Mostrando las entradas con la etiqueta dominio. Mostrar todas las entradas
Mostrando las entradas con la etiqueta dominio. Mostrar todas las entradas

jueves, 22 de mayo de 2025

El problema del Agente

Si aceptamos que Lacan deja sin resolver en La relación de objeto un problema vinculado a la operación del Padre y que luego lo aborda de manera más precisa en el seminario sobre los cuatro discursos, podemos concluir que el punto central es la definición del agente.

María Moliner define al agente como aquello que actúa o tiene la capacidad de actuar, asociándolo a la “causa agente”, es decir, a lo que produce un efecto. Esta idea resuena con el concepto de “representante de la representación”, que Lacan trabaja en múltiples ocasiones, llegando incluso a referirse a él como “agente representante”. Esto nos lleva a considerar que el agente no es solo alguien que ocupa un lugar, sino aquel que viene a sustituir a otro en una función determinada.

En los cuatro discursos, Lacan se pregunta qué significa ser agente, y su respuesta no se orienta hacia una función de dominio o control, sino hacia la forma en que se transmite la castración entendida como prohibición. Para esclarecer este punto, propone un paso del mito a la estructura. Mientras que el mito es un enunciado de lo imposible, su interés radica en construir una escritura de la prohibición, alejándose de la narrativa mítica para centrarse en su estructura.

Al releer el mito freudiano de la castración, Lacan introduce una distinción clave: su objetivo es desplazar el S1 más allá del lugar del Amo, concebido como función de dominio. Al separar este término de la figura del Amo que Hegel plantea, Lacan lo redefine como un significante-letra, con el cual se puede escribir la posibilidad de un inicio lógico. Así, el problema del agente es replanteado desde la perspectiva de la suplencia, abriendo nuevas vías para pensar la transmisión y el orden simbólico.

viernes, 10 de enero de 2020

Identidad, identificación y lazo social. La enseñanza de Lacan (5)


Por Enric Berenguer

Ir a la primera parte de Identidad, identificación y lazo social. La enseñanza de Lacan (1)

Identificación y significante amo
Ampliación de perspectiva
En el año 1969, Lacan aporta una formalización nueva de la cuestión de la identificación.
De esta forma, se alcanza una definición general de la identificación, que sirve para una gran variedad de modalidades y tipos. Pero hay un cambio, o una ampliación, de la perspectiva. Hasta ahora, habíamos visto que la base conceptual para pensar la identificación era el lenguaje, o la relación del sujeto con él.

Desde este momento, Lacan establece un marco más general, que supone el lenguaje, lo incluye, pero que incorpora algo más. Se trata del concepto de discurso. Con la idea de discurso, Lacan se refiere a algo que siempre estuvo presente en el trasfondo de su enseñanza, desde la época en que estaba más próximo en algunos aspectos a C. Lévi-Strauss (aunque hay que subrayar que nunca hubo entre ellos una coincidencia completa).

Los antropólogos, Lévi-Strauss por ejemplo, trataban de reconstruir lo que sería como un universo de lenguaje a través de los mitos de una sociedad determinada (en este caso una sociedad de las llamadas “exóticas”).

Se trataba de un universo cuyos puntos de referencia eran los elementos significantes de un conjunto estructurado de narraciones que constituían la cultura de aquel pueblo, las cuales ordenaban y daban sentido a toda una serie de aspectos de la vida individual y colectiva de las personas.

La idea de discurso es una forma de trasladar esto (con modificaciones) a cualquier sociedad.

Pero las modificaciones son muy importantes: a diferencia de lo que ocurre en los esquemas lévistraussianos, donde se plantea un universo fijo y no se tienen cuenta sus cambios, las tensiones que en él existen y la variabilidad de la posición del sujeto respecto de dicho universo, Lacan considera cuatro modalidades fundamentales de discurso, que coexisten en una formación cultural determinada (aunque uno de ellos pueda ser el predominante en un ámbito dado) y que suponen una relación distinta del sujeto con los elementos fundamentales de la estructura del discurso.

Para dar cuenta al mismo tiempo de una constancia de la estructura y de una variabilidad de sus concreciones, Lacan idea un sistema de cuatro discursos que se construyen haciendo girar cuatro elementos en torno a cuatro posiciones fijas.

Hay una disposición de los elementos que podemos llamar la básica o fundamental, que lleva el nombre de Discurso del Amo. La necesidad de sintetizar nos impedirá referirnos a las otras modalidades del discurso: Universitario, Histérico y, finalmente, el del Psicoanálisis.

Nos referiremos al Discurso del Amo por dos motivos: en primer lugar, porque es el discurso fundamental, equivalente al del inconsciente mismo, y también porque contiene la fórmula de la identificación que queremos comentar.

Para hablar del Discurso del Amo es necesario referirse, al menos sumariamente, al significado de sus distintos componentes, así como al de la estructura de cuatro lugares por los que estos elementos “giran”.

Antes de entrar en la descripción de los elementos de la estructura del discurso, diremos algo sobre la manera en que la fórmula de la identificación se inserta en el interior de la estructura del discurso:

La identificación es articulada fundamentalmente como la relación entre el sujeto y un “significante amo”, que es simbolizado mediante la notación simbólica S1.

La relación de identificación se simboliza poniendo al sujeto, simbolizado por $, debajo del significante amo:
(S1/$)
Es una forma gráfica de representar una relación de sometimiento. Esta connotación de la identificación está presente en la forma en que Lacan tiene de concebirla a partir de la teoría de los cuatro discursos.

Este aspecto resulta particularmente útil cuando se trata de pensar toda una serie de cuestiones relativas a la identificación que se sitúan entre el dominio de lo individual y el de lo colectivo.

Identificación y dominación
Hay toda una serie de cosas que nos pueden mostrar fácilmente hasta qué punto la cuestión de la identificación y la de la dominación van unidas. Podemos poner muchos ejemplos, algunos referidos a la vida individual y otros referidos a la vida colectiva.
Empezaremos por lo primero.

Hay un aspecto en la crisis de la adolescencia que se puede describir, al menos en parte, como un proceso de rebelión.

Una de las formas más certeras de pensar esta rebelión es precisamente en términos de una conmoción de toda una serie de identificaciones fundamentales.

En muchas ocasiones, el joven se siente particularmente incómodo con todo aquello que los padres le suponen, es decir, con todo aquello que lo identifica para sus padres.

Esto puede llegar en algunos casos a un verdadero rechazo de ciertas señas de identidad, referidas tanto a lo que él es para los padres como a lo que define a ese pequeño universo que es su familia.

