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lunes, 4 de agosto de 2025

Del decir al agujero: lógica, semblante y real en L’étourdit

En el inicio de L’étourdit, Lacan afirma el valor fundante del decir, un acto que conjuga las dimensiones existencial y modal. Este decir —lo sabemos— no se confunde con el dicho, es decir, con lo efectivamente pronunciado. El decir no se reduce a lo enunciado: tiene un soporte lógico, sostiene una operación que toca lo real.

En este marco, el discurso analítico se piensa como decir —no como sistema cerrado de enunciados, sino como una torsión—, capaz de instalar lo imposible como pivote estructural. Allí se funda la posición del hablante, no desde el saber que dice, sino desde lo que el decir agujerea.

La lógica, en este contexto, no es una garantía de sentido, sino el recurso que permite morder un real, ese punto donde la palabra se muestra insuficiente y, sin embargo, la clínica insiste.

Así, el célebre “No hay relación sexual” se impone como axioma: no como una constatación empírica, sino como un decir que habilita una escritura. Ese trazo —al mismo tiempo límite y punto de partida— funda la entrada de la verdad en el dispositivo analítico. Pero esta verdad, al estar estructurada como ficción, no se cierra sobre sí misma: algo le ex-siste, y es justamente esa ex-sistencia la que permite a Lacan delinear uno de sus modos de tratar el real.

Ahora bien, ¿qué relación mantiene este decir fundante con el semblante?
Su carácter tético, lo que lo vuelve posible como inicio, es inseparable del semblante. Porque es desde el semblante —como lugar estructural que comanda el discurso— que se funda algo, incluso un axioma. El semblante, en tanto artificio estructurante, no oculta el real: lo recorta, lo rodea, lo delimita.

Este planteo reafirma una premisa fundamental: la palabra es primera, sin la cual no habría escritura. Pero lo interesante es que, mediante el decir, se toca un real, un ausentido, un punto que testimonia la imposibilidad de una significación sexual plena. Allí, donde la relación sexual no se inscribe, la significación fálica ensaya —no sin parodia— una respuesta.

Este movimiento marca un claro paso más allá de Freud. Lacan no desecha el Edipo ni la castración, pero interroga su alcance: ya no como coordenadas universales del deseo, sino como respuestas posibles ante una estructura agujereada, donde el sentido falla por estructura.

La pregunta entonces no es si hay o no Edipo, sino:
¿qué sería la castración más allá del Edipo?
Y, sobre todo:
¿cómo se escribe lo real cuando no hay relación sexual?

viernes, 27 de junio de 2025

El cuerpo como falo y el moi como inscripción: la lógica significante en el Edipo

Uno de los aportes fundamentales de Lacan al releer el Edipo freudiano consiste en haberlo situado dentro de una lógica del significante. Este desplazamiento permite trascender el plano anecdótico o narrativo del complejo edípico, para pensarlo como un conjunto de operaciones simbólicas estructurantes del sujeto.

En este marco, es posible ubicar cómo la constitución de la primera imagen del cuerpo no se produce simplemente en relación al cuerpo materno, sino en vínculo con el significante del Deseo de la Madre. Si bien el cuerpo de la madre está presente en esta escena inaugural, su función está subordinada a la incidencia significante que lo estructura y lo sobredetermina.

El niño, entonces, se hace falo del deseo del Otro con su cuerpo: esa es la experiencia inaugural que da lugar a una imagen especular investida por el deseo materno. Pero este hacerse-falo nunca es pleno: el acceso a esa posición es siempre ilusorio y asintótico, y se realiza únicamente mediante una identificación imaginaria. En ese margen que queda —en ese "no todo"— se abre la posibilidad para que emerja una identificación que funde el moi, el yo especular.

Este desplazamiento representa ya un avance hacia el campo del Nombre del Padre, dado que lo que vincula ambas operaciones es la función del significante del Ideal del yo (I(A)). Este Ideal actúa como soporte de las identificaciones imaginarias del moi, pero también como inscripción de las insignias fálicas que provienen de la función paterna. En este sentido, el I(A) es el punto de articulación entre el orden imaginario y el simbólico.

La constitución de la imagen del cuerpo y la del moi no pueden pensarse en términos cronológicos o lineales: son dos operaciones paralelas, estructuralmente entrelazadas. Son dos caras de la misma moneda subjetiva. Esta idea ya se vislumbra en Freud, cuando en El yo y el ello plantea que el yo es, ante todo, un yo corporal: una proyección del yo sobre la superficie del cuerpo, donde el límite entre lo físico y lo psíquico no puede fijarse con nitidez.

jueves, 26 de junio de 2025

Del espejo al Otro: la imagen del cuerpo entre ilusión y soporte simbólico

En el Seminario 5, Lacan plantea la idea de un pasaje de lo imaginario a lo simbólico. A primera vista, esto puede resultar paradójico, ya que lo simbólico no solo no aparece después, sino que preexiste estructuralmente a lo imaginario y lo sostiene. Para entender esta formulación, es necesario situarla en su contexto específico: Lacan está abordando aquí el recorrido que va desde la constitución de la imagen del cuerpo —en el vínculo temprano del niño con la madre— hasta la conformación del moi bajo el efecto de la identificación idealizante, que se expresa en la función del I(A), el Ideal del yo.

En este trayecto, cobra especial relevancia la articulación que Lacan elabora en el esquema Rho, que enlaza el estadio del espejo con el complejo de Edipo. El espejo no es solo una superficie de reflejo, sino la escena donde el niño se encuentra con una realidad virtual —no hay otra, dice Lacan— en la que cristaliza una imagen de sí. Este precipitado imaginario inaugura la organización del yo, pero solo puede producirse si hay un soporte simbólico previo, representado por la presencia del Otro primordial.

Esto se observa en un gesto que Lacan subraya: el niño, frente al espejo, gira la cabeza para buscar al adulto que lo sostiene. Este movimiento —aparentemente anecdótico— es una metáfora precisa de lo que ocurre en un plano estructural: la imagen sólo se estabiliza si hay un significante que la respalde, una mirada del Otro que la legitime.

La primera imagen que se constituye —a la que Lacan se refiere con el término alemán Urbild— representa lo primordial, lo inaugural. Es una imagen anticipatoria, ilusoria, que produce una primera “conquista” del cuerpo, pero siempre bajo una forma asintótica, ya que el dominio nunca es completo ni definitivo. El niño se imagina entero, coordinado, pero aún no lo es. Esta ilusión es sostenida por su posibilidad de responder al deseo del Otro, es decir, de encontrar allí un lugar.

La dificultad se presenta cuando esa posición no puede ser dialectizada —cuando el niño queda fijado como objeto del deseo del Otro sin poder atravesar esa captura. Y es precisamente en la salida edípica donde se hace visible la diferencia: no es lo mismo una salida fundada en lo imaginario que una vía organizada por lo simbólico. En el primer caso, predomina la identificación especular, con sus efectos de alienación; en el segundo, se inscribe la castración simbólica como posibilidad de subjetivación.

miércoles, 21 de mayo de 2025

La castración, el Nombre del Padre y lo femenino

En La significación del falo, Lacan introduce una serie conceptual que se desplegará en su obra posterior. Comienza señalando un “desarreglo” estructural en la sexualidad humana, al que poco después denomina aporía, subrayando así su estatuto lógico. Este término no solo alude a una dificultad en la comprensión, sino que también indica una falla intrínseca en el orden significante.

A partir de esta primera aporía, Lacan establece que no se trata de un fenómeno aislado dentro del psicoanálisis, sino del primer impasse que este revela. Esta vacilación de la razón se vuelve central en el abordaje de la subjetividad, razón por la cual la noción de sujeto, en el sentido que Freud inaugura, se enmarca en este mismo problema.

El desarreglo estructural de la satisfacción en el ser hablante se vincula con la metapsicología freudiana, en particular con su dimensión económica, que resiste toda tramitación. Así, la satisfacción está condicionada por una paradoja que afecta el campo del deseo.

El siguiente punto en esta serie conceptual es la reconsideración del estatuto del Padre en Freud. Aquí, Lacan introduce una crítica al carácter mítico del Edipo, destacando las limitaciones que este modelo impone al pensamiento psicoanalítico.

