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lunes, 28 de julio de 2025

De la falta a la falla: condiciones topológicas del sujeto en el Seminario 12

En la Clase 2 del Seminario 12, Lacan abre el trabajo con una pregunta: “¿Cómo vamos a trabajar?” No se trata sólo de una interrogación metodológica respecto del seminario actual, sino de una puesta en cuestión que remite a toda su enseñanza previa: ¿desde dónde, con qué conceptos, y hacia qué dirección abordar la relación entre sujeto y lenguaje?

Lacan retoma aquí una preocupación que atraviesa su enseñanza: el estatuto del lenguaje como estructura. Pero con un giro preciso: estamos frente a una interrogación topológica, en la cual se introduce una torsión fundamental en el modo de pensar lo simbólico. El pasaje que propone es el que va de la falta hacia la falla.

🔹 Falta: función significante de lo que no está

Del lado de la falta, el problema no se reduce a una carencia empírica dentro de un conjunto de significantes. No se trata de un significante que “falta” como tal, sino de una función: la función de la falta como tal, aquello que introduce negatividad en el campo del Otro y posibilita la aparición del sujeto. De allí la conocida paradoja: el conjunto está completo en la misma medida en que le falta un elemento. Ese elemento no es otro que el que vendría a nombrar al sujeto: su exclusión lo funda.

🔹 Falla: imperfección estructural

Pero Lacan ahora complejiza este esquema. Propone pensar no ya una falta que constituye el campo del Otro como sistema simbólico cerrado, sino una falla inherente al propio sistema. No es un elemento externo al conjunto el que se sustrae, sino una imperfección constitutiva del conjunto mismo. Es decir, el significante no sólo organiza el campo simbólico a partir de una falta, sino que está él mismo afectado por una falla. Y esta falla no es contingente: es consustancial al lugar del sujeto.

🔹 Entre sincronicidad y diacronía

Aunque el lenguaje preexiste al sujeto en tanto estructura sincrónica, Lacan subraya aquí que su eficacia subjetivante exige la introducción de la diacronía. Esto supone la entrada del valor y la historia: el sujeto adviene en la medida en que la falla es tramitada como falta, es decir, se simboliza. Esta operación hace posible que el sujeto pueda recibir un valor dentro del campo del Otro, valor que lo torna visible —y deseable—.

🔹 El deseo del Otro: ¿puedes perderme?

Si el sujeto es un ser estructuralmente en falta, sólo puede instalarse en el lazo con el Otro en la medida en que esa falta es investida, alojada en el deseo del Otro. De allí el interrogante que Lacan recoge en el grafo del deseo: “¿Puedes perderme?”. No es una pregunta banal, sino el modo en que el sujeto interroga su posición como objeto en la economía deseante del Otro.

Esta pregunta se traduce en el célebre che vuoi?: ¿qué quiere el Otro de mí?, ¿qué soy yo para ese deseo? El valor de verdad del sujeto depende, entonces, de la posición desde la cual causó el deseo del Otro. No es sin esa causa que el sujeto puede constituirse.

martes, 18 de marzo de 2025

Lo simbólico, lo real y la pérdida fundante

Cuando lo simbólico irrumpe en lo real, deja una marca, un surco que introduce una pérdida estructural. Aquello que logra ser simbolizado pasa a formar parte del campo de la existencia; en cambio, lo que queda excluido —no como algo preexistente, sino como un efecto de la simbolización— ex-siste a lo simbólico.

Esta idea, central en las fórmulas de la sexuación y la lógica modal, ya se encuentra en el seminario inaugural de Lacan y resulta clave para diferenciar al sujeto del moi.

En un segundo momento lógico, lo imaginario media en esta operación, permitiendo alguna forma de representación de la pérdida originaria del sujeto: la pérdida de Das Ding. Dado que el sujeto humano no posee un objeto connatural, lo imaginario abre el campo de los objetos en plural. Lacan sostiene que la inscripción de la pérdida en lo imaginario es necesaria, lo que justifica la operación del menos phi (-φ) como efecto de la metáfora paterna.

Desde esta perspectiva, lo real se define como lo que ex-siste a lo simbólico. En el Seminario 1, Lacan lo aborda a través de la alucinación, tomando como referencia el caso del Hombre de los Lobos de Freud. Allí, lo real aparece como el retorno de lo que no fue captado por lo simbólico, inscribiéndose en el cuerpo.

Se trata de la presencia de algo que carece de representación y de nombre. Sin embargo, esto no implica una equivalencia entre representación y nombre, sino que el nombre opera como un efecto de la comunicación entre el niño y el Otro, marcando las consecuencias del acto de la palabra.

sábado, 15 de marzo de 2025

El deseo y la brecha del desasimiento en el análisis

A lo largo de su obra, Lacan explora la posibilidad de generar en el sujeto un efecto de desasimiento, es decir, un margen que lo libere de la determinación impuesta por el deseo del Otro. En este recorrido, se mantiene una constante: la función del deseo.

El deseo introduce una tensión, ya que el sujeto, desde su posición de causa, no es el objeto final del deseo. En esa diferencia se abre una brecha, un margen que permite el desasimiento, aunque siempre al precio de una pérdida. Esta tensión es clave en la práctica analítica, pues orienta la escucha y sitúa al analizante en una encrucijada donde emergen contradicciones, dificultades y puntos de sin sentido.

El discurso analítico opera precisamente en este punto de inconsistencia, desarmando la estructura significante mediante la indagación y el cuestionamiento de aquellas respuestas que el neurótico sostiene para evitar la castración del Otro.

La eficacia del análisis, en este sentido, se mide por su capacidad de hacer fallar, malentender, equivocar y hasta maldecir. Es un tránsito desde el sentido fijado en la neurosis hacia el sin sentido, donde el deseo, en tanto falta, deja al Otro sin posibilidad de ofrecer una respuesta última.

viernes, 7 de marzo de 2025

Lectura e inconsciente: ¿descubrimiento o creación?

¿Una lectura solo revela lo que ya estaba presente o puede, en cambio, dar lugar a algo que no tenía existencia previa? Este interrogante trasciende ampliamente cualquier dimensión meramente gnoseológica. Si la interpretación es una operación de lectura, entonces esta cuestión plantea el problema de la posibilidad de lo nuevo.

En Posición del inconsciente, Lacan aborda esta problemática a través de una serie de afirmaciones sobre el inconsciente. Una de ellas sostiene que el inconsciente es un concepto que se "forja" sobre un "rastro", en donde rastro y lenguaje quedan anudados en su dimensión topológica y escritural.

El lenguaje deja un rastro, una marca en el cachorro humano que, a partir de la latencia que determina, implica una pérdida fundante y un vaciamiento. Esta marca inicial, que aún no es un rasgo unario, constituye la impronta de la pérdida, estableciendo así al inconsciente como un efecto del lenguaje.

Esta afirmación podría parecer evidente, pero su verdadero alcance se revela con la siguiente tesis: “El inconsciente de antes de Freud no es pura y simplemente”. Es decir, la lectura freudiana no fue simplemente una interpretación más precisa de algo ya existente pero oculto, sino que fundó algo nuevo, alterando el régimen de causalidad. En este punto, la noción de "forjar" resulta clave: el rastro emerge del lenguaje, pero es a través del Otro que el inconsciente se constituye.

Por lo tanto, el inconsciente freudiano no es un descubrimiento de algo preexistente, sino el resultado de una lectura que no solo lo delimita, sino que también lo establece. No se trata de una mera descripción de lo ya dado, sino de una operación que modela y fragua.

martes, 25 de febrero de 2025

Identificación, verdad y el impasse del Otro

El planteo de Frege establece un principio clave: no es posible iniciar una serie sin introducir lo no idéntico a sí mismo. Aquello que no puede entrar en la serie se convierte en condición de posibilidad para lo que sí puede enlazarse y sustituirse, situándose más allá de la serie misma.

Esta distinción marca la diferencia entre lo articulable y lo real, aquello que permanece fuera del orden significante y que, en consecuencia, pone en cuestión el propio campo de la verdad. Recordemos que en Función y campo de la palabra y el lenguaje en psicoanálisis, Lacan define la verdad como una “estructura de ficción” derivada de la inscripción del significante en el Otro.

Sin embargo, en La identificación, se introduce una oposición entre lo que entra en la verdad y aquello que la perfora, volviéndola inconsistente, no-toda. Como correlato, el saber, entendido como el conjunto de significantes que habitan en el Otro, también queda atravesado por una falta. Surge así una imposibilidad estructural, un impasse que afecta al Otro y en el que el sujeto queda implicado, lo que reafirma la idea de que el sujeto es, en última instancia, la falta significante.

