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miércoles, 9 de diciembre de 2020

¿Cómo amar a una mujer? La “perversión” de la joven homosexual de Freud


Por Luciano Lutereau

Luego de la reciente aparición de la biografía titulada Sidonie Csillag, la “joven homosexual” de Freud–1 escrita por dos periodistas y publicada originalmente en alemán–, y a pesar de que dicho libro apenas recoja en unas pocas páginas la impronta del tratamiento con Freud, el informe de la “joven homosexual” –según un nombre que se debe a Lacan, dado que Freud no llama a la paciente de ese modo en ningún momento– ha producido una notable repercusión en la bibliografía psicoanalítica.

En este artículo2 avanzaremos con el propósito de realizar una lectura detallada del artículo “Sobre la psicogénesis de un caso de homosexualidad femenina” en función de tres preguntas específicas y articuladas: a) en relación al modo de presentación de la paciente, ¿por qué Freud la toma en tratamiento?; b) ¿puede afirmarse de modo concluyente que Freud la trata cómo una neurótica? c) en tal caso, ¿qué elementos dificultan concluir el tipo clínico en juego?

La iniciación del tratamiento
Una muchacha de dieciocho es traída a la consulta por su padre luego de un intento de suicido, en el cual la joven intentara arrojarse a las vías de un tren. El incidente ocurre después de un episodio en que, caminando por el centro de la ciudad junto a una cocotte a la que cortejara –“la pésima fama de la dama era directamente una condición de amor”–,3 ambas mujeres se encuentran repentinamente con el padre de la más joven, quien lanza una mirada furiosa a su hija. Luego de advertir el parentesco entre la joven y el hombre que acababan de cruzar, la cocotte propone dar término a la relación y la muchacha corre a precipitarse en las vías del tren. Freud consigna este episodio, al menos, de dos maneras distintas: a) en primer lugar, propone que los paseos de la joven con su amada tienen el propósito de “desafiar”4 al padre –incluso llega a concebir la consolidación de la homosexualidad, en este caso, como modo de “venganza”5 respecto del padre–; b) en segundo lugar, Freud destaca la indiferencia con que la muchacha se pasea por las calles.6

En este punto, una primera pregunta que se desprende es la siguiente: dado que el primer aspecto es el que sirve de hilo conductor del caso, ¿de qué modo fundamenta Freud la “intencionalidad” de los paseos de la muchacha? Para Freud la conducta de la joven se presenta con cierta “artificialidad” en la medida en que su elección de partenaires está comandada porque “nunca eran mujeres a las que se reputase de homosexuales y que así le habrían ofrecido la perspectiva de una satisfacción”.7 De este modo, cancelada la posibilidad de contacto sexual, el interés de la joven por las mujeres es interpretado por Freud como una conducta “dirigida” al padre.

El hecho capital –para Freud– que subtiende la venganza respecto del padre se encuentra hacia los dieciséis años, cuando un nuevo embarazo de la madre frustró la expectativa de recibir un niño del padre. Por lo tanto, “sublevada y amargada dio la espalda al padre, y aun al varón en general”.8

Una de las primeras cuestiones que Freud consigna, de acuerdo a este modo de presentación es que la muchacha “no estaba frente a la situación que el análisis demanda.9 Esta situación es caracterizada por Freud según una triple condición: a) alguien dueño de sí mismo sufre un conflicto interior; b) se queja respecto de ese conflicto; c) solicita auxilio a otra persona. Refiere estos tres aspectos como “notas ideales”10 para el inicio de un tratamiento. No obstante, no cabría considerarlos como excluyentes, dado que inmediatamente menciona el caso de dos circunstancias en las que cumpliéndose dichos requisitos no se presentan casos favorables al psicoanálisis: el “contratista”11 y el “donante piadoso”12. Por lo tanto, el cumplimiento de estos rasgos no era para Freud una condición suficiente para la iniciación de un tratamiento. La circunstancia específica por la cual la joven homosexual es la siguiente:

“… los motivos genuinos de la muchacha, sobre los cuales tal vez podía apoyarse el tratamiento analítico. No intentó engañarme aseverando que le era de urgente necesidad ser emancipada de su homosexualidad […] agregó, por el bien de sus padres quería someterse honradamente al ensayo terapéutico, pues le pesaba mucho causarles una pena así.”13

En función de esta referencia, puede considerarse que Freud habría tomado en tratamiento a la joven homosexual, no por la presencia de un conflicto psíquico –ni por la participación de una queja y un pedido a otro, coordenadas características de la neurosis–, sino por el cumplimiento de un rasgo propio de la formulación de la regla fundamental. En “Sobre la iniciación del tratamiento” (1913), Freud había afirmado que la relativa confianza o desconfianza que el paciente tuviera respecto del tratamiento era un factor prescindible –incluso asevera que los pacientes más confiados son aquellos que abandonan la cura al primer obstáculo–, ya que el único aspecto determinante era el cumplimiento de la regla de asociación libre. Esta última es parafraseada, en la última parte del artículo, no sólo por sus condiciones de no omisión y no sistematicidad, sino como una “promesa de sinceridad”14. Por lo tanto, la honestidad de la muchacha, que confesara abiertamente que su elección amorosa no era en modo alguno conflictiva, o bien, que no padecía de ningún conflicto con un aspecto de su sexualidad, junto con el pesar que ocasionalmente estuviese produciendo en sus padres –tópico que, luego, Freud resignifica a partir de la actualización transferencial de la venganza hacia el padre– son el asidero para ensayar la prueba del tratamiento. No obstante, cabe destacar, desde un comienzo, que el ingreso de la joven homosexual al dispositivo no se circunscribe según los modos de presentación habituales de las neurosis.

La naturaleza de la mostración
Dos preguntas podrían formularse a partir de las consideraciones precedentes: a) teniendo en cuenta las repetidas ocasiones en que Freud afirma que no se trataba de una muchacha “enferma”15, que “en modo alguno era neurótica”16, “ni aportó al análisis síntoma histérico”,17 ¿qué estatuto diferencial otorgarle al desafío dirigido al padre?; b) destacando el carácter “mostrativo” de la conducta de la joven homosexual, ¿cómo especificar el tipo de acto en cuestión, o bien delimitar la diferencia entre la “perversión transitoria” de un acting out y el acto propiamente perverso?

Respecto de la primera cuestión –el desafío dirigido al padre–, el caso no presenta elementos explícitos que permitan reconducirlo al acting out típico de una histérica. Sin embargo, Freud no traza explícitamente esta distinción. Por lo tanto, cabría preguntarse: ¿qué indicios clínicos permiten diferenciar el desafío histérico de una modalidad de desafío propia de la homosexualidad femenina?

A propósito del segundo aspecto mencionado, ¿qué versión del padre es la que se pone en juego en la conducta desafiante? Dicho de otro modo, en aquello que se le muestra al padre, ¿qué es lo que se busca enseñar? Mientras que el acting out típico de la neurosis se encuentra enmarcado en una pauta general de desconocimiento –en lo fenoménico, más o menos extraño para quien lo realiza–, aquí la escena se presenta sin tales velos subjetivos. La pregunta anterior, entonces, podría formularse del modo siguiente: ¿cuál es la especificidad la mostración en la homosexualidad femenina?

La historia infantil
Es la segunda sección de “Sobre la psicogénesis…” la que propone una descripción de la historia infantil de la joven homosexual. Se afirma allí, por ejemplo, que “la comparación de los genitales de su hermano con los propios, ocurrida al comienzo del período de latencia (hacia los cinco años o algo antes), le dejó una fuerte impresión”.18 Sin embargo, Freud no consigna en qué podría haber consistido esa impresión. Para el caso, bien podría haberse tratado de cualquiera de los destinos que, años más tarde, consignaría en su trabajo sobre la feminidad. Por lo tanto, cabe desprender de este aspecto tres consideraciones: a) en primer lugar, si bien Freud afirma que la joven había atravesado sus años infantiles con la actitud normal del complejo de Edipo, no hay indicios clínicos consignados que refrenden esa afirmación teórica; b) en segundo lugar, la ecuación niño-falo, que ocupa un lugar destacado en la génesis de la homosexualidad femenina, no se encuentra fundamentada en la historia infantil, sino, como se indicará a continuación, en la pubertad; c) en tercer lugar, el papel de sexualidad en la infancia no es relevado más allá de la afirmación de que “hubo muy pocos indicios de onanismo de la primera infancia”.19 Podría consignarse como un elemento que dificulta el esclarecimiento diagnóstico el hecho de no encontrar, en el caso de la joven homosexual, una neurosis infantil ni una historia del síntoma, ni una vinculación con el ejercicio o el impacto de la sexualidad en la infancia, elementos que permitirían hablar de una neurosis adulta soportada en el modelo de un conflicto temprano.

