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sábado, 31 de agosto de 2024

El "enuí" o "ennui": ¿Qué es?

 El "enuí" o "ennui" es una palabra de origen francés que se refiere a un estado de aburrimiento profundo y tedio, caracterizado por una falta de interés o entusiasmo en la vida o en las actividades cotidianas. Este sentimiento va más allá del simple aburrimiento; es una especie de cansancio emocional o mental que puede estar relacionado con una falta de propósito o satisfacción en la vida.

Ennui en la película "Intensamente 2"

El ennui a menudo se asocia con una sensación de vacío y la idea de que nada es lo suficientemente interesante o significativo como para mantener la atención o el entusiasmo. Es una experiencia que puede surgir de la monotonía, la rutina o la falta de estímulos que generen pasión o alegría.

El ennui en la bibliografía

El concepto de "enuí" o "ennui" ha sido abordado por varios autores a lo largo de la historia, especialmente en la literatura y la filosofía, quienes han explorado este sentimiento de vacío y tedio existencial. Aquí te menciono algunos de los más destacados y sus aportes:

1. Charles Baudelaire

  • Obra: Las flores del mal (1857)
  • Aporte: Baudelaire, un poeta francés del siglo XIX, es conocido por su exploración de la decadencia y la melancolía en la sociedad moderna. En Las flores del mal, el ennui es un tema recurrente, donde lo describe como un estado de aburrimiento profundo y malestar espiritual. Para Baudelaire, el ennui es una especie de mal de la civilización moderna, un vacío existencial que surge de la falta de sentido en la vida cotidiana.

2. Jean-Paul Sartre

  • Obra: La náusea (1938)
  • Aporte: Sartre, un filósofo existencialista francés, aborda el tema del ennui en su novela La náusea. El protagonista, Antoine Roquentin, experimenta un profundo desasosiego y aburrimiento que lo lleva a una crisis existencial. Sartre utiliza el ennui para explorar la idea de la existencia absurda y la búsqueda de significado en un mundo carente de propósito intrínseco.

3. Fiódor Dostoyevski

  • Obra: Memorias del subsuelo (1864)
  • Aporte: En esta novela, el protagonista es un hombre amargado y aislado que experimenta una profunda insatisfacción con la vida. Dostoyevski explora el ennui como una condición humana inevitable que surge de la autoconciencia y la incapacidad de encontrar satisfacción duradera en los placeres mundanos. El ennui aquí es un síntoma de la lucha interna entre el deseo de ser y el absurdo de la existencia.

4. Albert Camus

  • Obra: El mito de Sísifo (1942)
  • Aporte: Camus, otro filósofo existencialista francés, aborda el sentimiento de ennui en su ensayo El mito de Sísifo, donde introduce el concepto del absurdo. Según Camus, el ennui es una manifestación del absurdo, una respuesta al reconocimiento de la falta de sentido inherente en la vida. Para enfrentarlo, Camus sugiere la aceptación del absurdo y la creación de significado a través de la rebelión personal y la afirmación de la vida.

5. Gustave Flaubert

  • Obra: Madame Bovary (1857)
  • Aporte: Flaubert retrata a Emma Bovary como una mujer atrapada en un matrimonio aburrido y en una vida provincial, llena de un profundo ennui. Ella busca escapar de este sentimiento a través de aventuras amorosas y lujos, pero nunca logra encontrar satisfacción. Flaubert muestra cómo el ennui puede llevar a la insatisfacción crónica y a decisiones autodestructivas.

6. Arthur Schopenhauer

  • Obra: El mundo como voluntad y representación (1818)
  • Aporte: El filósofo alemán Schopenhauer relaciona el ennui con su visión pesimista de la vida. Según él, el ennui es una consecuencia inevitable de la condición humana, donde el deseo y la voluntad perpetuos conducen al sufrimiento. Cuando los deseos se cumplen, surge el ennui, ya que la satisfacción nunca es duradera. Schopenhauer ve el ennui como una prueba de la vacuidad de la existencia humana.

7. Søren Kierkegaard

  • Obra: O lo uno o lo otro (1843)
  • Aporte: Kierkegaard, un filósofo existencialista danés, describe el ennui en el contexto de la desesperación y la alienación. En O lo uno o lo otro, explora la idea de que el ennui surge de la falta de autenticidad y la incapacidad de tomar decisiones significativas. Para Kierkegaard, el ennui es un síntoma de una vida vivida sin propósito o pasión, y su superación requiere un compromiso profundo con la propia existencia.

Estos autores, cada uno a su manera, han explorado cómo el ennui puede surgir de la falta de significado en la vida moderna, la búsqueda de propósito y la confrontación con la propia existencia. A través de sus obras, ofrecen perspectivas profundas sobre la condición humana y los desafíos de encontrar sentido en un mundo a menudo percibido como vacío y sin rumbo.

martes, 9 de agosto de 2022

Nada y afectividad: la angustia como horizonte en Heidegger

La disposición afectiva (Befindlichkeit) encuentra su verdadera dimensión ontológica en la reflexión de Heidegger. En Ser y tiempo (parágrafos 28, 29, 31 y 34) la considera, junto con el comprender (Verstehen) y el discurso (Rede), una de las formas constitutivas originarias del Dasein. En cuanto tales, pueden ser consideradas las «categorías» básicas de la Ontología fundamental (analítica del Dasein) que Heidegger se propone y a las que llama «existenciarios» Esta atención a la afectividad, al «encontrarse», pone de manifiesto, como advierte L. Sáez, que el abrir originario no es noético, sino pático y que tiene lugar por medio del sentimiento (Stimmung). 

