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miércoles, 8 de enero de 2025

La duración de las sesiones: Reflexiones sobre la temporalidad en el Psicoanálisis

La falta de una duración predeterminada que configure una técnica rígida hace que la temporalidad de las sesiones psicoanalíticas sea un desafío constante en la práctica. Esta dificultad se hace particularmente evidente en los comienzos de la práctica analítica, pero, de algún modo, permanece como un interrogante central para el analista a lo largo de su trayectoria.

El problema fundamental radica en determinar el momento en que una sesión debe concluir, en ausencia de un tiempo fijo como referencia. Esto desplaza la cuestión hacia un nuevo eje: ¿a qué punto del discurso del paciente debe atender el analista para decidir el cierre de la sesión?

Lejos de ser un obstáculo a eliminar, esta dificultad forma parte intrínseca de la especificidad del psicoanálisis. En lugar de buscar soluciones simplistas, el analista debe convivir con esta problemática, que, en última instancia, define su práctica.

Duración Variable: Un Gesto contra la Burocratización

En sus primeras enseñanzas públicas, Jacques Lacan introduce el concepto de duración variable de las sesiones como respuesta a la burocratización que dominaba el medio analítico de su tiempo. La fijación de sesiones de 45 a 50 minutos, aplicadas de manera uniforme, ignoraba la singularidad del discurso del paciente y eliminaba lo incalculable de la práctica analítica.

Sin embargo, esta propuesta, paradójicamente, dio lugar a un nuevo estándar: sesiones brevísimas, de 5 minutos en algunos casos. Este giro paradojal evidencia que la temporalidad sigue siendo un punto de tensión inherente a la práctica analítica.

Una Temporalidad para Nuestro Tiempo

En nuestra contemporaneidad, caracterizada por el vértigo y la inmediatez, surge la pregunta de si es momento de ofrecer a los pacientes "otro tiempo". El contexto actual, marcado por demandas rápidas y urgencias constantes, no es el mismo que el de la época de Lacan. Quizás, en este nuevo marco, sea necesario reflexionar sobre cómo la temporalidad de las sesiones puede adaptarse, sin perder de vista los principios fundamentales del psicoanálisis, para responder a las necesidades del presente.

miércoles, 13 de diciembre de 2023

El cierre del inconsciente: ¿Qué lo produce?

El cierre del inconsciente.

Un punto complejo en la práctica es el problema de la duración de las sesiones. Ella no puede estar sujeta a un canon temporal cronológico, fijado de antemano y siempre el mismo en todos los casos dado que el inconsciente, en la medida de responder a una lógica que es la del significante, conlleva necesariamente una temporalidad que no se corresponde con lo cronológico.

Más allá de que al principio no esté formulada en estos términos, la cuestión de la temporalidad de las sesiones es un problema atinente a la transferencia. Si se trata de cierre, el problema de la temporalidad de las sesiones, el asunto es cómo volver a abrir el inconsciente ahí donde se cierra.

Lo que nos habilita una pregunta que va un paso más allá, ¿qué cierra al inconsciente en la sesión analítica, desencadenando la conclusión de esta?

Es verdad que en el seminario 11 no parece establecer un vínculo entre este cierre del inconsciente y la dificultad que la transferencia implica, no solo el analizante, sino también al analista. Sino que parte, una vez más, de una crítica que sostiene a lo largo de mucho tiempo respecto de considerar a la transferencia como un aquí y ahora con el analista. “Una lectura banal”.

En cambio, no tiene nada de banal el problema respecto del cierre del inconsciente. Es la dificultad acerca de los límites del saber y la verdad. Si hay algo que cierra el inconsciente, esto no pertenece al campo del significante, sino que allí, en la transferencia, algo de otro orden se hace presente, y concierne a la posición del analista en la transferencia, a lo que allí viene a encarnar.

Esto hace necesario entonces considerar a la transferencia allende el Sujeto Supuesto al Saber y es por esa rajadura, en el saber, por donde entrará a jugar la posición del analista como semblante del objeto a.

 ¿Qué es lo que produce el cierre del Icc? 

Muy rapidamente, podríamos sentirnos inclinados a decir que es algo de otro orden que la verdad, y no faltaríamos a ella (precisamente). Sin embargo Lacan, en "Los cuatro conceptos..." aborda esta pregunta dando un rodeo por dos modos de considerarla.

En primer término esa verdad que interroga en su enseñanza parte de la crítica a parte del psicoanálisis de su época que toma a la transferencia como un aquí y ahora con el analista, situación en la cual la intervención analítica pone en forma una discordancia entre la transferencia y una "realidad" supuesta objetiva. ¿Qué concepto de verdad es éste? Es posble definirlo como uno erístico, en el sentido de soportarse del abuso de una perspectiva dialéctica que culmina en una banalización de lo que está en juego. Esta banalización cobra necesariamente, la forma de una disputa en la medida de que esta idea de la transferencia como una situación real donde dos "sujetos reales" entablan un vínculo termina casi hegelianamente en una disputa de conciencias. Y esta situación implica a la verdad soportada de un contenido.

A diferencia de esto Lacan lleva el impasse que la afecta a la diferencia entre la mentira y el engaño. La primera es inherente a la posibilidad de la verdad, pertenece a su campo y de allí que afirme no pocas veces que la mentira se afirma en verdad. Del lado del engaño, en cambio, se trata de un campo donde el sujeto habita, en la medida de su sujección al significante, y eso en tanto y en cuanto que engañar es hacer uso del significante para significar. El engaño entonces evidencia al significante como causa material del Icc, a la par que la diferencia entre mentira y engaño implica a la estructura del grafo del deseo soportado en dos cadenas que delimitan un intervalo en el cual lo que cierra al Icc se presenta.

lunes, 18 de enero de 2021

Cortes de sesión: ¿Apuro por concluir?

