del Otro.

Pregunta: Entre el deseo y el goce, está la angustia en el medio.
R.Y.: Si el goce de la satisfacción pulsional está ligado al acto, al trazado en acto pulsional, algo de la angustia tiene que ser resuelto para que el sujeto alcance el goce pulsional más allá de un deseo que se meramente metonimia. Lo que pasa es que este deseo, en la medida que es un deseo en acto, se hace deseo cargado de pulsión.

Pregunta: ¿Cómo entender la inhibición como síntoma puesto en el museo?
R.Y.: El impedimento, que está al lado de la inhibición, es cuestión de todos los días. La inhibición es un listado clasificatorio de los impedimentos. El impedimento, puesto en el museo, es la inhibición.