Años después, en la conferencia pronunciada en Normandía en agosto de 1955, bajo el título ¿Qué es eso de la filosofía?, Heidegger advierte que la afectividad no es un invento moderno, que «el temple de ánimo no es una música de sentimientos que afloran casualmente». Hay siempre un páthos que acompaña al desarrollo de la filosofía; éste se ha modificado a lo largo del tiempo, pero siempre estuvo ahí, ya sea como asombro (Grecia), ya como duda (en la modernidad), ya como mezcla de miedo y angustia (en su propio tiempo). «A menudo —añade— da la impresión de que el pensar, en la forma del representar y cálculo razonador, estuviera enteramente libre de todo temple de ánimo. Pero la frialdad del cálculo y la prosaica sobriedad del planificar son señales de una disposición. Aún más: incluso la razón, que se manifiesta libre de todo influjo de las pasiones, está como tal razón dispuesta a confiar en la comprensibilidad lógico-matemática de sus reglas y principios»

Por lo demás, Heidegger se opone a la tradicional manera de entender los sentimientos. Éstos no son algo irracional, pasajero, sin importancia; tienen, por el contrario, una función clave: «abrirnos» nuestro propio ser, darnos a entender nuestra situación original. Y lo que allí se «abre» es, ante todo, el puro hecho de existir, la facticidad. En este punto, Heidegger prolongaba una cierta tradición, que, como advierte Gadamer, se remontaba a Aristóteles. Concretamente en la Retórica de Aristóteles, encontró la doctrina de los afectos (páthe), las disposiciones y resistencias que el oyente siente hacia el orador. Teniendo esto presente, e imbuido por su propia experiencia viva, Heidegger penetró el significado del «modo de encontrarse» (Befindlichkeit), lo cual suponía la superación de la estrechez de la filosofía de la conciencia.

En el parágrafo 29 de Ser y tiempo, Heidegger lo reconoce, al señalar que «la primera interpretación de los afectos fue realizada por Aristóteles en el marco de la psicología en el segundo libro de la Retórica». Y advierte que «lo que en orden ontológico designamos con el término de disposición afectiva (Befindlichkeit), es ónticamente lo más conocido y cotidiano: el estado de ánimo, el temple anímico. Y así, la serenidad, el disgusto, el mal humor, no son una nada; antes bien, el estado de ánimo manifiesta el modo “como uno está y como a uno le va”. En este “como uno está”, el temple anímico pone al ser en su “ahí”»

En el parágrafo 30 Heidegger lleva a cabo un interesante análisis del afecto del miedo (Furcht), en el que deja ver el carácter relacional de este afecto que ya destacó Aristóteles. Pero, sobre todo, el análisis de la angustia (Angst), que lleva a cabo en el parágrafo 40, resulta del mayor interés para nuestras consideraciones. Heidegger advierte que, aunque en principio es oscura su conexión ontológica con el miedo, hay entre ellos una afinidad fenoménica y, tras un análisis detenido, señalará que la angustia hace posible el miedo y que el miedo es angustia caída en el mundo, angustia impropia y oculta en cuanto tal para sí misma

También respecto de la angustia destaca Heidegger el carácter relacional, señalado antes a propósito del miedo. Hay un «ante-qué» de la angustia, que consiste en el estar-en-el-mundo en cuanto tal; se trata de algo enteramente indeterminado y a partir de lo cual el mundo adquiere el carácter de una total insignificancia. Lo que produce angustia no está en ninguna parte, pero «en ninguna parte» no significa simplemente «nada». Es algo que está tan cerca que oprime y le corta a uno el aliento y, sin embargo, en ninguna parte: es el mundo en cuanto tal. La angustia es, además, «angustia por». Y en ese «por» la angustia revela al Dasein como ser posible, le hace patente la libertad de escogerse y tomarse a sí mismo entre manos. Finalmente, el angustiarse mismo es un modo de la disposición afectiva; pero no un modo cualquiera, sino el modo fundamental del estar-en-el-mundo. Si la disposición afectiva muestra el modo «como uno está», en la angustia uno se siente «desazonado». Con ello se expresa la peculiar indeterminación del «nada y en ninguna parte» en que el Dasein se encuentra cuando se angustia. Esa desazón o extrañeza (Unheimlichkeit) hace referencia al noestar-en-casa. La familiaridad cotidiana se derrumba; todo se vuelve extraño, inquietante, siniestro. Pero este sentimiento, revela algo positivo y profundo: sólo mediante él puede ganar el Dasein una mismidad que antes no tenía. Ciertamente se trata de un estado de ánimo poco frecuente, pero, como advierte Heidegger, menos frecuente aún que el hecho de la verdadera angustia es el intento de interpretarla en su función ontológico-existencial. Las razones para ello radican, en parte, en la omisión de una analítica existencial del Dasein y particularmente, en el desconocimiento del fenómeno de la disposición afectiva. 

El filósofo hace una alusión a la nada, que se pone aquí por primera vez de manifiesto y que Heidegger desarrollará por extenso en el ensayo de 1929, publicado bajo el título ¿Qué es metafísica? Se trata de la conferencia inaugural de ese año en la Universidad de Friburgo, donde Heidegger acababa de se nombrado catedrático de filosofía. El ensayo se inicia con un preámbulo en el que se advierte que no se va a hablar acerca de la metafísica, sino que se va a dilucidar una cuestión metafísica. Y, de acuerdo con ello, se distinguen tres partes esenciales: planteamiento de un interrogante metafísico; elaboración de la cuestión y respuesta a la cuestión.

Heidegger reconoce que para preguntar por la nada es necesario que la nada «se nos dé», que la encontremos de algún modo. Y ¿dónde encontrarla? Es verdad que de una manera vaga e imprecisa «conocemos» la nada, hablamos de ella. Pero, más allá de esa imprecisión, ¿qué es la nada? En principio parece la negación pura y simple de la omnitud del ente, la completa negación de la totalidad de lo ente. Y entonces deberíamos tener una experiencia radical de esa «omnitud del ente» para, luego, desde su negación, llegar a conocer qué sea la nada. No parece que sea posible un «conocimiento»; pero sí hay una experiencia tanto de la «omnitud del ente», como de la nada. Una experiencia que está ligada a la afectividad, al sentimiento.

