sábado, 13 de diciembre de 2025

Del concepto al nombre: objeto, ley y temporalidad simbólica

El sintagma “el concepto es el tiempo de la cosa”, extraído de la lectura hegeliana mediada por Kojève, introduce una temporalidad específica para el objeto, una temporalidad que lo separa de la caducidad inherente a la cosa natural. En este desplazamiento se juega una diferencia decisiva: ya no se trata de la cosa sometida a la lógica de lo perecedero, sino de un objeto cuya duración está sostenida por el concepto.

De allí se desprende la distinción entre la cosa y el objeto. El objeto no es un dato previo ni natural, sino algo que se engendra a partir del concepto mismo. Esta diferencia resulta crucial para la práctica analítica, en la medida en que permite precisar que el objeto con el cual el sujeto entra en relación pertenece al campo del símbolo y carece, por tanto, de un soporte natural. El objeto analítico no es encontrado, sino producido.

En este sentido, el objeto es algo que se nombra. Sin embargo, afirmar esto no implica desconocer que hay, en el objeto, un resto que escapa a la simbolización: ese punto irreductible que Lacan formalizará como el objeto a, su real. Pero el momento que aquí se destaca es aquel en el que el acto de nombrar desplaza la interrogación hacia el estatuto mismo del nombre, cuestión que ocupará a Lacan de manera insistente a lo largo de su enseñanza.

¿Qué es un nombre? La pregunta no conduce a una concepción según la cual lo simbólico se limitaría a designar algo dado de antemano. Por el contrario, el nombre no recubre lo real: lo funda. Nombrar es producir, forjar, acuñar; incluso —en un sentido fuerte— amonedar. El nombre introduce una consistencia que no existía previamente.

Esta concepción del nombre se articula con la idea de una creación ex nihilo que atraviesa el planteo lacaniano desde sus comienzos. Nombrar es inaugurar lo propiamente humano: el deseo, la demanda, un objeto ya simbolizado. En este recorrido, el pasaje del objeto al nombre conduce necesariamente al campo de la ley.

La experiencia humana requiere la operación de la ley, inicialmente pensada a partir de la ley de alianza, en tanto instancia que prescribe tanto posibilidades como prohibiciones. Esta ley se caracteriza por ser, a la vez, imperativa en sus formas e inconsciente en su estructura. Su carácter imperativo remite a la actividad del significante; su inconsciencia la sitúa del lado de la enunciación, más próxima al texto que a lo explícitamente articulado.

Pensada de este modo, la relación del sujeto con la ley no es de conocimiento directo ni de adhesión consciente: el sujeto accede a su sujeción a la ley a través de sus efectos. Es en esa captación indirecta, retroactiva, donde se anudan el nombre, el objeto y la temporalidad simbólica que estructura la experiencia analítica.

Los tres tiempos de un análisis a partir del nudo borromeo

Siendo la neurosis la principal estructura que llega a análisis, podemos situar el inicio del análisis en la intersección entre lo imaginario y lo simbólico: el sentido. El desanudamiento del registro de lo real indica que nos la vemos con los efectos petrificantes del significante, con la letra muerta, que mortifica e inhibe al sujeto a través de ciertos mandatos que se organizan desde el deber. Existe una deuda que exige su reparación, un ideal in crescendo que desencadena la culpa imposible de satisfacer porque siempre exige más. “El sentido es siempre religioso” señala Lacan y experimentar la voluntad del Otro representa que el goce se juega en el campo del deber, el goce del sentido reclama más sentido; por ello el suicidio puede verse como un exceso de sentido y no como una falta de este (como regularmente se piensa). La fe es una petrificación del sentido, la creencia en un orden subyacente que esconde cierta lógica. Aunque la falta de sentido reviente en nuestras narices, 'los caminos del señor son misteriosos', se tiene que creer que hay un sentido. El suicida tiene fe en que no tiene esperanza.