A veces serán necesarios años para que el individuo, ya adulto, se reconcilie con algunas de esas señas de identidad que en su día tuvo que poner en cuestión, y muchas veces las recuperará con un cariño teñido de nostalgia.

Y en esta recuperación de sus padres se incluye también alguna forma de consentimiento a aquello que lo sitúa en un cierto linaje, en la historia de una familia.

La rebelión del joven puede entenderse, pues, como el rechazo, la puesta en cuestión de algunos significantes amo, en particular los ligados a la familia, a los padres. La reconciliación del adulto, por el contrario, supone un consentimiento a someterse, aunque de una forma mitigada, a esos mismos significantes amo.

En el terreno colectivo, la cosa resulta evidente en cuanto nos la planteamos en los términos adecuados.

Por ejemplo, es fácil comprobar que toda reivindicación nacionalista supone el rechazo de algún significante amo.

El nacionalismo español dice a los vascos que son españoles, o sea, les impone como una evidencia que se identifiquen a ese significante, diciéndoles qué es lo que en verdad son, lo quieran o no lo quieran.

En cuanto al nacionalismo vasco, rechaza esa identificación y le opone otra. Y podemos ver cómo en su forma de escribir la historia hay un rechazo deliberado, una ignorancia voluntaria de todas aquellas cosas que tenderían a mostrar que, al fin y al cabo, los vascos tienen una relación con lo español mucho mayor de la que quisieran tener. No plantemos que unos tengan más razón que los otros, sólo mostramos que está en juego una discusión sobre significantes amo.

Idea clave 19
En todo debate político, la cuestión de los significantes amo es crucial. Se trata de significantes que no funcionan tanto por su significación, que en el fondo es siempre vaga, como por su papel de punto de referencia constante de un discurso.

Muchas veces, los significantes amo de un discurso político son reforzados con ritos y símbolos. De ahí la parafernalia que suele rodear a grandes palabras como “la nación”: declaraciones solemnes, conmemoraciones, banderas enormes. Todo ello refuerza el valor de aquello que se quiere sostener como una especie de punto cardinal de cierto universo discursivo.

Otros ejemplos clásicos nos muestran que en todo proyecto político está en juego la sumisión a algún significante amo que se propone a un conjunto de sujetos para que se identifiquen con él. Y cuando se trata de un cambio particularmente significativo, como aquellos que han tenido lugar en la historia en forma de revoluciones, se trata del abandono de una serie de significantes amo para adoptar otros.

Así, por ejemplo, en el paso del Antiguo Régimen a las formas modernas de nación, se trataba de la recusación de una serie de significantes encarnados en la institución de la monarquía.

En el Antiguo Régimen, los súbditos del rey de Francia no hubieran encontrado mucho sentido a discutir sobre su pertenencia o no a una nación francesa.

Su principal identificación políticamente hablando, era la de súbditos del rey, identificación que estaba complementada luego por las pertenencias de cada cual.

Pero la destrucción del vínculo de la sumisión feudal no se llevó a cabo sin la promoción de una identidad distinta, que queda sintetizada en tres palabras que tuvieron un gran peso a lo largo de todo el proceso revolucionario: “ciudadano”, “francés” y “nación”.

Desde entonces ha estado claro que todo proyecto político exige la promoción de algún vínculo social basado, fomentado o reforzado por la identificación con un número reducido de significantes amo.

Tanto es así, que la filosofía política se plantea en la actualidad cómo reactualizar los discursos políticos para que sigan siendo eficientes en un mundo en el que la definición de nación ya no puede funcionar tan eficazmente como antes.

Muchos teóricos constatan la imposibilidad de renunciar a ese significante, uno de los pocos capaces de crear ciertos mínimos de solidaridad, y el hecho de que su sentido ya no es el mismo que antaño.

La filosofía política, pues, estudia entre otras cosas el manejo de los significantes amo para conseguir que un número de sujetos consientan ser representados por ellos.

Por supuesto, la humanidad no ha esperado a la filosofía política ni al psicoanálisis para saberlo, aunque sin formulárselo necesariamente de una forma tan explícita.

Pero no deja de ser interesante comprobar de qué forma la filosofía política toma conciencia del gran papel de determinados significantes amo: se sabe que encarnan ficciones, pero nadie ha encontrado hasta ahora la forma de prescindir de ellos, pues en su ausencia (ausencia que en el fondo siempre es temporal y relativa, porque hay una tendencia a reinstaurarlos o sustituirlos por otros no menos poderosos) se ponen en juego fuerzas disgregadoras muy peligrosas.

La pregunta que se formulan mucho politólogos es cómo se puede definir la nación de una forma que sea:

  • Lo suficientemente ambigua para que no se pague un precio demasiado elevado en exclusión
  • Lo suficientemente “clara” y cerrada como para que los sujetos se identifiquen con ella y se sometan en un grado suficiente como para cumplir con sus “deberes ciudadanos” (obedecer, pagar impuestos, etc.)

Como es fácil comprobar, estas dos exigencias se oponen, de manera que la política, en el sentido actual de la palabra, supone estar haciendo constantemente equilibrios entre ambos extremos.

Hay un aspecto más de la relación entre identidad colectiva y sumisión que tendremos en cuenta antes de concluir este apartado.

En la política de las identidades, si se nos permite usar esta expresión con fines de síntesis, existe un discurso de liberación en lo que se refiere a la lucha entre una identidad propuesta y otra identidad que se rechaza.

Pero, invariablemente, si se consideran las cosas desde el punto de vista del interior del grupo, cuando más se refuerza una identidad en su lucha por imponerse, mayor suele ser el precio de sumisión que se exige pagar a sus miembros.

Como se comprueba constantemente en contextos en los que compiten una serie de identidades, como cuando existe un determinado grado de multiculturalidad, los individuos se ven sometidos a presiones para hablar, comportarse de una determinada manera, etc., con exclusión de otras formas de hablar, de comportarse…

Finalmente, diremos que el hecho de situar a la identificación en el interior de una estructura de discurso, que contiene más elementos, supone, por un lado, reconocer su importancia central como eje orientador, tanto para el sujeto como para un colectivo; pero, por otra parte, supone reconocer que no se trata de un mecanismo que actúe aislado, sino que está en relación con otras funciones que también se encuentran incluidas en el discurso.

Saber y goce
Las otras dos funciones fundamentales incluidas en la estructura del discurso son el saber y el goce.