Un segundo elemento a considerarse encuentra en la atención al modo específico en que Freud afirma la ecuación niño-falo en el caso. La “inferencia” es presentada en los términos siguientes:

Entre los trece y catorce años manifestó una predilección tierna y, a juicio de todos, exagerada por un niñito que aún no había cumplido los tres años y a quien podía ver de manera regular en un parque infantil. Tan a pecho se tomó a ese niño que de ahí nació una larga relación amistosa con los padres del pequeño. De ese hecho puede inferirse que en esa época estaba dominada por un fuerte deseo de ser madre ella misma y tener un hijo.”20 (las cursivas son nuestras)

En primer lugar, cabría interrogar no sólo qué tipo de razonamiento es el que se presupone en este pasaje conclusivo, dado que es evidente –según un postulado lógico elemental– que de un hecho no puede inferirse nada, o bien cualquier cosa, y que el vínculo deductivo (aunque éste no parece que sea el caso) es una relación entre preposiciones y no entre hechos. En segundo lugar, podría compararse el corolario de esta ilación, que redunda en la interpretación fálica del deseo de recibir un hijo del padre, con otro procedimiento inferencial utilizado por Freud, aunque ésta vez en el caso Dora:

Como las acusaciones contra el padre se repetían con fatigante monotonía, y al hacerlas ella tosía continuamente, tuve que pensar que ese síntoma podía tener un significado referido al padre.21

En esta mención puede notarse nuevamente un mecanismo inferencial, cuyo fundamento es bastante distinto del anterior. En este caso, Freud aplica un principio que ya había esclarecido en La interpretación de los sueños, i.e., la contigüidad inmediata de dos elementos indica una relación intrínseca entre ambos,22 o bien –según la expresión freudiana en el caso Dora– “una conexión interna, pero todavía oculta, se da a conocer por la contigüidad, por la vecindad temporal de las ocurrencias, exactamente como en la escritura una a y una b puestas una al lado de la otra significan que ha querido formarse con ellas la sílaba ab”23. Del análisis comparativo de esta inferencia, fundamentada claramente de un modo teórico por Freud, y la interpretación fálica del deseo de un hijo a partir del mero interés por un niño –como si eso fuera de suyo–se desprende un nuevo punto que dificulta la lectura del caso de la joven homosexual desde la perspectiva del uso que hace la neurosis del falo.

En este punto, podríamos añadir también que, dado que la muchacha había asistido al nacimiento de otro de sus hermanos cuando se encontraba en la antesala del período de latencia, y esto no produjo “influjo particular alguno sobre su desarrollo”,24 no queda claro cuál sería el motivo para insistir en el alcance del nacimiento del hermano. Nuevamente, la justificación parecería encontrarse en un procedimiento argumentativo. Freud destaca la coincidencia en el tiempo del embarazo de la madre con el interés por las mujeres, y afirma el vínculo entre ambos elementos del modo siguiente:

La trama que habré de revelar en lo que sigue no es producto de unos dones combinatorios que yo tendría; me fue sugerida por un material analítico tan digno de confianza que puedo reclamar para ella una certeza objetiva. En particular decidieron en su favor una serie de sueños imbricados, de fácil interpretación.25

No obstante, dichos sueños (y su interpretación en el curso del tratamiento) no se encuentran consignados en el artículo de Freud –a diferencia del análisis pormenorizado de los sueños que se formula en el caso Dora–.

Un tipo clínico insondable
A partir de los puntos anteriores –i.e., a) la ausencia de una neurosis infantil que pueda ser reconducida al fundamento de un padecimiento sintomático actual; b) el carácter aparentemente injustificado del procedimiento inferencial que concluye un deseo de recibir un hijo del padre en la pubertad y de la correlación en la coincidencia del embarazo de la madre con el interés por la mujeres (cuando, incluso, puede advertirse un enamoramiento por una maestra en la infancia y, por lo tanto, destacar en el mismo caso episodios que problematicen el intento de sostener férreamente la correlación mencionada); c) la falta de elaboración explícita de formaciones del inconsciente como cometido del tratamiento–, puede cernirse la dificultad para concluir sobre el tipo clínico que subyace al caso de la joven homosexual.

Podríamos, quizá, proponer la siguiente hipótesis clínica: en función de los “motivos genuinos” por los que es tomada en tratamiento, junto con el carácter “artificial” de su conducta mostrativa dirigida al padre, es posible que Freud haya considerado que, inicialmente, se tratara de la actuación en una neurosis. Esta hipótesis sólo podría sostenerse si se ofreciera, al mismo tiempo, una hipótesis en relación al motivo de la derivación con que el tratamiento concluye.

Podría postularse un primer punto de aproximación al caso de la joven de la homosexual de Freud: cuestionar la lectura de una identificación viril en la posición masculina que la muchacha actualiza con la cocotte. La noción de identificación viril denota un tipo de identificación imaginara constituida como respuesta a la pregunta qué es ser una mujer para un hombre. Desde una perspectiva freudiana, el caso paradigmático para dar cuenta de este aspecto es el de Dora, que en su relación con la señora K. se encuentra identificada con el señor K siendo la afonía un síntoma que soporta una coordenada simbólica de aparición del padecimiento. En el caso de la joven homosexual, en cambio, no puede encontrarse la presencia de un soporte imaginario de este tenor. La relación entre la muchacha y la cocotte es descrita en los siguientes términos:

Si esta muchacha bella y bien formada exhibía la alta talla del padre y, en su rostro, rasgos más marcados que los suaves de las niñas, quizás en eso puedan discernirse indicios de una virilidad somática. A un ser viril podían atribuirse también algunas de sus cualidades intelectuales, como su tajante inteligencia y la fría claridad de su pensamiento cuando no la dominaba su pasión. […] Más importante, sin duda, es que en su conducta hacia su objeto de amor había adoptado el todo el tipo masculino, vale decir, la humildad y la enorme sobreestimación sexual que es propia del varón amante, la renuncia a toda satisfacción narcisista. […] Por tanto, no sólo había elegido un objeto femenino; también había adoptado hacia él una actitud masculina.”26

Nuevamente, en una descripción comparativa con el caso de Dora, cabe destacar que la virilidad de la joven homosexual se atribuye, según Freud, a una condición somática más que a una identificación imaginaria. En segundo lugar, a propósito de su actitud hacia sus objetos amorosos, destaca que la joven amaba con las condiciones de un amor masculino. Entonces, este aspecto no debería confundirse con una identificación viril en ningún sentido. Dora, de quien Freud consideraba que estaba enamorada del señor K., no adoptó nunca una posición masculina –en los términos en que Freud la describe– para dirigirse a su objeto amoroso. Dora recibía copiosos regalos del señor K., era el objeto de numerosas atenciones, y como una forma de identificación viril podría pensarse la fantasía que enlazaba dichos acontecimientos con la vida marital que unía al señor K. con su esposa. En el seminario 8 Lacan destaca claramente que la identificación viril nada tiene que ver con la adopción de una actitud masculina.27

Ahora bien, si el “modo masculino de amar” no puede ser reconducido a la virilización de la histeria, cabría interrogar con mayor detenimiento sus condiciones como hilo conductor que pudiera servir a los fines de trazar, positivamente, una aproximación estructural. La descripción freudiana del tipo masculino del amor se expresa en los siguientes términos:

Su humillación y su tierna falta de pretensiones […] su felicidad cuando le era permitido acompañar a la dama un poquito más y besarle la mano […] su peregrinación a los lugares donde la amada había residido alguna vez…28