La segunda parte del análisis trata sobre el desciframiento de la verdad inconsciente, es la intersección entre lo real y lo simbólico donde se desarrolla el goce fálico. El falo como puente entre lo real y lo simbólico implica que el significante puede tener relación con la vida, con la pulsión y esta vitalidad puede ser tan tan intensa e que termina por consumir todo lo que esta a su alrededor convirtiéndose en pulsión de muerte. El goce deviene del lado del haber y podemos hablar del paso de un goce mortificante a un goce mortífero, una “perversización” del analizante, donde se descifra el síntoma y se accede a la verdad sobre el deseo que irrumpía por hacerse escuchar. La identificación con el síntoma, implica un cambio en la posición subjetiva que permite el acceso al goce sexual, a una vida que integre al deseo.
Sin embargo, hasta aquí se podría decir que estamos en zona freudiana, la clínica propiamente lacaniana implica un tercer tiempo “psicotizante”, la intersección entra lo real y lo imaginario sin participación de lo simbólico: el misterioso goce Otro. Si hemos llegado a la verdad del inconsciente, esta no puede ser el fin del trayecto para Lacan: la principal diferencia entre Freud y Lacan es el saber que implican a la sexualidad, mientras que para Freud en la sexualidad se intentaba descubrir cierto saber universalizable al grado de perseguir el ideal científico, para Lacan estamos frente al agujero de la no-relación sexual: lo real es que no existe la relación sexual como piezas de rompecabezas que calzan a la perfección, no hay un saber preinscripto en lo real que indique el modo ‘correcto’ de abordar la sexualidad, siendo el síntoma la huella de este exilio, la sexualidad es siempre sintomática.
Pero la verdad del inconsciente es como cualquier otra verdad: cualquier cosa. No se trata de erigir una iglesia sobre ella una vez descubierta, sino que es siempre contingente y, a fin de cuentas, semblante. Una mentira sobre lo real, una mentira sobre la ausencia de relación sexual que sólo ha devenido excesivamente importante por efecto de la represión. Por eso el análisis puede ir más allá, hacia un tercer tiempo de reducción a lo real: el atravesamiento del fantasma, el reconocimiento de la escena como un simple montaje, una mentira que implicó un posicionamiento subjetivo. ¿Pero qué queda del sujeto fuera de este guión? Después de Edipo Rey, la historia continúa en Edipo en Colono, donde encontramos a Edipo ciego y viejo diciendo: “Ahora que nada soy, ¿acaso me convierto en hombre?
Como guía para abordar el goce Otro tenemos la ‘significación vacía’ que es un tipo especial de anudamiento significante que no pasa por el sentido, ni por el goce fálico, sino que crea un goce directo en el cuerpo. Lo imaginario implica al cuerpo y lo real a la vida. El goce fálico termina por convertirse en pulsión de muerte al igual que el goce del sentido, el goce Otro abre la posibilidad de un nuevo anudamiento de goce sin-sentido que se desarrolla en ‘la eternidad del instante’. Este es el título de un libro de Haikus, los cuales utilizó Lacan para poder ilustrar la significación vacía, una apuesta poética que no implique que el goce esté del lado del deber o del haber, sino que está disuelto en la existencia:
Esta primavera en mi cabaña
Absolutamente nada
Absolutamente todo

El amor como don simbólico y la temporalidad del deseo

En el psicoanálisis, el amor no se reduce al plano de lo afectivo ni a una vivencia emocional inmediata. Desde “Función y campo de la palabra y el lenguaje”, Lacan sitúa el don de amor como signo del amor del Otro como una matriz fundamental para pensar el amor. En tanto signo, el don vale por la presencia del Otro incluso en su ausencia, y por ello se vuelve un soporte decisivo en la constitución del deseo: la demanda de amor opera como condición de posibilidad para que el deseo pueda ponerse en juego.

Esta operatoria implica llevar al objeto a su dimensión simbólica, desprendiéndolo del aquí y ahora y de toda referencia natural. El objeto así concebido queda correlacionado con el registro de la palabra, no con la satisfacción inmediata. El amor, entonces, no se define por la posesión ni por la presencia empírica, sino por su inscripción en la economía simbólica.

Invitar a hablar supone, en este sentido, prolongar algo de la relación amorosa primordial entre el niño y el Otro, pero sólo como punto de apoyo para poder superarla. No se le habla al semejante, sino a aquello que Lacan denomina los “poderes del pasado”: esa omnipotencia del Otro que funda el anclaje necesario para que el sujeto pueda sostenerse.