Es fácil comprobar que todo discurso político, cultural, identitario, incluye, junto a las identificaciones que lo orientan, una serie de elaboraciones que se pueden relacionar con la función del saber, en el sentido amplio que le da Lacan, a partir de la definición del inconsciente como saber (Freud hablaba de “pensamientos inconscientes”).

Pero en el discurso que define a un determinado estado de la cultura, existe tanto la función de saber en este sentido amplio que acabamos de mencionar (lo que los significantes configuran por su acumulación y las relaciones discursivas que establecen entre sí) como la función del saber en sentido más concreto.

Y esto es así en una infinidad de cosas, que van desde grandes cuestiones relativas a las formas de satisfacción prohibidas o estrictamente reguladas (por ejemplo, el alcohol en el Islam, las múltiples obligaciones y restricciones del Judaísmo, las del Catolicismo, que se han ido moderando, etc.) hasta pequeños detalles que constituyen elementos que no por ser discretos son negligibles en la composición de ese universo que es una cultura determinada, pequeños detalles que tienen que ver con la alimentación, formas de divertirse, etc.

Volviendo al campo de la política, es obvio que no hay ningún programa nacionalista que deje de valorizar esos pequeños detalles de la vida cotidiana, como todo aquello que rodea a la cocina, o la música, elevándolos a la condición de una filosofía de la vida, una forma de ser única.

Por supuesto, esto es cierto relativamente, pero la cuestión es hasta qué punto se convierte en algo idealizado, hipertrofiado, cultivado como una forma de disfrutar de las cosas de la que un grupo humano es el único partícipe posible. Y pasa de ser un medio (para disfrutar de la vida) a ser un fin (disfrutar sólo de una forma de vida e ignorar las otras, incluso rechazarlas).

Ahora bien, lo que a nosotros nos interesa destacar es que estas formas de saber que regulan la relación con diversas modalidades de satisfacción introducen una nueva función del discurso, cuya estrecha relación con las otras dos que hemos aislado (significante amo y saber) trataremos de poner de manifiesto brevemente.

Esta nueva función del discurso la hemos introducido ya mediante esa palabra, “disfrutar”, que nos lleva desde el saber hasta la satisfacción.

Nos referimos a una función ambigua, pues en ella es prácticamente imposible distinguir entre la regulación propiamente dicha y una capacidad para la creación discursiva de una forma de satisfacción “nueva”.

Esta función, en la que se anudan la regulación de la satisfacción con la producción de formas de satisfacción, es la que Lacan sitúa forjando un concepto, “plus de goce” inspirado en el concepto marxista de plusvalía.

De la misma forma que el dispositivo capitalista crea valor mediante una serie de operaciones, el discurso, aunque no lo parezca, también está produciendo algo, y lo que produce es satisfacción (y ello con independencia de las relaciones variadas que cada sujeto, en cada momento de su vida, pueda tener con esa forma de satisfacción creada).
Por poner un ejemplo en el que la lógica del funcionamiento del discurso confluye con la del funcionamiento del dispositivo capitalista, podemos referirnos a todo lo que rodea a determinados objetos emblemáticos como los jeans.

Dicho sea de paso, ponemos este ejemplo para trascender algunas de las connotaciones demasiado elevadas que a veces rodean a lo que está en juego cuando se piensa a partir de la noción freudiana de “sublimación”.

Los jeans, objeto nada sospechoso de sublime, están asociados, para empezar, con una serie de señas de identidad cuyo origen es norteamericano, aunque se han convertido en símbolos transculturales de la juventud.

Pero la cultura de los jeans está asociada con ciertas restricciones en la satisfacción oral, por ejemplo, dado que es una ropa que resalta los valores de la delgadez. Por otra parte, el uso de unos jeans, de una marca determinada, la que en cada momento sea erigida por la moda como representante emblemático del “jeans ideal”, se convierte en una satisfacción en sí mismo.

Obviamente, esta satisfacción es de origen discursivo, porque un joven traído de alguna remota región del mundo que no comparta esa cultura no tendrá acceso a esa forma de satisfacción.

Y a la inversa, una vez dicho joven haya sido aculturado como resultado de su contacto con otros, tendrá acceso a esa satisfacción particular. Quizás ahora ese joven, justificando su sumisión a la nueva cultura dominante, guste de pensar en que antes se estaba perdiendo esta forma de disfrute.

Lo cual, sin embargo, es una ilusión a posteriori, porque por definición si no compartía en absoluto el discurso en cuestión (cosa casi imposible, por otra parte, debido a los medios de comunicación) aquella forma de satisfacción no podía faltarle, puesto que no tenía la menor idea al respecto.

Vemos que en toda la gama de cosas que quedan agrupadas bajo la denominación de una identidad, las formas de satisfacción siempre cumplen un papel, unas veces prominente, otras veces discreto, pero siempre esencial.

Así, en todo proceso por el que un sujeto consiente o accede a una identidad, hay algún papel desempeñado por una forma de satisfacción que compartirá con sus supuestos iguales: gusto por una forma de hablar (desde la lengua nacional hasta una jerga especial, como la de los jóvenes de una determinada clase), una forma de comer, de divertirse, etc.
Vemos, pues, la utilidad de incluir esta función del plus de goce en la estructura del discurso en lo que se refiere a dar cuenta de los fenómenos relativos a la identidad.

Si nos hubiéramos conformado con destacar en todo esto el fenómeno de la identificación, planteada como una relación de sumisión (consciente o inconsciente) a un significante, hubiera pasado inadvertida la importancia que adquieren ciertas formas de goce en la configuración del universo que constituye una cultura dada (ya sea la de los jeans, la de los sijks, los musulmanes, los gay, los okupas.

Al tener en cuenta esta importancia, que en muchas ocasiones es enormemente visible, vemos que si bien la identificación, en lo que tiene de mecanismo más radical y profundo, tiene siempre como base material la relación del sujeto con el significante, para constituir el marco completo de aquello de lo que hablamos cuando nos referimos a la identidad se requiere un marco de referencia más amplio.

Idea clave 20
Este marco de referencia es el del discurso, que además de la función del significante aislado que hemos llamado significante amo, incluye la función del saber (en el sentido más amplio, como el conjunto de discursos concretos que, como un gran enjambre, constituyen un telón de fondo en la vida de todo sujeto inmerso en una cultura) y también, una regulación de las formas de satisfacción que, al mismo tiempo que introduce ciertas limitaciones, da lugar a formas de satisfacción que son inéditas precisamente porque son de naturaleza discursiva.