Este recorrido teórico permite establecer un puente entre los seminarios 9 y 12 de Lacan. En el primero, la identificación se desarrolla a partir del concepto de la letra; en el segundo, recurre a la topología para formalizar la operatoria significante. De este modo, el abordaje pasa de una escritura simbólica a una inscripción en la superficie, lo que permite dar cuenta de la operación misma de la identificación.

Cada formulación lógica de la castración implica, a su vez, un tratamiento particular de lo imaginario. Esto se debe a que la falta y la pérdida requieren de una superficie donde puedan ser inscritas, lo que evidencia que toda teoría del significante conlleva una elaboración sobre la dimensión topológica del sujeto.

lunes, 3 de febrero de 2025

El deseo, la culpa y la invención: Reflexiones desde el Seminario 7

El cierre del Seminario 7 de Jacques Lacan, dedicado a la ética del psicoanálisis, representa uno de los momentos más profundos y esclarecedores sobre el margen que un análisis puede abrir para un sujeto. En este tramo final, Lacan aborda la dimensión trágica del deseo, estableciendo vínculos entre el deseo y el destino a partir de una reflexión apoyada en la tragedia griega clásica.

La experiencia trágica, en este contexto, se refiere a la forma en que el sujeto trabaja, mediante las vueltas significantes, su determinación por el deseo como deseo del Otro, lo que Lacan relaciona con lo que denominamos destino.

La Culpa y el Deseo

Lacan introduce una reflexión clave sobre la culpa en relación con el deseo, afirmando que "sólo se puede ser culpable de haber cedido en su deseo." Esta afirmación abre preguntas fundamentales: ¿qué implica ese "su" deseo? ¿Cómo se define y qué señala?

Esta interrogación conduce a otra cuestión esencial: ¿el sujeto quiere o no lo que desea? Aunque a primera vista podría parecer que este "querer" sugiere una elección voluntaria o consciente, en realidad, apunta a algo mucho más complejo.

Querer o No lo que se Desea

La disyuntiva sobre querer o no lo que se desea implica que el sujeto se enfrente a las condiciones que sostienen su posición deseante. Esto incluye identificar los rasgos tomados del Otro que lo sitúan en esa posición y le permiten dirigirse hacia un partenaire.

Es aquí donde surge la posibilidad de una invención: el acto de configurar un modo singular de desear, que trasciende pero no niega las marcas del Otro. Este querer o no lo que se desea señala una coyuntura paradójica, una “decisión” que no remite al libre albedrío ni a una voluntad consciente, sino a las consecuencias retroactivas de una pérdida.

Un Margen para la Invención

En última instancia, Lacan sugiere que este espacio, habilitado por la pérdida y sostenido por la reflexión analítica, abre un margen para la invención. Una invención que permite al sujeto reconfigurar su relación con el deseo y, en consecuencia, con su destino. Esta paradoja, que trasciende el campo de lo voluntario, define el horizonte ético del psicoanálisis y el potencial transformador de un análisis.

sábado, 18 de enero de 2025

El corte en el psicoanálisis: Significante, pérdida y radicalidad en la enseñanza de Lacan

En la enseñanza de Lacan, el concepto de corte adquiere un lugar central al estar indisolublemente ligado a la operación del significante. Esta relación permite abordar distintos estatutos del corte.

Por ejemplo, a nivel sincrónico, el lenguaje opera un corte sobre el sujeto, desnaturalizándolo y configurando su subjetividad. La barra del algoritmo saussuriano, que separa el significante del significado, representa gráficamente este corte, una idea que Lacan profundiza en su texto “Radiofonía”.

El Nombre del Padre también implica un corte fundamental, ya que, al operar como significante, subjetiviza al niño y lo desplaza de la posición de objeto fálico para la madre.

En la práctica analítica, Lacan incorpora la dimensión del corte en la estructura de la interpretación. Aquí, el corte no se limita al efecto del significante, sino que abarca también el cuerpo, lo libidinal y lo pulsional, territorios propios del objeto a.

Asimismo, en el abordaje nodal de la cadena borromea, los cortes, empalmes y suturas permiten modificar el vínculo entre lo real, lo simbólico y lo imaginario, configurando así el entramado subjetivo particular de cada individuo.

El concepto de corte, en resumen, implica separación y, más radicalmente, pérdida. Lacan introduce con este término una diferencia crucial respecto a la falta: mientras que la falta admite permutación y suplencia, la pérdida implica un desasimiento absoluto que confronta al sujeto con una radicalidad irreductible.

sábado, 30 de noviembre de 2024

No hay cambio sin pérdida. Y perder, duele.

El término rectificación, presente en diversos escritos y seminarios de Lacan, se configura como una categoría relevante en el ámbito clínico del psicoanálisis. Este concepto alude a una transformación en la posición del sujeto que puede producirse en el proceso analítico. Aunque actúa como una orientación o meta, no es algo que pueda garantizarse de antemano.

Cuando ocurre, la rectificación representa el efecto de la cura, manifestándose como un cambio en la posición del sujeto frente al deseo del Otro. Sin embargo, denominarla "rectificación" evita reducirla a un estándar universal o aplicable a todos los casos, ya que su singularidad radica en cómo afecta específicamente la posición del sujeto.

Dado que el deseo, la demanda y el goce se entrelazan de maneras diversas, aunque nunca homogéneas, es posible hablar de rectificaciones subjetivas o incluso rectificaciones de goce. Estas transformaciones se sitúan en la posición que el sujeto ocupa en la escena del fantasma, donde se desarrolla su relación con el deseo del Otro. La escena es necesaria porque falta un objeto natural que pueda completar al sujeto, y este intenta constantemente obturar, dirigir o causar el deseo del Otro a través de su posición fantasmática.

En esta escena, la posición del sujeto como objeto implica una forma de satisfacción, que no siempre se vincula con el placer y que se coagula en el "penar de más" que lleva al sujeto al análisis. La rectificación, cuando tiene lugar, transforma esta posición, pudiendo generar un alivio o un cambio. No obstante, esta transformación implica inevitablemente una pérdida, con todo el dolor que esta conlleva.

Lacan resalta la importancia de la función de la pérdida, como un desarrollo que no invalida la función de la falta, sino que la complementa en la interrogación sobre el tránsito de lo lingüístico hacia lo discursivo en el inconsciente. La pérdida es indispensable para pasar de una falta sincrónica, ligada al lenguaje, a la posibilidad de causación del deseo. En este sentido, aunque el deseo puede articularse en torno a la falta, no hay causa sin pérdida.

La noción de pérdida puede entenderse en dos momentos fundamentales. Primero, en el proceso de subjetivación del niño, quien a través de la interdicción paterna (el "no gozar de la madre") experimenta la pérdida como el costo de convertirse en sujeto. Segundo, en el marco del análisis, Lacan llama a este proceso desasimiento, una operación que implica un desprendimiento de algo que cae y que abre la posibilidad de instalar el deseo como condición absoluta.

La pérdida generada en el análisis no implica simplemente perder "algo" específico, sino que concierne a la posición misma del sujeto. Al operar este desprendimiento, se crea una nueva vía para el deseo, ya no atrapado en el Otro de origen, sino orientado más allá de él. Esta transformación, aunque dolorosa, enriquece la lectura de la práctica analítica y marca una apertura hacia una reconfiguración del deseo y del goce del sujeto.

sábado, 14 de septiembre de 2024

El trabajo del Duelo ¿Cómo poder perder aquello que amamos?

1- El Duelo es un estado afectivo -normal y esperable- de dolor ante una pérdida de alguien o algo significativo para nuestra subjetividad.

Hay que destacar, tal como afirma J. Lacan, que en el Duelo algo de uno mismo se pierde en aquello de lo que hemos quedado privados, a causa de la pérdida.

Al respecto, S. Freud afirma: “Sepultamos con aquello que perdemos nuestras esperanzas, nuestras demandas, nuestros goces, no nos dejamos consolar y nos negamos a sustituir al que perdimos”.

2- Nuestro Narcisismo.

El estado de Duelo afecta profundamente nuestro Narcisismo en dos niveles psíquicos:

A- Sufrimos el impacto de perder a alguien o algo que “nos hacía falta”.

B- Sufrimos por el lugar que ocupabamos en el otro.

Al comienzo del Duelo sufrimos un colapso traumático en la subjetividad, a consecuencia de la herida producida en nuestro narcisismo. Enorme es el trabajo del Duelo, porque implica una recomposición de nuestro carozo identitario.

3- ¿Cómo “perder” lo perdido?

Frente a la pérdida se hace necesario un Trabajo de elaboración -proceso de duelar- que permite hacer el pasaje del campo real (aquello que indudablemente hemos perdido) al campo simbólico (recolocar la pérdida a nivel psíquico).

¡Importante!

Por este motivo, es importante destacar que duelar lo perdido, de ninguna manera implica el olvido. Por el contrario, para abordar el vacío, primero es necesario reconocerlo y nombrarlo.