Asociada por Freud a un tipo de elección de objeto en el varón –estudiado en su trabajo de 1910 dedicado a la degradación de la vida amorosa–, cabría destacar no sólo el aspecto que mienta la condición del objeto, sino también la posición del sujeto. Para la joven homosexual, la pésima reputación de las amadas era un rasgo destacado, “sus primeras exaltaciones estuvieron dirigidas a mujeres que no tenían fama de una moralidad particularmente acendrada […] la pésima fama de la ‘dama’ era directamente para ella una condición de amor”.29 En relación a este último punto, es que también podría apreciarse cierta dimensión del carácter mostrativo de la joven homosexual. Antes que a la dama, sería al padre a quien se buscaría enseñar cómo amar a una mujer. La relación entre el amor puro de la muchacha y el carácter degradado de la cocotte es explicitado por Freud del siguiente modo:

…proclamaba, de esa su amada divina, que, siendo ella de origen aristocrático y viéndose llevada a su posición presente sólo por unas condiciones familiares adversas, conservaba también en esto su dignidad íntegra.30

Enseñarle al padre cómo se trata a una mujer, incluso a aquella mujer que el padre jamás consideraría. Demostrarle al padre que ahí donde él no puede apreciarlo, y advierte no más que una cocotte, en realidad puede encontrarse una dama. Este último aspecto es valioso para entrever los matices del desafío que enlaza a la muchacha con su padre. Si bien varios casos freudianos podrían ser leídos a la luz de un desquite del Otro (en el caso de Dora y el “Hombre de la ratas” las fantasías de venganza están en un primer plano), no en todos ellos este elemento tiene el mismo valor. El desafío de la joven homosexual, a diferencia del de Dora –quien, por ejemplo, se entregara al dispositivo analítico para, luego de la interpretación del segundo sueño, anunciar que no volvería–, consistió en mostrar descaradamente un modo de idealización del partenaire al que ella se sometía con devoción.

Como un último punto, cabe destacar las referencias freudianas al mecanismo que responde por la génesis de la homosexualidad. Promediando la segunda sección del artículo, Freud se pregunta lo siguiente:

¿Cómo se entiende que la muchacha, justamente por el nacimiento de un hijo tardío, cuando ella misma ya era madura y tenía fuertes deseos propios, se viera movida a volcar su ternura apasionada sobre la que alumbro a ese niño, su misma madre, y a darle expresión subrogada de esta? Según todo lo que se sabe de otros lado, se habría debido esperar lo contrario.31 (cursiva añadida)

Para atisbar el sentido de la frase subrayada podría pensarse, una vez más, en el caso Dora. El desengaño con el señor K. no hizo más que dirigirla al padre y a la denuncia de que éste querría entregarla en función su relación con la señora K. En el caso de la joven homosexual, luego del desengaño del padre, a partir del embarazo de la madre, sólo hubiese podido esperarse que recrudeciera su queja respecto del padre. Por lo tanto, podría conjeturarse que, en la mención anterior, Freud está indicando explícitamente que el mecanismo en cuestión –“dar la espalda al padre”,32 “hacerse a un lado”–33 no denota una operación típica de la neurosis. Una indicación indirecta, esta vez, también puede encontrarse en la afirmación siguiente: “Y esto no acontece sólo bajo las condiciones de la neurosis, donde estamos familiarizados con el fenómeno; parece ser lo corriente. En nuestro caso, una muchacha…”.34 El sentido adversativo entre una frase y aquella que la continúa podría considerarse ejemplar.A propósito de la terminación del tratamiento, con la sugerencia de Freud de una derivación a una analista mujer, se destaca la fundamentación siguiente:

En realidad trasfirió a mí esa radical desautorización del varón que la dominaba desde su engaño por el padre. Al encono contra el varón le resulta fácil, por lo general, cebarse en el médico. […] Interrumpí, entonces, tan pronto hube reconocido la actitud de la muchacha hacia su padre, y aconsejé que si se atribuía valor al ensayo terapéutico se lo prosiguiese con una médica.35

En este punto, no sólo cabría interrogar la dificultad de Freud para ubicarse en la transferencia en otro lugar que no sea la posición del padre. Lacan36 ya ha destacado oportunamente este aspecto. Además es relevante tomar nota de que la derivación se justifica en función de una posición reticente al dispositivo analítico. Es en función de esta indicación que Lacan pudo también afirmar que la homosexualidad femenina “balbucea37 el discurso analítico. La disputa del saber supuesto con el analista –cabe destacar que la joven homosexual rechazaba las intervenciones de Freud degradándolas al lugar de comentarios “interesantes” –38 redunda en la asunción de un saber sobre el goce. Por eso, podría conjeturarse, si Freud recomienda la continuación del tratamiento con una analista mujer, esto podría deberse a dos cuestiones: a) con una analista mujer el desafío perdería el término obligado de su mostración (el varón) y algún aspecto egodistónico de esa forma de gozar podría ser esclarecida; b) Freud habría modificado su consideración inicial acerca del caso. Si, en un primer momento, podría haber considerado que se trataba de la actuación de una histérica –ya hemos advertido, en otro apartado, el valor que se otorgaba a que no hubiera habido consumación de un acto sexual–, sobre el final de artículo pareciera que Freud se hubiese disuadido de esa impresión original. Lo que inicialmente se mostraba como un acting era luego el núcleo mismo de la transferencia. De este modo, el caso podría ser entrevisto en función de los movimientos que lleva, en la iniciación del tratamiento, la construcción de una “hipótesis diagnóstica”:39 lo que al comienzo era leído negativamente –la falta de comercio sexual, dado que “su castidad genital, si es lícito decirlo así, permanecía incólume” –40 era luego interpretado positivamente como una condición fija y excluyente de un amor puro –cuando la joven “insistía, una y otra vez, en la pureza de su amor y en su disgusto físico por el comercio sexual”–.41 La clínica freudiana se presenta, al igual que en sus otros historiales, como una lectura de los obstáculos, como un rectificación de las presentaciones inmediatas. Después de todo, ¿no era el fundador mismo del psicoanálisis, aquél que consideró que la sexualidad no es sinónimo de genitalidad, el que inicialmente creyó difícil que una muchacha pudiera gozar más que de unos pocos “besos y abrazos”?42

1 Cf. Rieder, I; Voigt, D. (2000) Sidonie Csillag, la “joven homosexual” de Freud. Buenos Aires: El cuenco de plata, 2004.
2 Este texto responde a una interlocución con Lujan Iuale y Santiago Thompson, con quienes hemos publicado Posiciones perversas en la infancia (Buenos Aires, Letra Viva, 2012), libro que inició una deriva de investigación que se plasmará en un segundo libro sobre homosexualidad femenina, cuyo título será: Sentir de otro modo. Amor, deseo y goce en la homosexualidad femenina (Letra Viva, en edición). La publicación se enmarca en un proyecto de investigación con sede en la UCES.
3 Freud, S. (1920). “Sobre la psicogénesis de un caso de homosexualidad femenina”. En Obras Completas, Vol. XVIII. Buenos Aires, Amorrortu, 1993, p. 154.
4 Ibíd., p. 152.
5 “…el padre debía enterarse en ocasiones de sus tratos con la dama; de lo contrario perdería la satisfacción de la venganza, que era la más acuciante para ella”. (Ibíd., p.153.)
6 Freud, S. (1920). Op. Cit., p. 155.
7 Ibíd., p. 154.
8 Ibíd., p. 151.
9 Ibíd., p. 143.
10 Ibíd.
11 Ibíd.
12 Ibíd., p. 144.
13 Ibíd., p. 147.
14 Cf. Ibíd., p. 136.
15 Ibíd., p. 144.
16 Ibíd., p. 151.
17 Ibíd., p. 149.
18 Ibíd., p. 148.
19 Ibíd.
20 Ibíd., p. 149.
21 Freud, S. (1905). “Fragmento de análisis de un caso de histeria”. En Obras Completas, Vol. VII (pp. 1-108). Buenos Aires: Amorrortu, 1993, p. 42.
22 “En un psicoanálisis se aprende a reinterpretar la proximidad temporal como una trama objetiva; dos pensamientos en apariencia inconexos, que se siguen inmediatamente uno al otro, pertenecen a una unidad que ha de descubrirse, así como una a y una b que yo escribo una junto a la otra deben pronunciarse como una sílaba, ab” (Freud 1900, 257).
23 Freud, S. (1905). Op. Cit., p. 35.
24 Freud, S. (1920). Op. Cit., p. 149.
25 Ibíd.
26 Ibíd., p. 148.
27 Cf. Lacan, J. (1960-61). El seminario 8: La transferencia. Buenos Aires: Paidós, 2004, p. 281.
28 Freud, S. (1920). Op. Cit., p. 153.
29 Ibíd., p. 154.
30 Ibíd., pp. 146-147.
31 Ibíd., p. 150.
32 Ibíd., p. 151.
33 Ibíd., p. 152.
34 Ibíd., p. 159.
35 Ibíd., p. 157.
36 Cf. Lacan, J. (1964). El seminario 11: Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis. Buenos Aires: Paidós, 2007.
37 “La homosexual no está de ningún modo ausente de lo que le queda de goce. Lo repito, eso le torna fácil el discurso del amor. Pero es claro que eso la excluye del discurso psicoanalítico, que ella no puede más que balbucear a duras penas.” (Lacan, 1971, 18).
38 Freud, S. (1920). Op. Cit., p. 156.
39 Freud, S. (1913). ”Sobre la iniciación del tratamiento”. En Obras Completas, Vol. XII (pp. 121-144). Buenos Aires: Amorrortu, p. 126.
40 Freud, S. (1920). Op. Cit., p. 146.
41 Ibíd., p. 151.
42 Ibíd., p. 146.