La razón que algunos psicoanalistas dan acerca de la conveniencia de acortar la duración de las sesiones suele ser que el analizante habla demasiado por el mero gusto de hablar y que pierde el tiempo. No va de suyo que esta manera de valorar el hablar no sea una consecuencia de la extensión que ha tomado en la civilización de la ciencia y el capital la idea de que hablar mucho de cualquier cosa sin evaluar su importancia carece de utilidad.

Puesto que hablar es con tanta frecuencia pérdida de tiempo y dinero, algunos se proponen cortar tanto goce inútil como manera de valorizar el habla, aumentando, por añadidura, el valor económico del tiempo que se emplea en ello. La cuestión es, sin embargo, que si bien la conclusión de la sesión abre para el analizante un nuevo tiempo de comprender, su momento se reduce al resultado lógico del tiempo de comprender del analista, puesto que es él quien lo decide. El analista, no obstante, no está eximido de dar razones de los pasos habidos en su tiempo de comprender que, como se sabe, requiere de tiempos ineludibles de suspensión en el proceso lógico que conduce a la precipitación del momento de concluir (cf. E, 1945, p.198).

Fuente: Raúl Courel (2020) "El apuro por concluir"

miércoles, 14 de octubre de 2020

Técnica

No hay que sorprenderse de que la práctica analítica sea “encuadrada” por el espíritu cientificista positivista experimental. Que sea experimental asegura que el experimentador se mantenga como variable independiente. La función analítica puede de este modo ser acotada en términos de pertinencias técnicas, cuestión que requiere una consideración nada ligera.

Técnicas puede haber muchas, pero no infinitas ni cualquieras. No hay tantas técnicas como significantes cualquieras. Tampoco el problema técnico es reducible a la singularidad del analista.
Es una técnica admisible el acortamiento de la sesión, como también lo es su alargamiento. Las técnicas ocupan el lugar que les da Lacan en La dirección de la cura….
No hay tampoco primacía técnica de atender al retruécano, la atención flotante no es un escáner de lapsus ni olvidos.

La transferencia no se deja circunscribir en un conjunto cerrado, ni es una relación de variables dentro del amor o el odio al analista.

No se trata de que el psicoanálisis sea “sucio”, apelando a una presentación que bien puede evocar una fantasía anal. Tampoco es una sofística. No se trata de tomar distancia de un pensar claro que se pretenda verdadero, incluso certero. Se trata de que el psicoanálisis no puede dejar de ser vínculo social. En este aspecto sucede algo nuevo: no hay una nueva matemática ni una nueva filosofía, hay un nuevo vínculo social.

La técnica se especifica por su función en el discurso. La función discursiva de las “sesiones cortas” no es la misma hoy que en 1953.

¿Podría producirse una “matemática dialéctica”? Tal “matemática dialéctica” no sería una nueva matemática (ahorrémonos un debate escolástico con el positivismo lógico), tal vez pueda ser una nueva dialéctica.
¿Sería su método una mayéutica? No, porque que haya analista significa que, en un lugar homólogo al de Sócrates, hace otra cosa que la que hace el filósofo, en el siguiente punto: no conduce a una palabra sostenible como verdadera. Hay una diferencia no soslayable entre palabra verdadera y habla verdadera.

¿Dónde se encuentra un analista?

Fuente: Raúl Courel (2013/12/04), "Técnica".

miércoles, 26 de agosto de 2020

Frecuencia: El Psicoanálisis de una vez por semana.


Desde hace un tiempo que los psicoanalistas trabajamos con pacientes una frecuencia de una vez por semana. Esta práctica se tornó habitual, pero no es mucho lo que se profundiza en las particularidades de este trabajo.

Para desarrollar esta temática invitamos a psicoanalistas para que respondan este cuestionario para poder iluminar este dispositivo.

1- ¿Qué indicaciones y contraindicaciones encuentra para el psicoanálisis de una vez por semana? ¿Qué límites y posibilidades encuentra en esta clase de trabajo?
2- ¿Cómo utiliza las otras variables del dispositivo analítico como el diván o el tiempo de la sesión? ¿Incluye otros recursos técnicos para este trabajo?
3- ¿Encuentra alguna particularidad la asociación libre, las intervenciones del analista, el manejo de la transferencia y el trabajo con los sueños en esta frecuencia?

Mariana Wikinsky
1- La indicación es siempre el resultado de un proceso de entrevistas que evalúa no sólo las cuestiones diagnósticas, sino también el modo en el que el paciente que consulta “imagina” su tratamiento, qué lugar ocuparía en su vida, cómo ha llegado a la decisión de consultar, qué impacto produce en él haber tomado esa decisión, cuánto tiempo le llevó tomarla, con qué expectativas me eligió a mí para desarrollar esas entrevistas, si resulta natural a su historia cultural y biográfica hacer una consulta psicoanalítica. Todas estas cuestiones inciden mucho en la indicación de la frecuencia semanal que formulo al finalizar las entrevistas. Del mismo modo, del trabajo que se empieza a desplegar una vez iniciado el análisis, van surgiendo también decisiones -siempre compartidas con el paciente- acerca de la frecuencia semanal con la que seguiremos desarrollando nuestro trabajo. Con esto quiero decir que la indicación de la frecuencia no es para mí un recurso técnico que se aplica como un reglamento de trabajo, sino que es siempre el resultado del conocimiento de cada paciente singular.