Finalmente, este recorrido conduce a un análisis de la oscuridad que rodea el Edipo en la niña, lo que permite a Lacan profundizar en la problemática del campo femenino. Su enfoque se aparta de la significación fálica para centrarse en la privación y en el falo como significante, marcando así la inconsistencia estructural del campo femenino respecto de la operación del falo.

Esta serie conceptual articula tres nociones fundamentales en la enseñanza de Lacan:

  1. La estructura del complejo de castración.
  2. El estatuto del Nombre del Padre.
  3. La inconsistencia del campo femenino frente al falo.

A lo largo de los años, Lacan trabajará estas categorías en distintas formulaciones, mostrando cómo se entrelazan en la lógica del sujeto y en la estructura del deseo.

sábado, 17 de mayo de 2025

Castración y escritura modal: del mito edípico al no-todo

El tratamiento modal de la castración en Lacan señala una operación precisa: el deslinde entre el Edipo como mito y la estructura como lógica del significante. Esto implica dejar atrás la lectura mítica de la castración como escena y situarla como efecto de la inscripción del Uno que hace excepción, aquel que introduce un borde en el campo del goce.

Para sostener esta diferencia, Lacan apela a una distinción entre dos tradiciones lógicas: la aristotélica, centrada en el juicio proposicional, y la fregeana, que inaugura el campo de la cuantificación moderna. Incluso prefiere en ocasiones el término locución cuantor antes que cuantificador, para subrayar que no se trata de contar elementos, sino de pensar la función como operador de inscripción, que marca una diferencia.

Este cambio de régimen lógico se traduce en un giro dentro de la transmisión del psicoanálisis: del modelo de oposición entre dos universales (como “todo hombre” / “toda mujer”) hacia la delimitación de un campo no-todo, que no se cierra en una reciprocidad entre conjuntos. Es este “no-todo” el que desestructura la ilusión de simetría en la sexuación y deja en evidencia la imposibilidad de una complementariedad sexual plena.

La referencia explícita de Lacan a Frege —y en particular a su obra Begriffsschrift (1879), usualmente traducida como Conceptografía— no es menor. Allí se establecen las bases de la lógica formal moderna, y con ello se abre la posibilidad de pensar el significante no como representación de algo, sino como función que opera en el nivel de la inscripción. En esa línea, Begriffsschrift puede leerse literalmente como una escritura del concepto, en continuidad con el movimiento de Lacan hacia una escritura del goce.

En este punto, la función fálica se vuelve escritura: no se trata de un contenido, sino de una operación que delimita un borde, una hiancia en el goce. Y es precisamente esa hiancia la que define la sexualidad humana. Porque no hay relación sexual que pueda ser escrita, no hay fórmula que enuncie una complementariedad estructural entre los sexos. Esta imposibilidad es constitutiva.

Por eso, el goce —para todo hablante, más allá de su posición sexuada— solo puede alcanzarse a través del semblante. No hay acceso directo al goce del Otro, sino que éste se bordea mediante ficciones, identificaciones y enunciaciones. Es en este marco donde el decir modal se vuelve soporte del semblante, articulando goce y límite sin cerrar nunca el conjunto.

jueves, 15 de mayo de 2025

Dos modos de incidencia de la castración

En el Seminario 18, Lacan lleva a cabo un paso del mito a la estructura, una transición que responde a una necesidad lógica extraída del mito freudiano. En este movimiento, el "Padre feroz y tiránico" del mito es elevado a la categoría de la excepción: un elemento que no está afectado por la castración.

A partir de esta reformulación, Lacan establece una diferencia fundamental entre dos mitos en Freud:

  1. El Edipo, que surge del discurso histérico y está marcado por la insatisfacción.
  2. Tótem y Tabú, que responde a una inconsistencia lógica.
Edipo: La Ley en el Comienzo

El mito de Edipo es solidario con la tragedia y se estructura como un proceso en el cual el falo se transfiere del Padre al hijo (independientemente de su sexo). Sin embargo, esta transferencia nunca se cumple del todo, lo que subraya la separación entre sujeto y goce.

En este esquema:

  • La ley está en el origen y traza una vía de acceso al goce.
  • Pero esta vía se frustra, lo que da lugar a la insatisfacción.
  • El asesinato del Padre es el desenlace, pero el sujeto inicialmente no es consciente de él.
Tótem y Tabú: La Ley como Segunda

El mito de Tótem y Tabú, en cambio, parte de una inconsistencia:

  • El goce está en el origen y es exclusivo del Padre.
  • La ley aparece después, como una consecuencia de esa exclusión del goce.
  • El Padre goza, pero no transmite, estableciendo así un obstáculo estructural.

Esta duplicidad define dos formas de la operación de la castración:

  1. Desde lo discursivo: la palabra, la metáfora y la posibilidad de parodiar el goce.
  2. Desde lo lenguajero: el punto donde el lenguaje se revela insuficiente para resolver la anomalía del goce.

En términos semánticos, esta distinción se vincula con los dos niveles del lenguaje:

  • Connotación (lo que puede metaforizar y articular el goce).
  • Denotación (el punto en que el lenguaje no alcanza a capturar lo real del goce).

Así, en este tránsito del mito a la estructura, Lacan redefine la función del Nombre del Padre, no ya como un elemento mítico, sino como un operador lógico que organiza la relación del sujeto con la falta y el goce.

miércoles, 26 de marzo de 2025

Necesariedad y contingencia en la producción del objeto a

En el sujeto hablante, el complejo de castración cumple una función central al anudar el deseo a la ley. La posición del objeto que se desprende de este proceso, marcada por el corte que lo genera, define el pathos deseante del sujeto.

Desde esta perspectiva, Lacan, en La angustia, examina la incidencia del superyó allí donde la ley se revela insuficiente. En este punto de falla, el superyó cumple un doble papel:

  1. Prohibir el goce.
  2. Testimoniar del goce en el sujeto, ubicándose en los límites mismos de la ley.

Así, el superyó no solo impone una interdicción, sino que también evidencia la transgresión inherente a la prohibición misma, una cuestión que queda oculta tras la función del Ideal del Yo (I(A)). Esta conexión llevó a Freud a asociar el Ideal del Yo con el superyó.

Si la castración se aborda a través del complejo de Edipo, emerge la operación del menos phi (-φ), que inscribe la castración como deuda simbólica. Sin embargo, si se la examina desde la perspectiva del objeto a, se abre el acceso a lo primordialmente reprimido. En este sentido, el objeto a precipita como resto de un corte, desnaturalizando la relación del sujeto con el deseo.

La producción del objeto implica una temporalidad específica con dos momentos:

  1. El objeto cae como resto de la captura por el significante.
  2. El objeto se reviste de galas fálicas, adquiriendo un brillo agalmático.

Si bien el primer tiempo es estructural, el segundo es contingente, dependiendo del juego del deseo edípico: el Deseo de la Madre, el Nombre del Padre y la regulación del menos phi.

En las psicosis, esta estructura se ve alterada. El objeto a aparece descarnado, retornando desde lo real en la alucinación. Aunque en ambas estructuras la producción del objeto depende del ingreso al lenguaje, en la psicosis no se produce el engalanamiento fálico, ya que para ello es necesaria la pérdida más allá de la falta.

Esta diferencia esencial permite situar el estatuto del objeto tanto en las neurosis como en las psicosis, destacando el papel de la vestidura simbólica en la causación del deseo.

lunes, 24 de febrero de 2025

El más allá del Edipo: función paterna y límites del goce

Freud, en “Moisés y la religión monoteísta”, plantea la fecunda pregunta acerca de cómo se transmite lo económico del Padre primordial, algo irrepresentable, vaciado de cualidad y excluido del saber. Lacan retoma esta problemática en el Seminario 17, donde delimita el más allá del Edipo, estableciendo los fundamentos del campo lacaniano.

En este marco, Lacan reformula el estatuto del Padre, ubicándolo en la función de un S1, cuyo efecto inmediato es inducir y determinar la castración. Esta castración, lejos de ser solo una deuda simbólica, se sitúa en el registro del goce, señalando una barrera estructural que separa al sujeto de su acceso pleno al goce.

El S1 del Padre no debe confundirse con el Amo; más bien, constituye un punto de apoyo desde el cual Lacan rastrea al Padre real en el mito de la horda primitiva. En este sentido, Lacan plantea una distinción crucial: el Padre real y lo real del Padre. Como S1, el Padre introduce un real que no se agota en la significación, subrayando su carácter irreductible.