Fuente: Por Luciano Lutereau "¿Cómo amar a una mujer? La “perversión” de la joven homosexual de Freud" - Imago Agenda

viernes, 27 de noviembre de 2020

Las mujeres son más celosas que los varones

1. En 1925, Freud dice que las mujeres son más celosas que los varones. El motivo: los celos femeninos tiene un refuerzo inconsciente por la envidia del pene. Sería fácil decir que Freud es un patriarca falocentrista, pero ¿qué está diciendo?

En principio, para Freud la diferencia sexuada no depende de la anatomía, sino de modos de creencia: varón es el que desmiente la diferencia, mientras que femenino es el ser que “en acto” admite la castración. Dicho de otro modo, ¡la castración es femenina! (que no es lo mismo que decir que la mujer está castrada). Por eso mujeres son los seres que no se engañan respecto de lo que ven (de ahí que en mitos se les atribuya la adivinación, o incluso el ciego Tiresias haya sido mujer); se dice de ellas: que son perceptivas, que tienen una intuición particular, etc.

La envidia, entonces, que se relaciona con el ver, no quiere decir que quieran tener un pene, sino que denota que no desmienten la diferencia sexuada, es decir, no se engañan con los semblantes fálicos como los varones. Dicho de otra manera, un varón cree idiotamente en el elogio y en cualquier cosa que le haga sentir que “la tiene grande” (“Me gustó tu artículo”, “Qué bueno lo que dijiste”, etc.), mientras que una mujer, después de preguntar qué tal le queda un vestido, difícilmente le crea al varón que diga: “Te queda bárbaro”. Puede aceptar el piropo, pero no le cree.

Las mujeres son más celosas, cuidadosas de la creencia, por eso las mujeres pueden fingir un orgasmo (porque los varones no dudan); mientras que las mujeres no le creen al goce de un varón, e incluso cuando estos acaben pueden pensar que él fantaseó con otra.

2. La “envidia del pene” es un concepto rimbombante, pero que nombra un fenómeno clínico concreto: alguien cree que es suyo algo que no tiene. Por ejemplo, una mujer habla de la hija de su pareja. Le molesta la relación cómplice de ella con su padre. “La pendeja se pone en un lugar que no le corresponde”, dice. Independientemente de la realidad de los hechos, lo importante es que esta mujer dice que la hija ocupa un lugar que le correspondería a ella. No dice “ocupa mi lugar”, sino que nombra un lugar por la negativa. Ella cree que es suyo un lugar que no ocupa. Quizá si lo ocupara no le molestaría la rivalidad de una niña, pero con su envidia no hace más que degradarse como mujer. De este modo, sus celos conscientes tienen un reforzamiento inconsciente por la envidia del pene. Es una idea freudiana básica. No es una afirmación universal, esencialista, sino la descripción de una habitualidad clínica.

3. Los celos son un síntoma irreductible en el análisis. La expectativa del analista de que los celos desaparezcan es un ideal terapéutico y vano. Ese desprecio por el síntoma también se refleja en el prejuicio (de algunos analistas) de que los celos mienten. O, mejor dicho, que el celoso vive una ficción sin verdad. Así, el analista extraviado trata al síntoma con menos respeto que a un delirio, cuando no trata al delirio como una interpretación falsa. Los celos son una interpretación del deseo, y revelan hasta qué punto la fantasía no es personal (o individual) sino un lazo entre dos. La mujer celosa conoce el carácter deseable de su pareja, el modo en que el otro puede gozar de ser deseado. El problema es que se desorienta con sus celos, reduce el deseo a engaño, la fantasía a una moral.

Lo analizable de los celos es la posición excluyente con que se vive la relación del otro con el deseo: si desea, yo estoy afuera. Por esta vía se puede llegar a un uso virtuoso del síntoma, como el que ciertas mujeres advierten cuando pescan que el varón que da consistencia a los celos está a un paso de caer destituido, y eso les permite soltarlo a tiempo. Los celos, cuando son femeninos, no son un síntoma que deba desaparecer. Esa no es una idea de Freud, quien nunca pensó fines de análisis para tipos clínicos, sino para el hombre y para la mujer.

4. Hay una relación directa entre las pasiones y la mirada. El celoso es siempre el que quiere ver lo opaco del deseo del otro. Desde que el mundo es mundo, la envidia está vinculada con el “mal de ojo”. Los neuróticos no ven lo que miran, mientras que el paranoico está siempre en el lugar de la mirada, con la que se identifica en ese fenómeno que es la “intuición” (que viene de “intueri”: tener la vista fija sobre algo).

Quizá por eso los ciegos no son celosos: no hay más que pensar lo que se decía de Borges y Kodama, o bien en El túnel de Sabato, y el refrán: “Ojos que no ven, corazón que no siente”. Sin embargo, el ciego no es el que no ve, sino (de acuerdo con Diderot) quien puede ver sin la sensación: la visión pura del juicio. La idea es impactante, y por eso suele atribuirse a los ciegos la videncia, la verdad, porque no están marcados por aquello que singulariza: la afección. Nuevamente es Sabato y el “Informe sobre ciegos” otra forma de hablar del horror que producen los (mal llamados) “no videntes”. Porque la ceguera, si no me equivoco, está relacionada con la sombra, con lo difuso, con la mancha.

El neurótico no ve lo que mira (y ese “lo” no es “él”, por eso la mirada se le impone, es compulsiva, no puede dejar de ver, a veces es un curioso empedernido o un chismoso); el paranoico acierta a primera vista, pero no sabe lo que ve, y la paranoia es el ejercicio incesante de acercar el saber a la mirada; mientras que los ciegos saben, pero con una verdad sin sujeto. Por eso el dicho acerca del “tuerto en el reino de los ciegos”, que es un gran refrán, porque el ciego es el que sabe sin creer lo que sabe, es un ser despulsionalizado.

5. Los celosos siempre somos sujetos más o menos vulgares, en la medida en que buscamos apresar un deseo a través de la confirmación material de un hecho.

Fuente: Lutereau, Luciano (2017) "Las mujeres son más celosas que los varones" - Imago Agenda n° 203

lunes, 26 de octubre de 2020

Elogio de la impotencia.

La sexualidad masculina tiene en su centro la identificación con el orgasmo como demostración de la potencia. En efecto, para el hombre coinciden la potencia, el orgasmo y la eyaculación. De ahí que, en última instancia, para el varón la cuestión sexual se resume en el modo en que se posiciona respecto de si pudo o... no. Y, en este sentido, la respuesta es concreta.