4- Tres tiempos que sitúa Freud en la elaboración del Duelo.

Primer tiempo: Como sujetos, renegamos de la pérdida, no queremos saber nada de ella. Existe la creencia de que podemos recuperar lo perdido, aunque la realidad objetiva nos indique lo contrario.

Segundo tiempo: Implica un desprendimiento, pieza por pieza, de los lazos libidinales que nos unen a aquello que hemos perdido. Esto se hace con un gran dolor porque hay un desgarro de nuestro propio narcisismo.

Tercer tiempo: Es el que surge a posteriori del retraimiento libidinal sobre nuestro yo. En este tiempo se comenzará, poco a poco, a sacar nuestra libido del yo que ha quedado dolorido, para investir y reconectarnos nuevamente con el mundo exterior.

Este momento representa el resurgimiento del deseo y la posibilidad de enlazarnos a otro objeto, sobre el que tenemos que construir un lazo diferente, con otras particularidades.

5- Que el sujeto sea capaz de trabajar y atravesar los tiempos de elaboración del Duelo, da cuenta de una importante manifestación de la Pulsión de Vida.

Si en cambio, al sujeto no le fuera posible desplegar el trabajo de Duelo en los tres tiempos mencionados y/o se detiene en uno de ellos, nos encontraremos con manifestaciones clínicas patológicas que llaman a la tarea insoslayable del analista.

La labor del analista será motorizar el trabajo de Duelo, que permitirá sostener el campo deseante del sujeto, vivificador de su existencia.

sábado, 24 de diciembre de 2022

Duelos congelados

Al presentar una experiencia de trabajo con víctimas del terrorismo de Estado, el autor construye el concepto de “duelo congelado” y retoma la noción de “tragedia subjetiva” que Lacan desarrolló a partir de la Antígona de Sófocles.
Un colectivo de profesionales, en su mayoría psicoanalistas (médicos o psicólogos) que trabajan en diferentes servicios de salud mental articulados con el Centro de Asistencia a Víctimas de Violaciones de Derechos Humanos Dr. Fernando Ulloa, dependiente del Ministerio de Justicia y DD.HH. de la Nación, llevó adelante una tarea conjunta que consistió en la aplicación de una serie de dispositivos destinados a la asistencia de las víctimas del terrorismo de Estado. En ese marco, se profundizó la extensión de la noción freudiana de carencia de amparo llevándola a la posibilidad del desamparo ante el terror, que constituye un orden de vulnerabilidad subjetiva diferente al desamparo estructural del ser hablante. Fue así como advertimos que el empleo conceptual del término “vulnerabilidad” en este campo resulta en una generalización inconducente, si se desoyen las particularidades subjetivas de la encrucijada traumática.

Definir sólo como un hecho político-económico el período de terrorismo de Estado implementado por la dictadura cívico-militar de los años de 1970 es desoír su carácter de situación anómala y brutalmente trágica en sus consecuencias sociales y subjetivas. Anomalía que sitúa estos hechos como lo trágico puro, aquello que el psicoanálisis aporta como tragedia subjetiva. Dimensión esta que enfrenta, cada vez, al sujeto con su pequeño margen de decisión ante el destino, la repetición y su asentimiento de responsabilidad.

Si retomamos la idea de tragedia subjetiva es para situar un hecho ineludible: el valor del testimonio de cada una de las víctimas directas e indirectas. El relato no es una mera percepción individual de lo vivido sino que, al modo de la experiencia de las tragedias clásicas, esa voz y ese cuerpo le permiten al sujeto hacer oír, dar fe en el asentimiento de su experiencia, y a la trama social afectada recuperar trazas, indicios y restos de la verdad de aquellos otros que ya no están.

En Grecia, la tragedia ponía en escena la voz de los hombres y el infortunio de los dioses como experiencia ligada a la ética de la felicidad y el destino. Si algo definía la felicidad en la polis antigua eran la serenidad y la esperanza: serenidad ante los acontecimientos naturales y los hechos e infortunios de la vida; esperanza siempre abierta a lo por venir. La tragedia permitía, a través de su representación escénica, la puesta en acto en forma invertida del anhelo de felicidad, al promover la catarsis de las pasiones del alma (el temor, el dolor y la piedad) que agitaban a la ciudad y a sus habitantes. Entendemos la cualidad de lo trágico puro como el espíritu de lo trágico, a diferencia de la tragedia como género estético.

A partir de la experiencia de asistir estas situaciones en la tragedia de los afectados por el terrorismo de Estado, confrontamos un conflicto, que deja un saldo siempre abierto, acerca de las preguntas por la acción moral, el punto de tensión entre la culpa, la verdad y el dolor, la imposibilidad, en más de una ocasión, de “cerrar” una versión de los hechos acontecidos, atacando la posibilidad de llevar adelante un duelo ante las pérdidas, diferenciándose radicalmente de otras situaciones trágicas de las neurosis de la modernidad en general, tal como aprendimos a leerlas en las encrucijadas trágicas clásicas de Edipo y Hamlet.

Hablar linealmente de culpa trágica y retorno deja abierta una errancia peligrosa en las víctimas de las atrocidades cometidas por el Estado terrorista: por sus consecuencias equivocadamente culpabilizantes, se desvirtúa el verdadero aporte del psicoanálisis frente a este sino trágico que deja siempre un saldo estragante. La dimensión trágica en juego, a diferencia de aquellas neurosis de la modernidad, nos remite a la Antígona releída por Lacan en su seminario La ética del psicoanálisis, donde deja establecida una nueva axiomática para comprender el goce y el horror. Antígona, a diferencia de otros héroes trágicos, marcha indefectible y forzadamente hacia su destino para reclamar, por parte del tirano, un orden justo y bello de reconocimiento de la dignidad de la existencia, más allá de la muerte física de su hermano; tal es su acto, aun frente al horror de ofrendar su vida, al atravesar el límite imaginario de lo bello en su propio cuerpo encerrado y consumido bajo un enclaustramiento autoimpuesto.

La culpa trágica de la puesta en acto de Antígona, extensible a las situaciones aquí aludidas, bajo ningún aspecto se corresponde con la culpabilidad o autorreprochabilidad del sujeto en términos jurídicos, sociales o penales –menos aún con la valoración de la relación entre la culpa y la verdad del sujeto que la filosofía piensa como culpa moral consciente–, sino que ilustra acerca del lazo entre culpa y conciencia moral y de ésta con el superyó, instaurando lo que Freud dilucidó como otro orden de culpabilidad solidario al sentimiento inconsciente de culpa y sus consecuencias.

Un hecho singular en la experiencia clínica con los afectados es la presencia, en múltiples casos, de duelos no tramitados, “congelados” en su elaboración y con efectos subjetivos devastadores. La condición de “congelamiento” de lo perdido interroga el binario entre duelo normal y patológico, ya que determina un estado y posición del sujeto que recusa lo que ya sabe sin que por ello pueda evitar lo que esa pérdida horada y “goza” en su existencia. No por tal cualidad y naturaleza paradojal cesa de escribir y afectar el cuerpo de la misma víctima, aunque conscientemente sepa de lo irracional de sentirse culpable ante tal situación.

No se trata de un hecho de desconocimiento, la víctima está advertida de aquellas cuestiones, pero no puede torcer ni la voluntad axiomática del goce culpabilizante del superyó, ni el excedente pulsional en juego. Solo el psicoanálisis se detiene en tal diferencia y aporta la posibilidad de reestablecer otra posición del sujeto frente al duelo.

En esa encrucijada trágica de un duelo, en ocasiones asintóticamente detenido, el sujeto se abisma, al haber descendido por la vía del terror a aquella dimensión de lo trágico puro, es decir a su caída en una pendiente de sufrimiento muchas veces sin borde, con la consecuente pérdida o vejación de su dignidad de sujeto. No ha sido en ese caso una visión de los peores fantasmas sadeanos, sino la encrucijada de haberse hallado inerme frente al sadismo gozante de otro, el torturador, encaramado en instrumento y amo de la escena. Saldo de goce de esta forma de duelo que recae sobre los cuerpos y el nombre, atacando el linaje de las familias al modo de la tragedia clásica. Verificamos clínicamente que el impacto subjetivo de lo trágico retorna en la genealogía de las representaciones simbólicas de las generaciones.

Este abismo implica la precipitación dramática de un derrumbe de la subjetividad, lo cual solo nos deja margen para sostener un dispositivo ético que desde el discurso analítico promueva y provoque un dejar venir el asentimiento del decir en sus palabras, su relato y testimonio. Resulta ético en tanto esa asunción lo humaniza y le devuelve ante sí –cuando no ante los otros– un lugar de reflexión que desabisma. El psicoanálisis no pretende ni anhela encontrar, por esta vía del asentimiento de decir, ningún orden de solución, ni sutura del desgarro en la existencia dado que sabemos que “donde hay solución no hay tragedia” (Sastre, A., Drama y sociedad, Taurus, Madrid, 1956).

