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martes, 19 de agosto de 2025

Más allá del Padre: la nominación en el cruce de RSI

Una vez establecida la distinción entre lo serial, lo modal y lo nodal —un recorrido que a Lacan le tomó décadas— se abre la posibilidad de precisar la diferencia entre el inconsciente como suposición y el inconsciente como ex-sistencia. Esta diferencia se vincula estrechamente con la pregunta por aquello de real que hay en el inconsciente, es decir, lo que a él le ex-siste.

Considerar a lo Real, lo Simbólico y lo Imaginario como categorías implica introducir entre ellos una medida común, de modo que ninguno queda jerárquicamente por encima del otro. Lacan subraya que se trata de letras, y en tanto tales habilitan a pensarlas como modalidades de la nominación. Entre este seminario y Le sinthome explora, al menos, tres posibilidades.

Ex-sistencia corresponde al agujero propio de lo real; consistencia al del imaginario; e insistencia al del simbólico. Pero también podemos pensarlo en paralelo con otro tríptico freudiano: inhibición, síntoma y angustia. Lacan enlaza ambos conjuntos y sostiene que RSI son los Nombres del Padre, aunque la misma afirmación podría hacerse de inhibición-síntoma-angustia.

La pregunta crucial sigue siendo la función del cuarto. Lacan la rastrea en Freud, en la realidad psíquica y en la referencia edípica, y apuesta a que ese cuarto término permita a la nominación dar un paso más allá. Con ello abre un margen característico de la praxis analítica: servirse del Padre para atravesarlo, ir más allá de él.

Tal vez sea este mismo movimiento el que lo conduzca, ya en el Seminario 23, a plantear otras dos vías posibles de la nominación: el coloreado o una cuarta consistencia. Su inclinación, sin embargo, apunta hacia esta última, pues lo decisivo en estas modalidades es el estatuto de la diferencia que trazan.


jueves, 7 de agosto de 2025

Agresividad e identificación narcisista: de lo imaginario a la estructura formal del yo

En la cuarta de las tesis que componen su texto La agresividad en psicoanálisis, Lacan establece una articulación clave entre agresividad e identificación narcisista. Es a través de este vínculo que se constituye lo que llama la estructura formal del moi (yo), y con ello, se moldea también el campo de los objetos en la experiencia humana.

Cabe recordar que estas formulaciones surgen en la década del 40, cuando Lacan inscribe estos desarrollos en el registro imaginario. Allí sitúa la pluralidad de los objetos, a diferencia del objeto simbólico privilegiado: el reconocimiento. En este contexto, la agresividad aparece como efecto estructural del estadio del espejo, en tanto el yo se forma mediante una imagen unificada y especular, cuya base es siempre una identificación alienante.

Puede decirse que en ese punto inaugural de constitución subjetiva, el sujeto se enfrenta a una disyuntiva estructural: la agresividad o la mediación de la palabra. La primera, ligada a la fascinación y rivalidad especular; la segunda, al ingreso en el orden simbólico, que habilita la diferencia y la falta.

Esta identificación imaginaria no solo configura el yo, sino que también estructura el mundo de los objetos. Y lo que Lacan subraya en este punto es su carácter formal: no se trata de un contenido psíquico, sino de una forma estructurante, determinada por la incidencia del significante. En este sentido, no es casual que el fantasma —en tanto escena subjetiva fundamental— aparezca inicialmente en el eje imaginario, condensado en la fórmula i(a).

Ahora bien, al referirse a lo formal, Lacan tiende un puente con la metapsicología freudiana: ¿qué implica llevar la agresividad más allá de su manifestación fenoménica? Significa inscribirla en una estructura que articule tópica, dinámica y economía. Es decir, dar cuenta de su función en el aparato psíquico, en el juego de fuerzas pulsionales y en la distribución del placer y el displacer.

Así, la agresividad se concibe en relación a los vínculos libidinales del yo con los objetos, y esta dimensión introduce una cierta medida, una equivalencia estructural. Al elevar la identificación al plano de lo formal, se revela también que detrás de esta se encuentra la repetición. El sujeto, como hablante, repite los mismos lazos libidinales, lo que evidencia una fijación estructural —una detención formal— en el modo en que se relaciona con el mundo y con el Otro.

sábado, 2 de agosto de 2025

La mujer no existe: letra, borde y la tentación de lo imaginario

Uno de los puntos más complejos en la transmisión de los fundamentos de la práctica analítica reside en el esfuerzo constante por no quedar atrapados en la frondosidad de lo imaginario. Esta advertencia no implica una fantasía de purificación: todo discurso, incluido el analítico, produce efectos imaginarios. Pero de lo que se trata es de evitar la precipitación en sus brillos, en sus seducciones, en sus falsas evidencias. Y para ello, se impone una ética del no ceder demasiado rápido: el trabajo consiste, antes que nada, en demorarse, en no apresurarse.

Esta exigencia se vuelve particularmente crucial cuando se aborda el campo del goce femenino. El desarrollo de Lacan en torno a esta dimensión no alude a la mujer como categoría empírica o de identidad, sino a un modo de relación del hablante con el goce, más allá de la diferencia sexual biológica. Este campo puede pensarse desde tres registros complementarios: la serialidad, la modalidad y la topología nodal.

En términos lógicos, el aforismo “La mujer no existe” condensa una tesis mayor: la imposibilidad de inscribir un universal femenino. A diferencia de la lógica fálica, que se estructura en torno a la excepción que funda el conjunto, el lado femenino no permite cierre. Es lo no-todo: una lógica sin excepción constituyente. Por eso Lacan puede afirmar que, del lado femenino, el conjunto no se funda. De allí la imposibilidad de decir “la” mujer como función lógica universal.

