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miércoles, 14 de agosto de 2024

Patologías inventadas: el café generador de la impotencia masculina

 En 1674, en Londres, circuló una petición dirigida a los propietarios de las nuevas cafeterías de la ciudad. Supuestamente, el café estaba afectando a los hombres de la ciudad, según decía la petición. Este efecto era bastante diferente del que causaba la bebida tradicional, el alcohol, que simplemente hacía que los hombres se enfurecieran y se volvieran violentos. El café, en cambio, los volvía impotentes. El peticionario era anónimo, identificado solo como "un bienintencionado", pero afirmaba hablar en nombre de las mujeres de Londres.



La continua degustación de esta bebida miserable es suficiente para embrujar a los hombres de veintidós años y atar la bragueta sin necesidad de un hechizo,” leía la petición. “Salen de allí con nada húmedo salvo sus narices mocosas, nada rígido salvo sus articulaciones, y nada en pie salvo sus orejas.

La queja se prolongó durante seis páginas, concluyendo con: “Rogamos humildemente que ustedes, nuestros fieles patrocinadores, usen su influencia para que en adelante se prohíba, bajo severas penas, el consumo de café a todas las personas menores de sesenta años; y que, en su lugar, se recomiende el uso general de cerveza robusta, cock-ale, y chocolate revitalizante.

Hoy en día, una petición así inspiraría mucha burla. El siglo XVII no fue diferente. Un escritor anónimo diferente compuso una "respuesta de los hombres" a la petición:

El café en realidad mejora la destreza sexual, afirmaba esta respuesta. “La verdad es,” sostenía, “que más bien nos ayuda en vuestras benevolencias nocturnas, al secar esos crudos humores flatulentos que, de lo contrario, nos harían solo hacer ruido sin realizar esa ejecución atronadora que vuestras expectativas exigen.” Como prueba, observen cuánto café beben en Turquía. “Ninguna parte del mundo puede jactarse de tener intérpretes más capaces o ansiosos que esos caballeros circuncidados, quienes no conocen otros placeres celestiales que los que consisten en las titilaciones venéreas.

Dado que el café no causa impotencia, solo podemos concluir que la petición original no fue una queja genuina de las esposas de Londres. Fue un intento de personas desconocidas por hacer que la gente debatiera sobre los efectos del café. Este intento tuvo éxito. Un año después, el rey Carlos II intentó prohibir las cafeterías.

El verdadero motivo aquí no era preservar la virilidad. Era preservar la conformidad. Las cafeterías eran lugares donde los hombres se reunían y tramaban planes radicales, y cerrar estos lugares podía evitar que la gente se rebelara contra la Corona. Por supuesto, los hombres también se reunían en los pubs, pero allí terminaban demasiado borrachos para planear algo o simplemente se peleaban entre ellos.

jueves, 12 de mayo de 2022

La eyaculación precoz puede causar disfunción eréctil y viceversa

La disfunción eréctil es una enfermedad con la misma categoría de severidad y discapacidad como la infertilidad, artritis, etc.La impotencia sexual masculina o disfunción eréctil es la incapacidad para lograr o mantener una erección o no se alcanza la rigidez necesaria. Para que se alcance la erección es importante que el hombre encuentre y sienta el placer y existen múltiples situaciones que interfieren en este proceso. Si el problema es persistente, lo más probable que se deba a un proceso orgánico y lo mejor sería realizar una consulta oportuna y recibir un tratamiento acorde al problema ya que tiende a ser progresivo y empeorar con el tiempo.

La eyaculación precoz es una alteración de la respuesta sexual. La causa suele ser multifactorial y pueden ser orgánicas y psicológicas como pasa con la disfunción eréctil, por lo que requiere una evaluación médica y en muchos casos suele estar en asociado a disfunción eréctil u otros procesos orgánicos. La causa más frecuente se da por un mal aprendizaje del control eyaculatorio, que se da durante la adolescencia y suele estar condicionado por una mala educación sexual. Esto es difícil comprender para muchos, ya que creemos que el órgano sexual es el pene y no el cerebro. Esto hace necesario que el hombre asuma el problema y sea constante con el tratamiento indicado el cuál no se trata solo de tomar medicación, sino también de hacer terapia y así modificar la conducta.

La eyaculación precoz puede causar disfunción eréctil y viceversa. Si, es lo que se conoce como ansiedad de desempeño que es común en ambas situaciones y suelen asociarse por que generan estados emocionales similares. El sentimiento de culpa y frustración que generan ambas situaciones, se retroalimenta de manera negativa, generando un círculo vicioso lo que hace empeorar el cuadro y combinarlo. En otras palabras, cuanto más se demore el tratamiento más tendencia a empeorar y asociarse por lo que recomiendo hacer consulta oportuna para evitar un mal mayor. El tratamiento reúne ciertos requisitos: apoyo farmacológico, educación sexual que se logra con ejercicios conductuales, apoyo de su pareja y un seguimiento por especialista.

martes, 7 de diciembre de 2021

Freud y una intervención sobre amores

Abram Kardiner nos pone en la pista de unas desconocidas reuniones, donde distintos analizantes de Freud discutían sus análisis. Una reunión en particular, sucedida en un café de la Wahringerstrasse, es detallada. El objetivo era descifrar una lacónica interpretación de Freud. Para nosotros, ilustra sobre las dificultades encontradas en concluir una cura y su solución.
La anécdota tiene por protagonista a un postulante a analista, de origen norteamericano, quien parece tener un gusto por socializar sus pequeños asuntos.

Este hombre finalizando su cura con Freud y haciéndola conocer a sus colegas, relata los inicios de una relación amorosa con una joven vienesa. También se ocupa de presumir sobre sus proezas sexuales ante el grupo que lo escucha.

La noticia del romance, ampliamente promulgada, viaja hasta los oídos de su esposa, quien se hace presente en Viena y confronta al infiel. El fogoso americano, dividido entre amores, sumará un nuevo problema, o quizá una solución: en la intimidad con su esposa verifica una repentina y selectiva impotencia.

Este debutante en la no relación sexual, ahora alardea ante sus colegas usando lamentos: “¿Impotente después de un análisis?”. La circunstancia es utilizada para solicitar un nuevo encuentro con Freud. Con tal fin debe escribir una carta; Freud no usa el teléfono.

Mientras espera la respuesta, el hombre fantasea con su antiguo analista, quien al leer sobre su tragedia, se restregará las manos y lo tomará nuevamente en análisis.

Freud responde con una hora de cita.
Llegado el encuentro anhelado, Freud escucha la queja del hombre. No agrega cosa que interrumpa o relance lo que se le dirige. Hacia el final, mientras ofrece su mano como despedida, rompe el silencio.

Enuncia: “Veo que en verdad usted es un tipo decente”.
No hay ofrecimiento de nuevas citas.
El hombre sorprendido relata la entrevista a sus colegas, quienes comienzan a discutir sobre el significado de aquella interpretación. La discusión se prolonga por horas, hasta que acuerdan en una conclusión algo justiciera. Sospechan que Freud había sugerido:

“Hasta ahora —es decir, antes de su análisis— usted era un tarambana, pero después de su análisis por lo menos tiene la decencia de ser impotente con la mujer que ha traicionado. De ahí que esta impotencia sea testigo de que usted ha tenido un cambio en su carácter. . . para mejorar.”
Al costado de los debates, la intervención resulta eficaz. El americano recupera la potencia con su esposa.
Aunque antes debió terminar la relación con su amor vienés.

martes, 12 de enero de 2021

¿Queda alguna pregunta sobre la sexualidad masculina?

Hace unos cuantos años, después de entusiasmarme con la primera lectura de Encore, presenté dos trabajos sobre el goce femenino, que me habían dejado bastante satisfecho, por los comentarios que me volvían. En ellos había ubicado no sólo las preguntas sobre el goce femenino, sino también en la sexualidad de las mujeres. Había glosado del escrito de Lacan aquello, de que el orgasmo femenino mantiene su “tiniebla inviolada”, así como diversas referencias a los cambios de nombres que les ocurre sólo a las mujeres en circunstancias tales como el cambio de estado civil. En ese estado de creer tener aclaradas algunas cuestiones importantes de la teoría, recibo la consulta de un varón que rondaba los treinta, profesional, culto, bien parecido, que me describe su síntoma.


Él no tiene problemas en la relación con las mujeres, mantiene relaciones sexuales normales dice, que a ellas las dejan satisfechas pero él aunque eyacula se siente privado de la sensación orgásmica que conoce por descripciones de las novelas y el cine. Como ellas quedan satisfechas, él socialmente bien ante ellas, se negó a sí mismo valorar esta situación como un problema, pero la interrogación le insistía: ¿por qué yo no puedo sentir eso? ¿por qué sólo me entero que terminé porque se me bajó?