Esta perspectiva permite diferenciar dos dimensiones del Padre:

  1. El Padre como S2, en tanto Nombre del Padre, se inscribe en la metáfora paterna, representando el entramado significante y el inconsciente como discurso del Otro. Este es el Padre manifiesto, visible en la trama edípica.
  2. El Padre como S1, por otro lado, representa lo latente, lo olvidado y no manifiesto. Este Padre pertenece al orden de la enunciación, sin integrarse al enunciado, actuando como operador estructural de la castración.

Lacan describe esta función del S1 como un antecedente lógico, un ordinal, destacando su papel fundamental en la estructura subjetiva. Por ello, puede afirmar: “El niño es el Padre del hombre”, subrayando cómo lo latente y lo estructural del Padre operan más allá del Edipo, delineando los límites del campo del goce y del sujeto mismo.

lunes, 16 de noviembre de 2020

La etiología de las psicosis según Lacan: La forclusión del Nombre-del- Padre.



Como preámbulo de una de sus obras más importantes" Jacques Lacan enuncia: «En particular, no habrá que olvidar que la separación en embriología, anatomía, fisiología, psicología, sociología, clínica, no existe en la naturaleza y que no hay más que una disciplina: la neurobiología a la que la observación nos obliga añadir el epíteto de humana en lo que nos concierne». Parece ser que, en efecto, la naturaleza humana es de lo más antinatural que hay. Dentro de la evolución de los repertorios operativos específicos del hombre, el lenguaje simbólico es un acontecimiento único en la biósfera. Desde el lenguaje, cabe referimos al significante como esencia de la materialización del inconsciente lacaniano; se dice que el inconsciente está estructurado como un lenguaje. Así también, a decir de Lacan, el drama de la locura se situaría en la relación del hombre con el significante. El psicótico se halla congelado en una línea de relación binaria donde no hay acuerdo concertado o pacto que gobierne las diatribas de la experiencia sensorial. «En el lugar donde el objeto indecible es rechazado en lo real, se deja oír una palabra», pues ocupa el lugar de lo que no tiene nombre; la irrealización no está toda en el símbolo ya que repentinamente irrumpe en lo real. Es en lo real donde experiencia el psicótico; en un real inminente, directo y encarnizado, irreconciliado con los entramados de un orden simbólico transigente en la concesión, un referente capital en la contextualización del lenguaje aún allí en su mínima expresión atómica: el significante. 

Un signo lingüístico, como entidad significativa aislada tiene la propiedad, no de unir una cosa con un nombre, por ejemplo, la palabra «gaviota» con el ave marina, sino de un concepto interno con una imagen acústica, de manera tal que ambas representaciones son cognitivas. El signo es la combinación del concepto y de la imagen acústica en una correspondencia recíproca cerrada, según Saussure. El significado vendría a ser la cosa en sí y por si, porque es; mientras el significante, la mera nominación que se da a la cosa («gaviota», «mouette», «seagull», «gabbíano», «Möwe», etc.). Su representación además de ser física por las vibraciones sonoras emitidas en su enunciación, trasciende la contingencia reservándose la plaza de una genuina huella psíquica. La asignación de un significante determinado a un significado se sostiene en un artificio arbitraría, obra de la convención lingüística; es decir, no hay nada en la palabra o fonación de «g-a-v-i-o-t-a» que nos sugiera a lo que esta referido y, a la inversa, no hay nada en la cosa que nos recuerde a la palabra per se. Se trata, simplemente de una sucesión de sonidos o fonemas que en base a un código de unidades diacrónicas dan lugar a la combinación y formación de otras mas complejas continentes de significación. Saussure dice: «En efecto, todo medio de expresión recibido de una sociedad se apoya en principio en un habito colectivo o, lo que viene a ser lo mismo, en la convención ( ... ) Se ha utilizado la palabra símbolo para designar el signo lingüístico o, más exactamente, lo que nosotros llamamos el significante. Pero hay inconvenientes para admitirlo como tal a causa de nuestro primer principio [de arbitrariedad]. El símbolo tiene por carácter no ser nunca completamente arbitrario; no está vació: siempre hay un vínculo natural entre significante y significado». Lacan disuelve está correspondencia biunívoca de relación entre significado y significante, confiriéndole al significante un estatuto de categoría polisémica y multívoca, independiente y fundamental. 



Son propuestas tres dimensiones subjetivas para idear el concierto de la identidad y existencia humanas. El sujeto está integrado de un registro simbólico, un registro imaginario y uno real activados siempre en sincronía. La dimensión simbólica introduce la ley y la convención que estatuyen los pactos rectores de las coordenadas sintagmáticas y paradigmáticas, donde las cosas tienen nombre y pueden ser evocadas. La dimensión imaginaria entraña la imagen y su poder cautivante de encantamiento y embeleso; ¿qué es lo que esconde tanto la belleza de las imágenes que extasía y paraliza? Pues que ellas mismas -las imágenes- son huecas y sólo aparecen para obturar su propia evanescencia. Un plano imaginario emparenta toda relación intersubjetiva con una posición de exclusión disyuntiva o bien fusión, siendo sin más alternativa, una relación mortífera signada por la pulsión de muerte. Lo real es lo imposible; aquello inefable e inaprensible que queda como esto de lo simbólico, no sometido a ningún acuerdo y cuya trascendencia excede la cognición o no es reductible a sus circunscripciones. Si tomamos lo real como el percepto avasallador en la delusión psicótica, se presta la simbolización como tentativa de adscribirle algún sentido, si bien desfasado y operativo por hipercompensación del agujero en su estructura. 

El estadio del espejo consagra la apertura del sistema imaginario y da cuenta del narcisismo primario, donde el bebé no posee aún una noción unificada de su cuerpo. La formalización del yo se funda en la identificación del niño con una Gestalt que lo forma, pero que lo aliena primordialmente haciéndolo «otro» (a'). El estadio del espejo transcurre entre los seis y los dieciocho meses y consiste en una identificación a la imago materna (identificación primaria). La inserción en el plano imaginario tiene cabida a razón de la propia prematuración humana del nacimiento, que trae la vida en un estado de completa indefensión y de inmadurez del sistema nervioso (fetalización): aún no hay mielinización del sistema piramidal -tracto corticoespinal- cuyos haces transportan señales que controlan la acción muscular; cuando se mieliniza la corteza y ya pueden reconocerse imágenes, todavía no puede coordinarse la motiliciad. La «cría de hombre» antes de la palabra, se diferencia del chimpancé de igual edad que aquí lo va superando en inteligencia instrumental, en que ya es capaz de reconocer su imagen en el espejo como propia, vivenciándola gozosamente. El niño sostenido por la madre reconoce su imagen en el espejo con gran algarabía, logrando una anticipación imaginaria de la forma total de su cuerpo que es percibido, vía propioceptiva, como fragmentado y disgregado, precipitándose a una transformación compositora que revoca la imagen asumiéndola corno propia. La indefensión vuelca al niño a una anticipación de su forma total, activada a partir de la amenaza de fragmentación dada por la fascinación y deslumbramiento de la imagen que es objeto de una libido «erotoagresiva»: los celos primordiales que buscan desmembrar y dislocar al otro (el semejante) en respuesta a su completud e indestructividad. La agresividad constitutiva del ser humano debe ganar su lugar sobre el otro que lo enajena y lo aliena con su imagen, e imponérsele suplantándolo a riesgo de ser él mismo aniquilado. Toma la forma como propia y formaliza los futuros objetos de su deseo según se refiera el deseo del otro, sujeto como él, del lenguaje. «El inconsciente es el deseo del Otro». Este Otro (Autre) es el lugar donde el inconsciente está estructurado como un lenguaje; tesoro de los significantes. 

La relación imaginaria es el espejismo narcisista en su contacto plenamente ambivalente con el objeto primordial, aquella matriz que sacia, colma y devora proyectivamente. La identificación primaria prefigura toda relación al borde de lo mortifero. Esta relación forja un plano introyectivo/ proyectivo que es el primer «campo de la realidad»; la imagen especular es el complemento narcisista o significante del objeto primordial: la Madre. El yo es aquí erigido por su contraparte imaginaria en ideal del yo: «el niño en cuanto deseado». El vector del inconsciente dirigido hacia el sujeto (S) significatizado como falo imaginario, ha de ser escindido o castrado desde el lugar del Otro, baluarte de la palabra, por el significante Nombre-delPadre. 