Si entendemos por indicación aquella frecuencia que el terapeuta marca como conveniente para el inicio de un tratamiento, son pocas las ocasiones en las que indico análisis de una vez por semana. Lo que ocurre más bien es que no me opongo a trabajar con esa frecuencia, y realmente encuentro la puesta en marcha de procesos productivísimos con ese ritmo de trabajo. Pero la indicación la hago sólo cuando creo que no cuento con el paciente para trabajar con más frecuencia, o la insistencia en el trabajo con mayor frecuencia podría generar sentimientos de rechazo al tratamiento en su conjunto, con la consiguiente amenaza de interrumpirlo, o cuando me doy cuenta de que el paciente considera absolutamente natural esa indicación, y absolutamente antinatural cualquier otra. Son muy pocas las ocasiones en las que comienzo por oponer mi criterio al del paciente en cuanto a la validez de atenderse más veces por semana, y lo hago sólo cuando la situación clínica lo justifica. Incluso he indicado en algunas oportunidades la disminución de dos veces a una vez por semana en el caso de adolescentes que plantean venir con cierto desgano. Aún convencida de que la frecuencia ideal en algún caso particular sea dos veces por semana, opto por preservar un buen vínculo terapéutico, y renuncio a presionar en un sentido “técnicamente correcto”.
Me encuentro muchas veces con la situación de que los pacientes en sus primeras entrevistas dan por sentado que vendrán una vez por semana, en muchos casos por motivos económicos, en otros casos sencillamente porque de este modo han pensado en todo momento el curso de su terapia. Se sorprenderían si les planteara la necesidad de venir más veces. En estos casos, salvo contraindicación como lo especifico más abajo, decido comenzar a trabajar con esa frecuencia. Más de una vez ha ocurrido que naturalmente se aumenta el número de sesiones semanales, y cuando no ha sido así, lo fue porque con una vez por semana el trabajo ha encontrado productividad.

La contraindicación de la frecuencia de una vez por semana, para el tipo de pacientes que habitualmente atiendo (es decir, adultos neuróticos y adolescentes en general) se sostiene básicamente en dos motivos: a) tendencia a la actuación, b) altos niveles de sufrimiento o angustia.

En estas situaciones puedo llegar incluso a oponerme a comenzar un tratamiento si no se cumple la indicación de dos o más veces por semana, ya que no puedo considerar de ningún modo que en estos casos se pueda poner en marcha un proceso terapéutico cuando no hay espacio ni tiempo disponible para abrir procesos de simbolización.

Encuentro absolutamente natural en mí desde el punto de vista técnico la propuesta de trabajar una vez por semana. Realmente me ocurre a veces que si no existen motivos clínicos como los que especifico más arriba, y no existen motivos de tipo profesional (en el caso de algunos analistas que podrían preferir analizarse con mayor frecuencia) que justifiquen el requisito o la necesidad de trabajar dos o más veces por semana, no surge en mí ningún conflicto respecto de la frecuencia, ni siento que esté traicionando al método psicoanalítico. No tengo compromisos institucionales que condicionen ese pensamiento en mí, ni que me obliguen a dar explicaciones acerca de por qué en muchos casos trabajo una vez por semana. Tampoco aceptaría una discusión en esos términos, si sólo remite a justificar por qué no elijo un tipo de práctica profesional más cercana a la planteada desde las instituciones “oficiales”. Sólo me parece válida la discusión si se plantea en términos de requerimientos de la clínica. Pertenezco a una generación de analistas para quienes -en muchos casos- el análisis tiene el sentido de aliviar el sufrimiento de las personas. O al menos ese es el sentido que el psicoanálisis tiene para mí. Y si ese objetivo se logra sin cumplir con los “cánones oficiales” que cierto terrorismo intelectual propuso (o más bien impuso) como los únicos posibles, entonces sencillamente no me siento obligada a cumplir con esos cánones. Prefiero mantener una discusión en términos francos, una discusión en la que todos contemos lo que efectivamente hacemos puertas adentro del consultorio. No creo que practiquemos el “vil cobre”, ni creo que debamos pensar resignadamente nuestra práctica como si hubiésemos estado obligados a renunciar por circunstancias sociales, económicas, culturales o del sistema de salud, al único modo válido en el que debe ejercerse nuestra tarea. Si fuera así no deberíamos de ningún modo aceptar esos condicionamientos, en ningún caso. Con franqueza, no creo que haya muchos analistas que decidan radicalmente sólo tomar tratamientos si son de dos o más veces por semana, y esto significa que encuentran validez en el trabajo que se despliega con una frecuencia menor. Lamentablemente la discusión acerca de la frecuencia semanal y otros recursos técnicos, ha degenerado en una discusión más de índole institucional que clínica.

Por todo lo antedicho, encuentro muchas posibilidades de trabajo psicoanalítico con esa frecuencia, y los límites me los planteo cuando son límites clínicos, y no un pre-requisito de la técnica. Como lo plantean Ana Berezin y Eduardo Müller en su trabajo “Cuando la técnica es una resistencia al método”, lo que debemos garantizar es la construcción de las condiciones en las que el método psicoanalítico pueda desarrollarse. Y estas condiciones no necesariamente están asociadas a la frecuencia semanal.

2- Nuevamente, no utilizo el diván a reglamento, sino cuando resulta adecuado para el paciente, y esto es no sólo qué situación clínica presenta, sino si desea trabajar de esa manera. Respeto las contraindicaciones para el uso del diván que todos conocemos. Lo propongo para tratamientos de una vez por semana o más, cuando existe capacidad asociativa, cuando el diván no se transforma en sí mismo en una fuente de angustia, cuando el paciente no lo vive como un rito extraño a su cultura. Difícilmente imponga el uso de diván, y la frecuencia no es determinante en esa decisión, sino que lo son los motivos clínicos, de diagnóstico, y -como lo decía más arriba- la puesta en marcha del método. No en todas las ocasiones lo propongo, y no insisto cuando el paciente ofrece resistencias que me parecen atendibles. Durante mi etapa de formación, mucho antes de que me tocara dirimir en mi propia clínica este tipo de cuestiones, leí un texto en el que el autor (psicoanalista) planteaba que a veces los analistas, entre la técnica y los pacientes, eligen la técnica. Si pensamos que difícilmente una persona consultaría si no sintiera un alto monto de sufrimiento, si pensamos que el comenzar a analizarse implica siempre -desde la primera entrevista- un impacto subjetivo y emocional importante, si pensamos que quien consulta debe aceptar la idea de hablarle a una persona que acaba de conocer, de lo que quizás represente sus secretos más íntimos, o lo que más pudor le produce, entonces se vuelve indispensable que “hospedemos” a nuestro paciente en un ámbito cómodo y confiable, en el inicio de un proceso en el que la técnica no se vuelva un obstáculo.