Imaginemos la siguiente situación: un hombre invita a salir a aquel o aquella de quien está prendado y, luego de ir a cenar, al cine, etc. (complétese con los valores ideales correspondientes según el tipo subjetivo), llegado el momento de la verdad, la cosa no funciona. Por lo general, este es un incidente difícilmente superable; para las mujeres suele acarrear un desprecio insoportable y, para otros hombres, un incordio motivo de desesperación. La escena de galanteo sólo podía sostenerse con la presencia velada del falo; ahora bien, llegado el momento en que es convocado, la impotencia deshace la situación. En ese punto, ya no hay sustituto fálico (ver una película, conversar sobre la familia, etc.) para evadir la incomodidad. Algo ha pasado o, mejor dicho, lo que no pasó deja su marca.

Asimismo, la coincidencia de la potencia con la eyaculación permite al hombre todo tipo de destrezas. Entre los más jóvenes, la competencia que permite contar (cuántos goles se metieron, cuántas chicas se transaron en el boliche, cuántos polvos...) y situar una medida según la cual hay más y menos. Mientras que para las mujeres siempre es difícil encontrar que puedan hablar de eso; e incluso a veces el orgasmo clitorideo puede ser un modo defensivo respecto de otro goce menos localizable y que no tiene referente. Si el hombre se identifica con su eyaculación, la mujer encuentra su fijación en la demanda amorosa, en la voluntad de ser amada (de la que Freud decía que era el equivalente femenino del complejo de castración).

El hombre es un ser de destreza, aunque la mayor demostración de hazañas suele tener como fundamento la impotencia. Es conocido el refrán: “Dime de qué alardeas y te diré de qué careces”. De este modo, la detumescencia es algo consustancial a la potencia fálica. (3) En este sentido es que Jacques Lacan, en el seminario La angustia, afirmaba que “la mujer castra al hombre”, o bien que ella es la “dueña” de su erección; en última instancia, estas breves indicaciones permiten entender por qué los varones suelen realizar chistes misóginos acerca de lo que ocurre después del acto sexual. “La mujer perfecta es la que después de coger se convierte en pizza”, dice una humorada grotesca que expone el ocultamiento, a través de un objeto oral, de la vergüenza que solicita se elimine de la escena al único testigo.

La potencia sólo es tal en el marco de su amenaza. Y, por cierto, entre muchos varones la impotencia es el mejor indicador del deseo. Aquel que tenía fama de mujeriego empedernido, el día que consigue salir con aquella que le interesaba demuestra... que la cosa no funciona. De esta manera, ¡la impotencia tiene un valor subjetivo importantísimo! El deseo no se reconoce sino por los tropiezos; es cierto idealismo de la época el que sostiene que si uno no llega a la meta es porque, en realidad, no estaba del todo motivado. El psicoanálisis viene a mostrar todo lo contrario, siempre el único acto es el acto fallido. Sólo podemos sintomatizar el acto, dado que también es la única vía de delimitar las coordenadas subjetivas que implica. En este sentido es que el psicoanálisis, al igual que la tragedia griega, se basa en la idea de que sólo hay un efecto didáctico en las pasiones negativas (“temor” y “compasión”, según Aristóteles en la Poética).

Por lo tanto, la impotencia no es un avatar de la masculinidad. Mucho menos un síntoma de la época. En todo caso, nuestro tiempo pone de manifiesto una intolerancia radical al “no poder”. En La agonía del Eros, Byung-Chul Han dedica un capítulo al “no poder poder” que caracteriza a la relación sexual y que la sociedad capitalista contemporánea rechaza bajo una expectativa de rendimiento, cuyo correlato no es ninguna negatividad (como la del síntoma) sino la depresión y el agotamiento. Así es que Han analiza el best-seller Cincuenta sombras de Grey de acuerdo con un mandato que rechaza lo fundamental del sexo: la relación con el otro, entendido como alteridad radical. La sexualidad, hoy en día, se ha vuelto una destreza más; y perdió su capacidad de interpelación.

Por eso, en el caso de los varones, es especialmente importante tener presente esa instancia negativa, la pérdida que fundamenta toda potencia; para no degradar la sexualidad en disciplina de consumo, pero también para que el sujeto no se dilapide en esa instancia anónima para la cual, en el mundo capitalista, nothing is impossible.

3- En efecto, el goce fálico no es algo subjetivable, cosa que ya sabía Aristóteles cuando afirmaba que “La verga, como el corazón, son órganos que se mueven por sí solos”. Cf. Mimoun, S; Chaby, L., La sexualité masculine, Paris, Flammarion, p. 21. Asimismo, estos autores destacan que “paradójicamente, la erección es un fenómeno pasivo, y en cambio la flaccidez es un fenómeno activo” (Ibid., p. 18).

Fuente: Lutereau, Luciano "Ya no hay hombres: Ensayos sobre la destitución masculina" . Capítulo "La potencia impotente"

miércoles, 2 de septiembre de 2020

“Tener huevos”


En el libro Genealogía de lo masculino, Monique Schneider menciona un artículo de Maurice Clavel (en Le Nouvel observateur) en el que se refiere a la elección de Juan Pablo II, en 1978, en los siguientes términos:
Primero él. Lo veo. Los tiene. Duas et bene pendentes. Esos hombros, esas mandíbulas proletarias. Uno de esos mozos robustos, garañones, machos cabríos que tenían algo al menos que ofrecer a Dios...
Clavel retoma una cita latina (aunque feminizándola: “Duas et bene pendentes”) que proclamaba la virilidad del papa: “Habet duos testículos et bene pendentes”. La mención reenvía a que, antiguamente, luego de la elección era un diácono quien debía verificar la masculinidad en cuestión... con sus manos. (4)

Esta indicación de Schneider tiene como referencia el libro de Alain Boureau, La papisa Juana, que restituye en el contexto medieval, una leyenda según la cual una mujer disfrazada de hombre se apoderó del trono pontificial. Para no volver a caer en este desliz, se habría instituido un rito: en el momento de su nominación, el papa debía sentarse en un asiento agujereado, para que se realizara la fehaciente comprobación. Boureau deja la palabra a un cronista de 1379:
“Para evitar semejante error, no bien el elegido se sienta en la silla de Pedro, el último de los diáconos le toca los genitales, en un asiento provisto al efecto de un orificio.”
De esta anécdota se desprenden dos observaciones: por un lado, que para ser hombre es preciso demostrar que no se es mujer. Asimismo, por otro lado, en esta versión de la masculinidad no cuenta la potencia de la erección, sino, para decirlo con una cláusula contemporánea: “Tener huevos”.

He aquí una expresión con una connotación específica en el mundo de los hombres; remite a la entereza, al coraje y la valentía con que un hombre puede afrontar una situación adversa. De ahí que sea interesante que en la referencia del artículo de Clavel se hable de la mandíbula del papa, de su robustez, etc., porque en última instancia si algo ofrece el papa a Dios no es una demostración de su “destreza fálica”. En última instancia, he aquí incluso el signo de una destitución, en pos de rasgos que lo feminizan (los “hombros”). Una masculinidad que se consigue a expensas del falo, como expone el carácter proletario de Juan Pablo II. Se lo tiene (el falo), porque se lo ha perdido.

Este índice de masculinidad, que habla menos de la impostura (o de la “parada”), también puede probarse en ciertas mujeres, como bien lo justifica una canción de Erica García, titulada “Tengo pelotas”:
Tengo pelotas para haber olvidado que existe la tristeza
Tengo pelotas para estar sola
Tengo pelotas y es obvio
Es que soy una mujer
No hace falta tener novio para estar bien
Tengo pelotas para bajar hasta mi capa más profunda
Tengo pelotas para ser frágil y pedirte ayuda.
En este punto, puede notarse que “Tener pelotas” (o “Tener cojones”, como también se dice en ciertas latitudes) remite a cierta lucidez vinculada a hacer de la debilidad una fortaleza, del reconocimiento de la fragilidad algo que no produce vergüenza. Para el varón, “tener huevos” es la posibilidad de pensarse también en la detumescencia, en el fuera de juego de la prestancia que, por cierto, lo feminiza, pero con una feminidad que no es la mascarada fálica (y que lo fijaría a un ser de seducción y galanteo), sino condición de lo masculino.

