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jueves, 22 de mayo de 2025

El problema del Agente

Si aceptamos que Lacan deja sin resolver en La relación de objeto un problema vinculado a la operación del Padre y que luego lo aborda de manera más precisa en el seminario sobre los cuatro discursos, podemos concluir que el punto central es la definición del agente.

María Moliner define al agente como aquello que actúa o tiene la capacidad de actuar, asociándolo a la “causa agente”, es decir, a lo que produce un efecto. Esta idea resuena con el concepto de “representante de la representación”, que Lacan trabaja en múltiples ocasiones, llegando incluso a referirse a él como “agente representante”. Esto nos lleva a considerar que el agente no es solo alguien que ocupa un lugar, sino aquel que viene a sustituir a otro en una función determinada.

En los cuatro discursos, Lacan se pregunta qué significa ser agente, y su respuesta no se orienta hacia una función de dominio o control, sino hacia la forma en que se transmite la castración entendida como prohibición. Para esclarecer este punto, propone un paso del mito a la estructura. Mientras que el mito es un enunciado de lo imposible, su interés radica en construir una escritura de la prohibición, alejándose de la narrativa mítica para centrarse en su estructura.

Al releer el mito freudiano de la castración, Lacan introduce una distinción clave: su objetivo es desplazar el S1 más allá del lugar del Amo, concebido como función de dominio. Al separar este término de la figura del Amo que Hegel plantea, Lacan lo redefine como un significante-letra, con el cual se puede escribir la posibilidad de un inicio lógico. Así, el problema del agente es replanteado desde la perspectiva de la suplencia, abriendo nuevas vías para pensar la transmisión y el orden simbólico.

miércoles, 21 de mayo de 2025

La psicología del poder

 La psicología del “poderoso” —es decir, de quienes están obsesionados con el poder— es un tema profundo, que atraviesa la clínica, la política, la filosofía y el psicoanálisis. No hay una única causa, pero sí se pueden pensar condiciones estructurales, históricas y pulsionales que empujan a algunos sujetos a hacer del poder no solo un medio, sino su fin principal.

Desde el psicoanálisis, el poder puede funcionar como defensa contra la angustia de impotencia, de pérdida, de falta. El “poderoso” se aferra a una posición donde su palabra vale, decide, domina... porque no tolera la experiencia de límite o vulnerabilidad (Hilflosigkeit). Por eso:

  • Puede ser hipersensible al rechazo, al descontrol, a lo que no puede anticipar.

  • El poder le ofrece una ilusión de autosuficiencia, completud, invulnerabilidad.

Esta defensa suele estar sostenida en estructuras narcisistas, con dificultad para registrar al otro como alteridad. El otro solo aparece como amenaza, rival o subordinado.

Deseo de reconocimiento

Inspirándose en Hegel, Lacan plantea que el sujeto desea ser deseado por el Otro. En ese marco, el poder puede ser el medio privilegiado para obtener ese deseo del Otro: ser mirado, obedecido, admirado, temido. El poderoso no quiere solo poder; quiere ser reconocido en su lugar de poder.
Por eso:

  • Suele haber una teatralización: el trono, la investidura, los símbolos.

  • También puede haber una relación fetichista con el saber o el control: “si sé más, domino”.

Tras la historia infantil de poderoso

En algunos casos, el origen puede rastrearse en una infancia marcada por la humillación, la desvalorización o la exclusión. Allí, el poder aparece luego como una compensación reactiva: “Nadie más me va a pisotear.” “Yo voy a ser quien decida.”

En otros casos, se trata de niños hiperinvestidos por el Otro, sin límites claros, donde el deseo adulto se dirigía de modo ambivalente, creando un sujeto que no tolera la frustración y que necesita ocupar lugares de privilegio para sostener su narcisismo.

¿De qué goza el amo?

La idea de poder también puede investigarse a la luz de "Los cuatro conceptos...". En la lógica lacaniana, el discurso del Amo es aquel en el que el sujeto ocupa el lugar de poder, pero al precio de forcluir su división subjetiva. En los matemas, vemos que el $ queda bajo la barra. El Amo no se interroga, no duda, no se deja atravesar por el saber del Otro. Goza en mandar, en operar, en ejercer. Pero su saber es siempre supuesto, y su caída suele ser estrepitosa cuando la verdad lo alcanza.

En este marco, el poder puede convertirse en un modo de goce en sí mismo: no se busca tanto un fin, sino ejercer el poder como afirmación de existencia.

¿Es meramente psicológico el poder?

Es importante no psicologizar por completo el fenómeno. Hay estructuras sociales, políticas y económicas que incentivan ciertas formas de goce del poder y premian el desinterés por el otro. En ciertos contextos (corporativos, militares, políticos), el perfil del “poderoso” incluso se construye como ideal de éxito. 

El poder en la consulta.

El tema del poder es bastante frecuiente entre los pacientes dedicados a la política, el ámbito empresarial, incluso ámbitos de espectáculos y religiosos. Algunos lo han tenido y perdido; otros, aspiran a tenerlo. Los más interesante son los casos donde la persona constata los límites mismos del poder, aún teniéndolo, pues es imposible gobernarlo todo. Cuando este tema surge, hay preguntas que el analista puede hacer:

¿Qué función cumple el poder para esa persona: ¿proteger, vengar, compensar, gozar?

¿Qué relación tiene con la ley? ¿La encarna, la evade o la produce?

¿Cuál es su relación con la palabra del Otro? ¿Escucha, impone, borra?

¿El poder es medio o fin? ¿Lo quiere para algo o para sí mismo?

martes, 18 de marzo de 2025

S₁ y S₂: ¿Qué son y cuál es la diferencia entre ambos?

 En la enseñanza de Lacan, S₁ y S₂ son conceptos fundamentales dentro de su teoría del significante y la estructura del sujeto.

  • S₁ (Significante Amo): Es el significante que da identidad al sujeto, pero lo hace en un sentido impositivo y sin necesidad de otro significante. Es el que representa al sujeto en su relación con el Otro. Se asocia con la autoridad, el poder y la imposición del orden simbólico. En términos simples, es el significante que "nombra" o "marca" al sujeto en la estructura del lenguaje.