Y de nuevo reconoce Heidegger la importancia de la afectividad, del estado de ánimo, que es lo que permite que nos encontremos en medio de lo ente en su totalidad. Experimentamos la totalidad del ente bajo dos estados de ánimo: el aburrimiento y la alegría. El aburrimiento no consiste en un mero «estar aburrido» ante tal o cual cosa o estado concreto. El «auténtico aburrimiento», dice Heidegger, es «el tedio profundo, que va de aquí para allá en los abismos del Dasein como una niebla callada, reúne a todas las cosas y a los hombres y, junto con ellos, a uno mismo en una común y extraña indiferencia. Este tedio revela lo ente en su totalidad». Pero no sólo el aburrimiento, también la alegría proporciona esa experiencia. Heidegger presta menos atención a este sentimiento, pero dice algo muy llamativo al respecto. Se trata de la alegría que experimentamos por «la presencia de un ser querido», reconociendo así que la alegría ligada a esa experiencia arroja sobre todas las cosas —y no sólo sobre esa persona— una luz distinta, una luz que se difunde a todas y las baña por igual, haciendo experimentar la «totalidad del ente».

Por su parte, también la nada necesita una condición afectiva. ¿Le ocurre al Dasein un estado de ánimo tal en el que éste se vea llevado, arrojado a la propia nada? Tal estado de ánimo es la angustia, que Heidegger, una vez más, distingue del miedo y de la mera ansiedad o inquietud (Ängstlichkeit). La angustia es un sentimiento «de» y «por» nada. Y Heidegger hace una descripción reveladora de ese sentimiento que nos transporta a la nada: 

«Decimos que en la angustia “se siente uno extraño”. ¿Qué significan el “se” y el “uno”? No podemos decir ante qué se siente uno extraño. Uno se siente así en conjunto. Todas las cosas y nosotros mismos nos hundimos en la indiferencia. Pero esto, no en el sentido de una mera desaparición, sino en el sentido de que, cuando se apartan como tales, las cosas se vuelven hacia nosotros. Este apartarse de lo ente en su totalidad, que nos acosa y rodea en la angustia, nos aplasta y oprime. No nos queda ningún apoyo. Cuando lo ente se escapa y desvanece, sólo queda y sólo nos sobrecoge ese “ningún”. La angustia revela la nada». 

Ella nos mantiene en suspenso, porque hace que escape lo ente en su totalidad. Y nos deja sin palabra.

Heidegger advierte que la nada que ella descubre no es ni un ente, ni un objeto: «En la angustia la nada aparece “a una” con el ente en su totalidad». Pero, ¿qué quiere decir este «a una»? Al mismo tiempo que se apartan, todas las cosas se vuelven hacia nosotros, he ahí el sentido de «la escapada» del ente en total: las cosas se escapan de nosotros, y, al escaparse, no parece que deba haber ninguna razón por la que deban existir o seguir existiendo. «En la angustia el ente se torna caduco». Y a esta caducidad acompaña una especie de tranquilidad, de fascinación, o de «calma hechizada», que Heidegger entiende como Nichtung (desistimiento, anonadamiento).

Al hilo de estas consideraciones, la negación no parece algo originario de lo que derive la nada, sino que es esta última la que funda a aquélla. Toda negación surge, pues, de la nada y no al contrario. Al advertir esto, Heidegger critica la soberanía de la lógica en el ámbito de la filosofía, pues la negación se extiende mucho más allá del ámbito de la lógica. Por lo demás, la angustia radical es un sentimiento raro y que frecuentemente reprimimos, pero está en la base de todo y palpita en el fondo de la existencia. Y Heidegger insiste en la dimensión metafísica de esta reflexión: el estar sosteniéndose en la nada y en la angustia explica la trascendencia del Dasein, y explica, sobre todo, que la pregunta por la nada sea una cuestión metafísica.

Fuente: REMEDIOS ÁVILA CRESPO (2006) "HEIDEGGER Y EL PROBLEMA DE LA NADA. La crítica a la posición de Nietzsche" - PENSAMIENTO, vol. 63 (2007), núm. 235

sábado, 21 de agosto de 2021

El ennui, ¿tristeza de carácter estético ó una modalidad patológica?

En la entrada pasada vimos que hay una cierta predisposición de la pasión dolorosa a participar en el campo de la ética. Esto que desde el psicoanálisis llamamos superyó, se viene evidenciando a partir del pensamiento y la acción moral del sacrificio desde los griegos. El Sacrificio como renuncia, que llega a puntos extremos en la religión, donde se va a secularizar.

Existe un carácter anómalo entre la tristeza y el padecer. Hay una larga tradición manifiesta, una particular afinidad entre la tristeza melancólica y la moral, desde los Problemata XXX de Aristóteles (en particular el carácter melancólico del genio) hasta Pinel como lector de los estoicos. Para Aristóteles, la melancolía se debía a la bilis negra en la teoría de los humores y afectaba más a los genios. Esto de la tristeza y la genialidad aparece repetitivamente en la historia de la filosofía y la psiquiatría. En esa serie puede leerse la ambigüedad de la lectura paulina y la mirada agustiniana, hasta el carácter pecaminoso de la acedia descrito por Cassiano. 


La tristeza romántica no escapa a tal particularidad, pero en ella se encuentra un rasgo erótico que dota a la tristeza de un carácter estético, al tiempo que hace de ella una exposición sublime del dolor. En La Religión hay una contraposición muy interesante ubicada en la Biblia, que San Agustín recoge.


Sin embargo, en la literatura de la psiquiatría del siglo XVIII se encuentra en esta expresión una entidad diferenciada, el ennui, por lo que se entiende una condición patológica a considerar como entidad nosográfica. Pero tanto en la veta romántica como en la mórbida, el ennui resume una modalidad de la tristeza que no es fácil de precisar, porque su margen es amplio y se extiende en torno al concepto de tristeza, desesperación, aburrimiento, hasta hastío ó tedio. Hoy en día, este cuadro clínico está en desuso. 


Quien lo va a mencionar al ennui es Lacan en Radiofonía, donde hace el juego de palabras con "uno", con el encuentro con lo real.