Mi sorpresa transitaba porque siempre había tratado como sinónimos eyaculación y orgasmo, y sólo sabía de oído y por alguna lectura que el taoísmo diferenciaba como virtud el tener orgasmo sin desperdiciar el semen y los espermatozoides que pertenecen a la especie y no a cada varón, según esa visión del mundo. Tampoco había leído nada semejante entre los cuadros descriptos por Freud cuando se refiere a la sexualidad masculina en “La degradación general de la vida erótica” y “Una particular elección de objeto en el hombre”, ni en los Escritos o Seminarios de Lacan. Recordándolos, ubicaba que Freud situaba la impotencia y la eyaculación precoz como patologías de un sujeto muy apresado en la madre, temeroso de visitar la misteriosa oquedad femenina por la representación incestuosa de ese cuerpo, que nosotros podríamos situar como preso del goce del gran Otro J (A).

Para las otras patologías que tan bien describe, sitúa a quienes les es posible sostener la erección fálica del deseo disociando su vida erótica en mujeres de las que goza sin amar y otras que ama sin gozar de sus cuerpos, y en las que puede leer como dos versiones maternas, antes y después de descubrir que son mujeres. Quienes hacen esta elección de objeto suelen no tener ningún problema en la erección, pero aún ya agotados no pueden alcanzar ni el orgasmo ni la eyaculación. Estas consultas ya las había tenido y también eran varones que las dejaban satisfechas a ellas, se esmeraban largamente en eso, pero no podían ir más allá del goce fálico - J (ф)-. No soportaban la detumescencia fálica, que ese ansiado final les esperaba, lo vivían como dice Dalmiro Saenz: “en lo mejor sobreviene lo peor”.

Una y otra consulta masculina me eran conocidas, pero este paciente que se preguntaba a sí mismo porqué su eyaculación no venía acompañada de orgasmo, me resultaba novedosa y extraña.

Vuelvo a aclarar que no se trataba de un eyaculador precoz, que no era por eso que disociaba eyaculación de orgasmo, podía tener coitos de una duración satisfactoria para sus partenaires, pero él sentía que terminaba, sólo por la detumescencia y la sensación de salida de un chorro de líquido.

En la bibliografía médica, psiquiátrica y psicológica quedan sinonímizados eyaculación y orgasmo, salvo cuando describen la llamada eyaculación precoz.

Lacan dice en Encore: “Si con ese S(Ⱥ) no designo otra cosa que el goce de la mujer, es ciertamente, porque señala allí que Dios no ha efectuado aún su mutis” (página 101. Paidós. Barcelona. Buenos Aires 1981) Así dicho parecería quedar significado el S (Ⱥ) sólo para escribir el goce de ellas; quedaría del lado varón, sólo el J (ф). Si así fuese: ¿qué estaría pasando con este paciente que no tiene dificultad alguna en la erección?

Si en cambio pensamos en S(A) como ligado al lado femenino del goce, tendríamos que pensarlo en relación a “lo femenino” y no sólo a las mujeres. Cuando en medio de una manifestación nos diluimos al gritar al unísono con tantos otros una consigna o cuando en el estadio de fútbol nos unimos a la multitud en el grito de ¡Gol! , ¿no estamos en ese éxtasis mentando algo de lo que como goce se juega del lado de lo femenino de las fórmulas de la sexuación?

En Análisis terminable e interminable Freud dice: “La repudiación de la femineidad no puede ser otra cosa que un hecho biológico, una parte del enigma de la sexualidad. Sería difícil decir sí y cuando logramos domeñar ese factor en un tratamiento psicoanalítico” Sólo podemos consolarnos con la certidumbre de que hemos dado a la persona analizada todos los alientos necesarios para reexaminar y modificar su actitud hacia él. (Ed. B. Nueva, Madrid 1968, Tomo III página572)

¿No interviene en este sujeto el rechazo de lo Real de la femineidad (que Freud llama biológico en esta cita) con su dificultad de ir más allá del goce fálico? ¿Por qué no situar también el goce que el S(Ⱥ) escribe, del lado de la aceptación de lo femenino en los varones?

Para este joven, que una mujer tenga o no orgasmo, dependía exclusivamente de sus propias virtudes fálicas nombradas como tamaño, pericia, etc. Al igual que Freud en los artículos que antes citaba, reduce la causa de los síntomas sexuales de los varones a un encuentro incestuoso con la madre o a la rivalidad fálica con el padre, sin poner en cuestión la subjetividad de ellas. Esta articulación fantasmática estalla para él cuando despotricando contra una frígida insoportable, le preguntó: ¿Cómo, con usted? ¿Cómo es eso posible con un hombre tan virtuoso? Su dificultad insistía en no aceptar que la subjetividad de las mujeres les determinaba la posibilidad de acceder al orgasmo. El costo de este rechazo de lo femenino no sabía hasta donde tenía que ver con su síntoma, con rechazar lo que llamamos “lo femenino” de su lado.

No es en absoluto mi intención armar una simetría al modo de E. Jones entre ambos sexos que Freud explícitamente desconsidera, sino que como tantas veces ocurre en el psicoanálisis, partiendo de una patología, poder considerar algo atinente a la estructura del sujeto y a su economía de goce.

En este caso al aceptar justamente “lo femenino” en ellas y en él mismo, es que puede ir resolviendo este síntoma que lo interrogara,

En la aceptación de “lo femenino”, lo que lo llevará a dar otra consideración a sus objetos a. Y así anudar deseo y goce en relación al objeto que lo causa.

Joan Manuel Serrat describe el amar como

El orgullo de gustar...
La emoción de desnudar....
Y descubrir, despacio, el juego
el reto de acariciar
prendiendo fuego
La delicia de encajar
y abandonarse.
El alivio de estallar
y derramarse

A este joven le estaban negados estos dos últimos versos, que sitúo como escritos en el goce más allá del falo, S (Ⱥ) en los varones, para poder diferenciar entonces, desde el psicoanálisis el goce que se juega en la eyaculación y en el orgasmo, diferenciando así también ambos términos.

Cuando K. Abraham, le pregunta a Freud cómo hace para atender tantos pacientes y dejarse tiempo para escribir y publicar, Freud le responde que él necesita recuperarse de la posición pasivo-femenina de estar escuchando en el consultorio, tomando una posición más viril al escribir, polemizar y sostener sus ideas. Borges nos decía en la Escuela Freudiana de Buenos Aires que la inspiración él la recibía, y que una vez que era íntimamente tocado por ella se ponía a garabatear borradores hasta que el cuento lo satisfacía o su editor le reclamaba el cumplimento del contrato. La descripción de Borges la podemos leer también como “lo femenino” de la inspiración y lo viril de una posición más activa cuando escribe y corrige borradores.

Lo que Freud y Borges expresan de una escena que no tiene que ver con el coito, me sirve para ejemplificar mejor a qué llamo femenino y masculino a lo largo del trabajo.

El objeto del presente es, entonces diferenciar desde el psicoanálisis eyaculación de orgasmo, y los goces que cada uno de estos términos escribe.

Fuente: José Ángel Zuberman (2011) "¿Queda alguna pregunta sobre la sexualidad masculina?" -

lunes, 26 de octubre de 2020

Elogio de la impotencia.

La sexualidad masculina tiene en su centro la identificación con el orgasmo como demostración de la potencia. En efecto, para el hombre coinciden la potencia, el orgasmo y la eyaculación. De ahí que, en última instancia, para el varón la cuestión sexual se resume en el modo en que se posiciona respecto de si pudo o... no. Y, en este sentido, la respuesta es concreta.

Imaginemos la siguiente situación: un hombre invita a salir a aquel o aquella de quien está prendado y, luego de ir a cenar, al cine, etc. (complétese con los valores ideales correspondientes según el tipo subjetivo), llegado el momento de la verdad, la cosa no funciona. Por lo general, este es un incidente difícilmente superable; para las mujeres suele acarrear un desprecio insoportable y, para otros hombres, un incordio motivo de desesperación. La escena de galanteo sólo podía sostenerse con la presencia velada del falo; ahora bien, llegado el momento en que es convocado, la impotencia deshace la situación. En ese punto, ya no hay sustituto fálico (ver una película, conversar sobre la familia, etc.) para evadir la incomodidad. Algo ha pasado o, mejor dicho, lo que no pasó deja su marca.

Asimismo, la coincidencia de la potencia con la eyaculación permite al hombre todo tipo de destrezas. Entre los más jóvenes, la competencia que permite contar (cuántos goles se metieron, cuántas chicas se transaron en el boliche, cuántos polvos...) y situar una medida según la cual hay más y menos. Mientras que para las mujeres siempre es difícil encontrar que puedan hablar de eso; e incluso a veces el orgasmo clitorideo puede ser un modo defensivo respecto de otro goce menos localizable y que no tiene referente. Si el hombre se identifica con su eyaculación, la mujer encuentra su fijación en la demanda amorosa, en la voluntad de ser amada (de la que Freud decía que era el equivalente femenino del complejo de castración).