La identificación con la Madre se concreta siendo el yo significatizado como Falo. La exigencia de una madre es proveerse de un falo imaginario, siendo el hijo el soporte de esa prolongación imaginaria. La función imaginaria del Falo es el punto de apoyo del proceso de diferenciación anátomica de los sexos en el plano simbólico, llevado a cabo por el complejo de castración, que en la mujer se juega por la envidia del pene no habido, anhelando en su lugar un niño del padre.

El complejo de Edipo puede diseccionarse en base a tres momentos trascendentales: 

1) La identificación con el otro como imagen propia durante el estadio del espejo (identificación primaria a la imago materna). 

2) Irrupción de una terceridad que impide y hace retroceder las tendencias convergentes de cristalización narcisista de ambos entes (Madreniño) instituida por la «prohibición del Padre» como autoridad y ley, y su instrumento, la castración imaginaria. 

3) El sometimiento al orden que permite el acceso a la organización simbólica a través del Nombre-del-Padre. Acerca del Nombre-del-Padre, Lacan dice: «la atribución de la procreación al padre no puede ser efecto sino de un puro significante, de un reconocimiento no del padre real, sino de lo que la religión nos ha enseñado a invocar como el Nombre-del Padre». Lo que está en juego en el Edipo no es un triángulo padre-madre-hijo, sino un triángulo (padre)-falomadre-hijo, en cuanto es el Padre el agente magnético que oblitera la colisión imaginaria. 


El deseo fálico de la Madre de hacer del niño una prolongación suya es intervenido por el Nombre-del-Padre como significante normativo. En esta operación se anulan ambos «Deseo de la Madre» y el Nombre-del-Padre otorga un significado legitimador al sujeto. El Falo es un significado inducido por la metáfora lógica en el otro (a). El significante detenta una posición privilegiada en el otro como impartidor de la anuencia al pasaje simbólico. El psicótico está «fuera del discurso», puesto que no ha accedido a la directriz simbólica instituida por la metáfora paterna.

En la psicosis «lo interiormente rechazado (Verwerfung) retorna desde el exterior». Lacan traduce esta Verwerfung (rechazo, exclusión, repudio) por forclusion, que en francés equivale a «el vencimiento de una facultad o derecho legislativo no ejercitado en los plazos prescritos». La forclusión es un defecto que da a la psicosis su condición estructural esencial que la diferencia de la neurosis, y que implica que aquello que ha sido repudiado ya no puede volver al lugar mismo del que ha sido excluido: Un accidente en el registro del Otro en cuanto ámbito del inconsciente, cumplido en la forclusión del Nombre-del-Padre, fracaso de la metáfora paterna, y queda estructurado el germen de la condición psicótica, donde Ello habla.


La entrada en la psicosis se despliega en el campo imaginario, en relación con el corto circuito afectivo que hace del otro un ser de puro goce y de pura interdestrucción. En este momento, desde el lugar del Otro es invocado un significante inconcebible cuyo desencuentro hace despegar el cataclismo imaginario, la disociación y fragmentación de los objetos, el cuerpo desmembrado, el neologismo superdeterminado, el estribillo ecolálico mecánico y vacío, la descomposición del discurso interior. El sujeto es tomado por lo real.

Como sabemos, es de obligatoriedad un requerimiento exógeno, un llamamiento a la vida que posibilite la supervivencia del individuo en la especie humana. Tal requerimiento no tiene que ser, como también sabemos, de todas maneras delegado a la madre biológica, sino a la Madre. De igual forma, al hablar del Nombre-del-Padre, se trata de un Un padre situado en posición tercera, que vele por la sujeción a la ley que dicta los parámetros de la relación con la Madre establecida en un margen al borde del incesto prohibido. La Madre, en tanto madre fálica en su relación filial, ha de avenirse a un Un-padre y reservarle un lugar de promoción de la ley, para liquidar la unión narcisística inconcretable al vástago. Caso contrario habría de producirse la muerte del sujeto y la estructuración psicótica. El sujeto (S) ha de ser escindido en sujeto del inconsciente (S) por el Nombre-del-Padre para poder sujetarse al orden simbólico estructurante, una vez instaurado el dominio de la represión que atesora los contrapuntos significantes y que permite la existencia subjetiva. En la psicosis hay forclusión del Nombre-del-Padre y ha tenido lugar una regresión tópica al estadio del espejo, por cuanto la relación con el otro especular se reduce a su filo mortal.

Conclusión: La mayor parte de la actividad del sistema nervioso es iniciada por reacciones sensitivas emanadas de receptores sensitivos, ya sean receptores visuales, auditivos, táctiles sobre la superficie del cuerpo o de otros tipos. Estas reacciones sensitivas pueden causar una experiencia inmediata o su recuerdo puede ser almacenado en el cerebro por minutos, semanas o años, y luego puede ayudar a determinar la experiencia somática en el futuro. Hemos visto que para el psicoanálisis estas reacciones tienen consecuencias.

Existen, como es obvio, diferencias comparativas fundamentales entre la escala zoológica y la humana. Entre tantas otras, entendemos que el animal no se aliena con su propia imagen como lo hace la «cría humana». No hace mucho se han realizado experimentos donde se liberaba dopamina en cerebros de animales, observándose una conducta agresiva y de" huida análoga a la de los «sentimientos de persecución externa» conocidos en enfermos psicóticos. ¿Podríamos caer por un instante en la ridícula interpretación de que el animal «se psicotiza»? Seguramente si, en el caso de que perciba voces que le hacen mofa y lo insultan, de que se sienta el elegido de Dios para cumplir una misión redentora del mundo, o de que profiera neologismos o palabras estereotipadas. El hombre es un animal de lenguaje y de ahí que su universo subjetivo esté completamente organizado (o desorganizado) en función de sus símbolos. Un tratamiento posible de la psicosis por el psicoanálisis se orientaría en pos de procurar que el sujeto significatice una parte de su realidad interna obturada por la forclusión de un significante fundamental, o procurar significatizar tal significante en pro de una suplencia de significación; o bien, encaminarlo hacia la traslación a una posición depresiva que le permita elaborar la violencia de los objetos malos introyectados y proyectados que le producen las sensaciones de fragmentación y persecución, a fin de hacerse responsable por estos objetos y expiarlos. Claro que esto no es suficiente. La psiquiatría estima esenciales tanto la farmacoterapia como las campañas de educación y prevención familiar, y las psicoterapias. El psicoanálisis se inscribe en este último registro. Ha sido un error generalizado la creencia de que las psicosis tienen un curso de deterioro irreversible e irremisible. No es una novedad para la psiquiatría actual el hecho de que más del 50% de quienes sufren esquizofrenia se recuperan o mejoran significativamente a través de los años si siguen el tratamiento correspondiente por el plazo necesario.

El proceso enormemente complejo del metabolismo cerebral está dado por la constitución genética individual que es a su vez modelada por la experiencia subjetiva estructurante; Ortega y Gasset diría: «yo soy yo y mi circunstancia». Al pasar del tiempo iremos contando de seguro con instrumentos cada vez más eficaces para identificar factores genéticos potencialmente patógenos que permitan discernir mejor la etiología de las enfermedades en general. Actualmente ya contamos con muchos. Y bien que podamos manipular y modificar los genes a nuestro antojo, ¿no intentaremos erradicar por este medio factores patógenos potenciales con la finalidad de precaver a nuestros semejantes de la posibilidad del sufrimiento que trae consigo la enfermedad?, y todavía, ¿no buscaremos librar a nuestra especie de «taras», haciendo del hombre un ser más fuerte y vigoroso, encarnación ideal de nuestras ilusiones de perfección? Desde luego, no serán invocados aquí preceptos éticos, filosóficos o religiosos para justificar una negativa, sino que simplemente remitiré la reflexión a la naturaleza como expresión de la biodiversidad que ampara la ya muy precaria estabilidad de nuestro ecosistema del que depende a su vez toda vida. Pero tampoco soy un ecologista. ¿De qué sociedad de personas «normales» o «sanas» habrían surgido personalidades corno Nietzsche, Van Gogh o Tchaikovski -por nombrar sólo a tres- cuyos aportes a la cultura y el arte de la civilización son invaluables? Tal vez no de una sociedad homogeneizada. La mayor riqueza del hombre (puede que la única) reside en su variabilidad y diversidad de posibilidades culturales.