Estos poderes no se disuelven con el tiempo; persisten por la estabilidad propia del símbolo. En contraste, en el plano del ser del sujeto predomina la evanescencia. De allí que la palabra sea una presencia hecha de ausencia, una estructura homóloga al fort-da freudiano, ahora elevada a la lógica del lenguaje. Invitar a hablar es, por lo tanto, convocar la vacilación que se abre en el intervalo, hacer jugar la hiancia que separa presencia y pérdida.

Lacan traduce esta lógica, en clave hegeliana, en la noción de concepto, que sustituye al objeto en su naturalidad. El concepto es “el tiempo de la cosa”: le confiere una duración que no depende de la caducidad del objeto empírico, sino de la persistencia del símbolo. De este modo, el concepto sostiene una temporalidad que no es cronológica, sino estructural.

De esta elaboración se desprende el estatuto de esos poderes del pasado que la praxis analítica pone a trabajar y que otorgan un relieve particular a la noción de lo actual en psicoanálisis. Como afirmará Lacan en “Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis”, “sólo hay de lo que es actual”, una afirmación que articula economía pulsional, temporalidad simbólica y transferencia, y que define el modo singular en que el amor, el deseo y la verdad se actualizan en la experiencia analítica.

viernes, 12 de diciembre de 2025

El Otro como fuente del deseo y la marca genealógica

El Otro convocado por la práctica analítica —en tanto soporte de la función del oyente— es también aquel que, en los inicios de la vida, baña al niño en el lenguaje mediante el artificio de la palabra. Ese “baño” implica la perspectiva creacionista que Lacan formula en su temprano aforismo: en el principio fue el verbo. Sin embargo, esta preexistencia estructural no basta: es necesario un deseo que anime, que insufle vida al dispositivo simbólico para que surja una posición subjetiva.

El sujeto deseante queda así instituido por la articulación entre lenguaje y deseo del Otro. Este “creacionismo” se extiende también al campo de la verdad, que se funda sobre el efecto negatriz propio de la palabra y abre una dimensión no reductible al nivel de la comunicación.

Para que el niño sea sumergido en el lenguaje, es necesario que algo de él haga signo para ese Otro. Esto pone de relieve la distancia fundamental entre el Otro como lugar estructural y el Otro encarnado: la inmersión en el lenguaje remite al Otro en su función, mientras que la respuesta proviene de un alguien concreto que responde desde su deseo.

Lacan concibe la palabra como tésera, la prenda de un pacto que funda un lazo. Antes incluso de disponer de los desarrollos nodales y modales, esta noción le permite situar la marca de procedencia: una marca que abre una genealogía y constituye el espacio donde el sujeto puede contar —y ser contado— para alguien.

Pero toda genealogía conlleva un corte. En este punto, sus efectos se advierten sobre el estatuto del objeto: desnaturalizado por la operatoria del lenguaje, el objeto accede a su dimensión simbólica. De allí que el don —como signo del amor del Otro— tome valor estructural, más allá de toda psicología del afecto.


El inconsciente en la superficie: topología de la escucha y función del oyente

¿Dónde se localiza el inconsciente en la palabra del analizante? No en una supuesta profundidad psíquica, sino en la superficie misma del discurso: una superficie “ultraplana”, sin espesor, donde el inconsciente se deja oír en los cortes, discontinuidades y tropiezos del habla. Es allí donde la escucha analítica encuentra su campo de operación.

La apertura del analista al encuentro permite situar esos momentos fecundos que Lacan denomina “hallazgo del sujeto”. Se trata de la irrupción del sujeto en su evanescencia, precisamente en los puntos donde el discurso racional se resquebraja y revela que el hablante no domina del todo lo que dice. Importa subrayar que lo que se halla es el sujeto, no el individuo: mientras el sujeto aparece dividido y fugaz, el individuo ofrece la ilusión de unidad, una máscara que oculta la complejidad de lo que no se deja nombrar del todo. Esta máscara anticipa, en cierta forma, la función que tendrá el síntoma en el Seminario 5.

Este hallazgo se torna posible cuando el paciente se entrega a la palabra, no desde la pretensión de control o agencia, sino permitiendo que afloren sus desvíos, sinsentidos e incertidumbres. En ese acto emerge el lugar del oyente —el alocutario— aquel a quien la palabra se dirige más allá de la intención consciente del hablante.