El hombre es un ser de destreza, aunque la mayor demostración de hazañas suele tener como fundamento la impotencia. Es conocido el refrán: “Dime de qué alardeas y te diré de qué careces”. De este modo, la detumescencia es algo consustancial a la potencia fálica. (3) En este sentido es que Jacques Lacan, en el seminario La angustia, afirmaba que “la mujer castra al hombre”, o bien que ella es la “dueña” de su erección; en última instancia, estas breves indicaciones permiten entender por qué los varones suelen realizar chistes misóginos acerca de lo que ocurre después del acto sexual. “La mujer perfecta es la que después de coger se convierte en pizza”, dice una humorada grotesca que expone el ocultamiento, a través de un objeto oral, de la vergüenza que solicita se elimine de la escena al único testigo.

La potencia sólo es tal en el marco de su amenaza. Y, por cierto, entre muchos varones la impotencia es el mejor indicador del deseo. Aquel que tenía fama de mujeriego empedernido, el día que consigue salir con aquella que le interesaba demuestra... que la cosa no funciona. De esta manera, ¡la impotencia tiene un valor subjetivo importantísimo! El deseo no se reconoce sino por los tropiezos; es cierto idealismo de la época el que sostiene que si uno no llega a la meta es porque, en realidad, no estaba del todo motivado. El psicoanálisis viene a mostrar todo lo contrario, siempre el único acto es el acto fallido. Sólo podemos sintomatizar el acto, dado que también es la única vía de delimitar las coordenadas subjetivas que implica. En este sentido es que el psicoanálisis, al igual que la tragedia griega, se basa en la idea de que sólo hay un efecto didáctico en las pasiones negativas (“temor” y “compasión”, según Aristóteles en la Poética).

Por lo tanto, la impotencia no es un avatar de la masculinidad. Mucho menos un síntoma de la época. En todo caso, nuestro tiempo pone de manifiesto una intolerancia radical al “no poder”. En La agonía del Eros, Byung-Chul Han dedica un capítulo al “no poder poder” que caracteriza a la relación sexual y que la sociedad capitalista contemporánea rechaza bajo una expectativa de rendimiento, cuyo correlato no es ninguna negatividad (como la del síntoma) sino la depresión y el agotamiento. Así es que Han analiza el best-seller Cincuenta sombras de Grey de acuerdo con un mandato que rechaza lo fundamental del sexo: la relación con el otro, entendido como alteridad radical. La sexualidad, hoy en día, se ha vuelto una destreza más; y perdió su capacidad de interpelación.

Por eso, en el caso de los varones, es especialmente importante tener presente esa instancia negativa, la pérdida que fundamenta toda potencia; para no degradar la sexualidad en disciplina de consumo, pero también para que el sujeto no se dilapide en esa instancia anónima para la cual, en el mundo capitalista, nothing is impossible.

3- En efecto, el goce fálico no es algo subjetivable, cosa que ya sabía Aristóteles cuando afirmaba que “La verga, como el corazón, son órganos que se mueven por sí solos”. Cf. Mimoun, S; Chaby, L., La sexualité masculine, Paris, Flammarion, p. 21. Asimismo, estos autores destacan que “paradójicamente, la erección es un fenómeno pasivo, y en cambio la flaccidez es un fenómeno activo” (Ibid., p. 18).

Fuente: Lutereau, Luciano "Ya no hay hombres: Ensayos sobre la destitución masculina" . Capítulo "La potencia impotente"

miércoles, 29 de julio de 2020

El mito del deseo fálico.

Devenir hombre
Es conocida la sentencia de Simone de Beauvoir en El segundo sexo: “No se nace mujer: llega una a serlo”. Sin embargo, no otra cosa le ocurre al varón. Uno de los prejuicios habituales entre psicoanalistas radica en suponer que la masculinidad es algo evidente, ya dado, mientras que la enseñanza de Lacan pone en cuestión esta idea desde el comienzo.

Si bien Freud afirmaba, en Tres ensayos de teoría sexual, que la niña era como un “pequeño varoncito”, cuyo primer objeto de amor era la madre, la perspectiva lacaniana avanza en sentido contrario: ¡el varoncito es inicialmente una niña! Esto lo demuestra la posición inicial del niño en el complejo de Edipo, en función de la identificación fálica que lo ofrece a la seducción de la madre (en el doble sentido, que localiza a la madre como seductora, pero también al niño en tanto señuelo). En última instancia, por esta vía, el varón encuentra su satisfacción primera en el coqueteo con su imagen, regodeo que hace de su ser una máscara y una trampa para el deseo... la misma que Lacan llamara “mascarada femenina”, en la medida en que también para la mujer se trata de “ser (el) falo”. Identificación con el falo que, para la mujer, trasunta en el darse a ver del que hace gala la industria de los cosméticos (con los efectos des-subjetivantes que puede tener para algunas muchachas) y, en los niños, se refleja en la predicación constante que padecen (“sos hermoso”, “pero qué niño tan lindo”, etc.).

Ahora bien, ¿cómo este niño feminizado deviene hombre? Para dar cuenta de este aspecto es que Lacan desarrolló, en el seminario Las formaciones del inconsciente, un dispositivo que llamó “Metáfora paterna”, destinado a poner de manifiesto la incidencia de la castración. La salida del engaño en el ser fálico requiere la eficacia del padre. El padre “se hace preferir” a la madre, sostiene Lacan, con una expresión enigmática, dado que para el sentido común (que es freudiano) el padre es quien viene a prohibir, a instanciar una ley, etc. No obstante, si Lacan utiliza esta fórmula es porque, justamente, apunta a distinguir la regla de la ley. Mientras que las reglas prohíben, la ley causa el deseo. La metáfora paterna tiene el propósito de sancionar el pasaje, en el niño, de “objeto de deseo” a “deseante”. Sin embargo, ¿en qué consiste esta operación del padre?

En principio, resulta curioso que este “hacerse” preferir, vuelve a ubicar al niño ante una escena de seducción. En este sentido es que Lacan recupera el Edipo “invertido”, aunque no se trate de tomar al padre como objeto de deseo (una elección homosexual, en el sentido de Freud) sino del encuentro con el deseo del padre, en particular, del deseo del padre por la madre; dicho de otro modo, del padre, en tanto “hombre”, por la madre “en tanto mujer”. Por eso Lacan es enfático al sostener que el padre simbólico no existe (o bien, es el padre muerto) y el padre imaginario es el que habita en la fantasía de los neuróticos, mientras que la castración tiene como referente al padre real, es decir, ese hombre.

De este modo, el niño se convierte en hombre ante otro hombre; o mejor dicho, queda marcado por la promesa de la hombría. Lacan hace mención a esta cuestión al afirmar que el padre es quien “tiene” aquello que el niño “tiene, pero aún...”, vía por la cual introduce al niño en la perspectiva de la falta fálica (antes que atribuirle un objeto). Este aspecto puede rastrearse en un hábito que, hasta hace unos años, era corriente, dado que era el padre (luego sustituido por el grupo de amigos) quien conducía al joven a “debutar”. El acceso a la mujer, entonces, se realiza a través de otro(s) hombre(s); pero, ¿cuál es la incidencia del deseo de un hombre, y el del padre, en particular, para otro hombre?

Para responder a esta última pregunta es preciso restituir las dos referencias textuales que trabajan implícitamente la formalización de la metáfora paterna: por un lado, la dialéctica hegeliana del amo y el esclavo; por el otro lado, las fases del fantasma “Pegan a un niño”, tal como fue esclarecido por Freud en su célebre artículo.

Respecto de la primera indicación, la dialéctica del amo y el esclavo expone cómo la constitución de la identidad requiere de un pasaje por la alteridad, que surge del encuentro de un deseo con otro deseo, y del conflicto necesario que se resuelve a través de la cesión en que el esclavo se descubre como tal.

Esta misma cesión de goce es la que se encuentra en la segunda indicación, dado que “Pegan a un niño” es un artículo que ubica en el amor al padre la condición del reconocimiento de su autoridad. De acuerdo con este lineamiento es que puede entenderse que Lacan dijera (el 21 de enero de 1975) que “un padre no tiene derecho al respeto, sino al amor, más que si el dicho respeto, el dicho amor, está père-versamente orientado, es decir, hace de una mujer objeto a que causa su deseo”. No se trata, entonces, de desear al padre, sino de asumir su deseo con amor.

En última instancia, el paso fundamental de la filiación masculina se encuentra en amar el deseo de un hombre, amar al padre por su deseo. Por lo tanto, padre no es quien prohíbe o impone un orden, sino aquel que se destituye de su potencia en función del deseo y su causa.

Adiós al padre
En el seminario La relación de objeto, Lacan sostiene que la pregunta “¿Qué es ser un padre?” es “el punto fecundo que orientó verdaderamente toda [la] enseñanza [de Freud”. Sin embargo, para el lector concernido es evidente que ésta es una estrategia lacaniana para camuflar sus propios argumentos, bajo la atribución a Freud del propio punto de vista.