Es en ese punto que el matema de LA barrado adquiere su potencia: al tachar el artículo definido en mayúsculas, Lacan no sólo parodia la imposibilidad de representar lo femenino, sino que produce una letra que da cuenta de un borde, de un vacío en el campo del Otro. Este matema resuena con el significante de la falta en el Otro, y con el objeto a como resto, como lo que no se integra en el todo.

Desde aquí puede formularse la hipótesis: la letra en el campo del no-todo no funciona como inscripción significante de una excepción, sino como borde de una experiencia de goce que no se deja totalizar. Es letra no de una función fálica, sino de un agujero en el discurso del Otro.

Entonces, ¿cuál es la diferencia entre la letra como borde en el campo del no-todo y la letra en la lógica fálica? ¿No se trata, en última instancia, de una diferencia en el modo de consistencia que la letra permite: del lado fálico, asegurando un límite; del lado femenino, marcando lo que excede al límite sin por ello forcluirlo?

Allí donde la letra fálica fija el contorno de un goce que se articula a la función del Uno, la letra en el campo femenino señala un más allá, un borde no clausurable. Y en esa diferencia, lo que está en juego no es sólo una teoría de la sexuación, sino una ética de la clínica: una que no sucumbe ante lo imaginario de “La Mujer”, y que se deja enseñar por lo que en ella no hace serie.

miércoles, 23 de julio de 2025

La agresividad, ¿es tributaria de la pulsion de muerte?

Dentro de la tríada de textos tempranos en los que Lacan aborda lo imaginario, destaca “La agresividad en psicoanálisis”, un escrito articulado a partir de una serie de tesis. Allí se introduce una distinción fundamental entre la agresión —como fenómeno concreto— y la agresividad, entendida como un efecto estructural que se manifiesta en la práctica analítica y que pertenece al orden de lo imaginario en el sujeto.

Este planteo permite desplazar la agresividad del plano de lo fenoménico hacia el de la estructura, lo cual marca una ruptura teórica decisiva. De hecho, este mismo pasaje del fenómeno a la estructura lo encontramos en el tratamiento lacaniano de la angustia. No se trata entonces de registrar manifestaciones agresivas, sino de interrogarlas como efecto de constitución subjetiva.

Si consideramos la agresividad como inherente al armado imaginario del sujeto hablante, cabe preguntarse: ¿hasta qué punto esta está ligada a la pulsión de muerte? Aunque este concepto ha sido reformulado a lo largo del tiempo, puede pensarse hoy en relación con la "acefalía de lo simbólico", y lo pulsional —en tanto empuje sin cabeza ni finalidad— se inscribe en el eje imaginario del esquema L.

El psicoanálisis es, ante todo, una experiencia del sujeto, y no hay sujeto sin imaginario. Por eso, la agresividad aparece como índice de esta estructura constitutiva. Concebir la praxis analítica como experiencia de sujeto implica asumirla como un trabajo, una elaboración dialéctica del sentido del discurso. Pero si el significante, en sí mismo, no significa nada, entonces ese sentido no puede ser reducido a una simple significación, sino que debe orientarse hacia el sin sentido como horizonte posible.

Así, cabe una última pregunta fundamental: ¿a dónde, o a quién, se dirige el sujeto en tanto es hablado? Lacan lo afirma desde sus primeros textos: la palabra implica al Otro como destinatario. En esa dirección se inscribe el decir, aunque no haya garantía de una respuesta. No existe palabra pura o neutra: toda enunciación comporta un destinatario, incluso si este permanece en silencio.

Del espejo al doble: La imagen como captura y límite del sujeto

Aunque la identificación con la imagen especular implica una anticipación que incide en la organización motriz del niño —al brindarle una forma con la cual hacer algo—, lo cierto es que esta ilusión no resuelve la fractura entre el cuerpo y quien habla. Esa desarmonía fundamental implica que nunca hay una coincidencia plena: siempre falta algo, o hay algo de más, que impide la síntesis anhelada.

La imagen, en tanto cargada libidinalmente, no anula la división del sujeto. Le proporciona más bien una suerte de ortopedia imaginaria que compensa sin suturar, remedando con una caricatura. Esta suplencia imaginaria no evita que el sujeto quede definido por la lógica significante: no es más que aquello que un significante representa para otro. Sin embargo, dicha división no puede entenderse al margen del borde entre lo simbólico y el cuerpo, entre el lenguaje y la carne.

Nos enfrentamos así a una paradoja: la única forma total que el sujeto puede asumir le llega desde el exterior, desde el espejo. De allí la célebre fórmula de Rimbaud: "Yo es otro". La Gestalt que Lacan destaca en este momento no es más que una captura de la imagen del otro —aunque esa imagen sea la propia—, y por eso tiene algo de petrificación: se asemeja más a una fotografía que a una película. La detención es el indicio de su carácter ilusorio.

Lo visual, entonces, no es un mero accesorio: es el umbral de acceso al mundo humano. Define sus bordes, sin por ello desplazar la primacía del significante como estructura. Este momento especular da lugar a una elaboración del doble, que oscila entre lo familiar y lo inquietante. Y es justamente ese componente perturbador el que obliga, más adelante, a ir más allá del doble especular hacia un doble real; a pasar de la imagen al objeto que la sostiene.

martes, 22 de julio de 2025

Del objeto especular al sujeto descontado: efectos de la identificación narcisista

La precipitación que acompaña la operación de la identificación —en tanto constituye la ilusión narcisista— debe pensarse como un proceso que produce un efecto de objetivación. Diana Rabinovich ha señalado con justeza que el matema i(a) formaliza que el moi tiene un núcleo real, ese objeto a que es el objeto del fantasma. En este sentido, la objetivación narcisista que el espejo produce es una parodia del objeto que falta: no es el objeto causa del deseo, sino su simulacro especular.

