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martes, 17 de octubre de 2023

Disciplina... Ese tabú en psicoanálisis

 Es increíble lo poco que puede encontrarse en las publicaciones psicoanalíticas temas relacionados con la disciplina sin que la temática caiga en el mero desprecio. El tema, según parece, tiene dos grandes resistencias.

La primera, es que la disciplina está en el ámbito del yo. Muchos postlacanianos han descuidado los estudios del yo, al punto que existen sólidas críticas como la que hiciera Piera Aulagnier y Andre Green (2000), quien dijo:

Si no hubiera existido la prohibición de reflexionar sobre el yo y si Francia no hubiese seguido como un solo hombre el dictamen de Lacan de que el yo era el producto de las identificaciones especulares del sujeto –cosa que es, ¡pero no únicamente!- y si, por último, hubiéramos tenido el valor, justamente, de abordar su análisis de otra manera, pues bien, es probable que no hubiéramos sufrido el retraso que acumulamos y que, por otra parte, terminó por afectarnos con los casos fronterizos

Es decir, aún hoy hay un cierto tabú en las temáticas relacionadas con el yo. No obstante, si se es freudiano, temáticas como la disciplina pueden estudiarse perfectamente desde la metapsicología, lo que implicaría hacerlo desde las instancias ello, yo, superyó y la realidad.

¿Pero qué es la disciplina? En principio, se trata de normas reglas que si se siguen, aumentan la chance de obtener cierto resultado. Entre estos resultados, la definición clásica indica que podría ser el orden y la subordinación. En países como Argentina, la subordinación revive viejas cicatrices históricas que nada tuvieron que ver con la autoridad, sino con el autoritarismo. Diferenciemos estos términos: la autoridad señala a una ley que está por encima de quien la enuncia; en el autoritarismo, lo que impera es la ley del capricho, casi al estilo "Porque yo lo digo". Esta es la segunda resistencia para hablar de la disciplina. Asistimos a un auténtico rechazo al orden, que cuando no es por cuestiones locales lo son por asuntos globales: la idea de que la libertad es hacer "lo que uno quiere". 

La pulsión de vida no está regida por el principio del placer

No se debe relacionar al principio del placer con la pulsión de vida, sino todo lo contrario. Este error se produce por un corrimiento producido por discursos actuales, en especial los económicos, en donde se piensa que lo mejor que puede pasarle a alguien es ir por el lado del principio del placer, como si eso fuera su deseo. Y justamente, es allí donde más el sujeto se pierde.

¿Pero qué podemos decir los psicoanalistas, más allá de estas cuestiones políticas? El principio del placer no tiene inscripción como límite al goce. Es decir, no frena al síntoma, sino que al contrario, lo lleva de manera dirigida hacia la pulsión de muerte.

La pulsión de vida es un empuje a conservar, mantener y constituir unidades vitales cada vez más articuladas. La pulsión de muerte es todo lo contrario: desagrega lo que está constituido.

El principio de placer está definido como uno de los principios del aparato psíquico. Si los estímulos que ingresan al aparato pueden inundarlo, el principio de placer hace que el funcionamiento psíquico esté dirigido a disminuir la sobrecarga, que es vivida con displacer. En Más allá del principio del placer (1920), Freud dice: El principio de placer es entonces una tendencia que está al servicio de una función: la de hacer que el aparato anímico quede exento de excitación, o la de mantener en él constante, o en el nivel mínimo posible, el monto de la excitación.

En el texto La negación (1925), Freud propone que el yo de placer purificado busca sacar lo ajeno, disminuir todo aquello que el aparato no logra metabolizar. Lo ajeno se vuelve peligroso y por ende rechazado bajo el "No".

El displacer produce una tendencia a la descarga a cero, nada que exija a ese aparato. Un ejemplo de la vida cotidiana sería que alguien que está sumamente estresado no quiere que se le sume nada nuevo. El problema es que si el aparato psíquico apunta a descargar a cero, entonces apunta a la muerte. El principio de Nirvana es la antesala a la pulsión de muerte. De esta manera, Freud decide llamar a esto principio de constancia

El principio de placer, que busca su descarga a cero -en un nivel constante- se contrapone a la pulsión de vida, que busca constituir cada vez más en el encuentro y desencuentro con el exterior. Si el psicoanalista apunta a que el sujeto se tranquilice, que haga lo que le da placer, que disfrute y que rechace todo lo que le produce displacer, ese sujeto puede abandonar la pulsión de vida y ser tomado por la pulsión de muerte. Lacan, en el seminario 7, establece que el principio del placer lleva directamente al goce, al más allá del principio del placer. El sujeto puede creer que va por la vía del bien y de lo bello, pero se encamina a la pulsión de muerte. 