La ennui tuvo diferentes nombres. De acuerdo a George Steiner, ennui es un término a precisar. En tal sentido, boredom no es una traducción apropiada y tampoco lo es Langweile (salvo quizás en el sentido que lo emplea Schopenhauer). Por otro lado, noia como es empleado por Leopardi o el empleo que hace Baudelaire de la voz spleen es el que mas se aproxima al concepto. Todas las apreciaciones cercanas a este concepto que pueden encontrarse mezcladas en las diferentes versiones de la "enfermedad isabelina" en el cual el tedio, el hastío o la tristeza no está despojada de cierto erotismo. (BABB 1951)


Por otro lado, Pinel, en su tratado de 1801 recomienda a muchos autores clásicos, sobre todo a los estoicos:


"La excesiva sensibilidad, que generalmente constituye el carácter de los locos, y que los hace susceptibles de las más vivas emociones u concentradas pesadumbres, los expone sin dudas a recaídas; pero este es un motivo más para bencer susnpasiones, siguiendo los consejos de la sabiduría, y para fortificar su alma por las máximas morales de los filósofos antiguos: los escritos de Platón, Plutarco, Séneca, Tácito y las Tusculanas de Cicerón, serán mucho más útiles para los que cultivan sus talentos, que las recetas de tónicos y antiespasmódicos combinadas artificiosamente".


Si uno lee el tratado de Pinel y las Disputas Tusculanas de Ciceron, llama mucho la atención la traspolación que hay en lo que es el tratado de las pasiones y el tratado del dolor psíquico. Pinel tomó de Ciceron todo lo que tiene que ver con el dolor psíquico y lo quenpropuso como tratamiento de las alienaciones fue el tratamiento moral, que en muchos aspectos tiene que ver con la renuncia y el dolor.


El dolor es una pasión privilegiada por Pinel, porque es la única que puede restituir cierto desvío del encadenamiento de las ideas. 


En las Tusculanas de Cicerón, la aflicción tiene un desarrollo notable y no es otra cosa que la opinión de un mal presente. Para Cicerón, la pasión del dolor psíquico es aceptable. De esta manera, se puede considerar que, si se ha vivido en forma honesta, la aflicción o no alcanza al sujeto, o apenas lo conmueve. El deber sufrir para compensar lo que nos ocurre es una opinión que surge solamente de las manifestaciones exteriores y que no guarda relación con el verdadero sentido de las acciones prácticas.  


Ciceron hizo una amplia semiología de la aflicción, ubicándola como perturbación del alma. Los estoicos antiguos sostienen que estas perturbaciones se constituyen a partir de cuatro principales: el deseo y la alegría que nacen de las falsas opiniones de los bienes, y el miedo y la aflicción que nacen de los males de la opinión. Cuando se desea algo en concordancia con la razón, al apetito, se le da el nombre de voluntad (boulesis), pero cuando tiene un tenor irracional se constituye como deseo desenfrenado. El movimiento del alma que tiene un carácter racional frente a un bien, es llamado gozo; pero el movimiento irracional da lugar a la alegría nimia. El alejamiento de los males en forma racional da lugar a la caución, mientras que el movimiento sin razón debe llamarse miedo.


En ese punto, la pasión puede generar hasta una orientación en lo que tiene que ver con las pasiones desenfrenadas. Para los estoicos hay una opinión favorable sobre el dolor, porque es conciliable con la pasión moral. Gran parte de la psiquiatría clásica tiene su asidero en una lectura de los estoicos, cuya vigencia es hasta fines del siglo XIX, incidiendo en la psiquiatría clásica.


El estoicismo, cuyos representantes son Marco Aurelio, Epiteto, Séneca y Cicerón, sostenía que había que gozar de una radical libertad interior. Los ignorantes son esclavos de sus placeres, de sus afectos y pasiones. El sabio se preocupa por su alma, por desterrar de ella las pasiones o afectos, en el concepto conocido como apathía. Este régimen general moral permaneció en la filosofía y fue sintónico en Descartes, Kant y Hegel.


El estoicismo fue la filosofía helénica que permaneció por más tiempo. 


Hay una afirmación aristotélica del problema XXX en donde la melancolía es una enfermedad de genios. Esto introduce de diversas maneras derivaciones históricas y no menos conflictivas.


En el tratamiento moral, la apatía tendrá un lugar legítimo para llevar adelante una acción. El dolor será el resultado de la renuncia de las pasiones, pero también favorece ese tipo de legitimación del orden de la moral.


En el seno mismo del dolor se da lugar a una profunda complejidad valorativa que condensa y revela el tenor absolutamente oscuro que envuelve a la misma. La valoración del dolor psíquico como afección es oscura. En primer lugar, es legítimo observar que se trata de un afecto. Pero por otro lado, se trata de un estado de ánimo, al mismo tiempo que resulta un humor particular y a su vez, un sentimiento.


En filosofía, el tema de las pasiones es muy complejo y entrañó severas dificultades, porque nos conduce al terreno del alma y, sin embargo, es el cuerpo el que, de alguna manera, también está comprometido. Los filósofos han rechazado el tema, hasta que Spinozza lo reinsertó.


El tratamiento del dolor psíquico como pasión introdujo, desde un inicio, en su interposición con la moral, una dimensión paradójica que repercutió intensamente en toda su historia. El tema ya estaba presente en las tragedias (donde había una rectificación ética, donde el espectador se movía pasionalmente en la catarsis) y en la filosofía griega, en la medieval y en la modernidad. En la actualidad, adquiere profunda vigencia cuando se trata el tema de la depresión.


Sobre la catarsis en la tragedia, Aristóteles dice que es una obra representada que produce el movimiento  de dos pasiones: el temor y la compasión. El temor es la pasión que anticipa y la compasión es la pasión que identifica. 


El término pasión viene del griego pathé, que no quiere decir padecer. No es un verbo exclusivamente pasivo. En el verbo pathé está también la acción. Lo que pasó fue que en la traducción al latín apareció como passio, un término reservado para la experiencia pasiva. Para los griegos, pathé significaba también acción.


En la Biblia aparece la misma ambigüedad que en el Problema XXX de Aristóteles. Em Corintios 2, San Pablo dice en su carta:

Porque si os entristecí con mi carta, no me pesa. Y si me pesó —pues veo que aquella carta os entristeció, aunque no fuera más que por un momento— ahora me alegro. No por haberos entristecido, sino porque aquella tristeza os movió a arrepentimiento (metanoia). Pues os entristecisteis según Dios, de manera que de nuestra parte no habéis sufrido perjuicio alguno.En efecto, la tristeza según Dios produce firme arrepentimiento para la salvación; mas la tristeza del mundo produce la muerte. Mirad qué ha producido entre vosotros esa tristeza según Dios: ¡qué interés y qué disculpas, qué enojo, qué temor, qué añoranza, qué celo, qué castigo! En todo habéis mostrado que erais inocentes en este asunto.