El valor especular del moi, derivado del valor libidinal de la imagen, lo convierte en un objeto más entre otros, independientemente de la infatuación que le es correlativa. Esta reducción del sujeto a objeto se ve acentuada por lo que Lacan señala en relación a esta instancia: … antes de que el lenguaje le restituya en lo universal su función de sujeto. Lo imaginario, entonces, introduce una anticipación estructural: el sujeto, antes de poder simbolizarse, se objetiva.

Esta objetivación implica que el hablante, en una primera instancia mediada por lo imaginario, se cuenta como tercero, como algo visible y representable. Solo en un segundo tiempo lógico, el orden simbólico lo habilita a una operación diferente: descontarse, es decir, contarse en menos, en la medida en que puede inscribirse como falta. De ahí que, en el plano sincrónico, el sujeto se inscriba como un –1 en la batería significante: presencia de una ausencia, efecto de una pérdida estructurante.

En oposición a esta operación simbólica, la objetivación instala al moi en contraste con la imagen del semejante, y es allí donde emerge la función del yo ideal freudiano, el i(a). Este opera como un molde, una especie de eje estructurante de las identificaciones imaginarias. Tal función polariza y organiza el campo libidinal, al ofrecer un punto de focalización para las catexias.

Lacan nombra a este efecto con el término “normalización”, lo cual indica, en primer lugar, su apoyatura simbólica. Pero además, el término subraya que se trata de una operación de normativización, es decir, de ordenamiento estructural del deseo y de la economía libidinal, lo que dista significativamente de cualquier noción de “normalidad” en sentido clínico o estadístico.

Identificación y ficción de unidad: efectos del estadio del espejo

La complejidad inherente a la operación del estadio del espejo no excluye cierta simpleza estructural, que Lacan condensa al definirla como una identificación. Este señalamiento, que podría parecer trivial —una obviedad incluso—, constituye sin embargo un punto crucial, ya que permite situar la identificación como una operación de enlace, una articulación que será clave en el desarrollo posterior de su enseñanza.

Lacan la define con precisión: “la transformación producida en el sujeto cuando asume una imagen”. Esta fórmula, breve y densa, pone en evidencia la discrepancia de registros: la identificación se inscribe en lo imaginario, aunque sostenida por lo simbólico; y el sujeto, al asumir esa imagen, se transforma por ella… pero no se confunde con ella. Es la imagen la que se introduce como alteridad, no como identidad.

El sostén de esta identificación, en un primer momento, es la imago como matriz, noción ambigua que se ubica en el cruce entre imaginario y simbólico, ya que excede la pura apariencia especular. Posteriormente, será el significante el que vendrá a ocupar ese lugar de sostén, en tanto inscripción más estable y determinante en la economía subjetiva.

Esta transformación identificatoria, asumida por el sujeto, permite lo que Lacan nombra como una precipitación. El término tiene aquí un doble valor: por un lado, implica una resolución súbita en un tiempo lógico; por el otro, alude a aquello que cae, que se produce como efecto de una operación estructurante. En este caso, lo que precipita es la ilusión de unidad, la ficción de un yo unificado, anticipado en la imagen.

Es esta ilusión la que posibilita el acceso a la primera persona del singular, en su función gramatical: un lugar desde el cual el sujeto puede decir "yo". Sin embargo, como bien señala Lacan, esa posición gramatical no implica agencia, ni dominio sobre el sentido. El francés permite diferenciar entre el moi (yo como objeto del discurso) y el je (yo como enunciador), distinción que se pierde en español, pero que Lacan explota para introducir la escisión estructural del sujeto.

Por eso resulta a la vez llamativo y enigmático que el título del escrito —“El estadio del espejo como formador del yo, tal como se nos revela en la experiencia psicoanalítica”— incluya al je, cuando de principio a fin del texto se habla del moi. Esta paradoja señala que, en efecto, lo que se instala en esa experiencia especular es la posibilidad de decirse je, de presentarse como agente… aunque tal función responda a una imposibilidad estructural: la imposibilidad de decir je en el inconsciente.

lunes, 21 de julio de 2025

Releer lo imaginario: de la crítica a su función constituyente

El hecho de que Lacan iniciara su enseñanza pública con una crítica incisiva a la imaginarización de la práctica analítica —es decir, al modo en que se había psicologizado y estetizado la clínica— parece haber marcado una lectura parcial de su teoría. Tal como fue recibida por algunos sectores, esta crítica dio lugar a una sobredeterminación negativa del registro imaginario, entendiendo que lo esencial era trascenderlo, por considerarlo un campo obturante, defensivo o engañoso.

Sin embargo, esta lectura, aunque apoyada en ciertos momentos polémicos de la obra lacaniana, no rinde cuenta del lugar crucial que lo imaginario conserva en la constitución subjetiva. Desde el estadio del espejo hasta el Seminario 5, lo imaginario no es un error del que haya que corregirse, sino un registro estructural sin el cual no se constituye ni el yo, ni el cuerpo, ni el fantasma, ni la relación al deseo del Otro.

En efecto, ya en el texto De nuestros antecedentes, Lacan había afirmado el valor constituyente del estadio del espejo, no sólo como formación narcisista o especular, sino como una repartición originaria entre lo simbólico y lo imaginario, de la cual se desprende la organización del fantasma. Años después, esta misma operación aparecerá reinscrita en el esquema Rho del Seminario 5, donde el estadio del espejo se articula directamente con la entrada en el campo del Otro y la localización del sujeto respecto al deseo parental.

Desde esta perspectiva, no puede decirse que el falo imaginario sea un mero señuelo. En tanto significación privilegiada, el falo (ϕ) en su valor imaginario constituye la brújula con la que el niño se orienta en el deseo del Otro. Le permite sostener una posición en la escena fantasmática, y es también el operador que posibilita la dirección hacia un partenaire, incluso en sus vicisitudes más sintomáticas.