En relación al tiempo, las sesiones duran habitualmente 50 minutos. Sobre todo en pacientes adolescentes, extiendo (si puedo) o reduzco el tiempo en alguna sesión específica si considero que el cierre unos minutos antes o después puede favorecer el trabajo.

Estoy disponible para hablar por teléfono si un paciente lo necesita, y también utilizo el e-mail en algunos casos. Lo ofrezco cuando hay distancias geográficas importantes (por vacaciones o por viaje), y también he recibido y contestado -es cierto que en poquísimas oportunidades- mails de pacientes que aún estando en la misma ciudad que yo, han preferido entre una sesión y otra comunicarse conmigo de ese modo. Accedo primero a esa forma de contacto, y luego eventualmente retomo personalmente en sesión la pregunta acerca del por qué han elegido esa forma de comunicarse conmigo.

3- Francamente, no. Ni las asociaciones, ni el relato y análisis de los sueños, ni la interpretación de la transferencia, ni mis modos de intervención han sido distintos en los análisis de una vez por semana, que en los que trabajé dos veces por semana, o en los pocos en los que trabajé tres veces por semana. Insisto en la validez de ocuparnos de la puesta en marcha del método psicoanalítico, y estoy convencida de que se logra también con una frecuencia de una vez por semana. Estaría dispuesta a pensar en las diferencias que una y otra frecuencia podría generar en el despliegue de estas producciones (sueño, asociación libre, transferencia, intervenciones e interpretaciones del analista), y seguramente las habrá. Pero no estaría dispuesta a discutirlas, por ejemplo, en términos de psicoanálisis vs. psicoterapia, ni en términos de la invalidación del trabajo de una vez por semana, porque con absoluta franqueza, cuestionarlo no se desprende de mi experiencia ni como analista ni como paciente.

miércoles, 5 de agosto de 2020

La textura de lo social (3): Los 4 discursos, uno por uno.



Pasemos a explicar en detalle lo que está en juego en cada "matema" (relación entre letras) de formalización del discurso en tanto estructura del lazo social.

El discurso del amo
El discurso del amo es la estructura que se genera a partir de la definición misma del significante como "lo que representa un sujeto para otro significante" (Lacan, 1960, reproducido en Lacan, 1966: 835). Esta matriz lleva la impronta de la dialéctica del amo y el esclavo, que gravita sobre el pensamiento de un Lacan alimentado por las lecciones sobre la Fenomenología del espíritu de Alexander Kojève (1947), quien hizo de la dialéctica del amo y el esclavo la piedra angular de interpretación del sistema hegeliano.

En el discurso del amo, la ley, el orden y la autoridad —en tanto significantes amo S1— se hallan en la posición dominante del agente. Este discurso es ante todo el discurso fundacional de los imperativos que tienen que obedecerse sólo porque son los imperativos del amo. Los significantes en los cuales se fundamenta en sí mismo no tienen ningún sentido: son vacíos, pero deben ser obedecidos de manera categórica. Cualquier intento por apuntalar el discurso del amo con argumentos lógicos no anula el hecho de que éste es un discurso de poder y mando, no de razón.

Aquí el lugar de la verdad está ocupado por la subjetividad dividida del amo, (castrada y precaria como la de cualquiera), pero enmascarada por la posición fuerte del agente (S1) que le otorga al amo la sensación de estar plenamente constituido y lo vuelve susceptible del delirio de grandeza de quien declara ufano que sólo "el cielo es el límite".

Desde su lugar, el agente se dirige al otro (S2) y lo pone a trabajar. Metafóricamente, Lacan relacionaba S2 con el esclavo de la dialéctica hegeliana, quien posee el saber y es obligado a trabajar bajo la acción del amo-agente. Como esclavo, tiene que renunciar al goce para salvar su vida luchando hasta la muerte contra el amo; en vez de goce, tiene trabajo compulsivo que realizar. Sin embargo, ¿quién es este esclavo que trabaja sin desmayo día y noche? Es el incesante inconsciente, que atesora el saber de la condición del sujeto, la verdad acerca del goce que encierran sus síntomas. La paradoja es que el sujeto mismo no sabe nada del saber inconsciente que lo habita y, de hecho, prefiere no saber nada. Sin duda, el inconsciente como saber no es del orden de la teoría, sino saber "[...] atrapado en la cadena significante que tendría que ser subjetivado" (Fink, 1998: 38).

El resultado del trabajo del esclavo es el "objeto a", la plusvalía de este proceso, que cae bajo la barra que divide la parte alta y baja del esquema. Como sucede con $ colocado en el lugar de la verdad, el "objeto a" no está disponible para las representaciones del sujeto debido a su condición de producto inconsciente. En este nivel se inscribe también la conjunción/dis-junción ( ) del sujeto respecto del objeto a causa del deseo, la cual define el fantasma, que da cuenta del modo particular como el sujeto experimenta goce, aunque no con su pareja sexual, sino con el objeto a, su magro substituto.

Para ilustrar el funcionamiento del discurso del amo en el terreno de la sociedad, remitámonos al habla política, con su abundancia de performativos e intimaciones; pero no sólo la enunciación política es de esta suerte, también la científica y la teológica lo son.
Apuntando a interpretar el discurso colonial, Charles Melman (1990; 1996) ha propuesto una pequeña modificación en la escritura del discurso del amo trazando una línea vertical entre los lados derecho e izquierdo del matema original:
Esta formalización daría cuenta del fracaso del discurso colonial en la creación de vínculos entre el colonizador agente S1 y el colonizado otro S2, esto es, del colapso de todo tipo de instancia discursiva que viniera a establecer un lazo simbólico entre ambos. Así (en vez de pacto simbólico que promueva la expectativa de un goce fálico compartido), lo que encontramos del lado del amo colonial es pura violencia; y del lado del otro colonizado, rebelión.