  • S₂ (Batería de Significantes): Representa el conocimiento, la red de significantes que estructuran el saber. Mientras que S₁ es único y aislado, S₂ implica la cadena de significantes que permiten la articulación del sentido. En el discurso del Amo, por ejemplo, S₂ es el saber del esclavo, el que trabaja y sostiene el orden que impone S₁.

En el grafo del deseo y en la teoría de los discursos, Lacan muestra cómo el pasaje de S₁ a S₂ estructura la relación del sujeto con el saber y el goce. En el sujeto neurótico, por ejemplo, S₁ se presenta como un significante que lo determina, pero cuya relación con S₂ siempre es problemática, generando preguntas sobre su propia identidad y deseo.

miércoles, 7 de diciembre de 2022

No hay dialéctica del amo y el esclavo en Hegel

Sabemos que la referencia al "amo y al esclavo" que hace Lacan las realizó en base a los cursos de Alexandre Kojève, a quien puede imputársele popularizar en el siglo XX el vicio tan francés de ir imputándole el sustantivo o el adjetivo de "dialéctica" a cualquier cosa por pura morfología y dar por acabado el trabajo. Pero veamos en puntos de qué se trata:

1- El titulo de esa sección dice Es "señorío" y "servidumbre", no dice "amo y esclavo". Son figuras lógicas que nos presenta Hegel para ilustrar una determinada dinámica. Si bien Hegel si usa los términos "señor" y "siervo" como descripción Fenomenológica de esos términos lógicos, no representan a nadie en particular, no son propiamente personas, ni mucho menos un burgués y un proletario (como lo dijo Kojeve).

2- No hay una dialéctica ahí. Los momentos de la conciencia desdoblada llamados "señor" y "siervo", no actúan en una "dialéctica" (asumiendo que dialéctica es lo que se entiende como en-si - para-si y en-y-para-si con la correspondiente superación de los 2 primeros momentos en el tercero - que es un negar y conservar a la vez).
 
El tema de esa sección es el fracaso del reconocimiento entre 2 autoconciencias, que deriva en que ambas no se ven la una a la otra como iguales y ambas toman 2 posturas : el señor, que "vence" y se impone como autoconciencia frente a la otra en forma unilateral negando toda posibilidad de reconocer a la otra (negando así aceptar la figura lógica que Hegel describe para obtener un reconocimiento mutuo) y la otra, el siervo, que acepta parcialmente reconocer a la otra como autoconciencia, pero se obstina. Esto es lo que Hegel ilustra con una "lucha a muerte", donde ambos "arriesgan la vida" y el siervo finalmente valora más la vida que su independencia, volviéndose así en "siervo".

Un tema en Hegel que no se ubica en una época histórica.
El tema de los términos "siervo-patrón" se presenta más que nada en la lengua española, en parte como adjetivo y en parte como categoría, pero la dificultad no subsiste en modo tan importante en alemán.

Sobre si se trata de una teoría a-histórica o puramente teórica diría que es una postura legítima y que encuentra muchos intérpretes (anglosajones sobre todo) que dan esa lectura. Por otro lado pero está la línea ínterpretativa que opta por da una lectura más historicista, a eso se suman los apuntes sobre la Filosofía del derecho en los que se menciona explícitamente al caso de la esclavitud en las Indias Occidentales, se cuestiona algunos remanentes costumbristas feudales aún presentes en los territorios - el derecho del Señor a dar 100 golpes a sus siervos -, y en la Filosofía dea historia se menciona al caso de la esclavitud en los Estados Unidos etc. Tal vez en modo más sintetico sirvan los libros de Domenico Losurdo, y el breve ensayo curioso Titulado Hegel on Haiti, referencia al Toussaint Louverture esclavo que se libera del yugo francés a través de las armas en la búsqueda de la libertad y estatus de persona
En resumen, No se logra completar el proceso "dialéctico" que haría que ambas autoconciencias se reconozcan como iguales. El señor, como resultado unilateral no reconciliado, tiene escasa importancia para Hegel y lo deja. El resto de la Fenomenología tratará sobre el siervo, quien, por preferir la vida, tiene un horizonte de realización y reconocimiento por delante. Lo que a Hegel realmente le interesa es la conciencia desventurada, la que vislumbra una forma imperfecta de libertad, que es el tema que atraviesa todo el libro.

Por lo tanto, llamar "dialectica del amo y el esclavo" a esa figura lógica es Erróneo, tanto en la terminología como en la lógica detrás de esa sección.

miércoles, 5 de agosto de 2020

La textura de lo social (3): Los 4 discursos, uno por uno.



Pasemos a explicar en detalle lo que está en juego en cada "matema" (relación entre letras) de formalización del discurso en tanto estructura del lazo social.

El discurso del amo
El discurso del amo es la estructura que se genera a partir de la definición misma del significante como "lo que representa un sujeto para otro significante" (Lacan, 1960, reproducido en Lacan, 1966: 835). Esta matriz lleva la impronta de la dialéctica del amo y el esclavo, que gravita sobre el pensamiento de un Lacan alimentado por las lecciones sobre la Fenomenología del espíritu de Alexander Kojève (1947), quien hizo de la dialéctica del amo y el esclavo la piedra angular de interpretación del sistema hegeliano.

En el discurso del amo, la ley, el orden y la autoridad —en tanto significantes amo S1— se hallan en la posición dominante del agente. Este discurso es ante todo el discurso fundacional de los imperativos que tienen que obedecerse sólo porque son los imperativos del amo. Los significantes en los cuales se fundamenta en sí mismo no tienen ningún sentido: son vacíos, pero deben ser obedecidos de manera categórica. Cualquier intento por apuntalar el discurso del amo con argumentos lógicos no anula el hecho de que éste es un discurso de poder y mando, no de razón.

Aquí el lugar de la verdad está ocupado por la subjetividad dividida del amo, (castrada y precaria como la de cualquiera), pero enmascarada por la posición fuerte del agente (S1) que le otorga al amo la sensación de estar plenamente constituido y lo vuelve susceptible del delirio de grandeza de quien declara ufano que sólo "el cielo es el límite".