Si en los primeros seminarios lo imaginario aparece asociado a la alienación del yo y a la función del engaño, es porque el sujeto no puede constituirse sin atravesar ese velo. Pero reducir lo imaginario al mero obstáculo es perder de vista su valor como mediación, como el campo en el que se enlazan cuerpo, imagen y deseo, y donde se produce la primera inscripción de goce.

Más aún, si el fantasma fundamental ($ ◊ a) necesita del anudamiento entre simbólico e imaginario para sostenerse, es porque lo imaginario no es un suplemento accidental, sino una de las tres consistencias necesarias para que el sujeto no se deshaga. Y esto cobra todavía más fuerza a partir de los nudos borromeos: sin lo imaginario, no hay sujeto; sin imagen, no hay cuerpo hablante.

Por eso, lejos de abandonar el registro imaginario, Lacan lo reubica y lo topologiza. Lo vuelve parte esencial del anudamiento que permite al sujeto habitar su ex-sistencia. El problema, entonces, no es lo imaginario, sino su absolutización; no es su presencia, sino el intento de leerlo como totalidad cerrada, como sustancia o identidad.

Volver a recorrer sus primeras formulaciones —desde el estadio del espejo hasta la articulación con el fantasma y el deseo del Otro— no implica un retroceso, sino una lectura más justa y compleja del lugar que lo imaginario ocupa en la economía subjetiva. Es, en definitiva, una forma de reparar el malentendido inicial, sin por ello abandonar la crítica que le dio lugar.

lunes, 30 de junio de 2025

Las respuestas al impàsse sexual

El paso de la lógica a la topología, que Lacan opera a lo largo de su enseñanza, constituye una respuesta específica al impasse sexual, al no hay relación sexual. No se trata de que la lógica lo rechace —al contrario, lo circunscribe, lo delimita—, tal como se puede ver en los desarrollos de Encore y L’étourdit, donde Lacan subraya la función del matema como herramienta precisa para la transmisión. La lógica permite formalizar un real sin ley, a través de operaciones de cuantificación, función y negación.

Pero es con la topología que Lacan logra abrir un campo operatorio más amplio. Allí no solo se delimita el real, sino que se pueden producir cortes que modifican el anudamiento entre simbólico, imaginario y real —los tres registros que no se encadenan naturalmente, sino en función de una práctica. El nudo de tres agujeros ya no responde a una estructura fija, sino a un trabajo de intervención sobre los modos en que estos registros se anudan o se sueltan.

A diferencia de la topología matemática —centrada casi exclusivamente en la deducción de teoremas mediante pura escritura formal—, la topología lacaniana no puede prescindir del imaginario. Esto no solo porque sus construcciones (como el toro, la banda de Moebius o el nudo borromeo) requieren una dimensión visual, sino porque la operación que allí se juega involucra al cuerpo del sujeto: un cuerpo atravesado por el lenguaje, por la imagen y por el goce.

La lógica lacaniana, en tanto, opera un recorte de lo real sobre el fondo de una gramática modal que produce “ficciones de la mundanidad”: modos de recubrir, mediante entramados simbólico-imaginarios, la ausencia estructural que Lacan formaliza como el axioma de especificación (no hay x tal que...).

El giro topológico, sin embargo, no propone otra ficción, sino una fixión: una formalización que no vela el agujero con una historia, sino que lo inscribe a partir del borde mismo. Esta fixión se ubica más allá del fantasma, más allá de las narrativas que el sujeto construye para tapar la imposibilidad de la relación sexual. Es una operación que apunta no a suplir, sino a tratar el agujero, permitiendo nuevas maneras de habitar el goce, el cuerpo y el lazo.

jueves, 26 de junio de 2025

Del espejo al Otro: la imagen del cuerpo entre ilusión y soporte simbólico

En el Seminario 5, Lacan plantea la idea de un pasaje de lo imaginario a lo simbólico. A primera vista, esto puede resultar paradójico, ya que lo simbólico no solo no aparece después, sino que preexiste estructuralmente a lo imaginario y lo sostiene. Para entender esta formulación, es necesario situarla en su contexto específico: Lacan está abordando aquí el recorrido que va desde la constitución de la imagen del cuerpo —en el vínculo temprano del niño con la madre— hasta la conformación del moi bajo el efecto de la identificación idealizante, que se expresa en la función del I(A), el Ideal del yo.

En este trayecto, cobra especial relevancia la articulación que Lacan elabora en el esquema Rho, que enlaza el estadio del espejo con el complejo de Edipo. El espejo no es solo una superficie de reflejo, sino la escena donde el niño se encuentra con una realidad virtual —no hay otra, dice Lacan— en la que cristaliza una imagen de sí. Este precipitado imaginario inaugura la organización del yo, pero solo puede producirse si hay un soporte simbólico previo, representado por la presencia del Otro primordial.

Esto se observa en un gesto que Lacan subraya: el niño, frente al espejo, gira la cabeza para buscar al adulto que lo sostiene. Este movimiento —aparentemente anecdótico— es una metáfora precisa de lo que ocurre en un plano estructural: la imagen sólo se estabiliza si hay un significante que la respalde, una mirada del Otro que la legitime.

La primera imagen que se constituye —a la que Lacan se refiere con el término alemán Urbild— representa lo primordial, lo inaugural. Es una imagen anticipatoria, ilusoria, que produce una primera “conquista” del cuerpo, pero siempre bajo una forma asintótica, ya que el dominio nunca es completo ni definitivo. El niño se imagina entero, coordinado, pero aún no lo es. Esta ilusión es sostenida por su posibilidad de responder al deseo del Otro, es decir, de encontrar allí un lugar.