Todo esto está resumido en la escritura por parte de Lacan de lo que él llama el discurso del amo, cuyos elementos son:

  • S1: Significante amo, polo de la identificación.
  • S2: Saber, definido como cualquier significante o cadena de significantes que se añade, que viene a sumarse, a explicar o simplemente a suceder en el discurso al S1 para darle sentido, y que, por otra parte, participa en la construcción elaborada discursivamente de una forma de vida.
  • a: Plus de goce: modalidad de goce que está hecha de una combinación de limitaciones y creaciones de formas de goce, o sea, algo de lo que el saber anteriormente definido se dedica con particular énfasis.
  • $: Sujeto dividido, que en la forma fundamental del discurso, la del discurso del amo, está situado debajo del S1, consintiendo en la medida que sea a ser representado por él mediante alguna forma de identificación, en lo que es un sometimiento estructural cuyas manifestaciones empíricas son muy variadas.

Fuente: Enric Berenguer, "Identidad, identificación y lazo social. La enseñanza de Lacan"

martes, 31 de diciembre de 2019

Diferentes formas de violencia.


La distinción entre diferentes tipos de violencia se basa en la distinción entre sus respectivas motivaciones inconscientes; pues sólo el conocimiento de la dinámica inconsciente de la conducta nos permite conocer la conducta misma, sus raíces, su desarrollo y la energía de que está cargada. (2) La forma de violencia más normal y no patológica es la violencia juguetona o lúdica.

La encontramos en las formas en que la violencia se ejercita para ostentar destreza, no para destruir, y no es motivada por odio ni impulso destructor. Pueden encontrarse en muchos casos ejemplos de esta violencia lúdica: desde los juegos guerreros de tribus primitivas hasta el arte de la esgrima del budista zen. En todos esos juegos de combate la finalidad no es matar; aun cuando el resultado sea la muerte del adversario, la culpa es, por así decirlo, del adversario, por haberse "puesto en el lugar indebido". Naturalmente, si hablamos de la ausencia de deseo de destruir en la violencia lúdica, esto se refiere únicamente al tipo ideal de dichos juegos. En realidad se encontraría con frecuencia agresión e impulso destructor inconscientes ocultos detrás de la lógica explícita del juego. Pero aun así, la motivación principal en este tipo de violencia es el despliegue de destreza, no la destructividad.

De importancia práctica mucho mayor que la violencia lúdica es la violencia reactiva. Entiendo por violencia reactiva la que se emplea en la defensa de la vida, de la libertad, de la dignidad, de la propiedad, ya sean las de uno o las de otros. Tiene sus raíces en el miedo, y por esta razón probablemente es la forma más frecuente de violencia; el miedo puede ser real o imaginario, consciente o inconsciente. Este tipo de violencia está al servicio de la vida, no de la muerte; su finalidad es la conservación, no la destrucción. No es por completo resultado de pasiones irracionales, sino hasta cierto punto de cálculo racional; de ahí que implique también cierta proporcionalidad entre fin y medios. Se ha dicho que desde un plano espiritual superior el matar —aun para defenderse— nunca es moralmente bueno. Pero la mayor parte de los que sustentan esa convicción admiten que la violencia en defensa de la vida es de diferente naturaleza que la violencia que tiende a destruir por el gusto de la destrucción.

Con mucha frecuencia, la sensación de estar amenazado y la violencia reactiva resultante no se basan en la realidad, sino en la manipulación de la mente humana; los jefes políticos y religiosos persuaden a sus partidarios de que están amenazados por un enemigo, y así provocan la respuesta subjetiva de hostilidad reactiva. De ahí que la distinción entre guerras justas y guerras injustas, sustentada por gobiernos capitalistas y comunistas lo mismo que por la Iglesia católica romana, sea distinción muy discutible, ya que habitualmente cada parte consigue éxito al presentar su posición como defensa contra un ataque. (3) Difícilmente habrá un caso de guerra agresiva que no pueda disfrazarse de defensa. El problema relativo a quién alegó justamente la defensa suelen resolverlo los vencedores, y, en ocasiones, sólo mucho más tarde historiadores más objetivos.

La tendencia a fingir que una guerra es defensiva, revela dos cosas. En primer lugar, que la mayoría de la gente, por lo menos en los países más civilizados, no puede ser inducida a matar y morir si primero no se la convence de que lo hacen para defender sus vidas y su libertad; en segundo lugar, revela que no es difícil persuadir a millones de individuos de que están en peligro de ser atacados y que, en consecuencia, se acude a ellos para que se defiendan. Esa persuasión depende sobre todo de la falta de pensamiento y sentimiento independientes, y de la dependencia emocional de la inmensa mayorÍa de la gente respecto de sus líderes políticos. Siempre que exista esa dependencia, se aceptará como real cualquier cosa que se exponga con fuerza y persuasión. Los resultados psicolÓgicos de la aceptaciÓn de la creencia en una amenaza supuesta, son, desde luego, los mismos que los de una amenaza real. La gente se siente amenazada, y para defenderse está dispuesta a matar y destruir. En el caso de ilusiones paranoides de persecución, encontramos el mismo mecanismo, pero no en grupos, sino en individuos. En los dos casos, la persona se siente subjetivamente en peligro y reacciona agresivamente.

Otro aspecto de la violencia reactiva es el tipo de violencia que se produce por frustración. Encontramos conducta agresiva en animales, en niños y en adultos cuando se frustra un deseo o una necesidad. (4)

Esta conducta agresiva constituye un intento, con frecuencia inútil, para conseguir el fin fallido mediante el uso de la violencia. Es, evidentemente, una agresión al servicio de la vida, y no por el gusto de la destrucción. Como la frustración de necesidades y deseos ha sido cosa casi universal en la mayor parte de las sociedades hasta hoy, no hay razón para sorprenderse de que se produzcan y exhiban constantemente violencia y agresión.

Con la agresión resultante de la frustración se relaciona la hostilidad producida por la envidia y los celos. Los celos y la envidia constituyen una clase especial de frustración. Los produce el hecho de que B tiene un objeto que A desea, o es amado por una persona cuyo amor desea A. En A se producen odio y hostilidad contra B porque recibe lo que A desea y no puede tener. La envidia y los celos son frustraciones, acentuadas por el hecho de que no sólo no consigue A lo que desea, sino que en vez de él es favorecida otra persona. La historia de Caín, desamado sin culpa por su parte, que mata al hermano favorecido, y la historia de José y sus hermanos, son versiones clásicas de celos y envidia. La literatura psicoanalítica ofrece gran riqueza de datos clínicos sobre esos mismos fenómenos.