Desde su lugar, el agente se dirige al otro (S2) y lo pone a trabajar. Metafóricamente, Lacan relacionaba S2 con el esclavo de la dialéctica hegeliana, quien posee el saber y es obligado a trabajar bajo la acción del amo-agente. Como esclavo, tiene que renunciar al goce para salvar su vida luchando hasta la muerte contra el amo; en vez de goce, tiene trabajo compulsivo que realizar. Sin embargo, ¿quién es este esclavo que trabaja sin desmayo día y noche? Es el incesante inconsciente, que atesora el saber de la condición del sujeto, la verdad acerca del goce que encierran sus síntomas. La paradoja es que el sujeto mismo no sabe nada del saber inconsciente que lo habita y, de hecho, prefiere no saber nada. Sin duda, el inconsciente como saber no es del orden de la teoría, sino saber "[...] atrapado en la cadena significante que tendría que ser subjetivado" (Fink, 1998: 38).

El resultado del trabajo del esclavo es el "objeto a", la plusvalía de este proceso, que cae bajo la barra que divide la parte alta y baja del esquema. Como sucede con $ colocado en el lugar de la verdad, el "objeto a" no está disponible para las representaciones del sujeto debido a su condición de producto inconsciente. En este nivel se inscribe también la conjunción/dis-junción ( ) del sujeto respecto del objeto a causa del deseo, la cual define el fantasma, que da cuenta del modo particular como el sujeto experimenta goce, aunque no con su pareja sexual, sino con el objeto a, su magro substituto.

Para ilustrar el funcionamiento del discurso del amo en el terreno de la sociedad, remitámonos al habla política, con su abundancia de performativos e intimaciones; pero no sólo la enunciación política es de esta suerte, también la científica y la teológica lo son.
Apuntando a interpretar el discurso colonial, Charles Melman (1990; 1996) ha propuesto una pequeña modificación en la escritura del discurso del amo trazando una línea vertical entre los lados derecho e izquierdo del matema original:
Esta formalización daría cuenta del fracaso del discurso colonial en la creación de vínculos entre el colonizador agente S1 y el colonizado otro S2, esto es, del colapso de todo tipo de instancia discursiva que viniera a establecer un lazo simbólico entre ambos. Así (en vez de pacto simbólico que promueva la expectativa de un goce fálico compartido), lo que encontramos del lado del amo colonial es pura violencia; y del lado del otro colonizado, rebelión.

El discurso de la universidad
El discurso de la universidad es el arquetipo del discurso del "conocimiento racional", aunque no se asimila per se a la ciencia o a la lógica. Dicho discurso especifica un tipo particular de lazo social en el cual S2 (el saber) es puesto en el lugar del agente, que se dirige al otro a manera de elusivo objeto a.

Como habremos podido imaginar, con el progreso de la racionalización y el "desencanto del mundo" que caracteriza a los tiempos modernos y posmodernos, el discurso de la universidad, bajo el disfraz de la tecnología y del habla de los expertos de todo tipo (incluida la de los sociólogos expertos que compilan datos y más datos para estudiar el crimen, la familia, la pobreza, etcétera), parece prevalecer sobre cualquier otro tipo de lazo discursivo. Este ha venido a organizar el mundo de la vida hasta lo más íntimo, sin contar con que hoy incluso los líderes políticos justifican sus acciones no porque controlan el poder, sino porque sus decisiones cuentan con el respaldo del conocimiento de los expertos (Melman, 1996). El flagrante contubernio entre el conocimiento especializado y el poder político es lo que Foucault señalaba como lo propio de "la edad moderna del poder", la "biopolítica": la convergencia entre saber y poder.

Sin duda, en nuestros días el discurso de la universidad se ha transformado hasta el punto de convertirse en una modalidad más del discurso del amo.

El discurso del analista
El discurso del analista surge tarde en la Historia: apenas en el siglo XIX, cuando Freud formuló el psicoanálisis como teoría general del aparato psíquico.

En este matema discursivo, el analista funciona en la perspectiva del puro deseo, del objeto a puesto en condición de agente, desde donde se dirige al lugar del otro en el cual se sitúa el analizante en tanto sujeto dividido. Por definición, el discurso del analista es el que estructura la clínica psicoanalítica en lo que aparenta ser un lazo binario que une a un analizante y a un analista. No es así: el lazo es en realidad ternario puesto que implica al otro (al inconsciente, al significante) como elemento tercero, cuyo reconocimiento bastaría para disipar toda ilusión de que se trata de dos almas gemelas unidas por un diálogo.

Al principio de la cura psicoanalítica, el analista es una simple "x" y el analizante, apenas un potencial. En estricto sentido, no hay analista sino cuando hay acto analítico, es decir, cuando, en el après coup de una interpretación apropiada por parte del analista, el saber del Otro sale a la luz. En el curso de la cura, el analizante es llamado a seguir la regla fundamental de la "libre asociación" y a decir lo que le venga a la mente sin atenerse a censuras morales o lógicas; de esta manera es empujado a producir los significantes-amo (S1) a los cuales se encuentra "agarrado"; significantes que requerirían ser articulados con significantes binarios (S2) para adquirir sentido. El analista está ahí para leer en las palabras del analizante (tornándolas texto) y para garantizar que el ejercicio de asociación libre tenga sentido, incluso antes de que se revele el sentido de las palabras que éste profiere desde el diván. Lo que el analizante dice, en definitiva, no es para nada arbitrario, sino que está condicionado por el deseo inconsciente: la palabra, para el psicoanálisis, es demanda, deseo, no mera flatulencia que se escapa por la voz.

La estructura discursiva de la que participan analista y analizante define el dispositivo psicoanalítico, cuyo mecanismo eje es la transferencia, que pone al inconsciente en la escena de la cura. La transferencia tiene lugar entre ambos, en cuanto el analizante se sitúa en disposición de búsqueda de la verdad sobre sí mismo, sobre su deseo. Por esa vía, quien se somete al análisis vence las resistencias y da al inconsciente posibilidad de efectuarse (Braunstein, 1988).