En la transferencia, el analista hace funcionar este lugar del oyente. Desde allí se activa la incidencia del Otro: el Otro de la verdad, el que sostiene ese acto de reconocimiento que funda la posición del sujeto y abre la dimensión del deseo. Lacan define al Otro, en este punto, como un “amboceptor” entre el sujeto y el lenguaje, un término que más tarde aplicará al objeto a en su función de mediación estructural entre el sujeto y el Otro.

La praxis analítica como clínica de la palabra

El lenguaje y el símbolo constituyen el campo propio de la praxis analítica. Aunque esto pueda sonar evidente, adquiere otro relieve si se lo sitúa en el contexto en que Lacan inaugura su enseñanza: un momento en el que el psicoanálisis francés tendía a deslizarse hacia lo vivencial o lo emocional, alejándose del planteo freudiano que sitúa los efectos del inconsciente en la palabra y el lenguaje.

Desde esta reapertura, el psicoanálisis se define como una clínica de la palabra: los fenómenos clínicos —sueños, lapsus, chistes, síntomas— poseen la misma estructura que la estructura. Esta formulación, retomada con fuerza en el Seminario 3 sobre las psicosis, habilita la extensión del campo analítico a posiciones subjetivas antes consideradas ajenas al análisis.

¿A qué fenómenos se refiere Lacan? A las formaciones del inconsciente, cuyo análisis se realiza mediante una “técnica verbal”: un trabajo estrictamente significante. Esto implica pensar el inconsciente no como una zona psíquica profunda, sino como un funcionamiento estructural que se manifiesta en sus efectos.

Trabajar “por los efectos” del inconsciente supone poner en acto el valor del equívoco, incluso del malentendido, dado que el inconsciente está estructurado como un lenguaje. De aquí se desprende una consecuencia fundamental: los conceptos del psicoanálisis están trenzados con la práctica no porque surjan de una clasificación de casos, sino porque permiten leer más allá de lo meramente fenoménico. Cuando los conceptos se reducen a tipologías clínicas, el psicoanálisis deriva hacia el positivismo.

Freud ya había formulado esto al concebir el inconsciente como un rebus, una escritura que demanda desciframiento. En ese texto cifrado lo que está en juego es la verdad del deseo, la que sostiene la posición del sujeto allí donde éste carece del significante que podría otorgarle identidad.

El acto que funda al sujeto: intersubjetividad, palabra y escritura

En el retorno a Freud, la noción de intersubjetividad ocupa un lugar central para pensar la relación entre el sujeto y el Otro. El concepto de reconocimiento, tomado de la lectura hegeliana del deseo —“el deseo es el deseo del Otro”— se vuelve indispensable para ubicar la función de la palabra como acto. Es a partir de este reconocimiento que Lacan formaliza, en el esquema L, el vínculo entre el sujeto y el Otro: el sujeto recibe la palabra desde el Otro, incluso antes de que ese Otro pueda ser definido como lugar.

En este contexto aparece una afirmación en apariencia paradójica: Lacan habla de un “acto del sujeto”. Leída ingenuamente, podría sugerir que el sujeto sería agente de alguna acción propia, lo cual contradice la subversión del sujeto que Lacan instala —ese sujeto no es autónomo, sino efecto del significante.

La frase cobra sentido si se lee de otro modo: el “acto del sujeto” no nombra una acción realizada por un sujeto ya constituido, sino la operación por la cual el sujeto adviene como correlato de un acto de palabra. No es que el sujeto actúe: es producido por un acto, uno que proviene del Otro. El sujeto coincide con ese mensaje que recibe de forma invertida, y su lugar se instituye en el interior mismo de ese movimiento.

Pensado así, el acto que funda al sujeto implica una impronta que deja huella: la palabra no sólo articula, sino que escribe. Desde Freud esto está presente: el inconsciente se presenta como un conjunto de “jeroglíficos”, trazos que fijan la dependencia del sujeto respecto del Otro primordial. Esa marca inaugural constituye el texto inconsciente, algo que se ofrece a ser leído y cuya verdad se despliega en la interpretación analítica.

Esta perspectiva aclara la función del psicoanalista: no es su persona la que importa, sino el lugar que ocupa como destinatario de ese texto inconsciente que se dirige al Otro. Su tarea se sitúa allí donde la palabra —en su valor de acto— abre la posibilidad de leer las marcas que hicieron surgir al sujeto.