La dificultad se presenta cuando esa posición no puede ser dialectizada —cuando el niño queda fijado como objeto del deseo del Otro sin poder atravesar esa captura. Y es precisamente en la salida edípica donde se hace visible la diferencia: no es lo mismo una salida fundada en lo imaginario que una vía organizada por lo simbólico. En el primer caso, predomina la identificación especular, con sus efectos de alienación; en el segundo, se inscribe la castración simbólica como posibilidad de subjetivación.

miércoles, 25 de junio de 2025

Del esquema L al esquema Rho: la letra, la terceridad y la constitución del sujeto

El esquema L simplificado puede pensarse como un punto de articulación entre ese mismo esquema y el posterior esquema Rho. Este pasaje no es lineal, sino que implica una retroacción lógica: desde los efectos discursivos de la palabra —las formaciones del inconsciente— hacia las condiciones materiales que las sobredeterminan. Se trata de un movimiento que va del enunciado a la enunciación, de los efectos a sus causas estructurales: en concreto, a la inscripción de la letra en el inconsciente como instancia fundante.

Sin embargo, esto no implica que el esquema L y el Rho sean equivalentes. El esquema Rho introduce una complejidad suplementaria, ya que enlaza dos dimensiones fundamentales: el estadio del espejo y el campo del Edipo. En ese sentido, el Rho no solo prolonga la formalización anterior, sino que la enriquece al articular el registro imaginario del yo con el orden simbólico del deseo del Otro.

El punto de partida de este nuevo entramado es la relación primaria del niño con la madre. Pero lejos de concebirse como un lazo dual o simbiosis, Lacan afirma que esa relación es de entrada ternaria. Desde el inicio, está mediada por una instancia simbólica: el falo como significante. Así, no es la necesidad satisfecha por un objeto lo que funda el vínculo madre-hijo, sino el hecho de que la madre significa al niño desde su lugar como Otro primordial.

Esto inaugura el campo de la demanda, pero también del deseo de la madre, que excede toda demanda. Aquí se aloja tanto la posibilidad de constitución subjetiva, como el riesgo estructural de quedar fijado como objeto de ese deseo opaco. La fecundidad de esta situación radica en la ambigüedad que el niño debe tramitar: alojarse como sujeto en una estructura significante, sin quedar reducido a mero objeto del Otro.

Es crucial señalar que todo esto opera en el orden del significante. El deseo de la madre está estructurado como tal, y la posición del niño no es menos significante, más allá de que su lugar pueda encarnarse como objeto. Esta dimensión simbólica —tercerizada desde el inicio por el falo— es la que posibilita la constitución del sujeto, pero también delimita su impasse: la dificultad de dialectizar una posición que lo precede y lo captura.

viernes, 13 de junio de 2025

Nominación y terceridad: la entrada en lo humano

En los primeros desarrollos de Lacan, la nominación aparece como un momento inaugural que introduce al infans en el universo del lenguaje. Se trata del baño simbólico que opera el Otro al dirigirle la palabra, con toda la carga de equivocidad que esto conlleva. Esta operación no solo desnaturaliza, sino que crea: a través del significante, algo nuevo se instala en el campo del sujeto.

La relación simbólica, tal como la define Lacan, no responde al tiempo cronológico. Por el contrario, se organiza a partir de una temporalidad estructural. En sintonía con la frase hegeliana “el concepto es el tiempo de la cosa”, Lacan sostiene: “Si debemos definir en qué momento el hombre deviene humano, digamos que es cuando, así sea mínimamente, entra en la relación simbólica”.

Esta relación es “eterna”, no simplemente porque implique siempre la presencia de tres figuras, sino porque el símbolo mismo introduce una terceridad que modifica la escena. Este tercero funciona como mediador, desdoblando el plano imaginario y posibilitando una reconfiguración del lazo.

Esa función de terceridad es clave para trascender la relación especular, marcada por la agresividad y el dualismo propios del registro imaginario. Por eso, lo simbólico pacifica. En el dispositivo analítico, este principio se hace evidente: la palabra dirigida al sujeto instala un tercero que convierte al vínculo analítico en algo radicalmente distinto de una relación dual.

La palabra —en tanto significante— tiene una función creacionista: funda una historia, una ficción que ubica al sujeto en un lugar en el origen. Esta dimensión no debe confundirse con una visión humanista, ajena al pensamiento lacaniano, sino que alude a la constitución del sujeto como efecto del significante.

Desde esta perspectiva, lo simbólico permite presentificar lo ausente, ya sea aquello que no está o incluso lo que nunca estuvo. Así se introduce una lógica del tiempo que no es lineal, sino que opera por retroacción, de modo que pasado, presente y futuro se reordenan a partir del retorno de lo simbólico en el inconsciente. Tal como ya señalaba Freud, se trata de un tiempo propio del inconsciente, no cronológico, sino lógico.

Estructuración simbólica y anudamiento preliminar en Lacan

Uno de los conceptos clave en los primeros desarrollos de Lacan sobre el orden simbólico es el de estructuración, tal como aparece en el Seminario 1. A partir de él, Lacan comienza a desplegar cómo la incidencia de la palabra determina la manera en que los tres registros —Real, Simbólico e Imaginario— se organizan de forma singular en cada sujeto.

Aunque aún estamos lejos de la formalización de la cadena borromea, ya es posible advertir en estos primeros momentos de su enseñanza que el lenguaje no solo introduce una disyunción respecto a lo natural, sino que anuda y estructura los registros en su relación mutua. El simbólico se presenta como soporte del imaginario, al tiempo que lo diferencia del real; el imaginario, por su parte, opera como mediador entre el simbólico y el real. Si bien esta función aún no puede llamarse “borromea”, ya se perfila una lógica de anudamiento que encuentra en la palabra su principio operativo. En esta “situación simbólica” podemos ubicar, entonces, una operación estructurante que delimita y enlaza.