No hay aspecto de la biografía de un sujeto que pueda ser considerada importante en sí misma para la comprensión de sus deseos inconscientes. Sólo después de un largo trabajo de asociación en la cura (id est, bajo transferencia), algunos hechos de su vida van a cobrar importancia para propósitos psicoanalíticos, en especial sus síntomas (ahora apalabrados, construidos para el analista desde el diván), sus equivocaciones involuntarias, la repetición de sus fracasos, sus actos fallidos. Básicamente, se trata de un trabajo de reconstrucción retrospectiva (nachträglichkeit) y no puede ser de otra manera, pues no hay "contenido" inconsciente que se encuentre de antemano en el psiquismo (o en el cuerpo) a la espera de ser descubierto; de hecho, el inconsciente no es en sí mismo sino una construcción après coup que tiene lugar en el espacio transferencial entre analizante y analista.

En general, quien llega al diván de un analista lo hace con el sentimiento de ser un "individuo", convencido de su unidad e integridad, positivamente seguro de la ecuación entre su ego y su pensamiento. No obstante, el sujeto sufre y porque sufre duda de la explicación que se da a sí mismo sobre sus males: debe de haber algo sobre su condición que no sabe, un saber que esperaría encontrar en el otro, el analista. En términos filosóficos, diríamos que se llega a la cura como sujeto del cogito. El psicoanálisis, sin embargo, hace una radical distinción entre ser y pensar: ser es lo que el sujeto logra hacer con su goce, incluso al precio de su salud y bienestar, como lo muestra el sufrimiento psíquico. Pensar, por el contrario, es un atributo de la conciencia y del individuo-ego en tanto "sujeto de los enunciados". Toda apariencia monolítica del sujeto va pronto a caer en el curso del análisis porque allí éste va a ser interpelado no como "individuo", sino como sujeto dividido entre representaciones conscientes y deseos inconscientes. Ese va a ser el motivo de la "histerización" del sujeto durante el proceso analítico: que el analista se dirija a él como dividido y contradictorio, cuyos pensamientos vienen del Otro, no de su ego. De allí entonces su precaria identidad, la inestabilidad de su condición subjetiva, la ingravidez de su ser.

En estricto sentido, la función del analista durante la sesión es desaparecer como "Yo" (moi) frente al "Yo" del analizante, contrarrestando así todo entrampamiento imaginario de tipo compasión o empatía. Su actitud es de docta ignorantia puesto que, a diferencia del filósofo, "[...] el analista no dice [...] que nada sabe, no es un ignorante. [...] Pero nada sabe del inconsciente del analizante en presencia. [De hecho], su saber no coincide con la suposición del analizante" (Oyervide, 1996: 55), esto es, que el analista tiene perfecto conocimiento de la causa de sus síntomas y de su inconsciente: para el analizante, el analista es el "sujeto supuesto saber", y ese supuesto es el motor de la cura analítica ya que constituye la transferencia misma.

El analista debe ubicarse en el lugar del objeto a —el agente real de la cura— para inducir desde allí la producción de significantes-amo por parte del analizante. El analista dirige la cura, no dirige al analizante; por eso, cuando interpreta durante la sesión, lo hace desde la perspectiva del objeto a, no de lo que cuenta el analizante. Con frecuencia guarda silencio, lo cual permite al analizante producir nuevos significantes y crea la oportunidad para que el sujeto del inconsciente se manifieste.

Como medio para escandir el habla del analizante, el analista puede decidir acortar el tiempo de sesión, jugando así con una temporalidad que no es cronológica sino lógica; es decir, relativa a la lógica del significante. Pero, ante todo, desde el lugar que ocupa el analista está allí para empujar al analizante a hablar, alentándolo a asociar con libertad burlando así la represión y la censura. En último término, lo que se halla en juego en la posición del analista es la transformación de su conocimiento teórico en herramienta que trabaja en el registro de la verdad del sujeto. "El problema no es lo que el analista dice", escribe Lacan en la "Proposition du 9 Octobre 1967", "sino la función de lo que dice dentro del psicoanálisis".

Por efecto de la transferencia, el analista es para el analizante el "sujeto supuesto saber", y el objeto de sus fantasías y deseos. Desde la posición del objeto a, el analista va a interpelar al otro como S como sujeto en falta, sujeto dividido—, de quien se espera que produzca los significantes amo (S1) en los que su verdad se encuentra alienada.

El discurso de la histérica


En palabras de Lacan, "La histérica es el sujeto dividido mismo; [...] es el inconsciente en operación, que pone al amo contra las cuerdas para que produzca saber" (Lacan, 1970: 89). Recordemos que la spaltung (división) del sujeto es el efecto de la dependencia del sujeto al lenguaje, que crea la fisura estructural de donde parte el ímpetu, particularmente notorio en el caso de la histeria, para la búsqueda desesperada de medios con el fin de llenar el vacío.

Marc Bracher ha descrito con propiedad el discurso de la histérica. Para él, dicho discurso se encuentra operando
[...] cuando el discurso es dominado por el síntoma —esto es, por su modo conflictivo de experimentar goce, conflicto que se manifiesta [...] como fracaso del sujeto S para coincidir con, o ser satisfecha por, el goce de los significantes amo que la sociedad ofrece (Bracher, 1993: 66).
El discurso histérico es el del analizante que habla desde lo más profundo de sus síntomas durante la sesión de análisis. Lo que Freud definió una vez como la "regla de oro" del tratamiento psicoanalítico, la asociación libre, entraña la histerización del sujeto en análisis, quien habla sin racionalizar desde la perspectiva de aquello que hace síntoma. En este sentido, la histeria puede considerarse la condición misma para cualquier progreso en el tratamiento analítico.

El discurso de la histeria, entonces, ubica en el lugar dominante del amo-agente la división subjetiva, el síntoma del sujeto. Desde este lugar, el agente se dirige al otro, al significante amo, en busca de respuestas que alivien su mal de vivre, que suplan su falta-en-ser. Como dice Gérard Wajeman, "[...] la enunciación histérica es preceptiva: '¡Dime mi verdad!'" (Wajeman, Op. cit.: 12), dime la verdad acerca de quién soy... , no importa si en esta búsqueda desesperada el otro sea llevado al límite, a mostrar sus propias carencias... , aunque en ese momento seguramente la histérica va a emprender el movimiento de retirada al comprobar que el otro, el amo, también está castrado. La histérica siempre se colocará ella misma como objeto de goce, como "[...] objeto precioso en una rivalidad con el falo; es decir, [querrá] ser la joya y demandar al hombre simplemente presentarse o prestarse como caja de la joya" (Brousse, 2000: 51).