Si bien es cierto que en los seminarios de Lacan no encontramos definiciones claras y distintas, ni exposiciones que se deduzcan de aquellas, eso no quiere decir que no haya argumentos. Por lo general, las definiciones se encuentran implícitas en el tono hiperbólico con que Lacan introduce algunas máximas: “Para decirlo todo...”, “Esto y no otra cosa...”, etc., son giros expresivos que suplen la pretensión de comunicación científica. Asimismo, también encontramos núcleos temáticos sobre los que Lacan retorna una y otra vez, tal el caso de la pregunta por el padre, cuya gravedad es más rigurosa que la de una cuestión de definiciones y deducciones.

En efecto, las diferentes versiones del padre en la obra de Lacan permiten responder a una inquietud específica: ¿por qué el psicoanálisis lacaniano no es la neurosis de Lacan? En este punto, se trata de la misma pregunta que Freud se formulara en el caso Schreber, pero respecto de la teoría delirante de un psicótico. En última instancia, se trata aquí del problema de que la enseñanza del psicoanálisis no puede dejar de llevar las huellas de quien transmite, pero ¿cómo dar cuenta de que esas marcas no llevan al engaño fantasmático?

En muchos aspectos la concepción lacaniana de la metáfora paterna parece una construcción neurótica que podría caer en una especie de apología del padre que opera (fallidamente, por cierto); pero en última instancia habría un nombre para el goce, el Nombre-del-padre... cuyo fracaso quedaría revelado por la invención del objeto a. Asimismo, los operadores de la metáfora paterna son el ideal y la identificación, que prescriben una respuesta normativa para el ser sexuado. De este modo, esta primera formulación lacaniana a la cuestión de la sexuación es parcial, y algo artificial, dado que se piensa en términos de funciones parentales (padre y madre), mientras que a partir del seminario El reverso del psicoanálisis (en la relectura que Lacan realiza del Edipo a la luz de otra lectura de Tótem y tabú) se asiste a una nueva versión del padre cuyo punto de llegada será la noción de père-version en los últimos seminarios. El padre ya no será el agente de la castración, sino quien la transmita de forma sintomática. El padre no es el nombre de una ley para el goce, sino aquel que hizo de una mujer la causa de su deseo.

Si La interpretación de los sueños es un testimonio de Freud como analizante, la rectificación de las versiones del padre en el seminario de Lacan es un equivalente de su paso en la enseñanza, que demuestra que su posición en ese dispositivo era también la del analizante.

Ahora bien, ¿en qué sentido puede decirse que el padre está afectado por la castración? En primer lugar, padre es quien ha sufrido una doble pérdida: por un lado, ha perdido su ser de seducción (“para todas y para ninguna”), en la medida en que ha tomado a una mujer como suya; por otro lado, ha perdido a su mujer, en la medida en que la convirtió en madre, es decir, ha quedado destituido de la libido que ella destinará al cuerpo del niño. Como en cierta ocasión decía un analizante: “Ser padre es darse cuenta de que ocupás el segundo lugar en la vida de tu mujer”.

Sin embargo, esta doble pérdida no lleva a la resignación. En segundo lugar, la castración en el padre es equivalente a su ser de deseo. Estas pérdidas se vuelven causa de la transmisión al niño, que adopta a su padre como tal. En este sentido, las palabras iniciales de El gran Gatsby, de F. Scott Fitzgerald, son ejemplares:
“En mis años mozos y más vulnerables mi padre me dio un consejo que desde aquella época no ha dejado de darme vueltas en la cabeza: ‘Cuando sientas deseos de criticar a alguien –fueron sus palabras– recuerda que no todo el mundo ha tenido las mismas oportunidades que tú tuviste.”
En estas líneas puede advertirse cómo el padre deja la huella de su transmisión, menos por la comunicación de un ideal, que por cierta ética que rescata al sujeto en aquellos momentos de vacilación; antes que un destino, el padre es un tope a la caída del sujeto. Por eso Lacan sostenía que se trata de prescindir del padre, a condición de servirse de él.

Esta misma indicación puede reconstruirse en el comienzo de otra novela norteamericana –en cierta medida, podría decirse que toda la literatura norteamericana gira en torno a la eficacia paterna–, Carne y hueso, de M. Cunningham, en cuyas páginas iniciales se cuenta la anécdota de un hijo que arrastra a su padre por una huerta, mientras éste grita: “Es injusto que arrastres así a tu padre, ya llevas dos kilómetros, mientras que yo al mío apenas lo arrastré uno”.

¡Hacete hombre!
En un libro reciente, Gonzalo Garcés retorna sobre un punto ciego de nuestro tiempo: la masculinidad. Hacete hombre, tal el título de este libro, que cabalga entre la novela y el ensayo, plantea un interrogante fundamental: ¿cómo se constituyen, y se asumen como tales, los hombres de nuestros días? Que el tema en cuestión tenga el estatuto de un “punto ciego”, vale en la medida en que los estudios vinculados a perspectivas de género suelen enfatizar los avatares de lo femenino –e incluso con opiniones muy groseras, cómo la de pensar que una supuesta igualdad se consigue a partir de distribuir cantidades idénticas de cargos y funciones entre hombres y mujeres–, y en el marco del psicoanálisis lo masculino se ha vuelto un equivalente de lo fálico, entendido como posesión, potencia, destreza, etc.

No obstante, ¿puede afirmarse esta ecuación entre hombre y deseo fálico en el mundo contemporáneo?

En un mundo pretérito era evidente que la asunción de la masculinidad se realizaba ante otros hombres. Por esta vía, y algo de esto se sigue jugando en ciertas prácticas adolescentes de nuestro tiempo, hacerse hombre no sería más que demostrar que no se es mujer (de ahí que sea corriente que el insulto “maricón” no se aplique en la infancia, mientras que cobra una particular incidencia a partir del desarrollo sexual). Convertirse en hombre, entonces, implicaría no sucumbir ante la feminización frente a otro hombre. En definitiva, he aquí el núcleo más grave de la teoría psicoanalítica, lo que en su texto Análisis terminable e interminable Freud llama “roca dura” de la castración para los varones: la posición pasiva ante otro, el padre en particular.

Por otro lado, entre los griegos la masculinidad no dejaba de incluir la posibilidad de una práctica activa de la homosexualidad; y en algunas sociedades de las llamadas “primitivas” se acompañaba al joven hasta un bosque y si lograba sobrevivir a la noche y sus peripecias, se lo coronaba con las armas y se lo contaba entre los guerreros. Estas dos referencias llevarían a la conclusión de que la posición masculina, en el paradigma “clásico”, no pareciera ser una cuestión estrictamente vinculada con la sexualidad. Mejor dicho, el desarrollo sexual impone la asunción de la masculinidad, pero ésta se adquiere sin relación directa con el otro sexo.

Sin embargo, ¿tienen vigencia estas coordenadas actualmente? Uno de los aciertos del libro de Garcés radica en que junto al padre (en un viaje que realiza el protagonista) pone a una mujer, más específicamente a una prostituta.

No se trata, entonces, de la madre. A lo sumo, de una madre puede esperarse el imperativo de que el varón sea “un caballero” (un “buen” niño, educado; por eso en todo dandy siempre hay algo de infantilismo) pero no un hombre. Y, por cierto, hasta hace no poco tiempo era corriente que varios jóvenes se iniciaran de forma conjunta en la práctica sexual: se iba a “ponerla”. Dicho de otro modo, la prostituta es parte del imaginario de la masculinidad y propone un modelo alternativo de descubrimiento de la hombría. Sea de un modo (a través del padre) o de otro (la prostituta), el hombre accedía a ser reconocido como tal a partir de un rito que oficiaba el pasaje.

En este punto, podríamos preguntarnos qué ocurre en estos tiempos cuando los jóvenes recurren a ese acto frustrado que es la llamada “previa adolescente”, donde el consumo de alcohol concluye muchas veces en la utilización de la pastilla azul para suplir los nervios del encuentro con el otro sexo. Esto permite entrever de qué manera a la alteridad del sexo sólo se accede de forma mediada, y en un mundo que destituye las vías simbólicas de realización subjetiva, la masculinidad no podría dejar de haber sufrido cambios.

Las mujeres de nuestros días se quejan de que “ya no hay hombres” o bien se dice que “son histéricos”. Como todo reproche, esta denuncia esconde una verdad. A los hombres contemporáneos les cabe el lugar que a las histéricas del siglo XIX, aquellas que al enfermar objetaban el lazo social y hacían hablar al cuerpo con sus síntomas. La impotencia masculina de nuestro tiempo tiene como punto de llegada la frase célebre de un personaje de Melville: “Preferiría no hacerlo”. En la figura de Bartleby se expone la posición del hombre que ya no quiere el falo y sus destrezas. La publicidad lo demuestra: si una conocida marca de cigarrillos invitaba, hace unos años, a que el varón conquistara a la muchacha cuyo auto se había descompuesto, en nuestros días se lo ve mejor al hombre entre bambalinas, a la espera de la situación que le permitiría escapar al desafío. No por temor, sino por desinterés.