La metanoia fue traducida por arrepentimiento. Esta frase no solo tuvo un efecto inmediato en los padres de la Iglesia como San Agustín, sino que también lo tuvo en la psiquiatría. Esta frase nos pone en la pista de que hay una tristeza que es vista con benevolencia: la tristeza según Dios. La tristeza de Dios es buena; la tristeza del mundo es mala y esto pone en evidencia un aspecto muy ambiguo que siempre han pesado en la historia de las pasiones en la filosofía  y sobre el carácter del dolor psíquico. En Kant, el carácter del dolor es algo imposible de definir. Lacan y otros autores antes propusieron cierto paralelismo entre Kant y Sade.


La comunidad de la culpa.

Alain Badiou dijo que San Pablo hizo filosofía política, porque al proponer esta dimensión de la tristeza, produjo un orden  de gobernabilidad sostenido por la culpa. Dice:

"obre la culpa se construye la idea de comunión sobre cuya fuerza pasional se sostiene exclusivamente sobre lo que puede ser nombrado, en primera instancia, como pena o tristeza. Origen complejo y paradójico de la fundación de la ley; pero a su vez, núcleo perverso de su obediencia. La tristeza de su arrepentimiento (metanoia) es considerada bajo una mirada benevolente, como saludable."


Las traducciones latinas concordaron en traducir el término griego metanoia (cambio de posición del pensamiento) como poenitentia en latín. Pero metanoia no necesariamente quiere decir penitencia, arrepentimiento o conversión. En sí, lleva la posibilidad implícita de introducir la indagación de un más allá de las posibilidades noéticas y que toman cuerpo en la acción.  De esta manera, resulta curioso tener en cuenta un cambio que es evidente, que es que la metanoia cristiana se refiere a un hecho virtuoso que se lleva adelante como una forma de mutación o arrepentimiento y que da origen a una nueva postura (conversio). 


La metanoia se puede pensar como acontecimiento.  En muchos filósofos se espera que haya un cambio en el sujeto, como si hubiera nacido con una deficiencia de sus condiciones intelectuales y por la filosofía se espera que algo cambie.


Si seguimos la orientación que nos propone Hadot, la acepción latina de la palabra conversio habla de un giro o cambio de dirección en la cual se puede reunir sin confundir, en todo caso diferenciar metanoia de epistrophe. La primera como cambio de posicionamiento y algunas veces sugiriendo la idea de una mutación o renacimiento. La segunda, como cambio en el rumbo o retorno al punto de origen. Por ejemplo, el carácter ascensional que tiene Platón en su filosofía, es por cambios que se dan de a poco. En cambio, la metanoia implica cambios que tienen que ver con un acto.


Mientras el estoicismo griego no consideraba a la tristeza una eupathia, el latino comienza un extraño derrotero en el cual la misma, su bien queda situada en términos de lo nocivo, adquiere cariz más indulgente. El caracter que adopta la moralidad estoica latina será de por sí sintonía con la acritud de la tristeza, aunque en una forma atenuada. Es decir, nos dirigimos a pensar que la tristeza llama a algún tipo de cambio, cambio relacionado con adoptar un orden de las pasiones.


Las pasiones relacionadas al ser no se consideraban malas, sino buenas. Se trata de las eupathias  El dolor tiene este cariz indulgente, que se acentuó con la lectura cristiana. Las pasiones se consideran una intervención psíquica no racional, generalmente atribuida a los dioses.


El concilio de Cartago en el año 418 condenó las tesis de Pelagio y le dio la razón a Agustin. Si bien no pretende ser una exégesis de la enseñanza paulina es por lo menos una constatación de las mismas. El pecado, que entró al mundo por un hombre, se extendió a todos. Lo mismo fue tratado en el concilio de Orange del 529 y posteriormente, en el de Trento en el año 1546.


La melancolía ha tenido un extraño derrotero, pues si bien el dolor ha sido valorizado en ciertos momentos como en las Tusculanas, lo cierto que es que la manía hoy tiene también un cierto grado de virtud; pasarla siempre bien, estar siemprengeliz. La melancolía medieval era valorada solo si tenía una esfera sacrificial, donde el esfuerzo y la renuncianeran valorables. El Ascetismo, que tiene que ver con la renuncia, tiene que ver con cierta participación del dolor, tema al que nos referiremos en una próxima entrada

lunes, 4 de marzo de 2019

Tedio, spleen y aburrimiento: “Es lo que hay”

Fuente.
En la era de la hiperactividad, el mandato prohíbe aburrirse. Pero el aburrimiento irrumpe a pesar de que se recurre a artificios cada vez más extravagantes. El aburrimiento entonces muestra la punta por la que asoma la huida de la angustia como modo de rechazarla.
Me quedé dormido leyendo un libro aburrido, 
y entonces me puse a soñar que estaba leyéndolo, 
así que desperté de puro aburrimiento.
Heinrich Heine
La cuestión del aburrimiento mantuvo despiertos y entretenidos a no pocos. Desde la filosofía hasta la sociología, desde la literatura hasta el psicoanálisis, el aburrimiento –y sus distintos matices– ha ocupado la escena en diferentes momentos sin dejar de suscitar interrogantes. Son muchos los que se han dispuesto a escrutar esta especie de peste que atravesó las distintas épocas de la historia. Ahora bien, resulta fundamental poder, si no definirlo, al menos pesquisar sus diferencias con el tedio y con el spleen. Podemos encontrar en la literatura una rápida diferenciación: Meursault, el protagonista de El extranjero de Camus, sufre de tedio existencial; mientras que Emma Bovary, la protagonista de Madame Bovary de Flaubert, está aburrida de y en su matrimonio, de y en su vida de provincia. Basta leer ambas novelas para saber qué efectos y qué devenir se producen en uno y otro caso. 

martes, 23 de enero de 2018

El desafecto del aburrimiento.