A esta altura, el registro de lo real permanece todavía en gran medida confundido con lo imaginario, lo que refuerza la importancia del orden simbólico como aquel que introduce una organización diferenciadora. Lo simbólico impone así un borde y una distancia que permiten que algo de lo imaginario se ordene. En este punto, Lacan subraya la dificultad particular que el ser humano presenta en la acomodación de lo imaginario, especialmente en relación con la sexualidad. Esta se presenta como un campo desajustado, dislocado del funcionamiento orgánico, sin guía instintiva.

Por eso, es justamente el significante —la palabra— el que viene a efectuar un ordenamiento, posibilitando la significación y ofreciendo una orientación. Aquí se anticipa lo que más adelante tomará la forma de la función paterna, particularmente en el Seminario 3, donde el padre es concebido como aquel significante capaz de introducir una dirección al deseo, especialmente en su relación con el partenaire.

La sexualidad, entonces, no puede pensarse como una mera función biológica. Implica un cuerpo libidinizado, un cuerpo marcado por la palabra, que se construye como tal a través de una pérdida y una falta de instinto. Allí donde el organismo no alcanza, lo simbólico ordena, pero también produce síntoma. Es decir, introduce una vía de sentido, aunque esa vía esté siempre atravesada por lo imposible.

lunes, 2 de junio de 2025

Del amor necesario al amor como invención: entre nudos, suplencias y contingencias

Abordar el campo del amor desde la tensión entre lo necesario y lo contingente permite visibilizar dos formas de su inscripción subjetiva: un amor sostenido en la ilusión de un todo armonioso, garantizado; y otro, más cercano a la ética del psicoanálisis, que toma como punto de partida la falta de garantías, el desencuentro estructural, e incluso, lo imposible mismo. ¿Por qué? Porque aun cuando el encuentro se produce, lo que se halla nunca coincide plenamente con lo esperado —se lo sepa o no—. Allí se inscribe la contingencia del amor.

Este trabajo se ubica primero en una perspectiva modal. Lacan dará un paso más allá al articularlo en clave nodal, donde el amor se piensa como aquello que “media” entre las tres consistencias: Real, Simbólico e Imaginario.

Pero ¿qué implica esa función de medio? ¿Significa acaso una mediación conciliadora? No exactamente. En la lógica borromea, Lacan introduce la idea de que el nudo está siempre amenazado por una falla en el anudamiento —una especie de “lapsus estructural”—. Es allí donde el amor interviene como suplencia, un intento de anudar lo que no logra cerrarse por sí solo. Este recurso, sin embargo, está determinado por la posición que el sujeto ocupa respecto del Otro.

Si el nudo es soporte del sujeto, el encadenamiento que se produce cuando ese Otro ya no opera como garante se convierte en terreno fértil para una invención. Y esto no sólo en el trabajo clínico, sino también en la lectura de la última enseñanza de Lacan.

Ahora bien, ¿qué sucede cuando el sujeto —en su ambigüedad— consiente, aunque sea precariamente, al desasimiento de ese Otro? Tal vez, sin garantías, se abra la posibilidad de un “nuevo amor”. Uno que no repita el menú fantasmático, sino que lo abandone en favor de un lazo que inventa.

Este amor no se define por el objeto hacia el que se orienta, sino por la forma misma del lazo que se establece. Su diferencia radica en un cambio de dirección: ya no se trata de un circuito autorreferencial o autoerótico, sino de una orientación hacia el Otro sexo —aunque, como sabemos, ello no garantiza su alcance.

En definitiva, se trata de un amor que ya no busca completud ni se sostiene en la garantía del Uno, sino que hace lugar al agujero, al no-todo, y desde allí se inventa. Un amor que, más que colmar, anuda.

Una estructura mas allá de las ilusiones

El amor atraviesa de principio a fin la obra de Freud y de Lacan. Freud llega a afirmar que "el psicoanálisis es, esencialmente, una cura por el amor", una formulación que podría suscitar consensos generalizados, pero que, no obstante, plantea importantes dificultades. Si ese amor se dirige al analista en tanto Sujeto Supuesto al Saber, ¿cómo pensar entonces la incidencia del deseo en su dimensión más opaca, incluso atormentadora? Y aún más: si la transferencia se redujera a ese supuesto saber, ¿cómo se pondría en juego el goce en su lógica paradójica?

Desde una lectura narcisista, el amor aparece como solidario de la dimensión especular, como retorno de la imagen propia. Pero si lo situamos desde un registro simbólico, el amor implica sustitución: el amado ocupa el lugar del objeto faltante, activando una dinámica de pérdida y desencuentro. Ese hiato puede quedar velado por la coherencia ilusoria que ofrece el fantasma.

Lo que está en juego en el amor es, en rigor, una disyunción. El motor del deseo del amante no es aquello que el amado porta, aunque el semblante —como operador estructurante— sugiera lo contrario. Esta discrepancia, constitutiva del campo amoroso, queda frecuentemente encubierta por la escena fantasmática.

Es justamente con esa falta, con ese desacople estructural, que el analizante debe confrontarse al final de un análisis. Lacan dice: “porque no sabe”. ¿Qué es lo que no sabe? No sabe desde qué posición de objeto se dirige al deseo del Otro. El fantasma organiza este no saber bajo la forma de un guion amoroso, que es preciso atravesar.

El núcleo de este planteo reside en ese no saber que afecta tanto al amante como al amado. En ese sentido, el amor no se reduce a una vivencia o a un afecto: posee una estructura, una lógica que excede sus manifestaciones imaginarias y sus promesas simbólicas. Esa estructura se sostiene en la articulación entre deseo y demanda, ubicando al amor más allá del espejo y más acá de la ficción.