En este punto, cabría preguntarse si acaso el hombre de nuestro tiempo podría encontrar otra vía de realización que no fuera la impotentización. Es cierto que las mujeres ya no esperan que se las impresione, pero ¿eso no habilita formas de relación menos impostadas? En todo caso, estos parecieran tiempos propicios para que la impostura masculina ceda el paso a una revisión de sus condiciones.

Fuente: Lutereau, Luciano "Ya no hay hombres: Ensayos sobre la destitución masculina". Capítulo "El mito del deseo fálico."

lunes, 13 de julio de 2020

El sexo nuestro de cada día


Por lo general, se tiene la impresión de que la sociedad contemporánea sería más permisiva y, en lo que respecta a la sexualidad, que viviríamos en una época en que ya no habría represiones. Suele fecharse en la década del ’60 el comienzo de la liberación sexual; y para ciertas personas es un indicador de falta de tabúes el hecho de que puedan verse cuerpos desnudos por televisión. En el célebre primer volumen de Historia de la sexualidad, el filósofo Michel Foucault se ocupó de cuestionar la hipótesis represiva de la sexualidad, basada en la idea de que la cultura victoriana (en el pasaje del siglo XVIII al XIX) habría sido especialmente pacata y oscurantista en lo que refiere a cuestiones sexuales; en todo caso, antes que un período de restricciones, lo que inicia en dicho momento es la posibilidad de un discurso sobre la sexualidad que implementó dispositivos específicos para poner en palabras los modos de gozar.

La voluntad moderna empuja a hablar de sexo, requiere que éste sea dicho y capturado en las redes del saber. En este contexto es que Foucault ubica el psicoanálisis como un dispositivo de codificación de lo sexual (en continuidad con la práctica religiosa de la confesión).

Cuestionar esta versión foucaultiana del psicoanálisis sería vano. Mucho más interesante sería interrogar cuál es la situación de la sexualidad en nuestro tiempo, cuando no sólo encontramos dispositivos que conducen a establecer discursos sobre el sexo, sino también un axioma (propio de nuestra época) que podría enunciarse con estos términos: una vida sin plenitud sexual es una vida trunca.

Esto último puede comprobarse cuando en una noticia reciente se planteaba la necesidad de incluir en el plan médico obligatorio (de prestaciones de obras sociales) la cobertura de la conocida “pastilla” para la impotencia masculina. En resumidas cuentas, ¡la potencia masculina pasaría a ser una cuestión de Estado! En esta dirección podrían mencionarse otros casos, en un campo que hasta hace poco estaba reservado a cuestiones relacionadas con lan(anti)concepción.

Podríamos imaginar un futuro próximo, como lo han hecho varias novelas de ficción, en que la “realización sexual” (si algo así existe) de los hombres y mujeres, sería un asunto estatal; aunque bajo un prejuicio singular: prescribir un imperativo de goce, que se identifica con la genitalidad y un paradigma de la salud. Para el caso, vemos proliferar notas periodísticas que comentan estudios “científicos” que afirman que tener sexo durante las mañanas, o bien con amigos, etc., sería “saludable”. En nuestros días es más importante estar sano que vivir una vida que tenga sentido. Se aspira al ideal de una pureza sin arrugas, a expensas de las huellas de la experiencia.

En este punto es que el psicoanálisis demuestra una posición radicalmente opuesta a la entrevista por Foucault. ¿Dónde, si no en un análisis, los hombres pueden hablar de esa impotencia que no se reduce al funcionamiento de un órgano? ¿Con quién, si no con un analista, un hombre puede destituir ese ideal que, en nuestros días, lo consagra a una erección permanente?

Sin embargo, este imperativo no sólo condiciona la vida de los hombres, ya que también proliferan para las mujeres marcas de productos que imponen una nueva imagen de lo femenino: reservorio de múltiples orgasmos; mientras que la práctica del psicoanálisis aloja la queja frecuente de aquellas que no sienten aquello que deberían sentir, pero también de aquellas que sienten... aunque no sepan identificarse como “agentes” de esa satisfacción.

Por esta vía se accede a dos motivos fundamentales de la sexualidad de nuestra época, para los cuales el psicoanálisis ofrece su escucha despojada de toda orientación normativa: para los hombres, la posibilidad de que la impotencia ya no sea un déficit, sino un modo de recuperación del sujeto ante una exigencia normalizante; para las mujeres, la ocasión de que su relación con el goce ya no se encuentre basada en el falicismo del orgasmo, de cuya cantidad sabemos que sólo presumen los varones.

Para hombres y mujeres, en su discordancia fundamental, el psicoanálisis sigue siendo uno de los pocos dispositivos que permite pensar la posición sexuada por fuera de toda intención que reduzca la sexualidad a una performance.

Fuente: Lutereau, Luciano "Ya no hay hombres: Ensayos sobre la destitución masculina" . Capítulo "El sexo nuestro de cada día"

viernes, 1 de mayo de 2020

La degradación de la vida erótica en el varón


Es muy frecuente en la consulta de pacientes neuróticos el planteo de problemas de impotencia o dificultad en el acto sexual. En el marco de nuestra revisión de los ensayos de Freud sobre sexualidad, buscaremos algunas respuestas que nos guíen en la dirección de la cura.

En “La degradación de la vida erótica”, Freud nos plantea ejes que, pese a los cambios culturales y sociales que se han dado desde su publicación en 1912, son fundamentales para interrogar en el hombre la impotencia, la escisión amorosa, la degradación y la barrera del incesto. Lo inconsciente, recordemos, es atemporal.

Ubicamos la impotencia como la imposibilidad de llevar adelante el acto sexual, aunque antes o después los pacientes se muestren capaces de consumarlo. Los pacientes plantean que les pasa con una determinada mujer, no con todas.

Freud plantea en principio un proceso —no consciente— inhibitorio de ciertos complejos psíquicos. Sus razones son:
  • Una fijación incestuosa no superada a la madre o las hermanas.
  • Impresiones penosas accidentales de la actividad infantil.
  • Reducción de la libido dirigida a las mujeres.
Como en toda neurosis, esto produce una inhibición en la historia de la libido: sus dos corrientes —la tierna y la sensual—, cuya reunión asegura una conducta amorosa “plenamente normal”, en este caso no confluyen.

Retrocedamos un poco. La corriente tierna es la más antigua, y proviene de la primera infancia. La ternura de los padres y de personas que se encargan de la crianza del niño no está exenta de erotismo, y a lo largo de la infancia el niño va tomando un erotismo desviado de sus metas sexuales.

En la pubertad se añade la corriente sensual, que nunca deja de transitar el camino de las marcas del erotismo que han dejado la ternura de los padres, y de investir entonces con más intensidad los objetos de la elección infantil primaria.

Como se encuentra con la barrera del incesto, el púber pasa de esos objetos incestuosos a otros objetos ajenos a su familia sin dejar de llevar sus marcas. Así quedarán juntas la ternura y la sensualidad.

Nos dice Freud que este progreso en el desarrollo de la libido fracasa por dos factores: por un lado, la frustración o fracaso que implica la nueva elección; por el otro, la atracción ejercida por los objetos sexuales infantiles que deben abandonarse.

Si estos factores son lo bastante fuertes, se pone en marcha el mecanismo universal de la formación de neurosis.

La libido se pone en juego en las fantasías onanistas reforzadas por la prohibición del incesto: el progreso que fracasó en la realidad se consuma en la fantasía a través del onanismo.

Se tratará de impotencia absoluta si toda la sensualidad del sujeto está fijada en fantasías incestuosas.
En cambio, hablaremos de impotencia psíquica cuando la corriente tierna sea intensa y la sensual no haya desaparecido.

Bajo estas condiciones, hay mucha dificultad en la ejecución del acto (falta de erección, eyaculación precoz o demasiado retrasada) y produce entonces poca satisfacción.

Se trata de la escisión de la vida amorosa: ahí donde los sujetos aman, no desean y ahí donde desean, no aman.

Para protegerse de esta perturbación, el recurso que tiene el neurótico es una degradación psíquica del objeto sexual y la sobrestimación  reservada para el objeto incestuoso y sus sustitutos. Así es posible que la sensualidad pueda llevarse adelante.

Estos conceptos nos dan la pista para operar en la clínica. No se trata de ubicar con el paciente qué le pasa con su pareja o la mujer en la ocasión, ya que de ese modo apuntaríamos a la relación de objeto posfreudiana.

Freud nos ofrece una alternativa: el procesamiento del complejo de Edipo, el camino de la sexualidad infantil en el recorrido de un análisis para ubicar la mayor o menor distancia con los objetos incestuosos.

martes, 31 de diciembre de 2019

Diferentes formas de violencia.


La distinción entre diferentes tipos de violencia se basa en la distinción entre sus respectivas motivaciones inconscientes; pues sólo el conocimiento de la dinámica inconsciente de la conducta nos permite conocer la conducta misma, sus raíces, su desarrollo y la energía de que está cargada. (2) La forma de violencia más normal y no patológica es la violencia juguetona o lúdica.