En resumen, el sujeto posicionado en el discurso de la histérica busca respuestas que calmen su ansiedad. interrogada por la levedad de su ser, la cual le resulta insoportable, la histérica se comporta como un investigador científico que procura certezas en su laboratorio, empujando el conocimiento hasta los límites. Con razón Lacan decía que el discurso de la ciencia es el ejemplo mismo del discurso de la histérica.10

V. CONCLUSIONES
Desde sus inicios como campo de reflexión y disciplina académica, la Sociología se ha planteado interrogantes sobre lo que hace lazo social al plantear las "relaciones sociales" como el objeto por excelencia de su indagación. En el pensamiento sociológico clásico, de Durkheim a Parsons, estas relaciones se definieron en términos de integración y valores, mientras que Marx las abordó en el marco de la explotación de clase correspondiente a un nivel determinado de desarrollo de las fuerzas productivas. Weber, en cambio, las situó en el proceso de expansión progresiva de la racionalidad instrumental respecto de las formas de racionalidad ligada a valores o a la tradición. Más cerca de nosotros, Touraine ha propuesto referir las relaciones sociales a la acción de actores en conflicto dentro de campos determinados. Y Bourdieu, con mirada objetivista, piensa que todo lo que hay en sociedad son relaciones independientes de la conciencia de los agentes.

Sin duda, los nexos sociales se establecen al interior de la producción, se apoyan en las instituciones, se bañan en los valores que circulan en sociedad, llenan el espacio conflictivo de los actores sociales. Sin embargo, aunque parezca que los vínculos son meros desprendimientos de estos contextos, la verdad es que el lazo social constituye el requisito sine qua non para que las diferentes dimensiones de la vida social sean posibles: se necesita del lazo para que haya producción e intercambio, división del trabajo, acción y movimiento social, solidaridad entre partes de la sociedad. Por ello, siendo estrictos, deberíamos primero intentar dilucidar la naturaleza del lazo social si queremos luego develarlo en su operación dentro de situaciones, campos, instituciones... Pero entonces veríamos que su naturaleza no es sino la misma que constituye al sujeto como ser social: el lenguaje, que en sí mismo no es de naturaleza social, aunque en su operación discursiva precipita un nexo social. Ello hace toda la diferencia entre las sociedades animales y la humana, ya que gracias al lenguaje podemos crear instituciones, actuar y no sólo comportarnos, producir cooperativamente, racionalizar el mundo, etcétera. Gracias al lenguaje, la socialidad humana es simbólica, no instintiva ni esencial.

Que los seres humanos tengamos lenguaje quiere decir que tenemos la capacidad de introducir diferencias en el Real, marcar discontinuidades, establecer discriminación; todo eso por la acción específica del significante que burila el Real, lo bordea con símbolos para hacerlo susceptible de ser tratado por medios humanos. Porque operamos con el lenguaje en función discursiva, tejemos lazos sociales, usando palabras o sin ellas, aunque el lazo nos establece siempre en un pie no recíproco y no complementario frente al otro.

Es extraño que la Sociología haya permanecido hasta ahora impermeable a este tipo de consideración. Quizás ello se deba a cierta falta de receptividad de su parte a los avances en otras ciencias, en especial del psicoanálisis y su elaboración respecto de la subjetividad y el lenguaje. Sorprende comprobar que en una obra donde se critican teorías contemporáneas del lenguaje como es Langage et pouvoir symbolique, de Pierre Bourdieu (2001), el nombre de Lacan no se menciona sino una vez (¿mero name dropping?), aun cuando en la obra de Lacan se encuentra una aproximación al lenguaje que pone de cabeza el formalismo de la lingüística moderna, lo que significa —entre otras cosas— un tratamiento no semiológico del lenguaje, la abolición de todo utilitarismo comunicativo y el señalamiento de que el efecto más notable del lenguaje es el sujeto mismo, no el sentido o la significación. Resulta irónico comprobar que en la obra del sociólogo que en determinado momento en Francia llegó a pasar como "el intelectual dominante", no se considera el aporte de Lacan y el psicoanálisis para la comprensión del discurso como fundamento del lazo social, y del sujeto como efecto del lenguaje (del sujeto y, por consiguiente, del "actor", o del "agente" —como Bourdieu prefiere llamarlo—, con lo que de paso incurre en una suerte de "hiper-estructuralismo" que encierra una contradicitio in termini al interior de su Sociología, pues en determinado momento él se declaró de manera rotunda contra el estructuralismo).

No es mi planteamiento que la Sociología deba hacer su "giro lingüístico", como lo han hecho otras disciplinas. La crítica que hace Perry Anderson a "the exorbitation oflanguage" por parte del estructuralismo, me parece válida en su propósito de cuestionar el "imperio de los signos" planteado por algunas tendencias "populares" del estructuralismo, las cuales acabaron nombrando "lenguaje" o "discurso" a cualquier cosa (Anderson, 1984: 42). La referencia al lenguaje en la perspectiva de Lacan dista mucho de eso; para comenzar porque para el psicoanálisis recurrir al lenguaje no es sino el medio para pensar el sujeto, su verdadero asunto. Tal propósito muestra una vía ejemplar para la Sociología pues sería de desear que ésta se libre del legado durkheimiano de tratar los hechos sociales como "cosas", para enfocarse en el estudio de los efectos subjetivos de la vida social. Apoyándonos en el psicoanálisis, los sociólogos podríamos aprender a "leer" el texto social, lo cual nos llevaría a abordar los fenómenos de sociedad desde la perspectiva de su inscripción significante. También aprenderíamos a ver los vínculos que ligan a los sujetos no por su simple condición objetiva, sino por la condición que los instaura y los torna positivos, esto es, el discurso.

Notas:
10 "Ni hablar del discurso histérico: es el mismísimo discurso científico" (Lacan, 1971-1972 (a): 32).