4- El término latino testis revela la homonimia entre el testigo (función de la que nos ocuparemos en un capítulo posterior) y testiculus. El testigo hace referencia directa a una prueba de masculinidad: el testículo es el testigo del sexo masculino. Incluso, de acuerdo con cierta práctica todavía corriente, la anatomía tiene su incidencia en lo simbólico-jurídico: los hombres atestiguan, por ejemplo, de un linaje o una deuda, al jurar con la mano en lo más querido (que no es el corazón). También el lenguaje cotidiano avanza en esta dirección cuando delimita una coordenada específica en la expresión “romper los huevos”.

Fuente: Lutereau, Luciano "Ya no hay hombres: Ensayos sobre la destitución masculina" . Capítulo "Tener huevos"

miércoles, 29 de julio de 2020

El mito del deseo fálico.

Devenir hombre
Es conocida la sentencia de Simone de Beauvoir en El segundo sexo: “No se nace mujer: llega una a serlo”. Sin embargo, no otra cosa le ocurre al varón. Uno de los prejuicios habituales entre psicoanalistas radica en suponer que la masculinidad es algo evidente, ya dado, mientras que la enseñanza de Lacan pone en cuestión esta idea desde el comienzo.

Si bien Freud afirmaba, en Tres ensayos de teoría sexual, que la niña era como un “pequeño varoncito”, cuyo primer objeto de amor era la madre, la perspectiva lacaniana avanza en sentido contrario: ¡el varoncito es inicialmente una niña! Esto lo demuestra la posición inicial del niño en el complejo de Edipo, en función de la identificación fálica que lo ofrece a la seducción de la madre (en el doble sentido, que localiza a la madre como seductora, pero también al niño en tanto señuelo). En última instancia, por esta vía, el varón encuentra su satisfacción primera en el coqueteo con su imagen, regodeo que hace de su ser una máscara y una trampa para el deseo... la misma que Lacan llamara “mascarada femenina”, en la medida en que también para la mujer se trata de “ser (el) falo”. Identificación con el falo que, para la mujer, trasunta en el darse a ver del que hace gala la industria de los cosméticos (con los efectos des-subjetivantes que puede tener para algunas muchachas) y, en los niños, se refleja en la predicación constante que padecen (“sos hermoso”, “pero qué niño tan lindo”, etc.).

Ahora bien, ¿cómo este niño feminizado deviene hombre? Para dar cuenta de este aspecto es que Lacan desarrolló, en el seminario Las formaciones del inconsciente, un dispositivo que llamó “Metáfora paterna”, destinado a poner de manifiesto la incidencia de la castración. La salida del engaño en el ser fálico requiere la eficacia del padre. El padre “se hace preferir” a la madre, sostiene Lacan, con una expresión enigmática, dado que para el sentido común (que es freudiano) el padre es quien viene a prohibir, a instanciar una ley, etc. No obstante, si Lacan utiliza esta fórmula es porque, justamente, apunta a distinguir la regla de la ley. Mientras que las reglas prohíben, la ley causa el deseo. La metáfora paterna tiene el propósito de sancionar el pasaje, en el niño, de “objeto de deseo” a “deseante”. Sin embargo, ¿en qué consiste esta operación del padre?

En principio, resulta curioso que este “hacerse” preferir, vuelve a ubicar al niño ante una escena de seducción. En este sentido es que Lacan recupera el Edipo “invertido”, aunque no se trate de tomar al padre como objeto de deseo (una elección homosexual, en el sentido de Freud) sino del encuentro con el deseo del padre, en particular, del deseo del padre por la madre; dicho de otro modo, del padre, en tanto “hombre”, por la madre “en tanto mujer”. Por eso Lacan es enfático al sostener que el padre simbólico no existe (o bien, es el padre muerto) y el padre imaginario es el que habita en la fantasía de los neuróticos, mientras que la castración tiene como referente al padre real, es decir, ese hombre.

De este modo, el niño se convierte en hombre ante otro hombre; o mejor dicho, queda marcado por la promesa de la hombría. Lacan hace mención a esta cuestión al afirmar que el padre es quien “tiene” aquello que el niño “tiene, pero aún...”, vía por la cual introduce al niño en la perspectiva de la falta fálica (antes que atribuirle un objeto). Este aspecto puede rastrearse en un hábito que, hasta hace unos años, era corriente, dado que era el padre (luego sustituido por el grupo de amigos) quien conducía al joven a “debutar”. El acceso a la mujer, entonces, se realiza a través de otro(s) hombre(s); pero, ¿cuál es la incidencia del deseo de un hombre, y el del padre, en particular, para otro hombre?

Para responder a esta última pregunta es preciso restituir las dos referencias textuales que trabajan implícitamente la formalización de la metáfora paterna: por un lado, la dialéctica hegeliana del amo y el esclavo; por el otro lado, las fases del fantasma “Pegan a un niño”, tal como fue esclarecido por Freud en su célebre artículo.

Respecto de la primera indicación, la dialéctica del amo y el esclavo expone cómo la constitución de la identidad requiere de un pasaje por la alteridad, que surge del encuentro de un deseo con otro deseo, y del conflicto necesario que se resuelve a través de la cesión en que el esclavo se descubre como tal.

Esta misma cesión de goce es la que se encuentra en la segunda indicación, dado que “Pegan a un niño” es un artículo que ubica en el amor al padre la condición del reconocimiento de su autoridad. De acuerdo con este lineamiento es que puede entenderse que Lacan dijera (el 21 de enero de 1975) que “un padre no tiene derecho al respeto, sino al amor, más que si el dicho respeto, el dicho amor, está père-versamente orientado, es decir, hace de una mujer objeto a que causa su deseo”. No se trata, entonces, de desear al padre, sino de asumir su deseo con amor.

En última instancia, el paso fundamental de la filiación masculina se encuentra en amar el deseo de un hombre, amar al padre por su deseo. Por lo tanto, padre no es quien prohíbe o impone un orden, sino aquel que se destituye de su potencia en función del deseo y su causa.

Adiós al padre
En el seminario La relación de objeto, Lacan sostiene que la pregunta “¿Qué es ser un padre?” es “el punto fecundo que orientó verdaderamente toda [la] enseñanza [de Freud”. Sin embargo, para el lector concernido es evidente que ésta es una estrategia lacaniana para camuflar sus propios argumentos, bajo la atribución a Freud del propio punto de vista.

Si bien es cierto que en los seminarios de Lacan no encontramos definiciones claras y distintas, ni exposiciones que se deduzcan de aquellas, eso no quiere decir que no haya argumentos. Por lo general, las definiciones se encuentran implícitas en el tono hiperbólico con que Lacan introduce algunas máximas: “Para decirlo todo...”, “Esto y no otra cosa...”, etc., son giros expresivos que suplen la pretensión de comunicación científica. Asimismo, también encontramos núcleos temáticos sobre los que Lacan retorna una y otra vez, tal el caso de la pregunta por el padre, cuya gravedad es más rigurosa que la de una cuestión de definiciones y deducciones.

En efecto, las diferentes versiones del padre en la obra de Lacan permiten responder a una inquietud específica: ¿por qué el psicoanálisis lacaniano no es la neurosis de Lacan? En este punto, se trata de la misma pregunta que Freud se formulara en el caso Schreber, pero respecto de la teoría delirante de un psicótico. En última instancia, se trata aquí del problema de que la enseñanza del psicoanálisis no puede dejar de llevar las huellas de quien transmite, pero ¿cómo dar cuenta de que esas marcas no llevan al engaño fantasmático?