Lo trágico siempre se verá precedido por un punto de suspensión de la ley, que se presenta como exceso bajo la forma del arbitrio desmedido o bien de un vacío que la vuelve impracticable, en su ausencia de hecho y de derecho. Esta ausencia de ley, conocida como anomia, que se encuentra en el linaje de lo trágico, violenta sus garantías, derechos y todo lazo en la ciudad que establezca disenso. Esa tensión entre un estado de anomia y de excepción, que no reconoce culpa ni pudor, retornará bajo los modos de goce del odio, el exterminio y la segregación, toda vez que se produzca de hecho el vaciamiento de la operatividad de la ley y de toda forma de terceridad de apelación.

Cuando, como en estos casos, una encrucijada trágica en la existencia confronta al sujeto con aquel que encarna esa voluntad o disposición de goce direccionada e inapelable como “agente del Estado”, esto ahonda en un retorno implacable de lo peor. No podemos menos que mencionar las coordenadas de la encerrona trágica que Ulloa elucidara como paradigma de la mortificación y la crueldad, en víctimas del terror, particularmente sujetos que han soportado tortura, familiares o sobrevivientes, cuando el tercero de apelación ha desistido, rechazado, recusado la existencia misma del sujeto afectado y la angustia muta en su peor vertiente: la del dolor psíquico (Ulloa, F., “La crueldad”, Clase del 11/12/99 dictada en las jornadas preparatorias para la creación de la Universidad Popular Madres de Plaza de Mayo. I Seminario de Análisis Crítico de la Realidad Argentina).

* Texto extractado de un trabajo incluido en Consecuencias subjetivas del terrorismo de Estado, que distribuye en estos días ed. Grama.

Fuente: Dobón, Juan (2015) "Duelos congelados" - Página 12

martes, 13 de septiembre de 2022

La depresión

(*)Desgrabación del Trabajo presentado en las Jornadas de la E.F.B.A. "La Etica y el Acto analítico hoy".1996 "La depresión", publicado de la AFBA

"...el gris atardecer la miraba desde la ventana, ligeramente teñido por las manchas de esas hojas secas que el plátano abandonaba lentamente a su suerte. Emilce, suspendida de un vacío infinito, permanecía ajena meciéndose dolorosamente en su inmóvil tristeza. Sabía que el sentido resplandecía en algún lugar lejano al que no le era posible llegar. Solo alcanzaba su esfuerzo, para sentir que todo había cambiado irremediablemente desde entonces. Instante del comienzo de un exilio sin retorno..."

"Emilce" Siglo XX Autor Anónimo

Quizás sorprenda encontrarse con este título, La depresión, en una Jornada sobre la ética y el acto analítico.

Digámoslo de entrada. La dimensión ética es pertinente al psicoanálisis, más aún le es inherente ya que el psicoanálisis no solo apunta a la verdad del sujeto que el descubrimiento freudiano del inconsciente implica, sino "que el psicoanálisis procede por un retorno a la acción". La dimensión del acto le es esencial.

Aclaremos que entendemos por ética a la reflexión que se ocupa de los fundamentos morales de la acción, o lo que es lo mismo a la puesta en juego de un juicio de valor explícito o implícito acerca del acto en tanto apunta a algo relativo a la dimensión de algún bien.

Trátese de teoría o de clínica cuestiones tales como la verdad, el deseo, la responsabilidad, nos hacen presente permanentemente esta dimensión ética. Sin embargo la depresión constituye una instancia de la clínica donde esta cuestión ética se pone de relieve en segundo grado, duplicadamente.

Si definimos a la patología o a la psicopatología desde el costado del padecimiento psíquico de alguien, teniendo en cuenta que el pathos apunta precisamente a nombrar a esta dimensión de padecimiento, la depresión es todo lo contrario al pathos.

Es decir, que aunque se trata de algo que el sujeto vive como padeciéndolo, por eso la depresión queda encuadrada en la psicopatología, lo que radicalmente desconoce el sujeto es que tal pasividad es el resultado de una renuncia activa a la acción, al acto.

De otra manera si el núcleo de nuestro ser, kern unseres wiesen es el deseo inconsciente y el acto implica su puesta en juego en tanto el psicoanálisis apunta a él, la dimensión ética le es inmanente.

Dicho todo esto hagamos una breve digresión terminológica a título de inventario.

No puede hablarse de depresión sin preguntarse por su relación a la cuestión de la melancolía. De hecho es frecuente el uso de ambos términos como equivalentes.

La psiquiatría alemana usa preferentemente el concepto de melancolía como término más abarcativo.

Por el contrario, Henry Ey, el DSM III y la psiquiatría americana usan como término más general el de depresión.

También es muy frecuente el uso del término melancolía como sinónimo de un trastorno psicótico y el de depresión se reserva para la neurosis.

También es frecuente hablar de melancolía endógena, depresión mayor o depresión psicótica o endógena y por el lado de las neurosis se habla de depresión neurótica y/o depresión reactiva.

En cuanto a la sintomatología tanto en la neurosis como en la psicosis nos encontramos con un cuadro que H. Ey describe en estos términos:

Como síntoma elemental o primario habla de un descenso del humor que termina siendo triste.

La tristeza sería entonces, el síntoma fundamental y habría dos grandes grupos de síntomas secundarios. El primero estaría definido por la inhibición y el segundo por el dolor moral.

La inhibición implica una especie de freno o enlentecimiento del pensamiento, una reducción del campo de la consciencia y de los intereses del sujeto. Un repliegue sobre sí mismo que lo lleva a rehuir el contacto social y genéricamente la relación con los otros.

Al mismo tiempo, subjetivamente, siente en grado variable, lasitud moral, dificultad para pensar, trastornos de la memoria, especialmente evocativa, fatiga física y psíquica y enlentecimiento de la actividad motríz. Malestares somáticos variados suelen acompañar estas perturbaciones que tienen una entidad neurovegetativa situable.

El paciente tiene una consciencia dolorosa y muy penosa de esta inhibición.

El otro grupo de síntomas que ubicamos bajo el rubro dolor moral abarca el descenso general de la autoestima, autoreproches, sentimiento de culpabilidad, descalificación de sí mismo, pérdida del sentido de las cosas y de la vida.

Cabe aclarar que también hay autores que ubican como síntoma primario al dolor moral y ubican la tristeza del costado de los síntomas secundarios.

Hasta aquí la descripción general que hace H. Ey.

Agreguemos que en la neurosis encontramos la posibilidad del establecimiento de lazos transferenciales con el Otro, una dialéctica mayor de los síntomas, una general ubicación de los mismos en un contexto razonado y comprensible, una conservación en términos generales de la función simbólica y una reversibilidad bastante frecuente de la mayoría de los síntomas descriptos. Se muestran manejables por la palabra, es decir por el análisis y por la transferencia en grados variables y son menos manejables con la medicación.

Por el contrario en la psicosis nos encontramos con una ausencia de la función simbólica, los síntomas ceden dificultosamente y son difícilmente manejables por la palabra y la transferencia. Son más manejables por la medicación y a pesar de tener una apariencia de comprensibilidad se demuestra con el tiempo que ésta es solo aparente y hay una forclusión del Nombre del Padre operante que no permite el acceso interpretativo.

Es importante señalar que la depresión o melancolìa así descriptas salvo en el caso de la depresión mayor o melancolía endógena que constituye según parece una entidad clínica definida y particular, constituyen un cuadro que puede aparecer en cualquiera de las estructuras clínicas y con un grado de duración y permanencia que va desde un momento puntual hasta grandes períodos de la vida de un sujeto.

Estas consideraciones terminológicas y sintomatológicas más cercanos a la psiquiatría que al psicoanálisis son usados frecuentemente por los psicoanalistas, con una aceptación no siempre explícita y con las diferencias del caso.

En nuestro abordaje de la cuestión debemos citar y agradecer la contribución de Norberto Ferreyra.

A nuestro juicio es necesario y conveniente distinguir la depresión y la melancolía como dos instancias radicalmente diferentes.

En este planteo seguimos, en buena medida, las propuestas realizadas por N. Ferreyra en una exposición sobre este tema.

La depresión no es un síntoma sino una lógica. Ferreyra habla de una lógica de la depresión. La depresión se define esencialmente en relación a una decisión, decisión que el sujeto no puede tomar, a diferencia de la melancolía que se define esencialmente en relación a una pérdida que no se acepta.

Podríamos decir que la depresión es a la decisión lo que la melancolía es a la pérdida de un objeto amado.

Es así que podemos definir dos ejes, en el eje de la decisión hay un acto que se realiza o no, cuando no se realiza sobreviene la depresión.