Otra tentación por la que nos sentimos seducidos a menudo, consiste en la legítima aspiración de demarcar discretamente el ámbito de aquello admitido como «normal» o «sano». Es muy posible que tal como ocurre en la medicina «somática», las enfermedades mentales puedan ser conceptualizadas según un criterio de rango de desequilibrio orgánico, como las alteraciones anatómicas, los desórdenes fisiológicos y las desviaciones biológicas dentro del conjunto de un concierto neurometabólico. Sin embargo aquí también nos encontramos con una importante objeción, esta vez mejor fundamentada y que no apela al sentido común. Se trata de la viabilidad de una teoría cuántica de la consciencia (Quantum consciousness theory) propugnada por el físico y matemático Roger Penrose de la Universidad de Oxford. Penrose rescata argumentos de la filosofía, las matemáticas, la física, la biología y la psicología para entender la dinámica de la consciencia en los términos de la física extendida: además de la relatividad, la mecánica cuántica. Por ejemplo, se sabe que en la retina humana hay células con sensibilidad hasta para un solo fotón; entonces, así como la retina forma parte del sistema nervioso, se infiere que en éste hay ciertos tipos de sensibilidad a otras partículas subatómicas que estarían regidas por los principios de la física cuántica. La dualidad onda/partícula en mecánica cuántica es el concepto de que no hay distinción entre ondas y partículas; las partículas pueden a veces comportarse como ondas y las ondas como partículas. El principio de incertidumbre de Heisenberg estipula que nunca puede estarse seguro acerca de la posición y la velocidad de una partícula en el espacio subatómico; cuanto con más exactitud se conozca una de ellas, con menos exactitud puede conocerse la otra. Para la teoría cuántica es imposible definir ambas, la posición y el momento de una partícula al mismo tiempo. Tan pronto se establecen los parámetros de movimiento de un cuerpo, su posición es incierta y puede sólo ser descrita matemáticamente como una onda u órbita de probabilidad. Un punto de vista cuántico de la consciencia reconoce que en su raíz, nuestra consciencia se comporta como el flujo incuantifícable del mundo subatómico. El cerebro puede así ser visto como un sutil dispositivo que amplifica los eventos cuánticos.

El postulado de que la mecánica cuántica y la consciencia humana están ligadas está basado en el principio de que el acto de ponderación, que implica a un observador consciente, tiene un efecto sobre los eventos cuánticos; un observador no puede divorciar su consciencia de los eventos observados. Penrose en conjunción con Stuart Hameroff de la Universidad de Arizona, propone que la conexión de los estados cuánticos con los de la física clásica ocurre dentro de ciertas proteínas llamadas microtúbulos, que son estructuras largas y huecas que forjan caminos para el transporte de vesículas, organelos y otros elementos de la arquitectura citológica. Estos microtúbulos cerebrales estarían dispuestos para desempeñar la transformación física ("switch"), produciendo «ocasiones de experiencia» que, con el fluir del tiempo, animan la corriente del pensamiento consciente (se ha calculado que el número de interconexiones existentes en el cerebro humano excede al número de átomos existentes en todo el universo; en este sentido el microcosmos parece corresponder al macrocosmos). Como quiera que la colocación física de una idea o de un pensamiento puede ser soportada sólo por un lapso corto de tiempo, la cuota cuántica debe ser reintegrada,y el punto de nuestra consciencia es forzado a dar un «salto» hacia otro estado cuántico, pero en otra región del cerebro. Así no hay un «libre albedrío» determinado por leyes físicas computables y nuestros pensamientos son constantemente interferidos por emociones, percepciones, recuerdos, imágenes fantásticas, etc. El «salto cuántico» no es determinista e introduce un elemento completamente aleatorio en la evolución temporal de la mente consciente, inmersa en el cauce de las asociaciones pautadas según patrones de acción previos. Dichos circuitos de probabilidad indeterminada funcionan más allá de la actividad biofísica mensurable por la consciencia.

Añadiremos, en lo que a la psicosis respecta, cierta información reciente proporcionada por científicos ingleses, que reporta la presencia disminuida de la expresión de una proteína asociada a los microtúbulos (microtubule-associated protein - MAP) en el hipocampo (sistema límbico) en pacientes esquizofrénicos. Se sugiere que los cambios de esta proteína asociada a los microtúbulos en la esquizofrenia son mucho más complejos de lo que antes se presumía.

Considerando que este dato supondría una menor actividad cuántica en el cerebro de estos pacientes, aventuramos la conjetura de que, quizás, la psicosis se contacta de un modo más cercano a «las cosas» -significados- de la materia en la «realidad objetiva»; aquellas que corresponden al dominio de la física clásica. En todo caso, aunque no podamos formular por el momento ninguna definición conclusiva, ni mucho menos, en lo tocante a la etiología general de las psícosis, tenemos en cuenta que la presencia e importancia de: la subjetividad ha cobrado una fuerza inusitada en la ciencia contemporánea, insospechada hasta hace muy pocos años.

Hipótesis: los procesos imponderables e indeterminables cuánticos vendrían a ser la cualidad distintiva de lo psíquico o mental, diferenciados del resto del organismo vivo y del mundo material regido por la física clásica determinista. Se instala en el discurso científico un antiguo criterio filosófico que situaba al sujeto y a lo subjetivo en un plano de primer orden.

Fuente: Sparrow, César, "Explicaciones etiológicas de las psicosis" - Instituto de Investigaciones Psicológicas - UNMSM Revista de Investigación en Psicología Año II No. 2 138

viernes, 16 de octubre de 2020

¿Qué sepulta al complejo de Edipo?

¿Qué quiere decir que el complejo de Edipo se vaya “al fundamento” o que sea “sepultado” por efecto de la represión? Estas expresiones hablan de algo más profundo que la represión que da lugar a las formaciones del inconsciente.

Entre los artículos freudianos sobre sexualidad infantil, hoy vamos a hablar de “El sepultamiento del complejo de Edipo”, de 1924. Freud nos plantea en este texto que el complejo de Edipo “se va a pique”, “al fundamento”, como la clínica nos indica, por dolorosas desilusiones.

Estas desilusiones son inevitables: la falta de la satisfacción esperada, la denegación del hijo deseado, etc.: “el complejo de Edipo se irá al fundamento a raíz de su fracaso, como resultado de su imposibilidad interna”.

También cae porque, en relación a la historia de la humanidad, ha llegado el tiempo de su disolución. A lo largo de los tiempos esto fue así. Freud trae algo que se ubica entre lo particular de cada historia y las generaciones humanas.

La fase fálica contemporánea a la del complejo de Edipo se hunde por la amenaza de castración y es relevada por el período de latencia, como efecto de la represión.

Como vimos en textos anteriores sobre el concepto de sexualidad en Freud, el niño no obedece rápidamente a esta amenaza. La visión de la diferencia frente a la niña trae un efecto a posteriori sobre la falta de miembro en la madre, y es entonces cuando da crédito a la amenaza.

Es por la amenaza de castración que el complejo cae. Por eso quiero subrayar un párrafo del texto freudiano sobre el tiempo previo a la amenaza de castración, de una gran riqueza clínica: “No debemos ser tan miopes como la persona encargada de la crianza que amenaza con la castración, y pasar por alto que la vida sexual del niño en esa época en modo alguno se agota en la masturbación. Se la puede pesquisar en la actitud edípica hacia sus progenitores; la masturbación es sólo la descarga genital de la excitación sexual perteneciente al complejo, y a esta referencia deberá su significatividad para todas las épocas posteriores”.

¿Qué consecuencias va a tener la actitud edípica del niño en relación a sus progenitores? ¿En qué posición se va a situar, por ejemplo, el varón? En una posición masculina (inconsciente), en el lugar del padre y, como él, pretenderá mantener comercio con la madre, a partir de lo cual el padre pasa a ser un obstáculo; o bien sustituyendo a la madre, haciéndose amar (pasivamente) por el padre, con lo cual la madre allí queda de más.

O sea que no sólo la masturbación es indicador clínico del tiempo previo a la amenaza de castración, sino que también lo es la forma en que el niño se situó frente a sus padres. Esto nos permite leer en qué posición —pasiva o activa— quedó a partir de ese momento, cómo se dio el tránsito edípico, el cierre del Edipo y sus consecuencias para la posición sexual.

Ahora bien, volvamos al comienzo para ubicar algunas cuestiones.