Otro tipo de violencia relacionado con la violencia reactiva, pero que es ya un paso más hacia la patología, es la violencia vengativa. En la violencia reactiva la finalidad es evitar el daño que amenaza, y por esta razón dicha violencia sirve a la función biológica de la supervivencia. En la violencia vengativa, por otra parte, el daño ya ha sido hecho, y por lo tanto la violencia no tiene función defensiva. Tiene la función irracional de anular mágicamente lo que realmente se hizo. Hallamos violencia vengativa en individuos y en grupos primitivos y civilizados. Podemos dar un paso más en el análisis del carácter irracional de este tipo de violencia. El motivo de la venganza está en razón inversa con la fuerza y la capacidad productora de un grupo o de un individuo. El impotente y el inválido no tiene más que un recurso para restablecer la estimación de sí mismo si fue quebrantada por haber sido dañada: tomar venganza de acuerdo con la lex talionis: "ojo por ojo". Por otra parte, el individuo que vive productivamente no siente, o la siente poco, esa necesidad.

Aun cuando haya sido dañado, insultado y lastimado, el proceso mismo de vivir productivamente le hace olvidar el daño del pasado. La capacidad de producir resulta más fuerte que el deseo de venganza. Puede demostrarse la verdad de este análisis con datos empíricos sobre el individuo y a escala social. El material psicoanalítico demuestra que la persona madura y productiva es menos impulsada por el deseo de venganza que la persona neurótica que encuentra dificultades para vivir independientemente y con plenitud, y que propende con frecuencia a jugarse toda su existencia por el deseo de venganza. En psicopatología grave, la venganza se convierte en el fin predominante de la vida, ya que sin venganza amenazan hundirse no sólo la estimación de sí mismo, sino el sentido del yo y de identidad. Análogamente, hallamos que en los grupos más atrasados (en los aspectos económico o cultural y emocional) parece ser más fuerte el sentimiento de venganza (por ejemplo, por una derrota nacional). Así, las clases medias bajas, que son las más desposeídas en las naciones industrializadas, en muchos países son el foco de sentimientos de venganza, así como lo son de sentimientos raciales y nacionalistas. Sería fácil, por medio de un "cuestionario proyectivo" (5) establecer la correlación entre la intensidad de los sentimientos vindicativos y la pobreza económica y cultural. Probablemente es más complicada la comprensión de la venganza en sociedades primitivas. Muchas sociedades primitivas tienen sentimientos y normas intensos, y hasta institucionalizados, de venganza, y todo el grupo se siente obligado a vengar el daño hecho a uno de sus individuos. Es probable que desempeñen aquí un papel decisivo dos factores. El primero se parece mucho a otro mencionado arriba: el ambiente de escasez psíquica que impregna al grupo primitivo y que convierte la venganza en un medio necesario para la reparación de una pérdida. El segundo es el narcisismo, fenómeno que se estudia detenidamente en el capítulo IV. Baste decir aquí que, en vista del intenso narcisismo de que está dotado el grupo primitivo, toda afrenta a la imagen que tiene de sí mismo es tan devastadora, que suscitará de un modo totalmente natural una hostilidad intensa.

Estrechamente relacionada con la violencia vengativa está una fuente de destructividad debida al quebrantamiento de la fe, que tiene lugar con frecuencia en la vida del niño. ¿Qué significa aquí "quebrantamiento de la fe"?

El niño empieza la vida con fe en la bondad, en el amor, en la justicia. El nene tiene fe en el seno materno, en la solicitud de la madre para abrigarlo cuando tiene frío, para aliviarlo cuando está enfermo. Esta fe puede ser en el padre, en la madre, en un abuelo o en alguna otra persona cercana al niño; puede expresarse como fe en Dios. En muchos individuos esta fe se quebranta en edad temprana. El niño oye mentir a su padre sobre un asunto importante; ve su cobarde temor a la madre, dispuesto a traicionarlo (al niño) para apaciguarla; presencia las relaciones sexuales de los padres, y el padre puede parecerle una bestia brutal; se siente desgraciado y temeroso, y ninguno de los padres, que están tan interesados, supuestamente, en él, lo advierte, o hasta si él les habla, no prestan atención.

Son numerosas las ocasiones en que se quebranta la fe originaria en el amor, en la veracidad, en la justicia de los padres. A veces, en niños criados religiosamente, la pérdida de la fe se refiere directamente a Dios. El niño siente la muerte de un pajarito al que quiere, o de un amigo, o de una hermana, y se quebranta su fe en que Dios es bueno y justo. Pero da lo mismo que la fe que se quebranta sea fe en una persona o fe en Dios. Es siempre la fe en la vida, en la posibilidad de confiar en ella, de tener confianza en ella, la que se quebranta. Es cierto, desde luego, que todo niño sufre muchas desilusiones; pero lo importante es la agudeza y gravedad de un desengaño particular. Muchas veces esta primera y decisiva experiencia del quebranto de la fe tiene lugar en edad temprana: a los cuatro, cinco o seis años, o aun mucho antes, en un periodo de la vida del cual hay pocos recuerdos. Frecuentemente, el definitivo quebrantamiento de la fe tiene lugar en una edad mucho más avanzada, al ser traicionado por un amigo, por una amante, por un maestro, por un líder religioso o político en quien se confiaba. Rara vez es un solo hecho, sino numerosas experiencias, lo que quebranta acumulativamente la fe de un individuo. Las reacciones a esas experiencias varían. Un individuo puede reaccionar dejando de depender sentimentalmente de la persona particular que le produjo el desengaño, haciéndose más independiente y siendo capaz de encontrar nuevos amigos, maestros o amantes en quienes confía y siente fe. Ésta es la reacción más deseable a los desengaños. En otros muchos casos el resultado es que el individuo se hace escéptico, espera un milagro que le restaure la fe, prueba a las personas, y cuando se siente desengañado de ellas somete a prueba otras, o se arroja en brazos de una autoridad poderosa (la Iglesia, o un partido político, o un líder) para recobrar la fe. Muchas veces el individuo vence la desesperación por haber perdido la fe en la vida con la frenética persecución de objetivos mundanos: dinero, poder o prestigio. Hay aún otra reacción que es importante en el ambiente de violencia. El individuo profundamente desengañado y desilusionado puede también empezar a odiar la vida. Si no hay nada ni nadie en quien creer, si la fe en la bondad y la justicia no fue más que una ilusión disparatada, si la vida la gobierna el diablo y no Dios, entonces, realmente, la vida se hace odiosa; ya no puede uno sentir el dolor del desengaño. Lo que se desea demostrar es que la vida es mala, que los hombres son malos, que uno mismo es malo. El creyente y amante de la vida desengañado se convertirá en un cínico y un destructor. Esta destructividad es la destructividad de la desesperación. El desengaño de la vida condujo al odio a la vida.