El discurso de la universidad
El discurso de la universidad es el arquetipo del discurso del "conocimiento racional", aunque no se asimila per se a la ciencia o a la lógica. Dicho discurso especifica un tipo particular de lazo social en el cual S2 (el saber) es puesto en el lugar del agente, que se dirige al otro a manera de elusivo objeto a.

Como habremos podido imaginar, con el progreso de la racionalización y el "desencanto del mundo" que caracteriza a los tiempos modernos y posmodernos, el discurso de la universidad, bajo el disfraz de la tecnología y del habla de los expertos de todo tipo (incluida la de los sociólogos expertos que compilan datos y más datos para estudiar el crimen, la familia, la pobreza, etcétera), parece prevalecer sobre cualquier otro tipo de lazo discursivo. Este ha venido a organizar el mundo de la vida hasta lo más íntimo, sin contar con que hoy incluso los líderes políticos justifican sus acciones no porque controlan el poder, sino porque sus decisiones cuentan con el respaldo del conocimiento de los expertos (Melman, 1996). El flagrante contubernio entre el conocimiento especializado y el poder político es lo que Foucault señalaba como lo propio de "la edad moderna del poder", la "biopolítica": la convergencia entre saber y poder.

Sin duda, en nuestros días el discurso de la universidad se ha transformado hasta el punto de convertirse en una modalidad más del discurso del amo.

El discurso del analista
El discurso del analista surge tarde en la Historia: apenas en el siglo XIX, cuando Freud formuló el psicoanálisis como teoría general del aparato psíquico.

En este matema discursivo, el analista funciona en la perspectiva del puro deseo, del objeto a puesto en condición de agente, desde donde se dirige al lugar del otro en el cual se sitúa el analizante en tanto sujeto dividido. Por definición, el discurso del analista es el que estructura la clínica psicoanalítica en lo que aparenta ser un lazo binario que une a un analizante y a un analista. No es así: el lazo es en realidad ternario puesto que implica al otro (al inconsciente, al significante) como elemento tercero, cuyo reconocimiento bastaría para disipar toda ilusión de que se trata de dos almas gemelas unidas por un diálogo.

Al principio de la cura psicoanalítica, el analista es una simple "x" y el analizante, apenas un potencial. En estricto sentido, no hay analista sino cuando hay acto analítico, es decir, cuando, en el après coup de una interpretación apropiada por parte del analista, el saber del Otro sale a la luz. En el curso de la cura, el analizante es llamado a seguir la regla fundamental de la "libre asociación" y a decir lo que le venga a la mente sin atenerse a censuras morales o lógicas; de esta manera es empujado a producir los significantes-amo (S1) a los cuales se encuentra "agarrado"; significantes que requerirían ser articulados con significantes binarios (S2) para adquirir sentido. El analista está ahí para leer en las palabras del analizante (tornándolas texto) y para garantizar que el ejercicio de asociación libre tenga sentido, incluso antes de que se revele el sentido de las palabras que éste profiere desde el diván. Lo que el analizante dice, en definitiva, no es para nada arbitrario, sino que está condicionado por el deseo inconsciente: la palabra, para el psicoanálisis, es demanda, deseo, no mera flatulencia que se escapa por la voz.

La estructura discursiva de la que participan analista y analizante define el dispositivo psicoanalítico, cuyo mecanismo eje es la transferencia, que pone al inconsciente en la escena de la cura. La transferencia tiene lugar entre ambos, en cuanto el analizante se sitúa en disposición de búsqueda de la verdad sobre sí mismo, sobre su deseo. Por esa vía, quien se somete al análisis vence las resistencias y da al inconsciente posibilidad de efectuarse (Braunstein, 1988).

No hay aspecto de la biografía de un sujeto que pueda ser considerada importante en sí misma para la comprensión de sus deseos inconscientes. Sólo después de un largo trabajo de asociación en la cura (id est, bajo transferencia), algunos hechos de su vida van a cobrar importancia para propósitos psicoanalíticos, en especial sus síntomas (ahora apalabrados, construidos para el analista desde el diván), sus equivocaciones involuntarias, la repetición de sus fracasos, sus actos fallidos. Básicamente, se trata de un trabajo de reconstrucción retrospectiva (nachträglichkeit) y no puede ser de otra manera, pues no hay "contenido" inconsciente que se encuentre de antemano en el psiquismo (o en el cuerpo) a la espera de ser descubierto; de hecho, el inconsciente no es en sí mismo sino una construcción après coup que tiene lugar en el espacio transferencial entre analizante y analista.

En general, quien llega al diván de un analista lo hace con el sentimiento de ser un "individuo", convencido de su unidad e integridad, positivamente seguro de la ecuación entre su ego y su pensamiento. No obstante, el sujeto sufre y porque sufre duda de la explicación que se da a sí mismo sobre sus males: debe de haber algo sobre su condición que no sabe, un saber que esperaría encontrar en el otro, el analista. En términos filosóficos, diríamos que se llega a la cura como sujeto del cogito. El psicoanálisis, sin embargo, hace una radical distinción entre ser y pensar: ser es lo que el sujeto logra hacer con su goce, incluso al precio de su salud y bienestar, como lo muestra el sufrimiento psíquico. Pensar, por el contrario, es un atributo de la conciencia y del individuo-ego en tanto "sujeto de los enunciados". Toda apariencia monolítica del sujeto va pronto a caer en el curso del análisis porque allí éste va a ser interpelado no como "individuo", sino como sujeto dividido entre representaciones conscientes y deseos inconscientes. Ese va a ser el motivo de la "histerización" del sujeto durante el proceso analítico: que el analista se dirija a él como dividido y contradictorio, cuyos pensamientos vienen del Otro, no de su ego. De allí entonces su precaria identidad, la inestabilidad de su condición subjetiva, la ingravidez de su ser.