La encontramos en las formas en que la violencia se ejercita para ostentar destreza, no para destruir, y no es motivada por odio ni impulso destructor. Pueden encontrarse en muchos casos ejemplos de esta violencia lúdica: desde los juegos guerreros de tribus primitivas hasta el arte de la esgrima del budista zen. En todos esos juegos de combate la finalidad no es matar; aun cuando el resultado sea la muerte del adversario, la culpa es, por así decirlo, del adversario, por haberse "puesto en el lugar indebido". Naturalmente, si hablamos de la ausencia de deseo de destruir en la violencia lúdica, esto se refiere únicamente al tipo ideal de dichos juegos. En realidad se encontraría con frecuencia agresión e impulso destructor inconscientes ocultos detrás de la lógica explícita del juego. Pero aun así, la motivación principal en este tipo de violencia es el despliegue de destreza, no la destructividad.

De importancia práctica mucho mayor que la violencia lúdica es la violencia reactiva. Entiendo por violencia reactiva la que se emplea en la defensa de la vida, de la libertad, de la dignidad, de la propiedad, ya sean las de uno o las de otros. Tiene sus raíces en el miedo, y por esta razón probablemente es la forma más frecuente de violencia; el miedo puede ser real o imaginario, consciente o inconsciente. Este tipo de violencia está al servicio de la vida, no de la muerte; su finalidad es la conservación, no la destrucción. No es por completo resultado de pasiones irracionales, sino hasta cierto punto de cálculo racional; de ahí que implique también cierta proporcionalidad entre fin y medios. Se ha dicho que desde un plano espiritual superior el matar —aun para defenderse— nunca es moralmente bueno. Pero la mayor parte de los que sustentan esa convicción admiten que la violencia en defensa de la vida es de diferente naturaleza que la violencia que tiende a destruir por el gusto de la destrucción.

Con mucha frecuencia, la sensación de estar amenazado y la violencia reactiva resultante no se basan en la realidad, sino en la manipulación de la mente humana; los jefes políticos y religiosos persuaden a sus partidarios de que están amenazados por un enemigo, y así provocan la respuesta subjetiva de hostilidad reactiva. De ahí que la distinción entre guerras justas y guerras injustas, sustentada por gobiernos capitalistas y comunistas lo mismo que por la Iglesia católica romana, sea distinción muy discutible, ya que habitualmente cada parte consigue éxito al presentar su posición como defensa contra un ataque. (3) Difícilmente habrá un caso de guerra agresiva que no pueda disfrazarse de defensa. El problema relativo a quién alegó justamente la defensa suelen resolverlo los vencedores, y, en ocasiones, sólo mucho más tarde historiadores más objetivos.

La tendencia a fingir que una guerra es defensiva, revela dos cosas. En primer lugar, que la mayoría de la gente, por lo menos en los países más civilizados, no puede ser inducida a matar y morir si primero no se la convence de que lo hacen para defender sus vidas y su libertad; en segundo lugar, revela que no es difícil persuadir a millones de individuos de que están en peligro de ser atacados y que, en consecuencia, se acude a ellos para que se defiendan. Esa persuasión depende sobre todo de la falta de pensamiento y sentimiento independientes, y de la dependencia emocional de la inmensa mayorÍa de la gente respecto de sus líderes políticos. Siempre que exista esa dependencia, se aceptará como real cualquier cosa que se exponga con fuerza y persuasión. Los resultados psicolÓgicos de la aceptaciÓn de la creencia en una amenaza supuesta, son, desde luego, los mismos que los de una amenaza real. La gente se siente amenazada, y para defenderse está dispuesta a matar y destruir. En el caso de ilusiones paranoides de persecución, encontramos el mismo mecanismo, pero no en grupos, sino en individuos. En los dos casos, la persona se siente subjetivamente en peligro y reacciona agresivamente.

Otro aspecto de la violencia reactiva es el tipo de violencia que se produce por frustración. Encontramos conducta agresiva en animales, en niños y en adultos cuando se frustra un deseo o una necesidad. (4)

Esta conducta agresiva constituye un intento, con frecuencia inútil, para conseguir el fin fallido mediante el uso de la violencia. Es, evidentemente, una agresión al servicio de la vida, y no por el gusto de la destrucción. Como la frustración de necesidades y deseos ha sido cosa casi universal en la mayor parte de las sociedades hasta hoy, no hay razón para sorprenderse de que se produzcan y exhiban constantemente violencia y agresión.

Con la agresión resultante de la frustración se relaciona la hostilidad producida por la envidia y los celos. Los celos y la envidia constituyen una clase especial de frustración. Los produce el hecho de que B tiene un objeto que A desea, o es amado por una persona cuyo amor desea A. En A se producen odio y hostilidad contra B porque recibe lo que A desea y no puede tener. La envidia y los celos son frustraciones, acentuadas por el hecho de que no sólo no consigue A lo que desea, sino que en vez de él es favorecida otra persona. La historia de Caín, desamado sin culpa por su parte, que mata al hermano favorecido, y la historia de José y sus hermanos, son versiones clásicas de celos y envidia. La literatura psicoanalítica ofrece gran riqueza de datos clínicos sobre esos mismos fenómenos.

Otro tipo de violencia relacionado con la violencia reactiva, pero que es ya un paso más hacia la patología, es la violencia vengativa. En la violencia reactiva la finalidad es evitar el daño que amenaza, y por esta razón dicha violencia sirve a la función biológica de la supervivencia. En la violencia vengativa, por otra parte, el daño ya ha sido hecho, y por lo tanto la violencia no tiene función defensiva. Tiene la función irracional de anular mágicamente lo que realmente se hizo. Hallamos violencia vengativa en individuos y en grupos primitivos y civilizados. Podemos dar un paso más en el análisis del carácter irracional de este tipo de violencia. El motivo de la venganza está en razón inversa con la fuerza y la capacidad productora de un grupo o de un individuo. El impotente y el inválido no tiene más que un recurso para restablecer la estimación de sí mismo si fue quebrantada por haber sido dañada: tomar venganza de acuerdo con la lex talionis: "ojo por ojo". Por otra parte, el individuo que vive productivamente no siente, o la siente poco, esa necesidad.

Aun cuando haya sido dañado, insultado y lastimado, el proceso mismo de vivir productivamente le hace olvidar el daño del pasado. La capacidad de producir resulta más fuerte que el deseo de venganza. Puede demostrarse la verdad de este análisis con datos empíricos sobre el individuo y a escala social. El material psicoanalítico demuestra que la persona madura y productiva es menos impulsada por el deseo de venganza que la persona neurótica que encuentra dificultades para vivir independientemente y con plenitud, y que propende con frecuencia a jugarse toda su existencia por el deseo de venganza. En psicopatología grave, la venganza se convierte en el fin predominante de la vida, ya que sin venganza amenazan hundirse no sólo la estimación de sí mismo, sino el sentido del yo y de identidad. Análogamente, hallamos que en los grupos más atrasados (en los aspectos económico o cultural y emocional) parece ser más fuerte el sentimiento de venganza (por ejemplo, por una derrota nacional). Así, las clases medias bajas, que son las más desposeídas en las naciones industrializadas, en muchos países son el foco de sentimientos de venganza, así como lo son de sentimientos raciales y nacionalistas. Sería fácil, por medio de un "cuestionario proyectivo" (5) establecer la correlación entre la intensidad de los sentimientos vindicativos y la pobreza económica y cultural. Probablemente es más complicada la comprensión de la venganza en sociedades primitivas. Muchas sociedades primitivas tienen sentimientos y normas intensos, y hasta institucionalizados, de venganza, y todo el grupo se siente obligado a vengar el daño hecho a uno de sus individuos. Es probable que desempeñen aquí un papel decisivo dos factores. El primero se parece mucho a otro mencionado arriba: el ambiente de escasez psíquica que impregna al grupo primitivo y que convierte la venganza en un medio necesario para la reparación de una pérdida. El segundo es el narcisismo, fenómeno que se estudia detenidamente en el capítulo IV. Baste decir aquí que, en vista del intenso narcisismo de que está dotado el grupo primitivo, toda afrenta a la imagen que tiene de sí mismo es tan devastadora, que suscitará de un modo totalmente natural una hostilidad intensa.

Estrechamente relacionada con la violencia vengativa está una fuente de destructividad debida al quebrantamiento de la fe, que tiene lugar con frecuencia en la vida del niño. ¿Qué significa aquí "quebrantamiento de la fe"?

El niño empieza la vida con fe en la bondad, en el amor, en la justicia. El nene tiene fe en el seno materno, en la solicitud de la madre para abrigarlo cuando tiene frío, para aliviarlo cuando está enfermo. Esta fe puede ser en el padre, en la madre, en un abuelo o en alguna otra persona cercana al niño; puede expresarse como fe en Dios. En muchos individuos esta fe se quebranta en edad temprana. El niño oye mentir a su padre sobre un asunto importante; ve su cobarde temor a la madre, dispuesto a traicionarlo (al niño) para apaciguarla; presencia las relaciones sexuales de los padres, y el padre puede parecerle una bestia brutal; se siente desgraciado y temeroso, y ninguno de los padres, que están tan interesados, supuestamente, en él, lo advierte, o hasta si él les habla, no prestan atención.