                                                     Dra. Marta Gerez Ambertín 

“Si sobrevives, si persistes, canta,
sueña , emborráchate.
Es el tiempo del frío: ama,
                                                                         Apresúrate. El viento de las horas
                                                                          barre las calles, los caminos.
                                                                          Los árboles esperan: tu no esperes,
                                                                          Éste es el tiempo de vivir, el único”.
                                                                             (Jaime Sabines)
 
1.-       Padecer el aburrimiento
  
El aburrimiento -manifes­tación de la psicopatología de la vida cotidiana- nunca ha concitado atención suficiente -pese a su permanente insistencia- por parte de los especialistas del campo “psi”, quizás porque se lo considere un simple padecimiento y no una enfermedad.
En general, se da mayor importancia a la desesperación de un melancólico que a la de un aburrido, aunque puede afir­marse que también de abu­rrimiento se muere; sin duda, con más lentitud que en un exabrupto suicida y, por supuesto, en forma menos espectacular.
Incontables aburridos hacen saber de su fastidio al psicoana­lista en procura de una coartada a su malestar; el aburrimiento de los niños causa alarma en padres que, por diversos medios -y a veces sin logro alguno-  tratan de “entretener” a los pequeños; y para qué mencionar a los ancianos para muchos de los cuales el aburrimiento es, a veces, una constante que alimenta a una “muerte lenta y silenciosa”.
¿Cómo analizar este obstáculo sin caer en tediosos lugares comunes?
Nuestras sociedades han ideado dispositivos diversos contra el aburrimiento generando, para­dójicamente, verdaderos sistemas “institucionalizados” de aburrirse: juegos, espectáculos, muestras desgastantes o aparatosos despliegues de dispositivos de lo más sofisticados cuya misión es “combatir el aburrimiento”; hasta el diván del analista puede formar parte de ellos si no se atiende a  su trama fundamental... y nada más trá­gico que un analista  y/o  un análisis aburrido.

2.-      Aburrimiento y desamparo

El problema está, insiste. Pa­decimiento tan antiguo adquiere relevancia en épocas como la actual donde los referentes váli­dos se deterioran, resultando lo que llaman “falta de credibili­dad”: falla en la fe de un Otro que no se instaura. Desamparo sim­bólico del sujeto y de las masas ante  tal desfallecimiento o, mejor dicho, ante la inexistencia del Otro, lo que no sólo abona al aburrimiento sino también a la desesperanza ya que casi nada es posible y el recurso del llamado al Otro se desgasta porque éste no hace lugar.
Aunque ligado a ese desamparo, no resulta posible, sin embargo,  confundirlo con la angustia, la depresión o la melancolía, pues el aburrimiento supone, ante nada, lo desapasionado. Paradójicamente, no siendo una enfermedad, su desafecto produce padecimientos severos y, sobre todo, un indiferente y hasta extenuante desinterés por el mundo. Lo pilotea una desolación del sentido: algo se desgasta en relación a la ley del Otro y por ende  en el lenguaje que habita al sujeto. Fracaso del deseo. Fracaso del discurso allí donde éste pierde la dialéctica de su encadenamiento y se torna estéril, plano, yermo, vacío, im­pulsado sólo por fuerza de una costumbre que lo hace insignificante tanto a él como a la trama del mundo que entreteje. Desde su desesperanza no hay entusiasmo  para  luchar, no hay anhelo por remontar el vuelo ni una causa a la cual apelar. El mundo y su escena han devenido no sólo inciertos, sino vacuos.
Esta concepción está lejos de las que pretenden refe­rir el tedio a ciertas correlaciones con tiempos o lugares en tanto causales de la acidia.
El aburrimiento no mantiene reciprocidad con el ocio, sobreviene en cualquier momento o lugar y con frecuencia nos asola donde menos lo espe­rábamos: un espectáculo, un viaje, un posible encuentro amoroso, una actividad aparentemente anhelada... tampoco hay una edad propicia para el abu­rrimiento -como algunos evolu­tistas han querido insinuar-: acaece a niños, adolescentes, adultos, ancianos.
¿Qué hacer con el aburrimiento que parece no sugerir nunca un qué hacer? Responder con recetas carece de sentido, salvo el de transitar nuevamente los trillados caminos que desembocan en los fastidiosos del tipo: “para lograr esto, haga esto otro”. En todo caso es importante buscar sus detonantes.
El aburrimiento se presenta como el reverso de lo que Freud refiere como la experiencia de lo perecedero, ese instante fecundamente bello aun con el sobresalto que recalca su instantanei­dad: punto donde se marca para el sujeto que la felicidad es siempre breve e implica una fuerte apuesta subjetiva. El aburrimiento, en cambio, carece de fecundidad alguna: es plano, lento y supone la imposibilidad de lanzar una apuesta a algo, de “jugarse”, de investir libidinalmente los objetos del mundo. Dificultad del deseo de levantar ese escenario simbólico-imaginario del mundo  que conlleva al lenguaje como ope­rador. Puesta a prueba de la  discursividad y del acto que abriendo surcos en su decurso recrea la realidad y abona la pasión.