En estricto sentido, la función del analista durante la sesión es desaparecer como "Yo" (moi) frente al "Yo" del analizante, contrarrestando así todo entrampamiento imaginario de tipo compasión o empatía. Su actitud es de docta ignorantia puesto que, a diferencia del filósofo, "[...] el analista no dice [...] que nada sabe, no es un ignorante. [...] Pero nada sabe del inconsciente del analizante en presencia. [De hecho], su saber no coincide con la suposición del analizante" (Oyervide, 1996: 55), esto es, que el analista tiene perfecto conocimiento de la causa de sus síntomas y de su inconsciente: para el analizante, el analista es el "sujeto supuesto saber", y ese supuesto es el motor de la cura analítica ya que constituye la transferencia misma.

El analista debe ubicarse en el lugar del objeto a —el agente real de la cura— para inducir desde allí la producción de significantes-amo por parte del analizante. El analista dirige la cura, no dirige al analizante; por eso, cuando interpreta durante la sesión, lo hace desde la perspectiva del objeto a, no de lo que cuenta el analizante. Con frecuencia guarda silencio, lo cual permite al analizante producir nuevos significantes y crea la oportunidad para que el sujeto del inconsciente se manifieste.

Como medio para escandir el habla del analizante, el analista puede decidir acortar el tiempo de sesión, jugando así con una temporalidad que no es cronológica sino lógica; es decir, relativa a la lógica del significante. Pero, ante todo, desde el lugar que ocupa el analista está allí para empujar al analizante a hablar, alentándolo a asociar con libertad burlando así la represión y la censura. En último término, lo que se halla en juego en la posición del analista es la transformación de su conocimiento teórico en herramienta que trabaja en el registro de la verdad del sujeto. "El problema no es lo que el analista dice", escribe Lacan en la "Proposition du 9 Octobre 1967", "sino la función de lo que dice dentro del psicoanálisis".

Por efecto de la transferencia, el analista es para el analizante el "sujeto supuesto saber", y el objeto de sus fantasías y deseos. Desde la posición del objeto a, el analista va a interpelar al otro como S como sujeto en falta, sujeto dividido—, de quien se espera que produzca los significantes amo (S1) en los que su verdad se encuentra alienada.

El discurso de la histérica


En palabras de Lacan, "La histérica es el sujeto dividido mismo; [...] es el inconsciente en operación, que pone al amo contra las cuerdas para que produzca saber" (Lacan, 1970: 89). Recordemos que la spaltung (división) del sujeto es el efecto de la dependencia del sujeto al lenguaje, que crea la fisura estructural de donde parte el ímpetu, particularmente notorio en el caso de la histeria, para la búsqueda desesperada de medios con el fin de llenar el vacío.

Marc Bracher ha descrito con propiedad el discurso de la histérica. Para él, dicho discurso se encuentra operando
[...] cuando el discurso es dominado por el síntoma —esto es, por su modo conflictivo de experimentar goce, conflicto que se manifiesta [...] como fracaso del sujeto S para coincidir con, o ser satisfecha por, el goce de los significantes amo que la sociedad ofrece (Bracher, 1993: 66).
El discurso histérico es el del analizante que habla desde lo más profundo de sus síntomas durante la sesión de análisis. Lo que Freud definió una vez como la "regla de oro" del tratamiento psicoanalítico, la asociación libre, entraña la histerización del sujeto en análisis, quien habla sin racionalizar desde la perspectiva de aquello que hace síntoma. En este sentido, la histeria puede considerarse la condición misma para cualquier progreso en el tratamiento analítico.

El discurso de la histeria, entonces, ubica en el lugar dominante del amo-agente la división subjetiva, el síntoma del sujeto. Desde este lugar, el agente se dirige al otro, al significante amo, en busca de respuestas que alivien su mal de vivre, que suplan su falta-en-ser. Como dice Gérard Wajeman, "[...] la enunciación histérica es preceptiva: '¡Dime mi verdad!'" (Wajeman, Op. cit.: 12), dime la verdad acerca de quién soy... , no importa si en esta búsqueda desesperada el otro sea llevado al límite, a mostrar sus propias carencias... , aunque en ese momento seguramente la histérica va a emprender el movimiento de retirada al comprobar que el otro, el amo, también está castrado. La histérica siempre se colocará ella misma como objeto de goce, como "[...] objeto precioso en una rivalidad con el falo; es decir, [querrá] ser la joya y demandar al hombre simplemente presentarse o prestarse como caja de la joya" (Brousse, 2000: 51).

En resumen, el sujeto posicionado en el discurso de la histérica busca respuestas que calmen su ansiedad. interrogada por la levedad de su ser, la cual le resulta insoportable, la histérica se comporta como un investigador científico que procura certezas en su laboratorio, empujando el conocimiento hasta los límites. Con razón Lacan decía que el discurso de la ciencia es el ejemplo mismo del discurso de la histérica.10

V. CONCLUSIONES
Desde sus inicios como campo de reflexión y disciplina académica, la Sociología se ha planteado interrogantes sobre lo que hace lazo social al plantear las "relaciones sociales" como el objeto por excelencia de su indagación. En el pensamiento sociológico clásico, de Durkheim a Parsons, estas relaciones se definieron en términos de integración y valores, mientras que Marx las abordó en el marco de la explotación de clase correspondiente a un nivel determinado de desarrollo de las fuerzas productivas. Weber, en cambio, las situó en el proceso de expansión progresiva de la racionalidad instrumental respecto de las formas de racionalidad ligada a valores o a la tradición. Más cerca de nosotros, Touraine ha propuesto referir las relaciones sociales a la acción de actores en conflicto dentro de campos determinados. Y Bourdieu, con mirada objetivista, piensa que todo lo que hay en sociedad son relaciones independientes de la conciencia de los agentes.