En el eje de la pérdida hay un duelo que se cumple o no y cuando este fracasa se produce la melancolía.

Consideramos que ambos ejes son aplicables a las grandes estructuras definidas clásicamente por la represión, forclusión y relegación, es decir la neurosis, la psicosis y la perversión.

Así podemos encontrar la depresión en cualquiera de las neurosis o de las estructuras psicóticas, lo mismo ocurre con la melancolía. Salvo el caso de la melancolía endógena y la melancolía involutiva que parecen definirse como entidades propiamente dichas y merecen otras consideraciones.

La depresión puede constituir un momento puntual o abarcar un período prolongado en mayor o menor medida en la vida de una persona.

Lo mismo pueda quizás decirse de la melancolía. Por otro lado, como es evidente y suele ocurrir muy frecuentemente que la melancolía y la depresión se hallen profundamente entrelazadas.

La lógica de la depresión implica dos tiempos en su estructuración. El primer tiempo, tiempo del trauma original, el sujeto sufre una situación violenta causada por un agente exterior a él.

Este agente exterior puede estar situado en relación al lenguaje como una invasión traumática en el plano del lenguaje, del goce del Otro primordial.

La otra fuente de esta violencia exterior está vinculada a la seducción paterna, quedando el sujeto situado como objeto en un fantasma de seducción paterna.

Frente a esta irrupción traumática hay dos respuestas posibles que no dependen del sujeto.

La respuesta activa, donde el sujeto responde en acto o en palabra al trauma. En caso de no ocurrir, es decir, en caso de darse la respuesta pasiva, el sujeto queda atrapado en una posición de goce. El superyo ordena la pasividad tanto como orden y como mandato aliado al narcisismo y al goce del sujeto.

Esta posición pasiva queda como recuerdo que no se desgasta, que no es perecedero, que no cae.

Hay una negación del efecto doloroso de este primer trauma.

Hay un segundo tiempo también traumático que puede producirse en una o en varias instancias, donde una violencia recae sobre el sujeto y no necesariamente contra el y el sujeto -que ha quedado marcado por la reacción pasiva en el trauma original nuevamente reacciona pasivamente, no puede producir su acto, sin saber porqué no lo produce.

El sujeto no responde retenido por su goce donde el superyó y la père-version actúan. Esta pasividad en tanto se repite deviene depresión. Ya no hace falta un factor externo para que ella se produzca. Básicamente la depresión va a consistir en el hecho de que frente a una decisión el sujeto no va a producir su acto.

Esta posición pasiva remite a una de las caras del fantasma y se articula con el deseo. El sujeto dimite en relación al acto que implicaría la puesta en juego de su deseo.

A la inversa, es la dimensión del deseo misma la que queda en suspenso como consecuencia de esta "no decisión", de este acto que no se ejecuta. Es decir que no solo que el acto no vehiculiza al deseo sino que el deseo mismo parece eclipsarse -recordemos que en tanto indestructible no desaprece solo se encuentra en suspenso-

Sabemos que esta especie de afánisis del deseo es característica de la depresión.

El autoreproche en la depresión es por algo que el sujeto no hizo. La culpa fundamental es por haber cedido en su deseo. Se hallan referidos a una decisión no realizada.

En la melancolía, en cambio, no se trata de una cuestión de decisión. Puede haber autorproches pero ellos son reproches al objeto cuya pérdida no se acepta y cuya sombra cae sobre el yo. Los reproches son reproches contra el objeto. Es decir lo que predomina es la cuestión de la pérdida del objeto.

Aquí la cuestión es la clásicamente planteada por Freud.

El duelo implica la aceptación de la pérdida- El sujeto puede localizar la pérdida, mientras que en la melancolía el sujeto sabe que perdió el objeto pero no sabe que es lo que perdió en él. No puede localizar la pérdida y finalmente no acepta la pérdida misma. La niega.

En la depresión hay un estado de negatividad del sujeto. El sujeto piensa "esto no me tendría que haber pasado, debiera haber hecho tal cosa y no la he realizado". Lo que el sujeto no advierte es el goce que retiene su acto y que determina su pasividad. Hay una defensa a través de esta pasividad contra el deseo en acto.

Consideramos que no solo se trata de una lógica de la depresión sino que hay una cuestión ética en juego. La depresión implica una claudicación ética. Hay un acto que no se realiza y a pesar que el sujeto se siente en su impotencia no responsable de ello, hay una responsabilidad en juego.

En la depresión el sujeto se siente víctima de una injuria, se siente ofendido, enfermado.

La intervención clínica fundamental en relación a la depresión es la que apunta a la negación que el sujeto hace del dolor del trauma fundamental y de su compromiso narcisista y de goce con la pasividad inicial.

¿Qué es eso que no quiere saber cuando no toma esa decisión?

En la melancolía, como hemos señalado, la cuestión de la pérdida del objeto amado es central. En verdad se trata de un duelo constitutivo por un goce que no existe y que nunca existió.

Se trata de un déficit en relación a la pérdida estructural en relación con La Cosa, con das Ding. Esta pérdida podrá estar reprimida, renegada o forcluída, según se trate de la neurosis, la perversión o la psicosis.

No se produce el corte entre el sujeto y el objeto perdido. Hay una hiancia entre un goce perdido y el lenguaje.

Volviendo a la depresión subrayamos la cuestión ética en juego, en tanto la ética implica esta dimensión del acto en juego en el no ceder en el deseo. El sujeto pasivizado frente a su decisión cede en su deseo y no realiza su ética.

Lacan describe a la depresión en relación a esta cuestión ética llamándola cobardía moral.

Dice en Televisión (pag.107 vers.cast) "...se califica por ejemplo a la tristeza de depresión, cuando se le da el alma por soporte... Pero no es un estado de alma, es simplemente una falla moral, como se expresaba Dante, incluso Spinoza: un pecado, lo que quiere decir una cobardía moral, que no cae en última instancia más que del pensamiento, o sea, del deber de bien decir o de reconocerse en el inconsiente, en la estructura.

Y lo que resulta por poco que esta cobardía, de ser desecho del inconsiente vaya a la psicosis, es el retorno en lo real de lo que es rechazado del lenguaje;..."

Vemos entonces, puesto de relieve a través del calificativo de cobardía moral la dimensión de responsabilidad del sujeto por su acto y por su decisión.

A pesar de que justamente por la estructura misma de esta cobardía el sujeto se la plantea fundamentalmente como padecida. Paradojalmente al mismo tiempo que se autoreprocha por su dimisión se siente profundamente no responsable de la misma. Irresponsabilidad correlativa de un saber que rechaza. Saber acerca del goce que lo retiene y de los pactos con el Otro primordial y/o con la seducción del padre implícitos en la pasividad con la que se sitúa en su fantasma.

Para concluir dos viñetas clínicas que subrayan algunas de las cuestiones que hemos señalado.

Una analizante de diagnóstico dudoso que nos consulta hace ya muchos años en medio de un cuadro en el que podemos situar esta instancia de la depresión y que sin embargo elude su responsabilidad moral por el acto que no produce su compromiso profundo con el goce que lo retiene y el pacto que en el juega tanto con la seducción del padre como con el superyo materno, transformando el reproche a sí misma por el acto no realizado en un reproche querellante dirigido a las personas que la rodean aptas para encarnar estas instancias del superyo materno y seducción paterna.

Observaciones clínicas: Algunos síntomas de particular interés en la clínica de la depresión y de la melancolía.

Muchas veces el autoreproche por el acto no realizado puede ser dirigido al Otro eliminándose la responsabilidad del sujeto en la decisión en cuestión y reforzándose la negación del saber sobre el goce y los pactos narcisistas en juego.

El sujeto ya no solo que no quiere saber nada de eso sino que parece saber que el mal que lo aqueja se debe a una injuria del Otro, a un acto injurioso del Otro y no al acto no realizado de él.

En algunos casos es particularmente llamativo las ideas de catástrofe incoercibles que ocurrieran de un modo más o menos inminente y frente a las cuales el sujeto se siente en la máxima indefensión sin posibilidad de apelar a ninguna instancia del Otro de lo proteja. Esto se reduce como consecuencia de que el sujeto opera una negación que podría ser tributaria de la forclusión, renegación o represión de la negación estructural que el sujeto realiza para poder vivir de la falta de garantía del Otro y de la precariedad, de la protección que ese Otro le brinda contra la indefensión primordial.

En tercer lugar la cuestión de la deuda.

viernes, 4 de septiembre de 2020

“¿Alguien trajo facturas para el mate?”


¿Qué es esa satisfacción, en los bordes del cuerpo, donde “uno se concentra como si fuese un concierto”? ¿Por qué esa “mirada que coagula, mirada que atrapa, de la que uno no se puede despegar”? ¿Qué pasa cuando “un padre ejerce el goce de la voz”? ¿Por qué las agendas viejas son decepcionantes? ¿Cuál es el ancla que consiguieron Mozart y Borges? Y otras cuestiones desde el psicoanálisis.