3.-      Aversión al asombro
El tedio se produce cuando un sujeto pierde toda capacidad de asombro. Es, justamente, una aversión al asombro, porque donde algo de lo inesperado produce efectos de estupefacción en el sujeto, lo deja por instantes sin la habitual significación, en un sin-palabras, en estado de atonitud, allí no hay lugar para el aburrimiento. Atinar sólo a la persistencia de la obsolescencia en procura de lo “absolutamente seguro” produce un bloqueo del deseo. Frente a la imposibilidad del sujeto de anhelar cualquier cosa, la chatura lo aplasta en la apuesta  de vivir y entonces “... sabemos siempre por anticipado lo que nos traerá el día siguiente -nada- y que todas las mañanas hasta nuestra muerte, se deslizarán con la misma dulcedumbre insípida, en la misma tonalidad borrosa.  Vivimos días gris-perla, en un acolchamiento que nos hace sentir nostalgia de las piedras y de las espinas...” como ha hecho decir Pierre Loti a “Las desencantadas”.
Contrapartida de la pesadez acidiana que lleva a la fatiga, hay sujetos en los cuales el dispositivo del deseo -en constante movimiento- reactiva su circulación. Están siempre en la “búsqueda de otra cosa que casi se alcanza” y desconocen el aburrimiento: todo les sorprende en ese espasmo de ser deslum­brados por lo inhabitual; reverso de la moneda del tedio en el que se transita por una monotonía donde la repetición significante causa estragos y pareciera que todo es idéntico: el tiempo, la noche, los lugares, el día, las personas, los paisajes y, lo que es peor, las palabras. Aparente paz de lo rutinario cos­tumbrista donde la náusea sar­treana y el desapasionamiento kierkegaardiano se enseñorean del sujeto.
Este fastidio (fastio/tedio), que se acompaña de una indiferente percepción que escarba la ce­nestesia del cuerpo, refiere a la identidad imaginaria de los signi­ficantes por el desgaste de la metáfora. Las metáforas se gastan dirá Lacan: los chistes pierden la “chispa” de sorpresa que hace brotar la carcajada y devienen monótonos  -¿algo más aburrido que un chiste donde la eficacia de la metáfora se ha vaciado?-, lo  rituales, despoja­dos de la trama simbólica que les otorga su alto nivel de significan­cia, se tornan movimientos ab­surdos, puro estereotipo, actos robóticos en sujetos maquiniza­dos. Y hasta en el amor -que como metáfora también se desgasta- sobreviene la tediosa, insoportable cotidianeidad de dos seres que se aburren... juntos.

4.-      Erosión  de la metáfora
La metáfora paterna, que opera por sustitución significante, siempre lanza una creación de significancia: es la chispa poética, la agudeza o el “pas de sens”, es el plus que excede al enunciado cuando Borges dice: “Estar contigo o no estar contigo es la medida de mi tiempo”... y sin embargo, a pesar del rapto que produce en el sujeto, toda metáfora puede deteriorarse allí donde un signifi­cante de alta intensidad psíquica se pierde y quedan sólo restos que no conmueven, que no producen admiración ni sorpresa: “Cuando nos sorprende el primer encuentro de un objeto, y lo juzgamos nuevo o muy diferente de lo que conocíamos antes o bien de lo que suponíamos que debía ser, lo admiramos y nos impresiona fuertemente; y como esto puede ocurrir antes que sepamos de ninguna manera si este objeto nos es conveniente o no, paréceme que la admiración es la primera de todas las pasiones; y no tiene pasión contraria, porque si el objeto que se nos presenta no tiene nada en sí que nos sorprenda, no nos conmueve en modo alguno y le consideramos sin pasión” (Descartes: “Las pasiones del alma”).
Desgaste de la metáfora, restos significantes que circulan por pura metonimia, palabras autómatas que nada dicen, ausencia de significancias nuevas. Prevalencia de la con­catenación y de la contigüidad donde ya no hay sorpresas: saludo maquinal para cumplimentar “las buenas costumbres” y los “buenos días”. Tal la obscenidad del sentido de la metonimia: en el discurso parece estar todo-dicho.  Repulsión del lorerío significante; en el tedio el sujeto espera -sin esperanzas- que se produzca algo, “otra cosa” que lo libere de una regularidad que lo mortifica. Espera -en desesperanza- en el “apagón” de la metáfora.
Tiene tanta fuerza esta regular e idéntica repetición metonímica de palabras viejas que el  abu­rrimiento no sólo cansa, también pesa. El cuerpo del aburrido es plomizo.  Su sola visión incomoda. Únicamente el recurso del golpe sorprendente de la metáfora puede trocar posición tan pesada y así, en la eficacia del rito simbólico, en el flechazo amoroso, o en el acto creador del artista un rayo de estupefacción arroja un significante que anonada y permite al sujeto ser relanzado a la circulación del placer y el deseo.

5.-      El vuelo del sujeto hacia el amor
Pies alados del amor, efecto de su renovación:  “el lenguaje amoroso es un vuelo de metáforas” ha dicho Kristeva. En contraposición a la pesadez del cuerpo del aburrido, el del ena­morado es como una pluma: ágil, ligero, parece escapar a la gravedad. El enamorado es un creador: arriesga y apuesta todo de sí a un objeto que no deja de ser incierto, y es, precisamente, esa incertidumbre la que sostiene el juego; porque saber “todo” del otro no produce sino hastío, cansancio; por eso recrear al otro para sostener el amor supone -dirá Barthes- que ese otro sea inclasificable y también incalculable: el rapto del amor presupone dejarse en­trampar en un significante sos­pechoso, sólo a medias des­cubierto y, por tanto, de insis­tente renovación. Ofrecer siempre una cifra, un algo a interpretar, una inquietante in­certidumbre, ser siempre un poco impredecible. Quien pretenda mostrarse todo, cierto, propio, no produce sino fatiga. Es el caso de las parejas aburridas en las que el otro es tan calculable y clasificable que se sabe todo lo que puede esperarse de él, todo lo que dirá, todo lo que hará, todo lo que aceptará, todo lo que rechazará, no hay sorpresas, no hay asombro... el juego ha terminado y sólo queda una insoportable rutina por transitar.
En la embriaguez del amor, en cambio, hay siempre estupefac­ción ante lo incierto del otro, como si fuera una locura: el sujeto es sorprendido por la Diosa Ate  -la del extravío-, la de los pies alados, que apenas toca el suelo y produce conmoción, se pierde la cabeza, el cuerpo, el sentido del espacio y del tiempo. Reanimación constante que hace del enamorado un “flotante” y, al mismo tiempo, un creador: no hay enamorado que deje de deslumbrar. Efecto metafórico el del amor que sugestivamente alivia y no sólo el cuerpo se torna ligero, también las ideas flotan, circulan: como la vida ante la presencia aguda de una renovada sorpresa... “En ninguna novela de amor he leído que un personaje esté  fatigado: el ser amado es de una originalidad incesantemente imprevisible” (R. Barthes). Producción metafórica que otorga direccionalidad y significancia a la vida del sujeto; por fuera de ella  puede circular por  la locura, pero una locura que es búsqueda. La persistente búsqueda de efectos metafóricos  le permiten  soportar  el relanzamiento de significantes siempre nuevos: algo que probablemente pueda no decirse, apenas balbucearse o insinuarse. Respuesta que el sujeto espera de sí y del Otro y que siempre falta, siempre escapa aun cuando pueda atraparse en el semi-decir.
Recuperar la metáfora, buscar la sorpresa, esperarla, exigirla, alejar el aburrimiento, producir la demanda: producir el lazo  amoroso, es uno de los antídotos contra el tedio.