En muchos aspectos la concepción lacaniana de la metáfora paterna parece una construcción neurótica que podría caer en una especie de apología del padre que opera (fallidamente, por cierto); pero en última instancia habría un nombre para el goce, el Nombre-del-padre... cuyo fracaso quedaría revelado por la invención del objeto a. Asimismo, los operadores de la metáfora paterna son el ideal y la identificación, que prescriben una respuesta normativa para el ser sexuado. De este modo, esta primera formulación lacaniana a la cuestión de la sexuación es parcial, y algo artificial, dado que se piensa en términos de funciones parentales (padre y madre), mientras que a partir del seminario El reverso del psicoanálisis (en la relectura que Lacan realiza del Edipo a la luz de otra lectura de Tótem y tabú) se asiste a una nueva versión del padre cuyo punto de llegada será la noción de père-version en los últimos seminarios. El padre ya no será el agente de la castración, sino quien la transmita de forma sintomática. El padre no es el nombre de una ley para el goce, sino aquel que hizo de una mujer la causa de su deseo.

Si La interpretación de los sueños es un testimonio de Freud como analizante, la rectificación de las versiones del padre en el seminario de Lacan es un equivalente de su paso en la enseñanza, que demuestra que su posición en ese dispositivo era también la del analizante.

Ahora bien, ¿en qué sentido puede decirse que el padre está afectado por la castración? En primer lugar, padre es quien ha sufrido una doble pérdida: por un lado, ha perdido su ser de seducción (“para todas y para ninguna”), en la medida en que ha tomado a una mujer como suya; por otro lado, ha perdido a su mujer, en la medida en que la convirtió en madre, es decir, ha quedado destituido de la libido que ella destinará al cuerpo del niño. Como en cierta ocasión decía un analizante: “Ser padre es darse cuenta de que ocupás el segundo lugar en la vida de tu mujer”.

Sin embargo, esta doble pérdida no lleva a la resignación. En segundo lugar, la castración en el padre es equivalente a su ser de deseo. Estas pérdidas se vuelven causa de la transmisión al niño, que adopta a su padre como tal. En este sentido, las palabras iniciales de El gran Gatsby, de F. Scott Fitzgerald, son ejemplares:
“En mis años mozos y más vulnerables mi padre me dio un consejo que desde aquella época no ha dejado de darme vueltas en la cabeza: ‘Cuando sientas deseos de criticar a alguien –fueron sus palabras– recuerda que no todo el mundo ha tenido las mismas oportunidades que tú tuviste.”
En estas líneas puede advertirse cómo el padre deja la huella de su transmisión, menos por la comunicación de un ideal, que por cierta ética que rescata al sujeto en aquellos momentos de vacilación; antes que un destino, el padre es un tope a la caída del sujeto. Por eso Lacan sostenía que se trata de prescindir del padre, a condición de servirse de él.

Esta misma indicación puede reconstruirse en el comienzo de otra novela norteamericana –en cierta medida, podría decirse que toda la literatura norteamericana gira en torno a la eficacia paterna–, Carne y hueso, de M. Cunningham, en cuyas páginas iniciales se cuenta la anécdota de un hijo que arrastra a su padre por una huerta, mientras éste grita: “Es injusto que arrastres así a tu padre, ya llevas dos kilómetros, mientras que yo al mío apenas lo arrastré uno”.

¡Hacete hombre!
En un libro reciente, Gonzalo Garcés retorna sobre un punto ciego de nuestro tiempo: la masculinidad. Hacete hombre, tal el título de este libro, que cabalga entre la novela y el ensayo, plantea un interrogante fundamental: ¿cómo se constituyen, y se asumen como tales, los hombres de nuestros días? Que el tema en cuestión tenga el estatuto de un “punto ciego”, vale en la medida en que los estudios vinculados a perspectivas de género suelen enfatizar los avatares de lo femenino –e incluso con opiniones muy groseras, cómo la de pensar que una supuesta igualdad se consigue a partir de distribuir cantidades idénticas de cargos y funciones entre hombres y mujeres–, y en el marco del psicoanálisis lo masculino se ha vuelto un equivalente de lo fálico, entendido como posesión, potencia, destreza, etc.

No obstante, ¿puede afirmarse esta ecuación entre hombre y deseo fálico en el mundo contemporáneo?

En un mundo pretérito era evidente que la asunción de la masculinidad se realizaba ante otros hombres. Por esta vía, y algo de esto se sigue jugando en ciertas prácticas adolescentes de nuestro tiempo, hacerse hombre no sería más que demostrar que no se es mujer (de ahí que sea corriente que el insulto “maricón” no se aplique en la infancia, mientras que cobra una particular incidencia a partir del desarrollo sexual). Convertirse en hombre, entonces, implicaría no sucumbir ante la feminización frente a otro hombre. En definitiva, he aquí el núcleo más grave de la teoría psicoanalítica, lo que en su texto Análisis terminable e interminable Freud llama “roca dura” de la castración para los varones: la posición pasiva ante otro, el padre en particular.

Por otro lado, entre los griegos la masculinidad no dejaba de incluir la posibilidad de una práctica activa de la homosexualidad; y en algunas sociedades de las llamadas “primitivas” se acompañaba al joven hasta un bosque y si lograba sobrevivir a la noche y sus peripecias, se lo coronaba con las armas y se lo contaba entre los guerreros. Estas dos referencias llevarían a la conclusión de que la posición masculina, en el paradigma “clásico”, no pareciera ser una cuestión estrictamente vinculada con la sexualidad. Mejor dicho, el desarrollo sexual impone la asunción de la masculinidad, pero ésta se adquiere sin relación directa con el otro sexo.

Sin embargo, ¿tienen vigencia estas coordenadas actualmente? Uno de los aciertos del libro de Garcés radica en que junto al padre (en un viaje que realiza el protagonista) pone a una mujer, más específicamente a una prostituta.

No se trata, entonces, de la madre. A lo sumo, de una madre puede esperarse el imperativo de que el varón sea “un caballero” (un “buen” niño, educado; por eso en todo dandy siempre hay algo de infantilismo) pero no un hombre. Y, por cierto, hasta hace no poco tiempo era corriente que varios jóvenes se iniciaran de forma conjunta en la práctica sexual: se iba a “ponerla”. Dicho de otro modo, la prostituta es parte del imaginario de la masculinidad y propone un modelo alternativo de descubrimiento de la hombría. Sea de un modo (a través del padre) o de otro (la prostituta), el hombre accedía a ser reconocido como tal a partir de un rito que oficiaba el pasaje.

En este punto, podríamos preguntarnos qué ocurre en estos tiempos cuando los jóvenes recurren a ese acto frustrado que es la llamada “previa adolescente”, donde el consumo de alcohol concluye muchas veces en la utilización de la pastilla azul para suplir los nervios del encuentro con el otro sexo. Esto permite entrever de qué manera a la alteridad del sexo sólo se accede de forma mediada, y en un mundo que destituye las vías simbólicas de realización subjetiva, la masculinidad no podría dejar de haber sufrido cambios.

Las mujeres de nuestros días se quejan de que “ya no hay hombres” o bien se dice que “son histéricos”. Como todo reproche, esta denuncia esconde una verdad. A los hombres contemporáneos les cabe el lugar que a las histéricas del siglo XIX, aquellas que al enfermar objetaban el lazo social y hacían hablar al cuerpo con sus síntomas. La impotencia masculina de nuestro tiempo tiene como punto de llegada la frase célebre de un personaje de Melville: “Preferiría no hacerlo”. En la figura de Bartleby se expone la posición del hombre que ya no quiere el falo y sus destrezas. La publicidad lo demuestra: si una conocida marca de cigarrillos invitaba, hace unos años, a que el varón conquistara a la muchacha cuyo auto se había descompuesto, en nuestros días se lo ve mejor al hombre entre bambalinas, a la espera de la situación que le permitiría escapar al desafío. No por temor, sino por desinterés.

En este punto, cabría preguntarse si acaso el hombre de nuestro tiempo podría encontrar otra vía de realización que no fuera la impotentización. Es cierto que las mujeres ya no esperan que se las impresione, pero ¿eso no habilita formas de relación menos impostadas? En todo caso, estos parecieran tiempos propicios para que la impostura masculina ceda el paso a una revisión de sus condiciones.