Con la pulsión pasan cosas raras. Cuando decimos pulsión oral, por ejemplo, hay una fuerza, un empuje que no funciona acorde con las reglas de una biología pura, que sólo estuviera comandada por el orden de la vida. Yo planto trigo, pongo los fertilizantes, hay sol suficiente y el agua necesaria, el trigo crece, proporciona sus granos. El ser humano come todos los ingredientes que necesita, una dieta balanceada, sabe qué es necesario, termina de comer, ¿y qué hace?: “¿Tomamos un cafecito?” “¿Y una copita de coñac?” “¿Querés un cigarro?” “¿Lemoncello?” “Bueno, es el Día de la Madre, brindemos, champagne.” “Yo traje una tortita.” Entre una cosa y la otra, ya son las cinco de la tarde: “¿Alguien trajo facturas para el mate?”. ¿Qué pasa con ese empuje que, a pesar de lograr su satisfacción, persiste? ¿Por qué persiste?

Tomemos otra pulsión, la escópica: hay goce en el ver. Es grato para un caballero observar a una mujer hermosa; para una mujer, a un caballero que le guste; nos gusta ver una buena película. Goce de la mirada. Pero, de pronto alguien va a cenar con una persona que quiere y enfrente hay un televisor y él queda atrapado por la mirada, hasta que: “Vení, sentate del otro lado”. Es el fascinum. Es la mirada medusante, la de Medusa, la mirada que coagula, la mirada que atrapa, de la que uno no se puede despegar. ¿A ustedes nunca les pasó que pasaron por el living, estaba prendido el televisor y quedaron atrapados, y después se preguntaron qué estaban haciendo ahí?

También nos interroga el objeto. Como dijo Freud, el objeto es lo más variable: el menú del restaurante lo testimonia así.

Y tenemos también la fuente de la pulsión. Uno pensaría que la pulsión oral se satisface con la panza llena. No. El genio de Freud advierte que se satisface en el borde de los labios, en el enclave de los dientes; no tiene nada que ver con el estómago, el esófago, la faringe, el intestino grueso, el delgado. Con la pulsión anal, lo mismo. Cuando uno hace sus necesidades cada mañana, ni se entera de lo que se está procesando en el intestino delgado, en el intestino grueso, en el duodeno. El momento de la satisfacción, cuando uno no quiere que lo interrumpan, cuando se concentra como si fuera un concierto, es el momento en que participa el borde anal. El ejemplo extremo de la satisfacción –sólo un genio como Freud pudo señalarlo– es un labio besando a otro labio. Piensen un poco con los términos del ideal higiénico: ¿para qué sirve un beso? Sólo para intercambiar gérmenes. Sin embargo, ¿quién renunciaría a un beso bien dado con alguien que ama, que desea?

Somos vivientes raros. Porque uno ve en National Geographic, con esas lentes de aumento, insectos con cuerpos inesperados, bichos raros. Pero si ese bicho viera las cosas que hacemos, diría: “Esta gente sí que es rara. Se enfrentaron, se mataron tantas veces, llegan a poner en riesgo su propia supervivencia...”. Sólo el ser humano hace estas cosas. ¿Por qué? Es que la irrupción del lenguaje, encarnado en el Otro, arruinó el instinto. El lenguaje es la ruina del instinto. Sarmiento –que era genial– se equivocó. “Civilización o barbarie” es: civilización y barbarie. La barbarie no existe fuera de la civilización. No hay sapitos que digan que torturaron por obediencia debida. Sólo el sujeto come lo que le hace mal, no come lo que precisa, come de más, come de menos, sufre de anorexia apátrida –como dice Inodoro Pereyra, defendiendo a su mujer la Eulogia que era gorda–. El lenguaje nos otorga libertad; podemos comer variedad de alimentos, mientras que la vaca sólo come pasto. Pero tendemos a comer lo que nos hace mal. De más o de menos. Perdimos lo que define al instinto de la hormiguita, una fuerza que sabe qué objeto le conviene.

Ronquido de padre
Cuando desde el lugar de un padre se ejerce el goce de la voz, el grito, esa voz no es del orden del dicho. Cuanto más se grita, menos pasa la palabra. La voz llena el vacío del Otro. Conviene destacar que la voz, para que tenga el valor del imperativo categórico, eso que llamamos el superyó sádico, es una voz que va ligada a una palabra que demanda obediencia, que indica un mandato. Pero que no se reduce a ese mandato o a ese dicho. No es –dice Lacan en el Seminario “La angustia”– la voz de la música. Es una voz que va articulada a una orden. Y que se presenta así en la medida en que no está interrogada.

Reconocemos que hay distintas voces. Una es la voz imperativa, la voz del padre, el trueno de Zeus necesario. Pero también es necesario ir más allá de él. Un gran poeta, Vinicius de Moraes, dijo: “El que no escuchó roncar a su padre no sabe qué es tener padre”. Pero a un padre que siempre ronca, ¿quién lo aguanta? Voz imperativa, voz del superyó, voz de la conciencia moral, voz sádica, cruel. Pero tenemos, además, otra voz. Una madre que ama a su bebé, cuando le canta una canción de cuna, le brinda otra voz; no es la voz imperativa del superyó, es la voz del buen amor. Y tenemos, finalmente, la sublimación de la voz, que es la música. La música, tiene, por el hecho mismo de ser la sublimación de la voz, una característica: sólo por proyección le podemos atribuir un relato. Como dice un gran filósofo, Vladimir Jankélévitch, en La música y lo inefable (ed. Alpha Decay, 2005): sí, hay títulos que sugieren: La consagración de la primavera, de Igor Stravinski; Las cuatro estaciones, de Vivaldi; Preludio para la siesta de un fauno, de Debussy; La pastoral, de Beethoven, y tantos otros, pero son tan sólo títulos alusivos. Porque la música, como la voz a la que sublima, no es del orden del dicho ni del sentido.

Agenda vieja
Cuando el sujeto se encuentra ante una escena en la cual no puede avanzar, es inexorable que apunte para el otro lado, a la regresión. Por ejemplo, ¿quién no perdió alguna vez a un novio, una novia, un marido, una mujer, una amante? Es de lo más común que, en ese tiempo donde se quiebra una relación que para el sujeto ha sido importante, se apele a la agenda, se repasen números viejos. “No tengo recursos para avanzar, pero quiero pasar a algo distinto, probemos con lo que fue.” A veces, pocas, da resultado. La mayoría de las veces produce decepción. Nuestro tango lo dice, aunque “llorón”, bajo la forma del destino inexorable: el sujeto vuelve vencido a la primera dirección de la agenda: la casita de los viejos. ¿Por qué fracasa este recurso? También lo dice el tango. Con una filosofía que no se reduce a metafísica: “La vergüenza de haber sido y el dolor de ya no ser”. Agreguemos, como Lacan dice respecto de Hamlet, la vergüenza de haber sido el falo de mamá y el dolor de ya no serlo. Si no lo supera, tal vez busque una mujer que repita a ese Otro primordial. Tal vez no pueda interrogar su atrapamiento y lo viva como la consecuencia de un destino inexorable. Un análisis ayuda al sujeto a que haga de un destino un estilo. Hacer de un destino un estilo implica hacer, del lugar de objeto de goce para el Otro, el lugar vacío que invite a la creación.

El ancla
El fantasma es un conjunto de significantes anclados por un objeto de goce. Objeto de goce que tampoco es natural: se gesta en los encuentros del sujeto con el lenguaje del Otro. Se gesta en una contingencia, que depende de la relación, desde el comienzo, del sujeto con el Otro. El padre de Mozart le enseñó música desde los dos años, pero respondió un pequeño que tenía talento para la música. Borges nació rodeado por los libros del padre, pero la biblioteca cobijó a un pequeño que en las letras encontró el gusto de su existencia. Ellos fueron guiados por el padre, pero eso se da en muchos casos y depende de una contingencia: lo que llega del Otro y cómo el sujeto responde. Otra historia surge cuando el sujeto renuncia con sus sueños, cuando, ante su incapacidad para avanzar de acuerdo a sus sueños, resuelve invertir el recorrido: en lugar de realizar sus sueños, queda al servicio del Otro. El sujeto se siente degradado, sufre. Es lo que llamamos el antihéroe. Podemos encontrarlo en el monólogo de Anton Chejov “Sobre el daño que hace el tabaco” o en personajes representados por Chaplin o Woody Allen. Suelen ser personajes extremos en los cuales advertimos el riesgo que para cada uno implica ignorar el precio de una pérdida necesaria. Cuando una pérdida no es una desgracia, es una pérdida eficaz. En cambio, cuando el sujeto no paga la entrada, sólo tendrá una función deslucida; más de lo mismo.