Fuente: Gutierrez Vera, Daniel (2003) "La textura de lo social" - Rev. Mex. Sociol vol. 66 no. 2 México abr./jun. 2004

miércoles, 29 de julio de 2020

El mito del deseo fálico.

Devenir hombre
Es conocida la sentencia de Simone de Beauvoir en El segundo sexo: “No se nace mujer: llega una a serlo”. Sin embargo, no otra cosa le ocurre al varón. Uno de los prejuicios habituales entre psicoanalistas radica en suponer que la masculinidad es algo evidente, ya dado, mientras que la enseñanza de Lacan pone en cuestión esta idea desde el comienzo.

Si bien Freud afirmaba, en Tres ensayos de teoría sexual, que la niña era como un “pequeño varoncito”, cuyo primer objeto de amor era la madre, la perspectiva lacaniana avanza en sentido contrario: ¡el varoncito es inicialmente una niña! Esto lo demuestra la posición inicial del niño en el complejo de Edipo, en función de la identificación fálica que lo ofrece a la seducción de la madre (en el doble sentido, que localiza a la madre como seductora, pero también al niño en tanto señuelo). En última instancia, por esta vía, el varón encuentra su satisfacción primera en el coqueteo con su imagen, regodeo que hace de su ser una máscara y una trampa para el deseo... la misma que Lacan llamara “mascarada femenina”, en la medida en que también para la mujer se trata de “ser (el) falo”. Identificación con el falo que, para la mujer, trasunta en el darse a ver del que hace gala la industria de los cosméticos (con los efectos des-subjetivantes que puede tener para algunas muchachas) y, en los niños, se refleja en la predicación constante que padecen (“sos hermoso”, “pero qué niño tan lindo”, etc.).

Ahora bien, ¿cómo este niño feminizado deviene hombre? Para dar cuenta de este aspecto es que Lacan desarrolló, en el seminario Las formaciones del inconsciente, un dispositivo que llamó “Metáfora paterna”, destinado a poner de manifiesto la incidencia de la castración. La salida del engaño en el ser fálico requiere la eficacia del padre. El padre “se hace preferir” a la madre, sostiene Lacan, con una expresión enigmática, dado que para el sentido común (que es freudiano) el padre es quien viene a prohibir, a instanciar una ley, etc. No obstante, si Lacan utiliza esta fórmula es porque, justamente, apunta a distinguir la regla de la ley. Mientras que las reglas prohíben, la ley causa el deseo. La metáfora paterna tiene el propósito de sancionar el pasaje, en el niño, de “objeto de deseo” a “deseante”. Sin embargo, ¿en qué consiste esta operación del padre?

En principio, resulta curioso que este “hacerse” preferir, vuelve a ubicar al niño ante una escena de seducción. En este sentido es que Lacan recupera el Edipo “invertido”, aunque no se trate de tomar al padre como objeto de deseo (una elección homosexual, en el sentido de Freud) sino del encuentro con el deseo del padre, en particular, del deseo del padre por la madre; dicho de otro modo, del padre, en tanto “hombre”, por la madre “en tanto mujer”. Por eso Lacan es enfático al sostener que el padre simbólico no existe (o bien, es el padre muerto) y el padre imaginario es el que habita en la fantasía de los neuróticos, mientras que la castración tiene como referente al padre real, es decir, ese hombre.

De este modo, el niño se convierte en hombre ante otro hombre; o mejor dicho, queda marcado por la promesa de la hombría. Lacan hace mención a esta cuestión al afirmar que el padre es quien “tiene” aquello que el niño “tiene, pero aún...”, vía por la cual introduce al niño en la perspectiva de la falta fálica (antes que atribuirle un objeto). Este aspecto puede rastrearse en un hábito que, hasta hace unos años, era corriente, dado que era el padre (luego sustituido por el grupo de amigos) quien conducía al joven a “debutar”. El acceso a la mujer, entonces, se realiza a través de otro(s) hombre(s); pero, ¿cuál es la incidencia del deseo de un hombre, y el del padre, en particular, para otro hombre?

Para responder a esta última pregunta es preciso restituir las dos referencias textuales que trabajan implícitamente la formalización de la metáfora paterna: por un lado, la dialéctica hegeliana del amo y el esclavo; por el otro lado, las fases del fantasma “Pegan a un niño”, tal como fue esclarecido por Freud en su célebre artículo.

Respecto de la primera indicación, la dialéctica del amo y el esclavo expone cómo la constitución de la identidad requiere de un pasaje por la alteridad, que surge del encuentro de un deseo con otro deseo, y del conflicto necesario que se resuelve a través de la cesión en que el esclavo se descubre como tal.

Esta misma cesión de goce es la que se encuentra en la segunda indicación, dado que “Pegan a un niño” es un artículo que ubica en el amor al padre la condición del reconocimiento de su autoridad. De acuerdo con este lineamiento es que puede entenderse que Lacan dijera (el 21 de enero de 1975) que “un padre no tiene derecho al respeto, sino al amor, más que si el dicho respeto, el dicho amor, está père-versamente orientado, es decir, hace de una mujer objeto a que causa su deseo”. No se trata, entonces, de desear al padre, sino de asumir su deseo con amor.

En última instancia, el paso fundamental de la filiación masculina se encuentra en amar el deseo de un hombre, amar al padre por su deseo. Por lo tanto, padre no es quien prohíbe o impone un orden, sino aquel que se destituye de su potencia en función del deseo y su causa.

Adiós al padre
En el seminario La relación de objeto, Lacan sostiene que la pregunta “¿Qué es ser un padre?” es “el punto fecundo que orientó verdaderamente toda [la] enseñanza [de Freud”. Sin embargo, para el lector concernido es evidente que ésta es una estrategia lacaniana para camuflar sus propios argumentos, bajo la atribución a Freud del propio punto de vista.

Si bien es cierto que en los seminarios de Lacan no encontramos definiciones claras y distintas, ni exposiciones que se deduzcan de aquellas, eso no quiere decir que no haya argumentos. Por lo general, las definiciones se encuentran implícitas en el tono hiperbólico con que Lacan introduce algunas máximas: “Para decirlo todo...”, “Esto y no otra cosa...”, etc., son giros expresivos que suplen la pretensión de comunicación científica. Asimismo, también encontramos núcleos temáticos sobre los que Lacan retorna una y otra vez, tal el caso de la pregunta por el padre, cuya gravedad es más rigurosa que la de una cuestión de definiciones y deducciones.