Son numerosas las ocasiones en que se quebranta la fe originaria en el amor, en la veracidad, en la justicia de los padres. A veces, en niños criados religiosamente, la pérdida de la fe se refiere directamente a Dios. El niño siente la muerte de un pajarito al que quiere, o de un amigo, o de una hermana, y se quebranta su fe en que Dios es bueno y justo. Pero da lo mismo que la fe que se quebranta sea fe en una persona o fe en Dios. Es siempre la fe en la vida, en la posibilidad de confiar en ella, de tener confianza en ella, la que se quebranta. Es cierto, desde luego, que todo niño sufre muchas desilusiones; pero lo importante es la agudeza y gravedad de un desengaño particular. Muchas veces esta primera y decisiva experiencia del quebranto de la fe tiene lugar en edad temprana: a los cuatro, cinco o seis años, o aun mucho antes, en un periodo de la vida del cual hay pocos recuerdos. Frecuentemente, el definitivo quebrantamiento de la fe tiene lugar en una edad mucho más avanzada, al ser traicionado por un amigo, por una amante, por un maestro, por un líder religioso o político en quien se confiaba. Rara vez es un solo hecho, sino numerosas experiencias, lo que quebranta acumulativamente la fe de un individuo. Las reacciones a esas experiencias varían. Un individuo puede reaccionar dejando de depender sentimentalmente de la persona particular que le produjo el desengaño, haciéndose más independiente y siendo capaz de encontrar nuevos amigos, maestros o amantes en quienes confía y siente fe. Ésta es la reacción más deseable a los desengaños. En otros muchos casos el resultado es que el individuo se hace escéptico, espera un milagro que le restaure la fe, prueba a las personas, y cuando se siente desengañado de ellas somete a prueba otras, o se arroja en brazos de una autoridad poderosa (la Iglesia, o un partido político, o un líder) para recobrar la fe. Muchas veces el individuo vence la desesperación por haber perdido la fe en la vida con la frenética persecución de objetivos mundanos: dinero, poder o prestigio. Hay aún otra reacción que es importante en el ambiente de violencia. El individuo profundamente desengañado y desilusionado puede también empezar a odiar la vida. Si no hay nada ni nadie en quien creer, si la fe en la bondad y la justicia no fue más que una ilusión disparatada, si la vida la gobierna el diablo y no Dios, entonces, realmente, la vida se hace odiosa; ya no puede uno sentir el dolor del desengaño. Lo que se desea demostrar es que la vida es mala, que los hombres son malos, que uno mismo es malo. El creyente y amante de la vida desengañado se convertirá en un cínico y un destructor. Esta destructividad es la destructividad de la desesperación. El desengaño de la vida condujo al odio a la vida.

En mi experiencia clínica son frecuentes las experiencias profundas de pérdida de la fe, y con frecuencia constituyen el leitmotiv más importante de la vida de un individuo. Puede decirse lo mismo de la vida social, en la que líderes en quienes uno tenía confianza resultan ser malos o incompetentes. Si la reacción no es de una independencia mayor, con frecuencia lo es de cinismo y destructividad.

Mientras todas esas formas de violencia están aún al servicio de la vida realista o mágicamente, o por lo menos como consecuencia del daño a la vida o el desengaño de ella, la forma que vamos a estudiar a continuación, la violencia compensadora, es una forma más patológica, aun cuando no tanto como la necrofilia, que estudiamos en el capítulo III.

Entiendo por violencia compensadora la que es sustituía de la actividad productora en una persona impotente. Para que se entienda el término "impotencia" tal como se usa aquí, tenemos que pasar revista a algunas consideraciones preliminares. Aunque el hombre es el objeto de fuerzas naturales y sociales que lo gobiernan, al mismo tiempo no es sólo objeto de las circunstancias. Tiene voluntad, capacidad y libertad para transformar y cambiar el mundo, dentro de ciertos límites. Lo que aquí importa no es el ámbito o alcance de la voluntad y la libertad, (6) sino el hecho de que el hombre no puede tolerar la pasividad absoluta. Se siente impulsado a dejar su huella en el mundo, a transformar y cambiar, y no sólo a ser transformado y cambiado. Esta necesidad humana está expresada en las primitivas pinturas de las cavernas, en todas las artes, en el trabajo y en la sexualidad. Todas estas actividades son resultado de la capacidad del hombre para dirigir su voluntad hacia una meta y prolongar su esfuerzo hasta haberla alcanzado. La capacidad para usar así sus facultades es potencia. (La potencia sexual es sólo una de las formas de la potencia.) Si, por motivos de debilidad, de angustia, de incompetencia, etc., el individuo no puede actuar, si es impotente, sufre; ese sufrimiento debido a la impotencia tiene sus raíces en el hecho de que ha sido perturbado el equilibrio humano, de que el hombre no puede aceptar el estado de impotencia total sin intentar restablecer su capacidad para actuar. Pero ¿puede hacerlo, y cómo? Un modo es someterse a una persona o grupo que tiene poder, e identificarse con ellos. Por esta participación simbólica en la vida de otra persona, el hombre se hace la ilusión de actuar, cuando en realidad no hace más que someterse a los que actúan y convertirse en una parte de ellos. Otro modo, y éste es el que más nos interesa en esta ocasión, es la capacidad del hombre para destruir.

Crear vida es trascender la situación de uno como criatura que es lanzada a la vida, como se lanzan los dados de un cubilete. Pero destruir la vida también es trascenderla y escapar al insoportable sentimiento de la pasividad total. Crear vida requiere ciertas cualidades de que carece el individuo impotente. Destruir vida requiere sólo una cualidad: el uso de la fuerza. El individuo impotente, si tiene una pistola, un cuchillo o un brazo vigoroso, puede trascender la vida destruyéndola en otros o en sí mismo. Así, se venga de la vida porque ésta se le niega. La violencia compensadora es precisamente la violencia que tiene sus raíces en la impotencia, y que la compensa. El individuo que no puede crear quiere destruir. Creando y destruyendo, trasciende su papel como mera criatura. Camus expresó sucintamente esta idea cuando hace decir a Calígula: "Vivo, mato, ejercito la arrobadora capacidad de destruir, comparado con la cual el poder de un creador es el más simple juego de niños." Ésta es la violencia del inválido, de los individuos a quienes la vida negó la capacidad de expresar positivamente sus potencias específicamente humanas. Necesitan destruir precisamente porque son humanos, ya que ser humano es trascender el mero estado de cosa.

Estrechamente relacionado con la violencia compensadora está el impulso hacia el control completo y absoluto sobre un ser vivo, animal u hombre. Este impulso es la esencia del sadismo. En el sadismo, como dije en El miedo a la libertad, el deseo de causar dolor a otros no es lo esencial. Todas las diferentes formas de sadismo que podemos observar se remontan a un impulso esencial, a saber, el de tener un dominio completo sobre otra persona, convertirla en un objeto desvalido de nuestra voluntad, ser su dios, hacer con ella lo que se quiera. Humillarla, esclavizarla, son medios para ese fin, y el propósito más radical es hacerla sufrir, ya que no hay dominio mayor sobre otra persona que obligarla a aguantar el sufrimiento sin que pueda defenderse. El placer del dominio completo sobre otra persona (o sobre otra criatura animada) es la esencia misma del impulso sádico. Otra manera de formular la misma idea es decir que el fin del sadismo es convertir un hombre en cosa, algo animado en algo inanimado, ya que mediante el control completo y absoluto el vivir pierde una cualidad esencial de la vida: la libertad.

Sólo si se ha experimentado plenamente la intensidad y la frecuencia de la violencia destructora y sádica en los individuos y en las masas, puede comprenderse que la violencia compensadora no es algo superficial, resultado de malas influencias, de malas costumbres, etc. Es en el hombre una fuerza tan intensa y tan fuerte como el deseo de vivir. Es tan fuerte precisamente porque constituye la rebelión de la vida contra su invalidez; el hombre tiene un potencial de violencia destructora y sádica porque es humano, porque no es una cosa, y porque tiene que tratar de destruir la vida si no puede crearla. El Coliseo de Roma, donde miles de individuos impotentes gozaban su placer mayor viendo a hombres devorados por fieras o matándose entre sí, es el gran monumento al sadismo.