Fuente: Isidoro Vegh (28/05(2013) “¿Alguien trajo facturas para el mate?” - Página 12 * Fragmentos de Senderos del análisis. Progresiones y regresiones, que distribuye en estos días ed. Paidós

viernes, 14 de agosto de 2020

Ser un poco viejos.

“Si uno se hace viejo, ¿por qué no disfrutar de los privilegios que otorga la vejez junto con las molestias que conlleva?”
Andrea Camilleri

Vejez, se sabe, no es un concepto dentro del corpus teórico del psicoanálisis. No podría considerárselo como una posición particular del sujeto. Tampoco puede postularse que quienes quedan afectados por el sustantivo correlativo, los viejos, constituyan en sí un conjunto que tenga alguna homogeneidad más allá de ese nombre con el que se los señala. Sin embargo, y a riesgos de psicología, y a riesgo de alguna crítica de suponer que los significantes se significan a sí mismos, el término “vejez” tiene –en principio– connotaciones, no diría precisas ni preciosas, pero probablemente consensuadas.
Connotación: la vejez y lo viejo, suponen aspectos negativos. De hecho, sobre cualquier objeto –o sujeto– sobre el cual pudiera caer el término “viejo”, si éste se encontrara en condiciones favorables, se dirá “no parece viejo” o “no parece tan viejo”. La connotación negativa implica en lo particular una serie de características deficitarias y una exacerbación de aquello de lo que ya se padecía. Dicho de otro modo, se le atribuye perder lo que estaba bien y, a la vez, un empeoramiento de lo que ya funcionaba o estaba mal. Lo condición de viejo hace perder virtudes y acentúa defectos. Lo “viejo” sólo es virtuoso cuando cobra la dignidad de antiguo. De todos modos, para dialectizar y relativizar la cuestión –casi antes de empezar– digamos que “la vieja” no entra fácilmente en la misma serie negativa.

Sin embargo, aunque en la vejez Dios no ayuda, el Diablo mete la cola. El popular refrán le atribuye saber por diablo… “pero más saber por viejo”. Por viejo, y gracias al diablo, a los viejos se les supone alguna forma de saber que no sólo es consuelo de los déficits. Es un saber que compensaría de alguna manera aquellas pérdidas y agregaría un superávit del que los jóvenes adolecerían. Para todos los que no son viejos, todos aquellos que carecen de ese saber, serían adolescentes. Son aquellos a los que los viejos podrían decirles “ya vas a ver cuando tengas mi edad”. En rigor ese saber no es de “los viejos” sino que le pertenece a cada viejo en particular pues no se trata de un saber de libro. No es un saber entramado al conocimiento de texto –aunque no por ello no sea necesario–. Es un saber referido centralmente a la experiencia, a la experiencia propia. Proviene de haber-la vivido, de conocer el mundo y sus avatares, las gentes y sus miserias, los padeceres y hasta las formas de curarlos. Es un saber que proviene de haber tenido relación “directa” con los conflictos propios y los ajenos, con haber vivido en tiempos de paz y de guerra, la vida y muerte, la salud y la enfermedad: conocer el mundo “tal cual es”, con sus defectos y sus virtudes. Es también un saber que implica que quien lo tiene puede comprender más al otro, “ponerse en su lugar”, saber del dolor, de lo que conlleva y supone una pérdida, es haber atravesado duelos. El “viejo” sabría entonces por experiencia lo que es perder, porque también –por la misma condición de “viejo” si ha “sabido aprovechar” la experiencia de envejecer– ha atravesado pérdidas propias, intelectuales (memoria y rapidez son las que más se supone), afectivas (seres queridos, ya sea amigos o familiares), corporales (el cuerpo ya no responde ni en lo deportivo, ni en lo energético ni en lo sexual como el de un “joven”) y funcionales e indudablemente “desactualizaciones” tecnológicas y de vocabulario; si ha podido atravesarlas sin melancolía y con templanza serán pérdidas que podrían constituirse en saber. Decir “aprovechar” implica a la vez poder soportar una cierta adecuación de los movimientos que se producen en el campo imaginario. ¿O acaso el espejo no devuelve otros significantes que el sujeto deberá integrar a su campo vectorizado? El sujeto tiende a cierto retardo en el reconocimiento de los cambios que se han suscitado en el cuerpo, en la cara y en los movimientos. Por eso, aprovechar se metonimiza con la expresión vulgar de “no ser un desubicado”, y desubicado supone un fuera del lugar que la condición de “viejo” podría determinar. Cuando el campo imaginario se anquilosa y estereotipa, el viejo intenta imponer sus imágenes en un mundo que –él dice– lo rechaza. Esas diferencias entre las imágenes de sí mismo en las que el reloj atrasa y los déficits que no se reconocen, hacen que se gane el mote de caprichoso.

Hemos dicho “sin melancolía” para atravesar esas pérdidas y esos duelos. Hemos dicho “templanza” para acompañar y escuchar los límites actuales y estructurales en la dirección de la cura y en la cura misma. Precisemos en el término paciencia, el modo en que esta cuestión nos atañe como analistas. El término por cierto que se metonimiza fácilmente con paciente. El analista viejo bien podría ser paciente con sus pacientes. Dos cuestiones podrían conjeturarse de la paciencia: de suponer que el otro cambie o que cambie fácilmente y haber experimentado los rodeos que requiere cualquier transformación. Si así fuera podría atribuírsele al saber que se tiene por viejo –y no por diablo–, la posibilidad de mantenerse a una prudente distancia del furor curandi. Ese saber, el que se le supone a la vejez, permitiría al analista atravesar una de las mayores resistencias del psicoanalista: la vocación de curar y sobre todo la exigencia para sí y para los analizantes de una cura rápida y, por qué no, completa y definitiva. “Hay enfermos, no enfermedades” podría decirnos ahora el analista viejo, advenido sabio. El ser un analista joven, con ímpetus juveniles –de connotación aparentemente positiva pero utilizado generalmente bajo la forma de profesional novel, para críticas feroces– en su afán de curar obsesiones e histerias, fobias y perversiones, irrumpe en la clínica bajo esa forma de querer curar sin escuchar, de querer hacer el bien sin soportar los meandros del discurso.

La resistencia del furor curandi se aúna a la tendencia a culpabilizar y culpabilizarse por los fracasos y los límites de los análisis: no querer curarse y no saber curarlos. En la clínica kleiniana esta culpabilización tomaba la forma, en rigor menos grosera pero más inapelable, de la reacción terapéutica negativa –que todo lo explicaba– y el de un monto muy alto de pulsión de muerte –que biologizaba todo–. Los lacanianos prefirieron, en las supervisones, cargar a sus colegas con la culpa vía la cuestión de los actings. Si bien la lectura en sí no era incorrecta, a saber, la de un retorno en la clínica de aquello que no fue interpretado debidamente en su momento, el “debidamente” hizo estragos. Si en un caso el obstáculo era la biologización de la teoría, en el otro se confundía ese desesperado modo de decir que puede tener un analizante –al no haberlo podido decir de otra forma que no sea el acting– con la suposición de que se trataba exclusivamente de un (d)efecto de la escucha de ese analista, el de no haber escuchado algo en particular… que hubiera podido ser escuchado por otro analista. El viejo analista podría escuchar el acting como efecto mismo de la paciencia del analista, de haber podido esperar que el analizante hable bajo el modo que le haya sido posible, salida eventualmente válida –y bienvenida– entonces, de la impotencia en la que el analizante se encontraba para decir.

Pero también situamos en ese saber la suposición de poder “ubicarse en el lugar del otro”, de conocer de antemano lo que al otro le ha pasado y las vías de resolución. “¿Qué es el análisis de las resistencias? Es, en cada momento de la relación analítica saber en qué nivel debe ser aportada la respuesta. Es posible que esta respuesta a veces haya que aportarla a nivel del Yo. Toda intervención que se inspire en una reconstitución prefabricada, forjada a partir de nuestra idea del desarrollo normal del individuo y que apunte a su normalización, fracasará”1

viernes, 5 de junio de 2020

El duelo, versión femenina.

María del Socorro Tuirán Rougeon "Le deuil, version fémenine". Traducción del francés a cargo de Pio Eduardo Sanmiguel Ardila. Desde el Jardín de Freud, Número 11

Resumen
¿Qué pasa con el duelo para una mujer? Después de recorrer a Freud y a Melanie Klein, la autora se interesa en lo real del cuerpo de la mujer para poder interrogar su relación con la pérdida, apoyándose en los trabajos de psicoanalistas que hablaron desde su clínica, después de Lacan. La histeria y la neurosis obsesiva dan a la mujer el mecanismo para protegerse de lo real que le es propio; la clínica del adolescente esclarece, en la relación madre-hijo, este asunto de una manera particular.