Sin duda, los nexos sociales se establecen al interior de la producción, se apoyan en las instituciones, se bañan en los valores que circulan en sociedad, llenan el espacio conflictivo de los actores sociales. Sin embargo, aunque parezca que los vínculos son meros desprendimientos de estos contextos, la verdad es que el lazo social constituye el requisito sine qua non para que las diferentes dimensiones de la vida social sean posibles: se necesita del lazo para que haya producción e intercambio, división del trabajo, acción y movimiento social, solidaridad entre partes de la sociedad. Por ello, siendo estrictos, deberíamos primero intentar dilucidar la naturaleza del lazo social si queremos luego develarlo en su operación dentro de situaciones, campos, instituciones... Pero entonces veríamos que su naturaleza no es sino la misma que constituye al sujeto como ser social: el lenguaje, que en sí mismo no es de naturaleza social, aunque en su operación discursiva precipita un nexo social. Ello hace toda la diferencia entre las sociedades animales y la humana, ya que gracias al lenguaje podemos crear instituciones, actuar y no sólo comportarnos, producir cooperativamente, racionalizar el mundo, etcétera. Gracias al lenguaje, la socialidad humana es simbólica, no instintiva ni esencial.

Que los seres humanos tengamos lenguaje quiere decir que tenemos la capacidad de introducir diferencias en el Real, marcar discontinuidades, establecer discriminación; todo eso por la acción específica del significante que burila el Real, lo bordea con símbolos para hacerlo susceptible de ser tratado por medios humanos. Porque operamos con el lenguaje en función discursiva, tejemos lazos sociales, usando palabras o sin ellas, aunque el lazo nos establece siempre en un pie no recíproco y no complementario frente al otro.

Es extraño que la Sociología haya permanecido hasta ahora impermeable a este tipo de consideración. Quizás ello se deba a cierta falta de receptividad de su parte a los avances en otras ciencias, en especial del psicoanálisis y su elaboración respecto de la subjetividad y el lenguaje. Sorprende comprobar que en una obra donde se critican teorías contemporáneas del lenguaje como es Langage et pouvoir symbolique, de Pierre Bourdieu (2001), el nombre de Lacan no se menciona sino una vez (¿mero name dropping?), aun cuando en la obra de Lacan se encuentra una aproximación al lenguaje que pone de cabeza el formalismo de la lingüística moderna, lo que significa —entre otras cosas— un tratamiento no semiológico del lenguaje, la abolición de todo utilitarismo comunicativo y el señalamiento de que el efecto más notable del lenguaje es el sujeto mismo, no el sentido o la significación. Resulta irónico comprobar que en la obra del sociólogo que en determinado momento en Francia llegó a pasar como "el intelectual dominante", no se considera el aporte de Lacan y el psicoanálisis para la comprensión del discurso como fundamento del lazo social, y del sujeto como efecto del lenguaje (del sujeto y, por consiguiente, del "actor", o del "agente" —como Bourdieu prefiere llamarlo—, con lo que de paso incurre en una suerte de "hiper-estructuralismo" que encierra una contradicitio in termini al interior de su Sociología, pues en determinado momento él se declaró de manera rotunda contra el estructuralismo).

No es mi planteamiento que la Sociología deba hacer su "giro lingüístico", como lo han hecho otras disciplinas. La crítica que hace Perry Anderson a "the exorbitation oflanguage" por parte del estructuralismo, me parece válida en su propósito de cuestionar el "imperio de los signos" planteado por algunas tendencias "populares" del estructuralismo, las cuales acabaron nombrando "lenguaje" o "discurso" a cualquier cosa (Anderson, 1984: 42). La referencia al lenguaje en la perspectiva de Lacan dista mucho de eso; para comenzar porque para el psicoanálisis recurrir al lenguaje no es sino el medio para pensar el sujeto, su verdadero asunto. Tal propósito muestra una vía ejemplar para la Sociología pues sería de desear que ésta se libre del legado durkheimiano de tratar los hechos sociales como "cosas", para enfocarse en el estudio de los efectos subjetivos de la vida social. Apoyándonos en el psicoanálisis, los sociólogos podríamos aprender a "leer" el texto social, lo cual nos llevaría a abordar los fenómenos de sociedad desde la perspectiva de su inscripción significante. También aprenderíamos a ver los vínculos que ligan a los sujetos no por su simple condición objetiva, sino por la condición que los instaura y los torna positivos, esto es, el discurso.

Notas:
10 "Ni hablar del discurso histérico: es el mismísimo discurso científico" (Lacan, 1971-1972 (a): 32).

Fuente: Gutierrez Vera, Daniel (2003) "La textura de lo social" - Rev. Mex. Sociol vol. 66 no. 2 México abr./jun. 2004

jueves, 16 de enero de 2020

El humor de Tute



martes, 11 de septiembre de 2018

Por dónde empezar: los comienzos del tratamiento.

¿Qué se pone en marcha cuando abrimos la puerta del consultorio por primera vez a quien nos consulta por un padecimiento? ¿Y qué hacer a partir de allí?


En qué momento y con qué ejes damos comienzo a un tratamiento psicoanalítico es un interrogante que tiene su comienzo en nuestro artículo anterior: 6 reglas de Freud para la clínica psicoanalítica.

Freud nos brinda en su trabajo “Sobre la iniciación del tratamiento” de 1913 la metáfora del juego de ajedrez, para decir que las reglas a las que está sujeto un tratamiento tienen movimientos precisos y no son de cualquier manera.

Es una metáfora para la posición del analista: teniendo en cuenta la jugada y los efectos que vuelven del contrincante, resuelve qué pieza mover en cada ocasiónl

En otros textos, con relación a la mirada del paciente, utiliza otra metáfora y dice que un análisis es equivalente a emprender un viaje.


Tiempo de prueba

Durante un primer “período de prueba”, el analista se toma unas semanas para ubicar una cuestión diagnóstica: ¿frente a qué subjetividad estamos? Es fundamental establecer esto antes de proponer el comienzo de un tratamiento, ya que la dirección de la cura será diferente en cada caso.