Ejemplo: Si un estudiante decide quedarse todos los días en su casa, ¿Podría recibirse? Si el estudiante se mueve en el terreno del placer-displacer ("Hace frío, estoy cansado..."), nunca podrá lograrlo. Para recibirse, hay que ir en contra del principio del placer, que apunta a evitar el displacer, ya sea el cansancio o el frío. Cuando impera el principio de placer, puede aparecer la pereza como síntoma. 

En 1920, Freud se encontró con las neurosis de guerra, hombres que habían peleado en la Primera Guerra Mundial y sufrían de pesadillas y de imágenes horrorosas de lo que vieron. Esto pone a Freud en frente a que pese a que la guerra había terminado, el aparato psíquico de estas personas volvía una y otra vez sobre el displacer. Ahí Freud se dio cuenta que no era el placer lo que regía la pulsión de vida.

El principio del placer parece libre y hermoso, pero esconde el sometimiento al discurso del Otro. Hay muchas jóvenes que despiertan a su adolescencia pensando que liberarse es mostrar el cuerpo desnudo por las redes. Se sienten libres, pero las fotos de todas terminan siendo iguales, con la misma ropa, poses, etc. Salieron de la obediencia de una moral para meterse en otra.

La pulsión de muerte es muda y no deja lugar a la reflexión: es pensar en el hoy. En la clínica de los consumos problemáticos esto es evidente, pero la pulsión de muerte también puede ser sutil. Estamos habituados a recibir en los consultorios a personas con 40-50 años que dicen "No construí nada", por ejemplo una carrera, una familia, o lo que sea. 

La disciplina no son los imperativos del superyó

Mucho se ha escrito sobre esta instancia, que Freud formaliza en El yo y el ello, aunque ya hay avances anteriores en su obra. Básicamente, el superyó aparece en la clínica mediante sus castigos, el sentimiento inconsciente de culpa, la reacción terapéutica negativa y la intensificación de los síntomas. En los hechos, el superyó aparece como un molesto saboteador antes que un leal ayudante. esta instancia tironea al yo y a él se deben muchas de las debilidades, miedos, e inseguridades. 

Mientras uno se puede alejar de la gente sarcástica y pesimista, el superyó acompaña siempre a la persona. Su voz, aunque es áfona por estar introyectada, permanentemente le habla al yo. Si por ejemplo alguien quiere empezar a hacer deporte, podrá sentir que se le cruzan ideas como "Nunca podrás aprender el deporte." "Nada conseguirás haciendo ejercicio", entre otras sentencias que aparecen como máximas, en donde las imperfecciones pasan a primer plano. 

En un análisis, el analista debe darle voz al superyó, de manera que el sujeto se escuche. Las máximas del superyó son coaguladas y pretenden tener carácter universal (Siempre, nunca, todos, nadie, lo mejor, lo peor...), y cuando se puede deducir de la frase de que se trata, es fácil deshacer el argumento mediante la lógica. La fortaleza del superyó no es otra que la de su afonía, en tanto estas frases quedan desapercibidas de la conciencia del paciente, aunque claramente tienen sus efectos.

Ni bien alguien comienza con un proyecto que tiene que ver con su deseo, el superyó destaca todos los acontecimientos negativos en la vida de la persona. Cuando comienza a idear objetivos y proyectos, el superyó dirige la atención hacia todo lo desagradable sobre las personas, sitios y cosas que constituyan el ambiente. Si el yo no es lo suficientemente firme en este vasallaje, la conclusión será "¿Por qué molestarse?". Esta actitud negativa, es la que a veces requiere de parte de los analistas una dosis de humor, de manera de extender hasta el infinito y el ridículo estas frases entrometidas.

Otra de las estrategias imperativas del superyó es el de tomar un defecto, coagularlo en su sentido y generalizarlo. Cualquier cualidad irrelevante disponible, incluso tu raza, sexo, o religión y la convertirá en un instrumento para el fracaso. El resultado es la actitud derrotista. Pongamos un ejemplo: "Estoy demasiado viejo." "Soy demasiado joven." En ambas frases, tanto ser viejo como joven puede funcionar como explicación para no hacer algo. Una de las intervenciones del analista en este caso es abrir al sentido de estos términos, que como se ha dicho, están coagulados. De esta manera, joven podría abrir a los sentidos de vitalidad y vejez al de experiencia, además de los sentidos que el paciente trae.

jueves, 29 de abril de 2021

Amenazas de abandono y expulsión del hogar en niños

(Bowlby, 1980)