El complejo de Edipo y sus alcances son centrales en la sexualidad infantil. Al final de la primera infancia, y previo al período de latencia, el complejo cae “sepultado”. Esa es la palabra que Freud coloca en el título de su ensayo. Dirá también que el complejo se va “a pique”, “al fundamento”. Entonces, tres formas de decirlo. ¿Son lo mismo?

En una nota al pie de la primera página del texto, Ernest Jones, biógrafo de Freud, nos dice que sepultamiento (untergang) es una palabra mencionada en la correspondencia de Freud. Por otra parte, Freud ya la había usado en dos pasajes de “El yo y el ello”, y según la nota “Sobre una versión castellana” de la obras completas editadas por Amorrortu, hay una coherencia en el empleo que hace Freud de untergehen, asociada a zugrunde gehen (irse al fundamento). En la correspondencia a Fliess, en relación al Hombre de las Ratas, Freud explica la represión al paciente con un ejemplo y le dice que Pompeya no “se fue al fundamento” (zugrunde gehen) hasta que no fue desenterrada. La represión es una muerte que funda algo, no es una simple muerte. Es un movimiento de doble dirección: enterramiento y desenterramiento, muerte y vida. Es un sepultamiento que a su vez engendra.

¿Qué quiere decir que el complejo de Edipo se vaya al fundamento o que sea sepultado por efecto de la represión? Estas expresiones hablan de algo más profundo que la represión que da lugar a los síntomas. Una parte puede sufrir la represión que Freud llama secundaria, pero otra parte va a la represión primaria, al fundamento.

Freud nos dice, refiriéndose a lo que da lugar al período de latencia: “[…] el proceso descrito es más que una represión; equivale, cuando se consuma idealmente, a una destrucción y cancelación del complejo. Si el yo no ha logrado efectivamente mucho más que una represión del complejo, este subsistirá inconsciente en el ello y más tarde exteriorizará su efecto patógeno”.

La represión secundaria da lugar a las formaciones del inconsciente, entre ellas el síntoma, y la represión primaria se juega en lo fantasmático, como lo transmitió Lacan.

Al cierre del complejo de Edipo se constituyen síntoma y fantasma como efecto del tránsito por la sexualidad infantil. Otro efecto del sepultamiento del complejo de Edipo es la formación del superyó y el yo ideal.

Las variaciones en los distintos pasos y el encadenamiento de los procesos del tiempo del Edipo hasta su sepultamiento son fundamentales en las consecuencias de la estructuración psíquica.

Se nos abre la posibilidad de pensar las consecuencias de cada paso y cómo se da la represión.

El sepultamiento del complejo de Edipo” es un texto que recomiendo releer varias veces en toda su extensión para seguir paso a paso el proceso que Freud nos plantea.

Estas palabras en la que hicimos foco nos abren una vía para captar el fundamento como el campo de la represión primaria.

Que el complejo de Edipo caiga por efecto de la represión nos puede dejar en el equívoco de que se trata de la represión secundaria. Aquí Freud es contundente: “al fundamento”, “a pique” quieren decir mucho más que una represión: la represión primaria.

Lo que quedó bajo la represión primaria vuelve en forma de repetición. Lo que quedó bajo la represión secundaria vuelve como retorno de lo reprimido. Dos posibilidades totalmente diferentes.

viernes, 7 de agosto de 2020

La mujer y la degradación de la vida erótica.

La degradación de la vida erótica no es privativa del varón. Hoy vamos a hablar de la forma en que se juega en la mujer. Rodearemos el problema a partir del complejo de castración.

En nuestro recorrido por los textos freudianos sobre sexualidad, vimos el artículo —“La degradación de la vida erótica en el varón”— para ver cómo se da la degradación de la vida erótica desde el lugar del varón a partir de la pregunta por la impotencia psíquica.

Freud responsabiliza por la impotencia psíquica a dos factores: la intensa fijación incestuosa en la infancia y la frustración real en la adolescencia.

Surgieron preguntas de parte de ustedes sobre el camino de la mujer en este recorrido. ¿Cómo se da esto en la mujer?

Para las mujeres podemos ubicar dos motivos para la aparición de la frigidez: que el varón no cuente con toda la potencia o que luego de la sobreestimación por el enamoramiento, a partir la relación íntima, surja el menosprecio.

Vamos a hacer un breve recorrido que nos va a situar en un marco. Para rendir cuentas del devenir hombre o mujer, Freud convoca al Edipo. El mito funda la pareja sexual por la vía de las prohibiciones y los ideales de cada sexo.

¿Qué es una mujer para Freud?
El proceso de sexuación está determinado por el hecho de que para la niña la castración tuvo lugar (la madre no le dio, la hizo incompleta), y por eso surge la envidia del pene o penissneid. Así, se dirige al padre para que le dé, ya que él lo posee. La niña espera el falo, o sea, el pene simbolizado, del que lo tiene.

Se trata de cómo se ha subjetivado el “no tener” y los efectos de esta posición en la vida: cómo se las arregla la mujer con ese “menos”, dando lugar a inhibiciones, por ejemplo en el estudio o en lo laboral, a un sentimiento de inferioridad y menoscabo, a cierta posición de pobreza, de falta de recursos.

La feminidad de la mujer deriva, entonces, de su “ser castrado”.

La posición femenina la detenta la mujer cuya falta fálica la lleva a dirigirse hacia el amor de un hombre. En principio es el padre, después la pareja. El padre es el heredero del amor que primeramente dirigió a la madre.

Posición sexual y castración
En el ensayo “La significación del falo”, Lacan nos plantea la prevalencia del complejo de castración en el inconsciente y su consecuencia para la asunción de la posición sexual.

Dice así: “el complejo de castración inconsciente tiene una función de nudo, primero en la estructuración […] de los síntomas […], segundo en una regulación del desarrollo […], a saber la instalación en el sujeto de una posición inconsciente sin la cual no podría identificarse con el tipo ideal de su sexo, ni siquiera responder sin graves vicisitudes a las necesidades de su partenaire en la relación sexual, e incluso acoger con justeza las del niño que es procreado en ellas”.

La relación a la castración condiciona el lazo de una mujer con el hombre.

Dentro de lo que escuchamos en la actualidad las mujeres pueden evitar a los hombres, y cada vez más, hasta llegar a una maternidad sin hombres, donde la ciencia se pone a su servicio. En cualquier caso, esto no implica una liberación de la problemática fálica, o sea, no quedan fuera de la problemática de la castración.

Degradación de la vida erótica
Vamos a tomar el texto “El tabú de la virginidad” de Freud de 1927 para ver la degradación de la vida erótica desde el lado de la mujer.

Freud nos dice allí que el tabú se encuentra enlazado a las fobias que sufren los neuróticos.

Trae investigaciones sobre los primitivos: ahí donde hay un tabú, es donde se teme un peligro, un peligro psíquico. Freud ubica la importancia de la virginidad en el inconsciente, más allá de los cambios culturales, unido a la presencia de este tabú.

¿Por qué es importante la virginidad? El primer coito es un acto especial, ya que por la desfloración puede aparecer sangre. Por el horror a la sangre, podemos pensar una articulación entre virginidad y menstruación.

Freud nos muestra que no sólo el primer coito con la mujer es tabú, sino que la mujer en un todo es tabú. El varón tiene miedo de ser debilitado por una mujer, a quedar contagiado por su feminidad y no comportarse de manera viril. Esto se conserva hasta nuestros tiempos en los fantasmas neuróticos bajo enunciados como “me dejaste agotado”, “me hacés perder la cabeza”, etc.

Desde el lado de la mujer, el primer acto sexual tiene consecuencias que no son esperadas por ella. Muchas veces, permanece fría e insatisfecha, y necesita un largo tiempo para obtener satisfacción del acto.

Hay una razón de desengaño con respecto al primer coito, donde la expectativa —muy cargada por la prohibición— no coincide con lo que efectivamente ocurre. Cuando hablo de prohibición, me refiero mucho más allá del comienzo muy temprano de la mujer en el encuentro sexual, en los ecos inconscientes de la prohibición a la pérdida de la virginidad.

Se escucha también en algunas novias, que quieren mantienen oculta la relación y así sostienen el valor de una relación secreta.

La prohibición, lo secreto, como formas de expresión del tabú.

Con la primera relación sexual, se actualizan antiguos impulsos reprimidos y surgen elementos contrarios a la satisfacción sexual que espera la mujer.