Esta vez empiezo por el diccionario antes de introducir mi pregunta. Le Petit Robert1 dice al respecto: 
n. m. Dueil, s. xv; doel, duel s. xii; bajo latín dolus de dolore, "sufrir". 1. Dolor, aflicción que se experimenta por la muerte de alguien. 2. Figurativo y literario: aflicción, tristeza, "La naturaleza está de duelo" para hablar del invierno. 3. Muerte de un ser querido. La pérdida. 4. Signos exteriores del duelo. 5. Tiempo durante el cual se lleva el duelo. 6. Cortejo fúnebre. 7. Hacer su duelo de una cosa: renunciar, resignarse, estar privado de ello.
Por su parte, el psicoanálisis define al mismo tiempo la pérdida de alguien, de un ser querido, la reacción a esta pérdida, así como el proceso de desapego del ser perdido. En "Duelo y melancolía"2, Freud marca la diferencia entre el duelo normal en tanto reacción a la pérdida de un ser amado, el duelo patológico definido por él como una dificultad para retirar la libido de los vínculos que retienen al doliente al lado del objeto perdido, y la melancolía, que la define como la reacción a una "pérdida de objeto sustraída de la conciencia"3.

En una elaboración posterior, "El yo y el ello" (1923) 4, define el ideal del yo como heredero del complejo de Edipo. El ideal del yo constituye la introyección del objeto perdido en el yo. La ambivalencia en ese proceso de introyección del objeto será el factor determinante de las complicaciones en los procesos de los duelos vividos luego. Melanie Klein 5 describirá la posición depresiva en el niño. Luego de los adelantos planteados por Freud y Abraham sobre el duelo, Klein elabora esta posición como un dispositivo propio de la evolución normal del niño que se reactivará cada vez que tenga la experiencia del duelo posteriormente. Ese dispositivo se instala, según sus observaciones, desde los primeros meses de vida del infans.

En cuanto a Lacan, radicaliza la función del duelo de la pequeña infancia, en razón de nuestra condición de ser hablante, puesto que define el objeto causa del deseo como perdido para siempre jamás, dejando un lugar vacío que es necesario para la constitución de todas las relaciones de objeto y que da lugar a toda posición subjetiva.

Todo objeto, luego, solo podrá ser metonimia del que falta y que hace advenir al sujeto y a su deseo. En este mismo lugar Lacan alojará el significante fálico como el que ordenará a todos los demás objetos que jalonarán el recorrido del niño (oral, anal, mirada y voz). Podemos plantear ya, a partir de estas pocas coordenadas, que el duelo se declina en tres registros: Simbólico, Imaginario y Real. El registro simbólico del duelo sería el proceso psíquico por el cual una persona llega a separarse de los vínculos que lo apegan al objeto perdido; ese proceso restablece la presencia sobre un fondo de ausencia.

El registro imaginario podría estar constituido por los signos exteriores de duelo, así como todas las representaciones que emergen sobre el ser querido perdido, representaciones que parecen ser efecto de una idealización. En lo que concierne al registro real, se trata de la ausencia misma del objeto, de su muerte, tanto más cuando ha sobrevenido de manera brutal, accidental o injusta. ¿Pero qué decir del duelo en femenino? ¿Tendría características específicas para ella? Les propongo plantear esto de entrada: para una mujer, su ex-sistencia se define a partir de la pérdida. Aun cuando para un hombre la pérdida no estará ausente en su trayectoria, no se confronta con esta desde el mismo lugar.

Para Lacan 6, ante el espejo, tanto la niñita como el niñito tienen que enfrentarse a la caída del objeto causa del deseo, por ser representante de la compleción con la madre, pero también a la pérdida de la imagen jubilosa que constituye la unidad corporal. Pero sabemos desde Freud que, a la salida del Edipo, la niñita no tiene que vérselas con la misma pérdida que el niñito; este ha de perder el falo para obtenerlo más tarde; ella no lo tiene, y solo podrá serlo o más bien representarlo para un hombre, posteriormente. En ese proceso la niñita debe soltar su objeto de amor primero (la madre) para poder volver hacia ella en un proceso de identificación secundaria; por lo tanto, es invitada a perder su lugar y a migrar para hacer de su padre su objeto de amor.

En el momento de la pubertad, que viene a anunciarle su entrada en la adolescencia, la muchacha ha de vérselas de nuevo con la pérdida. Los cambios en su cuerpo, esas formas de mujer que se le imponen, la instalan también en una relación de espejo con su propia madre, espejo que no necesariamente le devuelve la buena imagen —en todo caso no la que ella querría ser— e igualmente descubrirá ese flujo que la acompañará durante numerosos años, que vendrá a dar ritmo a su vida un mes tras otro y le recordará su condición de mujer y una posible procreación. Ese flujo, llamado menstruaciones —que recuerda el ritmo mensual— o reglas —como para decir cómo regulan la vida de una mujer—, puede también ser llamado pérdidas. En efecto ella paga con la pérdida de su sangre el tributo a su feminidad, a su cuerpo que se defiende, y en lo que se escapa de su cuerpo se escapa también la representación de la fecundación que no tendrá lugar.

La fisiología propia de una mujer le inflige otra pérdida en el encuentro con un hombre: la de su virginidad. Allí donde ella tendrá que permitir que su cuerpo se abra, al mismo tiempo tendrá que darle lugar simbólico a un hombre en su vida. El precio a pagar esta vez es el himen, ya sea para ella el trofeo a preservar o el obstáculo a eliminar. Cuando se ha convertido en mujer y madre, en el momento del parto tendrá que encarar la pérdida de nuevo; pierde a aquel que ella ha portado en su vientre durante nueve meses y que la ha colmado; es esta experiencia la que puede ponerla ante el des-ser que le permite crear a ella misma un real, el real del cuerpo del niño que no corresponde al que ella haya podido fantasear. Esta pérdida se juega entonces en los tres registros: Real, Imaginario y Simbólico.

En el acompañamiento de este niño ella tendrá que tener varias veces la experiencia de la pérdida. El destete, la marcha, la entrada al jardín y luego a la escuela, la adolescencia y luego la partida definitiva de la casa son momentos del niño que la remiten a sus espaldas a esta noción de pérdida. Llega luego el momento de la menopausia: hela ahí ante una pérdida de nuevo. Pascale Bélot-Fourcade 7 recuerda ciertamente que no se trata de la pérdida del objeto a en ese momento, sino acaso que el hecho de verse confrontada a este "nunca más", nunca más fecunda, viene a volver a poner a la mujer frente a la pérdida constituyente. Es asunto de crisis para la mujer en este periodo de su vida, crisis que la conduce a tener que volver a hallar sus coordenadas inconscientes, como en la adolescencia.

La fisiología del cuerpo de la mujer le impone pues un real a partir del cual ella tendrá que definirse. Además, ese real acarrea cierto número de representaciones imaginarias que jalonarán el curso de su existencia, representaciones que pueden llegar a ser significantes para algunas. Cuando llega al mundo, ella es asimilada a una "alcancía"; en el momento de la pubertad se agitan en torno a ella las imágenes de la virgen o la mujer pura; cuando se convierte en madre, ella desprende la imagen de la nutricia, de la "mamá" omnipotente, ¡para culminar en bruja cuando ya no tenga sus reglas y por lo tanto ya no tenga que vérselas con el riesgo de la procreación! Pero no está empeñada enteramente en la pérdida y la pérdida no es forzosamente todo para ella; aun cuando lo real de su cuerpo se organice a partir de esta, ¿cómo llega a ex-sistir en el recorrido de la vida? ¿Cómo construye su subjetividad? Jean Paul Hiltenbrand8, en su seminario de este año, recuerda que la muchacha puede hacer caso omiso del nombre del padre, de la metáfora paterna, para construir su identidad, ¿pero podrá hacer caso omiso del asentimiento del padre para asumir su feminidad?

La histérica nos da la figura de la que se considera víctima de ese real y que estará dispuesta a adentrarse en el combate contra esta injusticia; el encuentro con el hombre será vivido realmente como una gran violencia y su cuerpo será el lugar donde la represión tendrá lugar, como nos lo recuerda Charles Melman9.

La neurosis obsesiva le da otro tipo de mecanismo que la defiende de su propio deseo. Como el movimiento de los significantes organizados por una cadena significante solamente contiene los antecedentes y los consecuentes, el deseo inconsciente permanece reprimido.

Así pues, la figura de la Virgen valorada por la religión puede constituir su destino, llevándola a ahorrarse la no relación sexual. En particular, hay una clínica que me interesa: la adolescencia; esta clínica ofrece igualmente la ilustración de cómo una mujer, en tanto madre, puede ponerse al abrigo de su deseo.