De estas consideraciones se sigue algo más. La violencia compensadora es el resultado de una vida no vivida y mutilada. Puede suprimirla el miedo al castigo, hasta puede ser desviada por espectáculos y diversiones de todo género. Pero sigue existiendo como un potencial en la plenitud de su fuerza, y se manifiesta siempre que se debilitan las fuerzas represivas. El único remedio para la destructividad compensadora es desarrollar en el hombre un potencial creador, desarrollar su capacidad para hacer uso productivo de sus facultades humanas. Únicamente si deja de ser inválido dejará el hombre de ser destructor y sádico, y sólo circunstancias en que el hombre pueda interesarse en la vida acabarán con los impulsos que hacen tan vergonzosa la historia pasada y presente del hombre. La violencia compensadora no está, como la violencia reactiva, al servicio de la vida; es el sustituto patológico de la vida; indica la invalidez y vaciedad de la vida. Pero en su misma negación de la vida aún demuestra la necesidad que siente el hombre de vivir y de no ser un inválido.

Hay un último tipo de violencia que necesita ser descrito: la "sed de sangre" arcaica. No es la violencia del impotente; es la sed de sangre del hombre que aún está completamente envuelto en su vínculo con la naturaleza. La suya es la pasión de matar como un modo de trascender la vida, por cuanto tiene miedo de moverse hacia adelante y de ser plenamente humano (preferencia que estudiaré más abajo). En el hombre que busca una respuesta a la vida regresando al estado pre-individual de existencia, haciéndose como un animal y librándose así de la carga de la razón, la sangre se convierte en la esencia de la vida; verter sangre es sentirse vivir, ser fuerte, ser único, estar por encima de todos los demás. El matar se convierte en la gran embriaguez, en la gran autoafirmación en el nivel más arcaico. Por el contrario, ser muerto no es más que la alternativa lógica de matar. Éste es el equilibrio de la vida en el sentido arcaico: matar a todos los que se pueda, y cuando la propia vida está saciada de sangre, uno está dispuesto a ser muerto. El matar en este sentido no es esencialmente amor a la muerte. Es afirmación y trascendencia de la vida en el nivel de la regresiÓn mÄs profunda. Podemos observar en individuos esta sed de sangre, a veces en sus fantasías y sus sueños, a veces en enfermedades mentales graves o en el asesinato. Podemos observarla en una minoría en tiempo de guerra —internacional o civil— en que se han suprimido las inhibiciones sociales normales. La observamos en una sociedad primitiva, en que el matar (o ser muerto) es la polaridad que gobierna a la vida. Podemos observar esto en fenómenos como los sacrificios humanos de los aztecas, en la venganza de sangre practicada en lugares como Montenegro (8) o Córcega, en el papel de la sangre como un sacrificio a Dios en el Antiguo Testamento. Una de las descripciones más lúcidas de esta alegría de matar se encuentra en el cuento de Flaubert titulado La leyenda de San Julián el Hospitalario. (9) Flaubert describe un individuo de quien se profetizó al nacer que sería un gran conquistador y un gran santo; se crió como un niño normal hasta que un día descubrió la emoción de matar. Había observado algunas veces en los servicios eclesiásticos un ratoncito que salía de un agujero de la pared; lo irritaba y estaba decidido a librarse de él. "Así, después de cerrar la puerta y de esparcir unas migajas de pastel por las gradas del altar, se apostó delante del agujero con un palo en la mano. Después de un rato muy largo, asomó una pequeña nariz roja y en seguida todo el ratón. Descargó un golpe ligero, y se quedó estupefacto sobre aquel cuerpecillo que ya no se movía. Manchaba la losa un poco de sangre. La limpió rápidamente con la manga, tiró afuera el ratón y no dijo nada a nadie." Más adelante, al estrangular a un pájaro, "las contorsiones del pájaro le hicieron latir violentamente el corazón, llenándolo de un placer salvaje, tumultuoso".

Habiendo experimentado la exaltación del derramamiento de sangre, tuvo la obsesión de matar animales. Ningún animal era demasiado fuerte ni demasiado veloz para escapar a ser muerto por él. El derramamiento de sangre llegó a ser la suprema afirmación de sí mismo como un modo de trascender la vida. Durante años su única pasión y su único entusiasmo fueron matar animales. Regresaba de noche, "cubierto de sangre y lodo, y apestando a olor de bestias salvajes. Se hizo como ellas". Casi llegó a lograr convertirse en un animal, pero no pudo conseguirlo porque era humano. Una voz le dijo que acabaría matando a su padre y su madre. Asustado, huyó del castillo, dejó de matar animales y se convirtió en un temido y famoso jefe de tropas. Como premio por una de sus mayores victorias le dieron la mano de una mujer extraordinariamente hermosa y amable. Dejó de ser guerrero, se dedicÓ con ella a una vida que podrÍa llamarse de arrobamiento; pero se sintiÓ hastiado y deprimido. Un dÍa empezó a cazar de nuevo, pero una fuerza extraña quitaba energía a sus proyectiles. "Entonces todos los animales que había cazado reaparecieron y formaron un círculo cerrado alrededor de él. Unos se sentaron sobre las ancas, otros permanecieron de pie. JuliAn, en medio de ellos, quedÉ helado de terror, incapaz del más ligero movimiento. Decidió regresar a su mujer y su castillo; entre tanto, habían llegado allí sus ancianos padres, y su mujer les dejó su propia cama. Tomándolos por su esposa y un amante, los mató. Cuando había llegado a la cima de la regresiÓn, tuvo lugar el gran viraje. Llegó a ser un santo, verdaderamente; consagró su vida a los pobres y los enfermos, y finalmente abrazó a un leproso para darle calor. Julián ascendió a los espacios azules, cara a cara con nuestro Señor Jesús, que lo llevó al cielo."

Flaubert describe en este cuento la esencia de la sed de sangre. Es la embriaguez de la vida en su forma más arcaica; de ahí que una persona, después de haber llegado a este nivel más arcaico de conexión con la vida, pueda volver al más alto nivel de desarrollo, al de la afirmación de la vida, por su humanidad. Es importante advertir que esta sed de matar, como observé arriba, no es lo mismo que el amor a la muerte, que se describe en el capítulo III. Se siente la sangre como la esencia de la vida; verter la sangre de otro es fertilizar a la tierra madre con lo que necesita para ser fértil. (Compárese la creencia azteca en la necesidad de verter sangre como condición para que siga funcionando el cosmos, o la historia de Caín y Abel.) Aun cuando uno vierte su propia sangre, fertiliza la tierra y se fusiona con ella.

Parece que en este nivel de regresión la sangre es el equivalente del semen; la tierra es la equivalente de la mujer-madre. Semen-óvulo son las expresiones de la polaridad macho-hembra, polaridad que se hace fundamental sólo cuando el hombre ha empezado a salir plenamente de la tierra, hasta el punto en que la mujer se convierte en el objeto de su deseo y su amor. (10) El derramamiento de sangre termina en la muerte; el derramamiento de semen, en el nacimiento. Pero la meta de la primera, como la del segundo, es la afirmación de la vida, aun cuando apenas por encima del nivel de la existencia animal. El matador puede convertirse en el amante si llega a nacer plenamente, si desecha su vínculo con la tierra y si vence su narcisismo. Pero no puede negarse que si es incapaz de hacerlo, su narcisismo y su fijación arcaica lo atraparán en un modo de vida que es tan cercano al modo de muerte, que difícilmente puede percibirse la diferencia entre el hombre sediento de sangre y el enamorado de la muerte.

2 Para las diferentes formas de agresión véase el rico material en estudios psicoanalíticos, en especial diversos artículos en los volúmenes de The Psychoanalytic Study of the Child (Nueva York, International Universities Press); véase especialmente sobre el problema de la agresión humana y animal, Aggression, por J. P. Scott (Chicago, University of Chicago Press, 1958). También The Psychology of Aggression, por Arnold H. Buss (Nueva York, John Wiley and Son, 1961); además, Aggression, por Leonard Berkowitz (Nueva York, McGraw-Hill Co., 1962).
3 En 1939 Hitler hubo de organizar un falso ataque a una estaciÓn silesiana de radio por supuestos soldados polacos (que en realidad eran individuos de las SS) para dar a su poblaciÓn la sensaciÓn de ser atacada y, en consecuencia, justificar su injustificable ataque a Polonia como una "guerra justa".
4 Cf. el rico material en J. Dollard, L. W. Doob, N. E. Miller, O. H. Mowrer y R. R. Sears, Frustration and Aggression (New Haven, Yale University Press, 1939).
5 Cuestionario de final abierto, las respuestas al cual se interpretan respecto de su sentido inconsciente e inesperado, a fin de dar datos no sobre "opiniones", sino sobre las fuerzas que operan inconscientemente en el individuo.
6 Del problema de la libertad se trata en el capítulo VI.
7 Paidós, Buenos Aires.
8 Cf. el cuadro que ofrece Djilas del modo de vida montenegrino, en que presenta el matar como el orgullo y la embriaguez mayores que puede sentir un hombre.
9 En Tres cuentos, Espasa-Calpe, Buenos Aires, Col. Austral 1259. [E.]

Fuente: Erich Fromm (1964) "El Corazón Del Hombre" Título original: The Heart of Man. Capítulo "Diferentes formas de violencia."