Entre los seminarios 14 y 20 se dibuja una confluencia clave en la enseñanza de Lacan. En el primero, llega a afirmar que el Otro es el cuerpo; en el segundo, sostiene que una mujer encarna una radicalidad del Otro. Ambas formulaciones, de alta densidad conceptual, permiten leer un movimiento en su pensamiento: del Otro como lugar de la palabra al Otro como lugar de su imposible.
Este desplazamiento señala una torsión decisiva: ya no se trata simplemente del Otro del significante, del saber o de la verdad, sino de un Otro agujereado, solidario del impasse que lo real impone a lo simbólico. Dicho de otro modo, el Otro deja de ser garante para volverse, más bien, índice de una falla estructural.
En este punto, la figura de la mujer —en tanto no-toda— permite una articulación singular. No es que “la mujer” diga la verdad del Otro, sino que ella testimonia, por su modo de goce, de que el Otro vacila. Es en este sentido que Lacan puede hablar de un “rasgo de no fe de la verdad”: el saber no se sostiene ya como totalidad, sino como saber agujereado. Y ese agujero, lejos de ser un defecto, se convierte en brújula clínica.
El verbo “despertar” podría parecer impropio o demasiado cercano a una metáfora espiritualista. Pero su sentido se aclara si se lo articula a la lógica del fantasma: fantasma como sostén que permite al sujeto dormir el sueño de la verdad, soñar con un saber pleno, consistente, sin falla.
Entonces, ¿qué sería ese despertar? No se trata, ciertamente, de acceder a un nuevo saber articulado. Despertar no es saber más, sino inventar un hacer posible allí donde no hay garantías, allí donde la falta en el Otro no es sólo reconocida, sino atravesada.
No una iluminación, no un acto de comprensión, sino el momento en que el sujeto, sin garantía, hace con lo que no cierra. Ahí donde la verdad flaquea, algo del sujeto puede comenzar.