Las amenazas de los padres en el sentido de que no querrán más al niño si no se porta bien, como causantes de ansiedad, en Inhibición, síntoma y angustia (1926), Freud analiza su importancia. Evidentemente ejerce efectos mucho más profundos la amenaza de abandonar al niño realmente. En los informes clínicos rara vez se hace referencia a esas amenazas, y en la bibliografía especializada son muy contadas las sugerencias de que desempeñarían un rol significativo o clave. Tampoco parecen haber sido objeto de estudios y análisis sistemáticos. La razón de ese descuido reside, casi con certeza, en el hecho de que los padres no están muy dispuestos a hablar de ellas.
De gran importancia, es la amenaza realizada en momentos de enojo y cediendo a la impulsividad, que hace uno de los padres en el sentido de abandonar a la familia, llevado por su desesperación, e incluso de cometer suicidio. Por último debe tenerse en cuenta la ansiedad que se despierta en el niño cuando éste oye discutir a sus padres y (lo cual no deja de ser natural) teme que uno u otro lleguen a abandonar el hogar.

Hay pruebas de que las amenazas de este tipo, sean accidentales o deliberadas, con fines punitivos, distan de ser infrecuentes, y casi siempre ejercen efectos sumamente perjudiciales al llenar de temor al pequeño.
En su estudio de 700 niños y padres en Nottingham, Newson y Newson (1968) informan que no menos del 27 % de todos los padres entrevistados admitieron haber proferido amenazas de abandono como medida disciplinaria. La frecuencia era menor en las clases sociales I y II (profesionales y directivos) , en las cuales llegó al 10 %. Entre los padres de las restantes clases sociales llegaban al 30 %. Los Newson se mostraron particularmente sorprendidos al advertir que los empleados de oficina o de negocios profirieron esas amenazas con tanta frecuencia (34 %) como los trabajadores manuales especializados.
Sea como fuere, los niños de la muestra sólo contaban cuatro años, y para un pequeño de esa edad es muy difícil no tomar en serio dichas amenazas. Algunos padres, no obstante, empeñados en dar una lección a sus hijos, profieren amenazas con grandes gestos teatrales, tal como se desprende de los siguientes ejemplos registrados por los Newson.
En respuesta a preguntas sobre los métodos disciplinarios aplicados a su hijo de cuatro años, la esposa de un minero negó al principio efectuar ese tipo de amenazas, pero luego se corrigió:
No ... oh, digo alguna que otra mentira, como ocurrió una vez... y se mostró tan trastornada que no lo volví a hacer nunca más. (¿Qué le dijo?) Bueno, estábamos discutiendo, y me dijo: “¡Tú no vives aquí! ¡Vete!” y respondí: “¡Oh, muy bien, ya me voy! ¿Dónde está mi abrigo? ¡Me marcho!” Me puse el abrigo y me fui. Sólo alcancé a salir por la puerta cuando la oí llorar amargamente. Apenas volví, me tomó de la pierna y no me dejaba mover. Nunca repetiré eso.
La esposa de otro minero también tenía resquemores de utilizar esos métodos con su hijo de cuatro años:
Le dije que si se portaba mal me enfermaría y me marcharía, y entonces no tendría ninguna mamita para cuidarlo, y tendría que vivir con alguna otra persona; sé que está mal decir eso, pero lo hice. El papá le dice: “¡Prepara las valijas... saca esas valijas, y pon sus juguetes, que se va!” Y una vez incluso puso alguno de sus juguetes y ropa en la valija, y el nene casi se vuelve loco... yo me sentí mal, pero no quise entrometerme, sabe.
Sears, Maccoby y Levin (1957) descubrieron que la extrema renuencia de las madres a admitir que utilizaban amenazas (por ejemplo, de retirarle su amor o abandonar al hijo) para atemorizar al niño determinó que en la mitad de los casos se obtuvieran datos inexactos. En la otra mitad, sobre la cual se creyó obtener datos adecuados, dos de cada diez madres reconocieron valerse de esas amenazas, con frecuencia considerable, y tres de cada diez admitieron hacer uso moderado de ellas. En su conjunto, ello representa la mitad de los casos pasibles de evaluación. Los casos de niños que se vuelven “histéricos” o “lloran a mares” cuando las madres los amenazan con expulsarlos de sus hogares (enviándolos, por ejemplo, de regreso al hospital donde nacieron) no difieren en absoluto de los citados por los Newson.
El hecho es que en una muestra representativa de hogares de clase media baja y clase baja de la zona central de Gran Bretaña en la actualidad el 30 % de las madres admiten utilizar ese tipo de amenazas, en tanto que un 12 % amenazan con retirarle al niño su amor si se portan mal (las cifras para Nueva Inglaterra resultan comparables)