Así, Lacan propone una lectura del amor que no se deja reducir a la ilusión del encuentro ni a la promesa del complemento, sino que se inscribe como un juego de posiciones, un dispositivo donde lo que se pone en acto es, finalmente, el agujero del saber sobre el deseo.

miércoles, 21 de mayo de 2025

Nominación, semblante y letra: envoltura del imposible en la estructura

En Aún, Recanati afirma:

El sistema de la nominación es la envoltura de lo imposible de partida, envoltura que, en su relación a lo imposible, no se sostiene más que del otra vez, que es el índice de la trascendencia de lo imposible por relación a toda envoltura.

Esta cita condensa varios ejes fundamentales del pensamiento lacaniano. En primer lugar, sitúa un imposible originario, un punto de partida que no afirma sino que dice que no. Este “no” no es una negación lógica en sentido clásico, sino una negación estructural, la huella de aquello que no puede escribirse, que no se deja simbolizar plenamente. Es este imposible el que comanda la repetición, la estructura misma del retorno, y constituye el núcleo estructural del psicoanálisis.

La noción de envoltura introducida aquí remite a una dimensión imaginaria, pero no puede ser reducida simplemente a lo especular o a lo ilusorio. En Lacan, lo imaginario no es un simple velo, sino que adquiere —sobre todo en su última enseñanza— el estatuto de consistencia, es decir, de aquello que permite que lo simbólico y lo real se sostengan, sin suturarse.

En este sentido, el semblante no es una máscara vacía, sino una elaboración del imaginario que bordea lo imposible. La compacidad de lo que falla, esa estructura densa que no se escribe pero que insiste, requiere del semblante para hacer borde. No hay borde del imposible sin lo imaginario, sin un mínimo de envoltura que haga consistente ese punto de hiancia.

Desde esta perspectiva, todo sistema de nominación aparece como una suplencia del imposible estructural. Ya sea que se lo aborde desde la lógica —con la fórmula “no cesa de no escribirse”— o desde la topología —como lapsus del nudo—, el nombre funciona como un anclaje simbólico frente a aquello que no se puede decir plenamente.

Este punto es trabajado por Lacan especialmente a través de la noción de nombre propio. El nombre no es simplemente una designación; está ligado a los límites del lenguaje, a lo que puede o no inscribirse. Desde la perspectiva de la letra, el nombre propio se lee y se escucha, pero no coincide con lo que significa. La letra, en tanto resto de un corte, es el elemento diferencial último del significante, y por ello se conecta directamente con lo real.

Así, la nominación no nombra una esencia, sino que envuelve el vacío de lo imposible. Es el borde de lo indecible, sostenido por el semblante, anclado por la letra, y repetido cada vez como intento de inscribir lo que no cesa de no escribirse.

martes, 22 de abril de 2025

Una excepción y no un modelo

Existe una coincidencia significativa que surge del trabajo sobre los textos del psicoanálisis. Por un lado, la práctica analítica no puede sostenerse únicamente en el estudio de libros; Freud ya advertía sobre la necesidad del análisis del analista, no como una práctica meramente acumulativa, sino como un desasimiento que hace posible la escucha.

De manera análoga, la topología no puede aprenderse exclusivamente a través de los textos. Es imprescindible la manipulación para comprender lo que está en juego, pues la estructura del encadenamiento topológico contiene elementos radicalmente antiintuitivos.

El real que allí se presenta puede ser delimitado y demostrado en la medida en que el encadenamiento se inscribe en la escritura. Lo escrito soporta un real porque no hay otro acceso a lo imposible sino a través de la escritura.

Lacan se pregunta si esta escritura corresponde a un modelo matemático. En términos generales, un modelo matemático es una formalización que expresa relaciones entre distintos términos. Sin embargo, Lacan concluye que la cadena borromea no es un modelo matemático, no por su estructura formal, sino porque su lógica se basa en una excepción.

Esta excepción implica un desplazamiento fuera del plano. Mientras toda escritura supone una superficie (papel, pared, piso), la consistencia de la cuerda permite que la cadena borromea emerja en el espacio tridimensional. Aquí, la función de lo imaginario se vuelve esencial: garantiza la consistencia del nudo.

Posteriormente, en un momento lógico distinto, es necesaria la puesta en plano de la cadena (sobre una mesa, el suelo…), para poder leer las consecuencias del lazo. Sin embargo, este achatamiento no equivale al plano original, sino que es el resultado de la apuesta que estructura el trabajo.

Por lo tanto, la cadena borromea requiere dos operaciones fundamentales:

  1. Inmersión, que la extrae del plano inicial y la proyecta en el espacio.
  2. Aplanamiento, que permite su lectura en una nueva superficie.

lunes, 7 de abril de 2025

El valor operatorio de lo imaginario: de la imagen a la consistencia

Una consistencia del cuerpo

Es cierto que Lacan emprende el inicio de su enseñanza apoyado en cierta crítica del registro imaginario. Pero no porque esté no resulte indispensable en el advenimiento del sujeto, sino porque está embarcado en una crítica en cuanto a cierta imaginarización de la práctica analítica a partir de una desvalorización de la función de la palabra. Paulatinamente el valor, diría operatorio, de lo imaginario se vuelve cada vez más evidente, y se hace posible situar una serie en su conceptualización: imagen, significación, engalanadura, semblante y consistencia.

Por esta serie pareciera que el valor operatorio de lo imaginario alcanza un grado significativo a nivel de lo nodal borromeo. Allí, se trata de tres consistencias que se anudan, y el término consistencia viene a indicar una vuelta de tuerca sobre lo imaginario. Hablar de la consistencia de la cuerda es señalar que no hay delimitación posible del agujero, sin lo imaginario.