Años más tarde, Lacan tomó este modelo freudiano y lo llamó entrevistas preliminares. Este tiempo de entrevistas no es fijo, y en el caso de la neurosis se trata de esperar la transferencia.

Una vez concluido el período de prueba y teniendo en claro la posibilidad de trabajo con el futuro analizante se le propone el “pasaje a diván”. Esto implica dejar fuera la mirada, ya que el analista queda fuera de la mirada del paciente.

Freud lo colocó para poder abandonarse a la atención flotante, que es la contraparte de la propuesta que hacemos al paciente, la asociación libre, como lo hemos visto anteriormente.

Comienzo de tratamiento: el contrato analítico

Pasado el período de prueba y considerado el comienzo del tratamiento, se establece el contrato analítico: el tiempo y el dinero.

EL TIEMPO

Se le asigna al paciente una hora de trabajo o más por semana. Es su hora aunque no la utilice. ¿Por qué esto es fundamental? Porque la hora estipulada sirve para medir cuando aparecen las resistencias o el valor de las ausencias, enfermedades ocasionales, etc.

Nos dice Freud que si tenemos una actitud más tolerante, las ausencias se multiplican hasta amenazar la continuidad del tratamiento.

En su tiempo, Freud trabajaba con cada paciente seis días por semana.

En relación al tiempo, hay una pregunta frecuente por la duración del tratamiento. Es una pregunta imposible de responder, ya que en el psicoanálisis nos remitimos a un tiempo lógico, no cronológico, y a la atemporalidad del inconsciente. No se puede prometer tiempos cortos, aunque es necesario un compromiso de trabajo.

EL DINERO

El punto de los honorarios es un ítem difícil. En el dinero participan las equivalencias simbólicas, o sea que se juega lo sexual.

Los honorarios no solo se fijan dentro de un parámetro profesional, sino que también tienen relación con la comodidad del analista al establecer el valor de su hora de trabajo.

Por lo general se cree que un honorario bajo sería mejor tomado por el consultante; al contrario, muchas veces fomenta la dimensión del síntoma, por ejemplo, dificultades con el dinero o con el trabajo. El dinero es un elemento de intercambio simbólico y coloca un acotamiento.

En relación a este punto, Freud planteó que una actitud filantrópica del analista produce problemas transferenciales importantes que llevan a interrumpir la cura.

El dinero entra en juego de diversas maneras, no solo está quien quiere pagar menos; también está el que paga más de más, por ejemplo en un equívoco.

Hay una anécdota al respecto. Lacan recibió a un paciente, quien en la primera entrevista le habló sobre su situación precaria. En el momento de la pregunta por los honorarios, Lacan le dijo que simplemente le pague con lo que llevaba en los bolsillos. Resultó ser una cantidad mucho mayor a la que él solía cobrar, lo cual demostró el verdadero valor de la intervención.

El contrato analítico muchas veces no lo explicitamos, pero es importante tenerlo en cuenta, en especial, y no sin la consideración sobre el dinero, el punto del horario convenido más allá de que el paciente lo utilice o no.

A lo largo del tratamiento, nos sirve para evaluar qué relación a la falta tiene el sujeto: si está dispuesto a perder su hora con el pago consiguiente; si se niega a perder, y entonces el que pierde es el analista; si nos pide recuperar para no hacerse cargo, etc. Son distintos modos en que se juega la pérdida en transferencia.

¿Con qué material se comienza el tratamiento?

Una vez ubicadas las condiciones de la cura, pasamos a la cuestión de los materiales.

Hay que dejar al paciente hacer su relato. No se trata de un diálogo, sino que debe comunicar todo lo que se le ocurre, sin dejar nada de lado.

Cada fragmento de la historia va a ser contado muchas veces y en esa repetición aparecerán elementos que ni el paciente tenía en cuenta. Esto permite construir nexos importantes que dan lugar a nuevas asociaciones.

La transferencia

Freud nos da una indicación precisa, para la interpretación, el analista debe esperar que se dé un momento preciso en el comienzo de la cura.

La meta del primer tiempo de tratamiento es el surgimiento de la transferencia.

Se necesita tiempo. El paciente por sí solo, nos dice Freud, “produce un allegamiento y enhebra al médico en unas imagos de aquellas personas de quienes estuvo acostumbrado a recibir amor”.

Es el primer tiempo del amor de transferencia. El paciente reedita rasgos antiguos y repite reacciones infantiles: se pone en juego lo más pulsional. El amor de transferencia es el carácter del enamoramiento.

Los desafíos más serios para el trabajo del analista consisten en el manejo de la transferencia.

martes, 19 de diciembre de 2017

Tiempo y dinero en el encuentro psicoanalítico.

Juan Guillermo Uribe

La primera pregunta que surge cuando se ponen juntos los significantes ”tiempo” y “dinero” en el encuentro psicoanalítico, es: ¿pueden ser tratados como simples condiciones de una transacción de servicio profesional? Otra pregunta se relaciona con las leyes de la economía y su aplicabilidad al dispositivo analítico: ¿el valor de uso y el valor de cambio de la economía condicionan lo que se desarrolla en este dispositivo? En general, la comunidad analítica se ha guiado por el escrito de Freud: “Sobre la iniciación del tratamiento”, de 1913, pero, con el paso del tiempo, cada analista ha decidido el monto de la transacción como parte de un acuerdo privado entre él y el analizante. El tiempo y el dinero son significantes que, algunas veces, circulan entre analizantes y analistas como elementos tomados fuera de contexto, como si pertenecieran a un catálogo comercial: analistas costosos, sesiones cortas, regulaciones por los efectos inflacionarios; pago en otras monedas…. ¿Desde qué lugar teórico, coherente con el dispositivo analítico, se determinan el tiempo de la sesión y su pago?