La envidia fálica, que apunta al anhelo de un significante de la completud imaginaria.
El deseo inconsciente de castrar a un hombre, dejarlo impotente.

La hostilidad contra el varón.
Todos estos factores tienen como fundamento la historia del desarrollo libidinal. Los deseos sexuales infantiles persisten, fijados al padre o a un hermano que lo sustituye. El partenaire nunca es más que un varón sustituto. Nunca es el genuino.

Para que se desautorice a la pareja por insatisfactoria, importa la intensidad de la fijación a la figura paterna.

Desde el punto de vista del desarrollo, dice Freud, la fase masculina o de envidia fálica de la mujer, de envidia al varón, debe ser la que permite la hostilidad de la mujer hacía el varón, siempre presente en las relaciones entre los sexos.

El tabú de la virginidad no se ha sepultado a través de las épocas, permanece en el inconsciente. Está anudado a la historia del desarrollo libidinal de la mujer, a su posición frente a la castración: cómo fue tramitada la envidia fálica, qué montante de hostilidad y hostigamiento hacia el varón. 

La clínica también nos muestra mujeres a las cuales no les resulta problemática la impotencia de su partenaire; es más, les viene bien. Puede existir una reacción de hostilidad, por ejemplo, en la que la mujer permanece en pareja, muy distanciada del hombre, donde no se juega para nada el deseo por él, pero sí la ternura.

Hostilidad, venganza, goce… problemáticas del complejo de castración para la mujer.

miércoles, 29 de julio de 2020

El mito del deseo fálico.

Devenir hombre
Es conocida la sentencia de Simone de Beauvoir en El segundo sexo: “No se nace mujer: llega una a serlo”. Sin embargo, no otra cosa le ocurre al varón. Uno de los prejuicios habituales entre psicoanalistas radica en suponer que la masculinidad es algo evidente, ya dado, mientras que la enseñanza de Lacan pone en cuestión esta idea desde el comienzo.

Si bien Freud afirmaba, en Tres ensayos de teoría sexual, que la niña era como un “pequeño varoncito”, cuyo primer objeto de amor era la madre, la perspectiva lacaniana avanza en sentido contrario: ¡el varoncito es inicialmente una niña! Esto lo demuestra la posición inicial del niño en el complejo de Edipo, en función de la identificación fálica que lo ofrece a la seducción de la madre (en el doble sentido, que localiza a la madre como seductora, pero también al niño en tanto señuelo). En última instancia, por esta vía, el varón encuentra su satisfacción primera en el coqueteo con su imagen, regodeo que hace de su ser una máscara y una trampa para el deseo... la misma que Lacan llamara “mascarada femenina”, en la medida en que también para la mujer se trata de “ser (el) falo”. Identificación con el falo que, para la mujer, trasunta en el darse a ver del que hace gala la industria de los cosméticos (con los efectos des-subjetivantes que puede tener para algunas muchachas) y, en los niños, se refleja en la predicación constante que padecen (“sos hermoso”, “pero qué niño tan lindo”, etc.).

Ahora bien, ¿cómo este niño feminizado deviene hombre? Para dar cuenta de este aspecto es que Lacan desarrolló, en el seminario Las formaciones del inconsciente, un dispositivo que llamó “Metáfora paterna”, destinado a poner de manifiesto la incidencia de la castración. La salida del engaño en el ser fálico requiere la eficacia del padre. El padre “se hace preferir” a la madre, sostiene Lacan, con una expresión enigmática, dado que para el sentido común (que es freudiano) el padre es quien viene a prohibir, a instanciar una ley, etc. No obstante, si Lacan utiliza esta fórmula es porque, justamente, apunta a distinguir la regla de la ley. Mientras que las reglas prohíben, la ley causa el deseo. La metáfora paterna tiene el propósito de sancionar el pasaje, en el niño, de “objeto de deseo” a “deseante”. Sin embargo, ¿en qué consiste esta operación del padre?

En principio, resulta curioso que este “hacerse” preferir, vuelve a ubicar al niño ante una escena de seducción. En este sentido es que Lacan recupera el Edipo “invertido”, aunque no se trate de tomar al padre como objeto de deseo (una elección homosexual, en el sentido de Freud) sino del encuentro con el deseo del padre, en particular, del deseo del padre por la madre; dicho de otro modo, del padre, en tanto “hombre”, por la madre “en tanto mujer”. Por eso Lacan es enfático al sostener que el padre simbólico no existe (o bien, es el padre muerto) y el padre imaginario es el que habita en la fantasía de los neuróticos, mientras que la castración tiene como referente al padre real, es decir, ese hombre.

De este modo, el niño se convierte en hombre ante otro hombre; o mejor dicho, queda marcado por la promesa de la hombría. Lacan hace mención a esta cuestión al afirmar que el padre es quien “tiene” aquello que el niño “tiene, pero aún...”, vía por la cual introduce al niño en la perspectiva de la falta fálica (antes que atribuirle un objeto). Este aspecto puede rastrearse en un hábito que, hasta hace unos años, era corriente, dado que era el padre (luego sustituido por el grupo de amigos) quien conducía al joven a “debutar”. El acceso a la mujer, entonces, se realiza a través de otro(s) hombre(s); pero, ¿cuál es la incidencia del deseo de un hombre, y el del padre, en particular, para otro hombre?

Para responder a esta última pregunta es preciso restituir las dos referencias textuales que trabajan implícitamente la formalización de la metáfora paterna: por un lado, la dialéctica hegeliana del amo y el esclavo; por el otro lado, las fases del fantasma “Pegan a un niño”, tal como fue esclarecido por Freud en su célebre artículo.

Respecto de la primera indicación, la dialéctica del amo y el esclavo expone cómo la constitución de la identidad requiere de un pasaje por la alteridad, que surge del encuentro de un deseo con otro deseo, y del conflicto necesario que se resuelve a través de la cesión en que el esclavo se descubre como tal.

Esta misma cesión de goce es la que se encuentra en la segunda indicación, dado que “Pegan a un niño” es un artículo que ubica en el amor al padre la condición del reconocimiento de su autoridad. De acuerdo con este lineamiento es que puede entenderse que Lacan dijera (el 21 de enero de 1975) que “un padre no tiene derecho al respeto, sino al amor, más que si el dicho respeto, el dicho amor, está père-versamente orientado, es decir, hace de una mujer objeto a que causa su deseo”. No se trata, entonces, de desear al padre, sino de asumir su deseo con amor.

En última instancia, el paso fundamental de la filiación masculina se encuentra en amar el deseo de un hombre, amar al padre por su deseo. Por lo tanto, padre no es quien prohíbe o impone un orden, sino aquel que se destituye de su potencia en función del deseo y su causa.

Adiós al padre
En el seminario La relación de objeto, Lacan sostiene que la pregunta “¿Qué es ser un padre?” es “el punto fecundo que orientó verdaderamente toda [la] enseñanza [de Freud”. Sin embargo, para el lector concernido es evidente que ésta es una estrategia lacaniana para camuflar sus propios argumentos, bajo la atribución a Freud del propio punto de vista.

Si bien es cierto que en los seminarios de Lacan no encontramos definiciones claras y distintas, ni exposiciones que se deduzcan de aquellas, eso no quiere decir que no haya argumentos. Por lo general, las definiciones se encuentran implícitas en el tono hiperbólico con que Lacan introduce algunas máximas: “Para decirlo todo...”, “Esto y no otra cosa...”, etc., son giros expresivos que suplen la pretensión de comunicación científica. Asimismo, también encontramos núcleos temáticos sobre los que Lacan retorna una y otra vez, tal el caso de la pregunta por el padre, cuya gravedad es más rigurosa que la de una cuestión de definiciones y deducciones.

En efecto, las diferentes versiones del padre en la obra de Lacan permiten responder a una inquietud específica: ¿por qué el psicoanálisis lacaniano no es la neurosis de Lacan? En este punto, se trata de la misma pregunta que Freud se formulara en el caso Schreber, pero respecto de la teoría delirante de un psicótico. En última instancia, se trata aquí del problema de que la enseñanza del psicoanálisis no puede dejar de llevar las huellas de quien transmite, pero ¿cómo dar cuenta de que esas marcas no llevan al engaño fantasmático?