En efecto, las diferentes versiones del padre en la obra de Lacan permiten responder a una inquietud específica: ¿por qué el psicoanálisis lacaniano no es la neurosis de Lacan? En este punto, se trata de la misma pregunta que Freud se formulara en el caso Schreber, pero respecto de la teoría delirante de un psicótico. En última instancia, se trata aquí del problema de que la enseñanza del psicoanálisis no puede dejar de llevar las huellas de quien transmite, pero ¿cómo dar cuenta de que esas marcas no llevan al engaño fantasmático?

En muchos aspectos la concepción lacaniana de la metáfora paterna parece una construcción neurótica que podría caer en una especie de apología del padre que opera (fallidamente, por cierto); pero en última instancia habría un nombre para el goce, el Nombre-del-padre... cuyo fracaso quedaría revelado por la invención del objeto a. Asimismo, los operadores de la metáfora paterna son el ideal y la identificación, que prescriben una respuesta normativa para el ser sexuado. De este modo, esta primera formulación lacaniana a la cuestión de la sexuación es parcial, y algo artificial, dado que se piensa en términos de funciones parentales (padre y madre), mientras que a partir del seminario El reverso del psicoanálisis (en la relectura que Lacan realiza del Edipo a la luz de otra lectura de Tótem y tabú) se asiste a una nueva versión del padre cuyo punto de llegada será la noción de père-version en los últimos seminarios. El padre ya no será el agente de la castración, sino quien la transmita de forma sintomática. El padre no es el nombre de una ley para el goce, sino aquel que hizo de una mujer la causa de su deseo.

Si La interpretación de los sueños es un testimonio de Freud como analizante, la rectificación de las versiones del padre en el seminario de Lacan es un equivalente de su paso en la enseñanza, que demuestra que su posición en ese dispositivo era también la del analizante.

Ahora bien, ¿en qué sentido puede decirse que el padre está afectado por la castración? En primer lugar, padre es quien ha sufrido una doble pérdida: por un lado, ha perdido su ser de seducción (“para todas y para ninguna”), en la medida en que ha tomado a una mujer como suya; por otro lado, ha perdido a su mujer, en la medida en que la convirtió en madre, es decir, ha quedado destituido de la libido que ella destinará al cuerpo del niño. Como en cierta ocasión decía un analizante: “Ser padre es darse cuenta de que ocupás el segundo lugar en la vida de tu mujer”.

Sin embargo, esta doble pérdida no lleva a la resignación. En segundo lugar, la castración en el padre es equivalente a su ser de deseo. Estas pérdidas se vuelven causa de la transmisión al niño, que adopta a su padre como tal. En este sentido, las palabras iniciales de El gran Gatsby, de F. Scott Fitzgerald, son ejemplares:
“En mis años mozos y más vulnerables mi padre me dio un consejo que desde aquella época no ha dejado de darme vueltas en la cabeza: ‘Cuando sientas deseos de criticar a alguien –fueron sus palabras– recuerda que no todo el mundo ha tenido las mismas oportunidades que tú tuviste.”
En estas líneas puede advertirse cómo el padre deja la huella de su transmisión, menos por la comunicación de un ideal, que por cierta ética que rescata al sujeto en aquellos momentos de vacilación; antes que un destino, el padre es un tope a la caída del sujeto. Por eso Lacan sostenía que se trata de prescindir del padre, a condición de servirse de él.

Esta misma indicación puede reconstruirse en el comienzo de otra novela norteamericana –en cierta medida, podría decirse que toda la literatura norteamericana gira en torno a la eficacia paterna–, Carne y hueso, de M. Cunningham, en cuyas páginas iniciales se cuenta la anécdota de un hijo que arrastra a su padre por una huerta, mientras éste grita: “Es injusto que arrastres así a tu padre, ya llevas dos kilómetros, mientras que yo al mío apenas lo arrastré uno”.

¡Hacete hombre!
En un libro reciente, Gonzalo Garcés retorna sobre un punto ciego de nuestro tiempo: la masculinidad. Hacete hombre, tal el título de este libro, que cabalga entre la novela y el ensayo, plantea un interrogante fundamental: ¿cómo se constituyen, y se asumen como tales, los hombres de nuestros días? Que el tema en cuestión tenga el estatuto de un “punto ciego”, vale en la medida en que los estudios vinculados a perspectivas de género suelen enfatizar los avatares de lo femenino –e incluso con opiniones muy groseras, cómo la de pensar que una supuesta igualdad se consigue a partir de distribuir cantidades idénticas de cargos y funciones entre hombres y mujeres–, y en el marco del psicoanálisis lo masculino se ha vuelto un equivalente de lo fálico, entendido como posesión, potencia, destreza, etc.

No obstante, ¿puede afirmarse esta ecuación entre hombre y deseo fálico en el mundo contemporáneo?

En un mundo pretérito era evidente que la asunción de la masculinidad se realizaba ante otros hombres. Por esta vía, y algo de esto se sigue jugando en ciertas prácticas adolescentes de nuestro tiempo, hacerse hombre no sería más que demostrar que no se es mujer (de ahí que sea corriente que el insulto “maricón” no se aplique en la infancia, mientras que cobra una particular incidencia a partir del desarrollo sexual). Convertirse en hombre, entonces, implicaría no sucumbir ante la feminización frente a otro hombre. En definitiva, he aquí el núcleo más grave de la teoría psicoanalítica, lo que en su texto Análisis terminable e interminable Freud llama “roca dura” de la castración para los varones: la posición pasiva ante otro, el padre en particular.

Por otro lado, entre los griegos la masculinidad no dejaba de incluir la posibilidad de una práctica activa de la homosexualidad; y en algunas sociedades de las llamadas “primitivas” se acompañaba al joven hasta un bosque y si lograba sobrevivir a la noche y sus peripecias, se lo coronaba con las armas y se lo contaba entre los guerreros. Estas dos referencias llevarían a la conclusión de que la posición masculina, en el paradigma “clásico”, no pareciera ser una cuestión estrictamente vinculada con la sexualidad. Mejor dicho, el desarrollo sexual impone la asunción de la masculinidad, pero ésta se adquiere sin relación directa con el otro sexo.