En mi experiencia clínica son frecuentes las experiencias profundas de pérdida de la fe, y con frecuencia constituyen el leitmotiv más importante de la vida de un individuo. Puede decirse lo mismo de la vida social, en la que líderes en quienes uno tenía confianza resultan ser malos o incompetentes. Si la reacción no es de una independencia mayor, con frecuencia lo es de cinismo y destructividad.

Mientras todas esas formas de violencia están aún al servicio de la vida realista o mágicamente, o por lo menos como consecuencia del daño a la vida o el desengaño de ella, la forma que vamos a estudiar a continuación, la violencia compensadora, es una forma más patológica, aun cuando no tanto como la necrofilia, que estudiamos en el capítulo III.

Entiendo por violencia compensadora la que es sustituía de la actividad productora en una persona impotente. Para que se entienda el término "impotencia" tal como se usa aquí, tenemos que pasar revista a algunas consideraciones preliminares. Aunque el hombre es el objeto de fuerzas naturales y sociales que lo gobiernan, al mismo tiempo no es sólo objeto de las circunstancias. Tiene voluntad, capacidad y libertad para transformar y cambiar el mundo, dentro de ciertos límites. Lo que aquí importa no es el ámbito o alcance de la voluntad y la libertad, (6) sino el hecho de que el hombre no puede tolerar la pasividad absoluta. Se siente impulsado a dejar su huella en el mundo, a transformar y cambiar, y no sólo a ser transformado y cambiado. Esta necesidad humana está expresada en las primitivas pinturas de las cavernas, en todas las artes, en el trabajo y en la sexualidad. Todas estas actividades son resultado de la capacidad del hombre para dirigir su voluntad hacia una meta y prolongar su esfuerzo hasta haberla alcanzado. La capacidad para usar así sus facultades es potencia. (La potencia sexual es sólo una de las formas de la potencia.) Si, por motivos de debilidad, de angustia, de incompetencia, etc., el individuo no puede actuar, si es impotente, sufre; ese sufrimiento debido a la impotencia tiene sus raíces en el hecho de que ha sido perturbado el equilibrio humano, de que el hombre no puede aceptar el estado de impotencia total sin intentar restablecer su capacidad para actuar. Pero ¿puede hacerlo, y cómo? Un modo es someterse a una persona o grupo que tiene poder, e identificarse con ellos. Por esta participación simbólica en la vida de otra persona, el hombre se hace la ilusión de actuar, cuando en realidad no hace más que someterse a los que actúan y convertirse en una parte de ellos. Otro modo, y éste es el que más nos interesa en esta ocasión, es la capacidad del hombre para destruir.

Crear vida es trascender la situación de uno como criatura que es lanzada a la vida, como se lanzan los dados de un cubilete. Pero destruir la vida también es trascenderla y escapar al insoportable sentimiento de la pasividad total. Crear vida requiere ciertas cualidades de que carece el individuo impotente. Destruir vida requiere sólo una cualidad: el uso de la fuerza. El individuo impotente, si tiene una pistola, un cuchillo o un brazo vigoroso, puede trascender la vida destruyéndola en otros o en sí mismo. Así, se venga de la vida porque ésta se le niega. La violencia compensadora es precisamente la violencia que tiene sus raíces en la impotencia, y que la compensa. El individuo que no puede crear quiere destruir. Creando y destruyendo, trasciende su papel como mera criatura. Camus expresó sucintamente esta idea cuando hace decir a Calígula: "Vivo, mato, ejercito la arrobadora capacidad de destruir, comparado con la cual el poder de un creador es el más simple juego de niños." Ésta es la violencia del inválido, de los individuos a quienes la vida negó la capacidad de expresar positivamente sus potencias específicamente humanas. Necesitan destruir precisamente porque son humanos, ya que ser humano es trascender el mero estado de cosa.

Estrechamente relacionado con la violencia compensadora está el impulso hacia el control completo y absoluto sobre un ser vivo, animal u hombre. Este impulso es la esencia del sadismo. En el sadismo, como dije en El miedo a la libertad, el deseo de causar dolor a otros no es lo esencial. Todas las diferentes formas de sadismo que podemos observar se remontan a un impulso esencial, a saber, el de tener un dominio completo sobre otra persona, convertirla en un objeto desvalido de nuestra voluntad, ser su dios, hacer con ella lo que se quiera. Humillarla, esclavizarla, son medios para ese fin, y el propósito más radical es hacerla sufrir, ya que no hay dominio mayor sobre otra persona que obligarla a aguantar el sufrimiento sin que pueda defenderse. El placer del dominio completo sobre otra persona (o sobre otra criatura animada) es la esencia misma del impulso sádico. Otra manera de formular la misma idea es decir que el fin del sadismo es convertir un hombre en cosa, algo animado en algo inanimado, ya que mediante el control completo y absoluto el vivir pierde una cualidad esencial de la vida: la libertad.

Sólo si se ha experimentado plenamente la intensidad y la frecuencia de la violencia destructora y sádica en los individuos y en las masas, puede comprenderse que la violencia compensadora no es algo superficial, resultado de malas influencias, de malas costumbres, etc. Es en el hombre una fuerza tan intensa y tan fuerte como el deseo de vivir. Es tan fuerte precisamente porque constituye la rebelión de la vida contra su invalidez; el hombre tiene un potencial de violencia destructora y sádica porque es humano, porque no es una cosa, y porque tiene que tratar de destruir la vida si no puede crearla. El Coliseo de Roma, donde miles de individuos impotentes gozaban su placer mayor viendo a hombres devorados por fieras o matándose entre sí, es el gran monumento al sadismo.

De estas consideraciones se sigue algo más. La violencia compensadora es el resultado de una vida no vivida y mutilada. Puede suprimirla el miedo al castigo, hasta puede ser desviada por espectáculos y diversiones de todo género. Pero sigue existiendo como un potencial en la plenitud de su fuerza, y se manifiesta siempre que se debilitan las fuerzas represivas. El único remedio para la destructividad compensadora es desarrollar en el hombre un potencial creador, desarrollar su capacidad para hacer uso productivo de sus facultades humanas. Únicamente si deja de ser inválido dejará el hombre de ser destructor y sádico, y sólo circunstancias en que el hombre pueda interesarse en la vida acabarán con los impulsos que hacen tan vergonzosa la historia pasada y presente del hombre. La violencia compensadora no está, como la violencia reactiva, al servicio de la vida; es el sustituto patológico de la vida; indica la invalidez y vaciedad de la vida. Pero en su misma negación de la vida aún demuestra la necesidad que siente el hombre de vivir y de no ser un inválido.