En muchos aspectos la concepción lacaniana de la metáfora paterna parece una construcción neurótica que podría caer en una especie de apología del padre que opera (fallidamente, por cierto); pero en última instancia habría un nombre para el goce, el Nombre-del-padre... cuyo fracaso quedaría revelado por la invención del objeto a. Asimismo, los operadores de la metáfora paterna son el ideal y la identificación, que prescriben una respuesta normativa para el ser sexuado. De este modo, esta primera formulación lacaniana a la cuestión de la sexuación es parcial, y algo artificial, dado que se piensa en términos de funciones parentales (padre y madre), mientras que a partir del seminario El reverso del psicoanálisis (en la relectura que Lacan realiza del Edipo a la luz de otra lectura de Tótem y tabú) se asiste a una nueva versión del padre cuyo punto de llegada será la noción de père-version en los últimos seminarios. El padre ya no será el agente de la castración, sino quien la transmita de forma sintomática. El padre no es el nombre de una ley para el goce, sino aquel que hizo de una mujer la causa de su deseo.

Si La interpretación de los sueños es un testimonio de Freud como analizante, la rectificación de las versiones del padre en el seminario de Lacan es un equivalente de su paso en la enseñanza, que demuestra que su posición en ese dispositivo era también la del analizante.

Ahora bien, ¿en qué sentido puede decirse que el padre está afectado por la castración? En primer lugar, padre es quien ha sufrido una doble pérdida: por un lado, ha perdido su ser de seducción (“para todas y para ninguna”), en la medida en que ha tomado a una mujer como suya; por otro lado, ha perdido a su mujer, en la medida en que la convirtió en madre, es decir, ha quedado destituido de la libido que ella destinará al cuerpo del niño. Como en cierta ocasión decía un analizante: “Ser padre es darse cuenta de que ocupás el segundo lugar en la vida de tu mujer”.

Sin embargo, esta doble pérdida no lleva a la resignación. En segundo lugar, la castración en el padre es equivalente a su ser de deseo. Estas pérdidas se vuelven causa de la transmisión al niño, que adopta a su padre como tal. En este sentido, las palabras iniciales de El gran Gatsby, de F. Scott Fitzgerald, son ejemplares:
“En mis años mozos y más vulnerables mi padre me dio un consejo que desde aquella época no ha dejado de darme vueltas en la cabeza: ‘Cuando sientas deseos de criticar a alguien –fueron sus palabras– recuerda que no todo el mundo ha tenido las mismas oportunidades que tú tuviste.”
En estas líneas puede advertirse cómo el padre deja la huella de su transmisión, menos por la comunicación de un ideal, que por cierta ética que rescata al sujeto en aquellos momentos de vacilación; antes que un destino, el padre es un tope a la caída del sujeto. Por eso Lacan sostenía que se trata de prescindir del padre, a condición de servirse de él.

Esta misma indicación puede reconstruirse en el comienzo de otra novela norteamericana –en cierta medida, podría decirse que toda la literatura norteamericana gira en torno a la eficacia paterna–, Carne y hueso, de M. Cunningham, en cuyas páginas iniciales se cuenta la anécdota de un hijo que arrastra a su padre por una huerta, mientras éste grita: “Es injusto que arrastres así a tu padre, ya llevas dos kilómetros, mientras que yo al mío apenas lo arrastré uno”.

¡Hacete hombre!
En un libro reciente, Gonzalo Garcés retorna sobre un punto ciego de nuestro tiempo: la masculinidad. Hacete hombre, tal el título de este libro, que cabalga entre la novela y el ensayo, plantea un interrogante fundamental: ¿cómo se constituyen, y se asumen como tales, los hombres de nuestros días? Que el tema en cuestión tenga el estatuto de un “punto ciego”, vale en la medida en que los estudios vinculados a perspectivas de género suelen enfatizar los avatares de lo femenino –e incluso con opiniones muy groseras, cómo la de pensar que una supuesta igualdad se consigue a partir de distribuir cantidades idénticas de cargos y funciones entre hombres y mujeres–, y en el marco del psicoanálisis lo masculino se ha vuelto un equivalente de lo fálico, entendido como posesión, potencia, destreza, etc.

No obstante, ¿puede afirmarse esta ecuación entre hombre y deseo fálico en el mundo contemporáneo?

En un mundo pretérito era evidente que la asunción de la masculinidad se realizaba ante otros hombres. Por esta vía, y algo de esto se sigue jugando en ciertas prácticas adolescentes de nuestro tiempo, hacerse hombre no sería más que demostrar que no se es mujer (de ahí que sea corriente que el insulto “maricón” no se aplique en la infancia, mientras que cobra una particular incidencia a partir del desarrollo sexual). Convertirse en hombre, entonces, implicaría no sucumbir ante la feminización frente a otro hombre. En definitiva, he aquí el núcleo más grave de la teoría psicoanalítica, lo que en su texto Análisis terminable e interminable Freud llama “roca dura” de la castración para los varones: la posición pasiva ante otro, el padre en particular.

Por otro lado, entre los griegos la masculinidad no dejaba de incluir la posibilidad de una práctica activa de la homosexualidad; y en algunas sociedades de las llamadas “primitivas” se acompañaba al joven hasta un bosque y si lograba sobrevivir a la noche y sus peripecias, se lo coronaba con las armas y se lo contaba entre los guerreros. Estas dos referencias llevarían a la conclusión de que la posición masculina, en el paradigma “clásico”, no pareciera ser una cuestión estrictamente vinculada con la sexualidad. Mejor dicho, el desarrollo sexual impone la asunción de la masculinidad, pero ésta se adquiere sin relación directa con el otro sexo.

Sin embargo, ¿tienen vigencia estas coordenadas actualmente? Uno de los aciertos del libro de Garcés radica en que junto al padre (en un viaje que realiza el protagonista) pone a una mujer, más específicamente a una prostituta.

No se trata, entonces, de la madre. A lo sumo, de una madre puede esperarse el imperativo de que el varón sea “un caballero” (un “buen” niño, educado; por eso en todo dandy siempre hay algo de infantilismo) pero no un hombre. Y, por cierto, hasta hace no poco tiempo era corriente que varios jóvenes se iniciaran de forma conjunta en la práctica sexual: se iba a “ponerla”. Dicho de otro modo, la prostituta es parte del imaginario de la masculinidad y propone un modelo alternativo de descubrimiento de la hombría. Sea de un modo (a través del padre) o de otro (la prostituta), el hombre accedía a ser reconocido como tal a partir de un rito que oficiaba el pasaje.

En este punto, podríamos preguntarnos qué ocurre en estos tiempos cuando los jóvenes recurren a ese acto frustrado que es la llamada “previa adolescente”, donde el consumo de alcohol concluye muchas veces en la utilización de la pastilla azul para suplir los nervios del encuentro con el otro sexo. Esto permite entrever de qué manera a la alteridad del sexo sólo se accede de forma mediada, y en un mundo que destituye las vías simbólicas de realización subjetiva, la masculinidad no podría dejar de haber sufrido cambios.

Las mujeres de nuestros días se quejan de que “ya no hay hombres” o bien se dice que “son histéricos”. Como todo reproche, esta denuncia esconde una verdad. A los hombres contemporáneos les cabe el lugar que a las histéricas del siglo XIX, aquellas que al enfermar objetaban el lazo social y hacían hablar al cuerpo con sus síntomas. La impotencia masculina de nuestro tiempo tiene como punto de llegada la frase célebre de un personaje de Melville: “Preferiría no hacerlo”. En la figura de Bartleby se expone la posición del hombre que ya no quiere el falo y sus destrezas. La publicidad lo demuestra: si una conocida marca de cigarrillos invitaba, hace unos años, a que el varón conquistara a la muchacha cuyo auto se había descompuesto, en nuestros días se lo ve mejor al hombre entre bambalinas, a la espera de la situación que le permitiría escapar al desafío. No por temor, sino por desinterés.

En este punto, cabría preguntarse si acaso el hombre de nuestro tiempo podría encontrar otra vía de realización que no fuera la impotentización. Es cierto que las mujeres ya no esperan que se las impresione, pero ¿eso no habilita formas de relación menos impostadas? En todo caso, estos parecieran tiempos propicios para que la impostura masculina ceda el paso a una revisión de sus condiciones.

Fuente: Lutereau, Luciano "Ya no hay hombres: Ensayos sobre la destitución masculina". Capítulo "El mito del deseo fálico."