Sin embargo, ¿tienen vigencia estas coordenadas actualmente? Uno de los aciertos del libro de Garcés radica en que junto al padre (en un viaje que realiza el protagonista) pone a una mujer, más específicamente a una prostituta.

No se trata, entonces, de la madre. A lo sumo, de una madre puede esperarse el imperativo de que el varón sea “un caballero” (un “buen” niño, educado; por eso en todo dandy siempre hay algo de infantilismo) pero no un hombre. Y, por cierto, hasta hace no poco tiempo era corriente que varios jóvenes se iniciaran de forma conjunta en la práctica sexual: se iba a “ponerla”. Dicho de otro modo, la prostituta es parte del imaginario de la masculinidad y propone un modelo alternativo de descubrimiento de la hombría. Sea de un modo (a través del padre) o de otro (la prostituta), el hombre accedía a ser reconocido como tal a partir de un rito que oficiaba el pasaje.

En este punto, podríamos preguntarnos qué ocurre en estos tiempos cuando los jóvenes recurren a ese acto frustrado que es la llamada “previa adolescente”, donde el consumo de alcohol concluye muchas veces en la utilización de la pastilla azul para suplir los nervios del encuentro con el otro sexo. Esto permite entrever de qué manera a la alteridad del sexo sólo se accede de forma mediada, y en un mundo que destituye las vías simbólicas de realización subjetiva, la masculinidad no podría dejar de haber sufrido cambios.

Las mujeres de nuestros días se quejan de que “ya no hay hombres” o bien se dice que “son histéricos”. Como todo reproche, esta denuncia esconde una verdad. A los hombres contemporáneos les cabe el lugar que a las histéricas del siglo XIX, aquellas que al enfermar objetaban el lazo social y hacían hablar al cuerpo con sus síntomas. La impotencia masculina de nuestro tiempo tiene como punto de llegada la frase célebre de un personaje de Melville: “Preferiría no hacerlo”. En la figura de Bartleby se expone la posición del hombre que ya no quiere el falo y sus destrezas. La publicidad lo demuestra: si una conocida marca de cigarrillos invitaba, hace unos años, a que el varón conquistara a la muchacha cuyo auto se había descompuesto, en nuestros días se lo ve mejor al hombre entre bambalinas, a la espera de la situación que le permitiría escapar al desafío. No por temor, sino por desinterés.

En este punto, cabría preguntarse si acaso el hombre de nuestro tiempo podría encontrar otra vía de realización que no fuera la impotentización. Es cierto que las mujeres ya no esperan que se las impresione, pero ¿eso no habilita formas de relación menos impostadas? En todo caso, estos parecieran tiempos propicios para que la impostura masculina ceda el paso a una revisión de sus condiciones.

Fuente: Lutereau, Luciano "Ya no hay hombres: Ensayos sobre la destitución masculina". Capítulo "El mito del deseo fálico."

viernes, 3 de julio de 2020

¿Por qué se coloca a la muerte en el orden simbólico?

El concepto de “muerte”, tan esencial para la especulación filosófica occidental (y, podría decirse, del resto del mundo también), es muy importante en psicoanálisis.

La muerte desempeña un importante rol, por ejemplo, en los sistemas filosóficos de Hegel y Heidegger, que tanto influyeron en Lacan, y más aun en este tema álgido.

De Hegel —a través de Kojéve—, Lacan retoma la idea de que la muerte es constitutiva de la libertad del hombre, y también es el “Amo absoluto”. El papel de la muerte es fundamental en la dialéctica hegeliana del amo y el esclavo; en ella aparece estrechamente relacionada con el deseo, ya que el amo sólo puede afirmarse por medio de un deseo de muerte.

De Heidegger, Lacan adopta la idea de que la existencia humana solamente adquiere sentido en virtud del límite absoluto establecido por la muerte; de este modo, el sujeto humano es, en un sentido estricto, “un ser-para-la-muerte”; y esto se corresponde con la idea lacaniana de que el analizante debe llegar a asumir, a través del análisis, su propia condición mortal.

En la obra de Jacques Lacan, la muerte aparece muchas veces, y en muchos contextos distintos, relacionado con otras nociones cruciales.

La muerte es constitutiva del orden simbólico: el símbolo, por ocupar el lugar de la cosa que simboliza, es una suerte de equivalente a la muerte de esta última. Sólo gracias al significante, el hombre puede acceder a su propia muerte y concebirla. El significante también lo lleva al sujeto más allá de la muerte: dado que “ya lo considera muerto, por naturaleza lo inmortaliza”.

En el orden simbólico, la muerte está relacionada con la muerte del Padre (o sea, con el asesinato ritual del padre de la horda, tal como se describe en “Tótem y tabú”, de Freud): el padre simbólico siempre es un padre muerto.

En La ética del psicoanálisis, Lacan habla de la “segunda muerte”. La primera es la muerte física del cuerpo, una muerte que pone fin a la vida humana pero no al ciclo de corrupción y regeneración. La segunda muerte, en cambio, es la que impide finalmente la regeneración del cuerpo muerto, un punto en que “son aniquilados los ciclos mismos de las transformaciones de la naturaleza”. Este concepto de segunda muerte es aplicable a diversos temas: la belleza como revelación de la relación del hombre con su propia muerte; la relación directa con el ser, y el fantasma sádico de infligir un dolor perpetuo.

En una comparación entre la cura psicoanalítica y el bridge, Lacan describe al analista en la posición del “dummy” (en francés, “le mort”, el muerto): “El analista interviene concretamente en la dialéctica del análisis simulando que está muerto… Hace presente la muerte”. El analista se cadaveriza.

Por otra parte, la pregunta que constituye la estructura de la neurosis obsesiva tiene que ver con la muerte: “¿Estoy muerto o vivo?”.

Fuente: Grippo, Jorge (2012) "La muerte en el orden simbólico" - Psiconotas.com