Fuente: Lutereau, Luciano "Ya no hay hombres: Ensayos sobre la destitución masculina". Capítulo "El mito del deseo fálico."

lunes, 13 de julio de 2020

El sexo nuestro de cada día


Por lo general, se tiene la impresión de que la sociedad contemporánea sería más permisiva y, en lo que respecta a la sexualidad, que viviríamos en una época en que ya no habría represiones. Suele fecharse en la década del ’60 el comienzo de la liberación sexual; y para ciertas personas es un indicador de falta de tabúes el hecho de que puedan verse cuerpos desnudos por televisión. En el célebre primer volumen de Historia de la sexualidad, el filósofo Michel Foucault se ocupó de cuestionar la hipótesis represiva de la sexualidad, basada en la idea de que la cultura victoriana (en el pasaje del siglo XVIII al XIX) habría sido especialmente pacata y oscurantista en lo que refiere a cuestiones sexuales; en todo caso, antes que un período de restricciones, lo que inicia en dicho momento es la posibilidad de un discurso sobre la sexualidad que implementó dispositivos específicos para poner en palabras los modos de gozar.

La voluntad moderna empuja a hablar de sexo, requiere que éste sea dicho y capturado en las redes del saber. En este contexto es que Foucault ubica el psicoanálisis como un dispositivo de codificación de lo sexual (en continuidad con la práctica religiosa de la confesión).

Cuestionar esta versión foucaultiana del psicoanálisis sería vano. Mucho más interesante sería interrogar cuál es la situación de la sexualidad en nuestro tiempo, cuando no sólo encontramos dispositivos que conducen a establecer discursos sobre el sexo, sino también un axioma (propio de nuestra época) que podría enunciarse con estos términos: una vida sin plenitud sexual es una vida trunca.

Esto último puede comprobarse cuando en una noticia reciente se planteaba la necesidad de incluir en el plan médico obligatorio (de prestaciones de obras sociales) la cobertura de la conocida “pastilla” para la impotencia masculina. En resumidas cuentas, ¡la potencia masculina pasaría a ser una cuestión de Estado! En esta dirección podrían mencionarse otros casos, en un campo que hasta hace poco estaba reservado a cuestiones relacionadas con lan(anti)concepción.

Podríamos imaginar un futuro próximo, como lo han hecho varias novelas de ficción, en que la “realización sexual” (si algo así existe) de los hombres y mujeres, sería un asunto estatal; aunque bajo un prejuicio singular: prescribir un imperativo de goce, que se identifica con la genitalidad y un paradigma de la salud. Para el caso, vemos proliferar notas periodísticas que comentan estudios “científicos” que afirman que tener sexo durante las mañanas, o bien con amigos, etc., sería “saludable”. En nuestros días es más importante estar sano que vivir una vida que tenga sentido. Se aspira al ideal de una pureza sin arrugas, a expensas de las huellas de la experiencia.

En este punto es que el psicoanálisis demuestra una posición radicalmente opuesta a la entrevista por Foucault. ¿Dónde, si no en un análisis, los hombres pueden hablar de esa impotencia que no se reduce al funcionamiento de un órgano? ¿Con quién, si no con un analista, un hombre puede destituir ese ideal que, en nuestros días, lo consagra a una erección permanente?

Sin embargo, este imperativo no sólo condiciona la vida de los hombres, ya que también proliferan para las mujeres marcas de productos que imponen una nueva imagen de lo femenino: reservorio de múltiples orgasmos; mientras que la práctica del psicoanálisis aloja la queja frecuente de aquellas que no sienten aquello que deberían sentir, pero también de aquellas que sienten... aunque no sepan identificarse como “agentes” de esa satisfacción.

Por esta vía se accede a dos motivos fundamentales de la sexualidad de nuestra época, para los cuales el psicoanálisis ofrece su escucha despojada de toda orientación normativa: para los hombres, la posibilidad de que la impotencia ya no sea un déficit, sino un modo de recuperación del sujeto ante una exigencia normalizante; para las mujeres, la ocasión de que su relación con el goce ya no se encuentre basada en el falicismo del orgasmo, de cuya cantidad sabemos que sólo presumen los varones.

Para hombres y mujeres, en su discordancia fundamental, el psicoanálisis sigue siendo uno de los pocos dispositivos que permite pensar la posición sexuada por fuera de toda intención que reduzca la sexualidad a una performance.

Fuente: Lutereau, Luciano "Ya no hay hombres: Ensayos sobre la destitución masculina" . Capítulo "El sexo nuestro de cada día"

domingo, 19 de abril de 2020

Figuras de lo masculino.


La hetero-amistad
En el capítulo 4 del libro IX de la Ética a Nicómaco, Aristóteles afirma que la amistad (philia) deriva del amor de sí (philautia). En efecto, demuestra el Estagirita, todas las definiciones que pueden darse de la amistad (aquel a quien se hace bien, se desea una vida prolongada, con quien se comparten alegrías y tristezas, etc.) dependen de la relación que cada uno tenga consigo mismo.

He aquí el núcleo de la relación con el semejante, en una concepción que hallaría su continuidad en la elaboración freudiana que establece que la amistad entre varones se basa en una sublimación de pulsiones homosexuales. Esta doctrina de la amistad, basada en el amor de sí, fue retomada en el curso de la Edad Media, especialmente por Tomás de Aquino, a quien Jacques Lacan cita en su conferencia de Italia (el 4 de febrero de 1973) en los siguientes términos:
“No hay teoría del amor que pueda fundarse [...] en el amor de sí, es decir, en eso que, por lo general, llamamos ‘egoísmo’.”
Esta afirmación de Lacan permite extraer una conclusión respecto de la relación con el prójimo: desear el bien de alguien quiere decir someterlo. Por esta vía, el amor en que se funda la amistad lleva, finalmente, a la guerra con el otro. Se trata, entonces, del amor basado en el narcisismo y en el reconocimiento, donde la falta de este último introduce la discordia.

Sin embargo, no es este el único modelo que puede tomarse de la Antigüedad para pensar una relación entre amigos. Podría pensarse también, por ejemplo, en el canto XXIII de la Iliada, que narra los ritos funerarios que son dedicados al amado de Aquiles, quien se hubiera presentado por la noche ante su amante en calidad de fantasma (psyché eidolon) solicitando una sepultura humana. Patroclo no podía morir hasta tanto no se realizara el duelo que, simbólicamente, inscribiera su pérdida. G. Agamben ha dedicado páginas hermosas a esta cuestión en su libro Infancia e historia.

Desde la infancia, Patroclo era el mejor amigo de Aquiles; eran amantes, y la muerte de aquél acontece en el contexto en que simuló ser Aquiles al ponerse su armadura. Esta última indicación basta para apreciar de qué modo su relación era intransitiva y cómo Aquiles sólo puede responder por su amistad con un acto que rinda tributo al ausente, sacrificando varias de sus propias pertenencias.

Esta indicación del amigo que responde ante la muerte de otro, en una actitud que desafía la empatía y el amor de sí, es la que puede encontrarse en una referencia contemporánea a partir de la obra de M. Blanchot. En un artículo escrito en homenaje a G. Bataille, titulado justamente “La amistad” (1971), Blanchot encuentra la ocasión para pensar sobre la amistad en su relación con la inminencia de la muerte e introduce algunas reflexiones que permiten circunscribir la función del interlocutor:
“Debemos renunciar a conocer a aquellos a quienes algo esencial nos une; quiero decir, debemos aceptarlos en la relación con lo desconocido en que nos aceptan, a nosotros también, en nuestro alejamiento.”
Una paráfrasis de esta referencia de Blanchot permite apreciar diferentes elementos: 
a) en primer lugar, el amigo no puede ser conocido, esto es, no cabe plantear una relación simétrica de comprensión o empatía; 
b) en segundo lugar, si hay reconocimiento sólo es de la extrañeza del prójimo, una “extrañeza” que es recíproca, es decir, una relación que consiste en la “no relación” misma; 
c) en tercer lugar, a partir de lo anterior, el amigo no puede ser el objeto de un enunciado, sino un destinatario específico: el interlocutor o, para utilizar la expresión de Blanchot: “Aquellos a quienes se habla”.