Una cuestión resalta especialmente, que para construir esta formalización debe salir de lo plano del papel. Y entonces recurre a la cuerda… como consistencia. En la cadena se trata de R, S e I como redondeles de cuerda enlazados. O sea que, consistencia mediante, se enlazan tres agujeros.

Nos encontramos aquí frente a una elaboración sobre el cuerpo, acerca del modo en que se construye cierta arquitectura de agujeros a partir del modo en que se enlazan, si puede decirse, los agujeros corporales.

Es una manera novedosa de formalizar el montaje pulsional. Más generalmente, y economía política mediante, se trata del problema de como se distribuye corporalmente el goce. El cual queda delimitado a partir de los tres campos que se establecen por las lúnulas que se reparten en los cruces de una consistencia con otra.

Una consistencia que da cuerpo

La lógica de la cadena borromea acarrea la incidencia de lo imaginario desde dos perspectivas. En primer lugar, tomado por la dimensión de la cuerda, consistencia que le da cuerpo (si puede plantearse así) a cada uno de sus registros; en segundo término, el aplanamiento requerido como condición de lectura del calce que los mantiene juntos.

Con lo cual, lo imaginario es esencial a la posibilidad de considerar a la cadena borromea como una escritura. Entonces no hay escritura sin imaginario, cuestión que pudiera resultar llamativa, por cuanto rápidamente nos sentiríamos tentados de suponer que la escritura tiene una mayor apoyatura en lo simbólico. Sin embargo, el carácter decisivo de lo imaginario en el estatuto de la escritura se desprende de la afirmación lacaniana por la cual la cadena borromea aspira a ser una excepción, por romper las coordenadas del plano.

Establecidas estas consideraciones de principio se deslinda la necesariedad del cuarto para hacer posible la ruptura de la homogeneidad entre los registros anudados. Entonces este cuarto pone en juego una heterogeneidad que podemos, en principio, asociar a la incidencia de algo simbólico (cuestión que será discutida por Lacan).

Además, si la consistencia es lo imaginario del encadenamiento; que cada una de ellas ex-sista a los otros dos pone en forma lo real del encadenamiento.

Esta ex-sistencia de cada uno de ellos implica su no interpenetración, con lo cual, si corto cualquiera, el lazo se desarma. Esto indica por un lado que no hay primacía de ninguno por encima de los otros; además, vuelve patente la ruptura de lo serial del encadenamiento, que fue un baluarte de la primacía de lo simbólico en los comienzos de su enseñanza.

domingo, 6 de abril de 2025

El semblante y su función en la configuración del deseo

El concepto de semblante, en tanto solidario de una escritura modal, constituye una reformulación del registro imaginario. Esta relectura no debe subestimarse, ya que su función es crucial en la posición deseante del sujeto. La introducción del semblante y su posterior articulación con la consistencia están orientadas a resaltar la importancia estructural de lo imaginario.

Siguiendo la nota de traducción de Diana Rabinovich en el Seminario 20, el Diccionario de Autoridades (1726-1739) define el semblante comola representación exterior en el rostro de algún afecto interior del ánimo” y como “la apariencia y representación del estado de las cosas, sobre el cual formamos el concepto de ellas”. Esta definición muestra un recorrido que va desde lo especular hasta la posibilidad de representación, y desde allí hacia aquello que funciona como velo o pantalla.

En este sentido, el semblante no solo pone en juego la relación entre lo imaginario, lo simbólico y lo real, sino que también establece una superficie de inscripción que delimita el campoo de lo representable (que no debe confundirse con la representación en sí misma). Este campo es esencial para la constitución de la pantalla que vela lo real, al mismo tiempo que permite su tramitación.

Bajo esta perspectiva, se comprende el papel fundamental de las vestiduras fálicas en la estructuración del deseo. Estas funcionan como mediaciones que permiten al sujeto ocupar el lugar de aquello que causa el deseo del Otro, consolidando así su posición en la economía del deseo.

sábado, 22 de marzo de 2025

El sujeto y el individuo: división, ilusión y dependencia del Otro

El concepto de sujeto en psicoanálisis plantea una dificultad constante, caracterizándose por su evanescencia, su división y su imposibilidad de ser capturado o representado plenamente. Aunque es posible hablar sobre el sujeto e incluso predicar algo sobre él, ninguna de estas operaciones logra definirlo de manera absoluta. Lacan, de hecho, busca una formulación del sujeto que prescinda de lo predicativo.

Uno de los errores más frecuentes frente a esta dificultad es confundir el sujeto con el moi (yo), que en la praxis se presenta como la instancia que cumple una función de síntesis en el hablante. Sin embargo, este moi no es el sujeto del inconsciente, sino más bien una construcción imaginaria que aparenta una coherencia y unidad que el sujeto propiamente dicho no posee.

Este punto nos lleva a una cuestión fundamental: ¿por qué el sujeto no puede ser considerado un individuo? La noción de individuo sugiere una totalidad cerrada, una unidad que no está atravesada por la división. En este sentido, el individuo encarna la ilusión de síntesis, o incluso, podríamos decir, funciona como una máscara que encubre la verdadera naturaleza del sujeto.

Además, hay un aspecto aún más relevante: María Moliner define al individuo como "algo separado", lo que lo sitúa en una posición opuesta a la del sujeto. Mientras que el individuo se concibe como independiente, el sujeto en psicoanálisis está irremediablemente ligado a la dependencia del Otro. Es esta heteronomía constitutiva la que lleva a Lacan a acuñar un concepto clave: la inmixión de Otredad, es decir, la imposibilidad de pensar al sujeto sin su relación estructural con el Otro que lo constituye.