Hay un último tipo de violencia que necesita ser descrito: la "sed de sangre" arcaica. No es la violencia del impotente; es la sed de sangre del hombre que aún está completamente envuelto en su vínculo con la naturaleza. La suya es la pasión de matar como un modo de trascender la vida, por cuanto tiene miedo de moverse hacia adelante y de ser plenamente humano (preferencia que estudiaré más abajo). En el hombre que busca una respuesta a la vida regresando al estado pre-individual de existencia, haciéndose como un animal y librándose así de la carga de la razón, la sangre se convierte en la esencia de la vida; verter sangre es sentirse vivir, ser fuerte, ser único, estar por encima de todos los demás. El matar se convierte en la gran embriaguez, en la gran autoafirmación en el nivel más arcaico. Por el contrario, ser muerto no es más que la alternativa lógica de matar. Éste es el equilibrio de la vida en el sentido arcaico: matar a todos los que se pueda, y cuando la propia vida está saciada de sangre, uno está dispuesto a ser muerto. El matar en este sentido no es esencialmente amor a la muerte. Es afirmación y trascendencia de la vida en el nivel de la regresiÓn mÄs profunda. Podemos observar en individuos esta sed de sangre, a veces en sus fantasías y sus sueños, a veces en enfermedades mentales graves o en el asesinato. Podemos observarla en una minoría en tiempo de guerra —internacional o civil— en que se han suprimido las inhibiciones sociales normales. La observamos en una sociedad primitiva, en que el matar (o ser muerto) es la polaridad que gobierna a la vida. Podemos observar esto en fenómenos como los sacrificios humanos de los aztecas, en la venganza de sangre practicada en lugares como Montenegro (8) o Córcega, en el papel de la sangre como un sacrificio a Dios en el Antiguo Testamento. Una de las descripciones más lúcidas de esta alegría de matar se encuentra en el cuento de Flaubert titulado La leyenda de San Julián el Hospitalario. (9) Flaubert describe un individuo de quien se profetizó al nacer que sería un gran conquistador y un gran santo; se crió como un niño normal hasta que un día descubrió la emoción de matar. Había observado algunas veces en los servicios eclesiásticos un ratoncito que salía de un agujero de la pared; lo irritaba y estaba decidido a librarse de él. "Así, después de cerrar la puerta y de esparcir unas migajas de pastel por las gradas del altar, se apostó delante del agujero con un palo en la mano. Después de un rato muy largo, asomó una pequeña nariz roja y en seguida todo el ratón. Descargó un golpe ligero, y se quedó estupefacto sobre aquel cuerpecillo que ya no se movía. Manchaba la losa un poco de sangre. La limpió rápidamente con la manga, tiró afuera el ratón y no dijo nada a nadie." Más adelante, al estrangular a un pájaro, "las contorsiones del pájaro le hicieron latir violentamente el corazón, llenándolo de un placer salvaje, tumultuoso".

Habiendo experimentado la exaltación del derramamiento de sangre, tuvo la obsesión de matar animales. Ningún animal era demasiado fuerte ni demasiado veloz para escapar a ser muerto por él. El derramamiento de sangre llegó a ser la suprema afirmación de sí mismo como un modo de trascender la vida. Durante años su única pasión y su único entusiasmo fueron matar animales. Regresaba de noche, "cubierto de sangre y lodo, y apestando a olor de bestias salvajes. Se hizo como ellas". Casi llegó a lograr convertirse en un animal, pero no pudo conseguirlo porque era humano. Una voz le dijo que acabaría matando a su padre y su madre. Asustado, huyó del castillo, dejó de matar animales y se convirtió en un temido y famoso jefe de tropas. Como premio por una de sus mayores victorias le dieron la mano de una mujer extraordinariamente hermosa y amable. Dejó de ser guerrero, se dedicÓ con ella a una vida que podrÍa llamarse de arrobamiento; pero se sintiÓ hastiado y deprimido. Un dÍa empezó a cazar de nuevo, pero una fuerza extraña quitaba energía a sus proyectiles. "Entonces todos los animales que había cazado reaparecieron y formaron un círculo cerrado alrededor de él. Unos se sentaron sobre las ancas, otros permanecieron de pie. JuliAn, en medio de ellos, quedÉ helado de terror, incapaz del más ligero movimiento. Decidió regresar a su mujer y su castillo; entre tanto, habían llegado allí sus ancianos padres, y su mujer les dejó su propia cama. Tomándolos por su esposa y un amante, los mató. Cuando había llegado a la cima de la regresiÓn, tuvo lugar el gran viraje. Llegó a ser un santo, verdaderamente; consagró su vida a los pobres y los enfermos, y finalmente abrazó a un leproso para darle calor. Julián ascendió a los espacios azules, cara a cara con nuestro Señor Jesús, que lo llevó al cielo."

Flaubert describe en este cuento la esencia de la sed de sangre. Es la embriaguez de la vida en su forma más arcaica; de ahí que una persona, después de haber llegado a este nivel más arcaico de conexión con la vida, pueda volver al más alto nivel de desarrollo, al de la afirmación de la vida, por su humanidad. Es importante advertir que esta sed de matar, como observé arriba, no es lo mismo que el amor a la muerte, que se describe en el capítulo III. Se siente la sangre como la esencia de la vida; verter la sangre de otro es fertilizar a la tierra madre con lo que necesita para ser fértil. (Compárese la creencia azteca en la necesidad de verter sangre como condición para que siga funcionando el cosmos, o la historia de Caín y Abel.) Aun cuando uno vierte su propia sangre, fertiliza la tierra y se fusiona con ella.

Parece que en este nivel de regresión la sangre es el equivalente del semen; la tierra es la equivalente de la mujer-madre. Semen-óvulo son las expresiones de la polaridad macho-hembra, polaridad que se hace fundamental sólo cuando el hombre ha empezado a salir plenamente de la tierra, hasta el punto en que la mujer se convierte en el objeto de su deseo y su amor. (10) El derramamiento de sangre termina en la muerte; el derramamiento de semen, en el nacimiento. Pero la meta de la primera, como la del segundo, es la afirmación de la vida, aun cuando apenas por encima del nivel de la existencia animal. El matador puede convertirse en el amante si llega a nacer plenamente, si desecha su vínculo con la tierra y si vence su narcisismo. Pero no puede negarse que si es incapaz de hacerlo, su narcisismo y su fijación arcaica lo atraparán en un modo de vida que es tan cercano al modo de muerte, que difícilmente puede percibirse la diferencia entre el hombre sediento de sangre y el enamorado de la muerte.