6.-      Usura del significante del Nombre del Padre en el aburrimiento

El tedio supone, por lo tanto, una cesión al deseo, pero una cesión que no hace transitar por la culpabilidad -que obtiene al menos el plus de un afecto que remuerde a la subjetividad, junto a un semblante que contornea la falta- sino más bien por una vacuidad que deja pasar las cosas de la vida sin  recrear nada, en devaluada indiferencia, donde el peso del significante del Nombre del Padre está desafectado de su potencia.
En el Seminario VII  dirá Lacan del aburrimiento: “esa suspensión, ese vacío, introduce seguramente en la vida humana el signo de un agujero, de un más allá en relación a toda ley ...” con lo cual lo vincula a la erosión de la  legalidad de lo simbólico, es decir, del significante del Nombre del Padre. En suma, el aburrimiento supone disipación de la potencia de ese significante que, al debilitarse, pierde el regocijo que empuja el deseo y desafecta  la potencia del acto.
A esa erosión del significante del Nombre del Padre referirá Alain Didier-Weil el 5 de mayo de 1979 como “la (usure) usura de la metáfora paterna” que se produce: “bajo el efecto del impacto de esos significantes que persisten en lo real y que son corrosivos para la metáfora, ese desgaste (usure), diría que él está ligado a la aparición del desecho en nuestro universo”.  Tal desecho rompe con el efecto de significación y obtura la cadena significante, no sufre la embestida del objeto a, sino, en todo caso, el aluvión del desecho metonímico, de la soporífera contigüidad que conlleva el peligro de transformar al significante en signo y, allí, todo lo sorpresivo se desvanece. Cae la eficacia del significante del Nombre del Padre y  decae el sostenimiento del deseo.
 Precisamente a este decaimiento del significante Nombre del Padre, que tiene los efectos del  aburrimiento,  se referirá Lacan en “Radiofonía” cuando afirma: La evidencia entre nosotros que de una tal caída el significante sucumbe al signo surge de que, cuando no se sabe a qué santo encomendarse (dicho de otro modo: que no hay más significante por malgastar, es lo que suministra el santo), se compra cualquier cosa, por ejemplo un coche, con el que produce un signo de complicidad, si pudiera decirse, con su aburrimiento, es decir con el afecto del deseo de Otra-cosa (con una O mayúscula)”  -Psicoanálisis. Radiofonía.  Barcelona: Anagrama. Barcelona. 1980. Pag. 26.-
En suma, en el aburrimiento  el sujeto es desafectado  de la potencia del significante del Nombre del Padre para condescender a la desafectación del deseo. Camino posible hacia la desesperanza de no encontrar un lugar en el deseo del Otro, un Otro que circula casi  inexistente y que puede precipitar hacia el vaciamiento de “las cosas del querer”, declinación del deseo no sólo en el campo del amor sino también en el sostenimiento de ideales por los cuales luchar. Allí el sujeto se deja vencer por la inercia de la desesperanza, no sacudiendo las cobijas de la plácida comodidad acaba cómplice de los más aberrantes terrorismos: religiosos, de estado o financieros. En suma, el aburrimiento vuelve al sujeto indiferente a su deseo y, como indiferente,  es cómplice de sus desgracias y de las de sus congéneres.
La erosión del significante del Nombre del Padre presupone, al decir de Lacan, que el sujeto ya “no sabe a qué santo encomendarse”, ruptura y desafecto de la creencia en el Otro, un  Otro vaciado de deseos y pleno de goce que no da señales de los lugares posibles que puede hacer al sujeto en su deseo. Frente a esa erosión, no hay posibilidad de llamados ni demandas, “cualquier cosa” se compra, o se vende o se cede en indiferencia, pero fundamentalmente se cede el deseo, el deseo de luchar por  la re-constitución de un Otro propiciador de deseos.

Hoy, en muchos de los que habitan el suelo argentino, cunde la desesperanza, la indiferencia o el hastío; otros, en cambio, luchan y mantienen la creencia en alguna causa; unos se dejan doblegar  por la orfandad de legalidad de lo simbólico y acaso esta variedad de psicopatología de la vida cotidiana contribuye en ominosa complicidad con jueces, políticos, dirigentes, gremialistas y sinnúmero de “antiguos referentes” que han usufructuado de la corrupción y la venalidad. Efectivamente, los argentinos ya no tenemos ningún santo al cual encomendarnos, es preciso construirlo, para lo cual habrá que relegar la utopía  de curar a algunos o de importar a otros. Será preciso recuperar la potencia del significante del Nombre del Padre en la dimensión de la ley, abandonar la indiferencia y el tedio en orfandad y apostar al compromiso, a la injerencia obstinada en el destino colectivo. En el cuadro de Delacroix “La libertad conduciendo al pueblo” la libertad es una creación de un pueblo que en plena orfandad re-crea una causa, y re-crea desde la nada, como desde la nada construyeron nuestros abuelos y nuestros padres, algunos de ellos bajando de los barcos, y otros salvándose de la horrorosa matanza que no quiso indios para nuestra genealogía. Del sueño de que “Dios es argentino” hemos despertado violentamente, muchos casi en pesadilla,  sabrá Dios qué haremos en este despertar, caer en el tedio y la indiferencia o encontrar en la nada una causa para crear un Otro a la nueva medida argentina de la carencia. Así es que, ¡apresurémonos!: “El viento de las horas barre las calles, los caminos. / Los árboles esperan: tu no esperes /Éste es el tiempo de vivir, el único”.

Fuente: Publicado en Revista ACTUALIDAD PSICOLÓGICA Nº 296 de Abril de 2002.