2 Para las diferentes formas de agresión véase el rico material en estudios psicoanalíticos, en especial diversos artículos en los volúmenes de The Psychoanalytic Study of the Child (Nueva York, International Universities Press); véase especialmente sobre el problema de la agresión humana y animal, Aggression, por J. P. Scott (Chicago, University of Chicago Press, 1958). También The Psychology of Aggression, por Arnold H. Buss (Nueva York, John Wiley and Son, 1961); además, Aggression, por Leonard Berkowitz (Nueva York, McGraw-Hill Co., 1962).
3 En 1939 Hitler hubo de organizar un falso ataque a una estaciÓn silesiana de radio por supuestos soldados polacos (que en realidad eran individuos de las SS) para dar a su poblaciÓn la sensaciÓn de ser atacada y, en consecuencia, justificar su injustificable ataque a Polonia como una "guerra justa".
4 Cf. el rico material en J. Dollard, L. W. Doob, N. E. Miller, O. H. Mowrer y R. R. Sears, Frustration and Aggression (New Haven, Yale University Press, 1939).
5 Cuestionario de final abierto, las respuestas al cual se interpretan respecto de su sentido inconsciente e inesperado, a fin de dar datos no sobre "opiniones", sino sobre las fuerzas que operan inconscientemente en el individuo.
6 Del problema de la libertad se trata en el capítulo VI.
7 Paidós, Buenos Aires.
8 Cf. el cuadro que ofrece Djilas del modo de vida montenegrino, en que presenta el matar como el orgullo y la embriaguez mayores que puede sentir un hombre.
9 En Tres cuentos, Espasa-Calpe, Buenos Aires, Col. Austral 1259. [E.]

Fuente: Erich Fromm (1964) "El Corazón Del Hombre" Título original: The Heart of Man. Capítulo "Diferentes formas de violencia."

viernes, 12 de abril de 2019

El lazo social: una relación de dominación.

"Para Lacan, el lazo social es una relación de dominación, una relación de dominante a dominado. Si se quiere escribir abstractamente, esto figura en sus esquemas como "x domina y". Lacan llama lazo social -no se interesa por la sociedad- a la articulación de dos lugares y esto justifica preguntarse cada vez quién es dominante y quién es dominado. El considera que la sociedad está intrínsecamente fragmentada en diversos lazos sociales. Pensar que se reúne en un todo no es más que un acto de fe. Sería mejor utilizar un neologismo y hablar de un lazo dominial, es decir, un lazo que comporta la dominación de uno sobre otro."  
J.A. Miller  " Utilidad directa".

viernes, 22 de marzo de 2019

La filantropía con el semejante.

Tanto Freud como Lacan han dotado al psicoanálisis de elementos suficientes para calificar las acciones altruistas desde el narcisismo.

Sobre la base de considerar que el otro, cualquiera sea este, pueda ser reducido a constituir nuestro yo, la acción altruista, es decir, hacer caridad en beneficio de otro, se asienta en una relación tramposa y engañosa.

En el momento en que reducimos al otro a nuestro yo, aquel se esfuma, es decir, su existencia consistirá en ser un espejismo de nuestro yo y, por lo tanto, ilusorio, tal como es el otro en la relación especular.

Por lo tanto, podemos aplicar al altruismo las mismas consideraciones que usamos para la relación entre el yo y su imagen especular; entre ellas, la del dominio yoico. En razón de ello, la imagen de benevolencia que da el altruismo se ve limitada cuando consideramos la posición de dominio en la que se coloca el benefactor.

El psicoanálisis ha introducido, como en tantos otros tópicos, un nivel de intengibilidad respecto a lo que tiene una apariencia de desprendimiento beneficioso para el otro, cuando en realidad, lo que trata de establecer el supuesto benefactor es una relación en la cual el otro necesite de él. Esto es comprobable en toda relación altruista, la cual se establece en la medida en que su posición de dar le brinde acceso a cierto poder sobre el otro.

La política es un lugar en la cual se puede observar este tipo de encubrimiento. Podemos encontrar cierto paralelismo entre el sujeto y lo que sucede en la política. Cuando un país poderoso trata de beneficiar a otro, generalmente pobre, si afinamos el análisis, detrás de esa apariencia bondadosa  nos encontramos con motivos absolutamente egoístas y de dominio por parte del país poderoso con respecto al pobre.

Pero en el altruismo, no solo se hereda esta cuestión imaginaria, que es cuestión de dominio sobre el otro, sino que se avanza fácilmente hacia la lucha a muerte por el reconocimiento, tal como lo plantea Kójeve en su lectura de Hegel.

Para continuar con nuestro ejemplo, el pueblo pobre que será ayudado por el rico no tiene opción de rechazar la ayuda. Como el ofrecimiento del rico encubre un interés, si llegara a suceder que el pueblo pobre rechazara el ofrecimiento, el país benefactor se sacaría la máscara altruista para imponer ayuda por medio de la fuerza, ya que, en el fondo, su objetivo es la obtención de un beneficio.

En otras palabras, en el registro imaginario se lo reconoce al otro como igual, mientras que el otro no delate la diferencia con aquella imagen que le proponemos, e incluso, le imponemos.

Y para que esta relación se pueda establecer y mantener, el otro imaginario no tiene que decir lo que quiere: esa es la condición escencial. 

De este modo, filantropía, solidaridad y altruismo se basan en una similitud ilusoria que establecemos con nuestros semejantes.

Pero lo importante de esta caracterización que estamos desarrollando reside en que este no es más que el aspecto imaginario de la relación con el otro.

Ahora bien, que sea parte del registro imaginario no significa que debamos menospreciarlo, pues, si bien es el ebvase o el señuelo, que muchas veces nos engaña o seduce frente al otro, no obstante tiene valor, porque es uno de los lugares de acceso en la relación con el otro.

El problema se presenta cuando no se ubica correctamente este imaginario, pues en ciertas situaciones no es de fácil discernimiento.

Fuente: Héctor Rúpolo, "Clínica psicoanalítica de las perversiones. Semiescrito I", p. 148 - 149.