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miércoles, 2 de septiembre de 2020

“Tener huevos”


En el libro Genealogía de lo masculino, Monique Schneider menciona un artículo de Maurice Clavel (en Le Nouvel observateur) en el que se refiere a la elección de Juan Pablo II, en 1978, en los siguientes términos:
Primero él. Lo veo. Los tiene. Duas et bene pendentes. Esos hombros, esas mandíbulas proletarias. Uno de esos mozos robustos, garañones, machos cabríos que tenían algo al menos que ofrecer a Dios...
Clavel retoma una cita latina (aunque feminizándola: “Duas et bene pendentes”) que proclamaba la virilidad del papa: “Habet duos testículos et bene pendentes”. La mención reenvía a que, antiguamente, luego de la elección era un diácono quien debía verificar la masculinidad en cuestión... con sus manos. (4)

Esta indicación de Schneider tiene como referencia el libro de Alain Boureau, La papisa Juana, que restituye en el contexto medieval, una leyenda según la cual una mujer disfrazada de hombre se apoderó del trono pontificial. Para no volver a caer en este desliz, se habría instituido un rito: en el momento de su nominación, el papa debía sentarse en un asiento agujereado, para que se realizara la fehaciente comprobación. Boureau deja la palabra a un cronista de 1379:
“Para evitar semejante error, no bien el elegido se sienta en la silla de Pedro, el último de los diáconos le toca los genitales, en un asiento provisto al efecto de un orificio.”
De esta anécdota se desprenden dos observaciones: por un lado, que para ser hombre es preciso demostrar que no se es mujer. Asimismo, por otro lado, en esta versión de la masculinidad no cuenta la potencia de la erección, sino, para decirlo con una cláusula contemporánea: “Tener huevos”.

He aquí una expresión con una connotación específica en el mundo de los hombres; remite a la entereza, al coraje y la valentía con que un hombre puede afrontar una situación adversa. De ahí que sea interesante que en la referencia del artículo de Clavel se hable de la mandíbula del papa, de su robustez, etc., porque en última instancia si algo ofrece el papa a Dios no es una demostración de su “destreza fálica”. En última instancia, he aquí incluso el signo de una destitución, en pos de rasgos que lo feminizan (los “hombros”). Una masculinidad que se consigue a expensas del falo, como expone el carácter proletario de Juan Pablo II. Se lo tiene (el falo), porque se lo ha perdido.

Este índice de masculinidad, que habla menos de la impostura (o de la “parada”), también puede probarse en ciertas mujeres, como bien lo justifica una canción de Erica García, titulada “Tengo pelotas”:
Tengo pelotas para haber olvidado que existe la tristeza
Tengo pelotas para estar sola
Tengo pelotas y es obvio
Es que soy una mujer
No hace falta tener novio para estar bien
Tengo pelotas para bajar hasta mi capa más profunda
Tengo pelotas para ser frágil y pedirte ayuda.
En este punto, puede notarse que “Tener pelotas” (o “Tener cojones”, como también se dice en ciertas latitudes) remite a cierta lucidez vinculada a hacer de la debilidad una fortaleza, del reconocimiento de la fragilidad algo que no produce vergüenza. Para el varón, “tener huevos” es la posibilidad de pensarse también en la detumescencia, en el fuera de juego de la prestancia que, por cierto, lo feminiza, pero con una feminidad que no es la mascarada fálica (y que lo fijaría a un ser de seducción y galanteo), sino condición de lo masculino.

4- El término latino testis revela la homonimia entre el testigo (función de la que nos ocuparemos en un capítulo posterior) y testiculus. El testigo hace referencia directa a una prueba de masculinidad: el testículo es el testigo del sexo masculino. Incluso, de acuerdo con cierta práctica todavía corriente, la anatomía tiene su incidencia en lo simbólico-jurídico: los hombres atestiguan, por ejemplo, de un linaje o una deuda, al jurar con la mano en lo más querido (que no es el corazón). También el lenguaje cotidiano avanza en esta dirección cuando delimita una coordenada específica en la expresión “romper los huevos”.

Fuente: Lutereau, Luciano "Ya no hay hombres: Ensayos sobre la destitución masculina" . Capítulo "Tener huevos"

miércoles, 29 de julio de 2020

El mito del deseo fálico.

Devenir hombre
Es conocida la sentencia de Simone de Beauvoir en El segundo sexo: “No se nace mujer: llega una a serlo”. Sin embargo, no otra cosa le ocurre al varón. Uno de los prejuicios habituales entre psicoanalistas radica en suponer que la masculinidad es algo evidente, ya dado, mientras que la enseñanza de Lacan pone en cuestión esta idea desde el comienzo.

Si bien Freud afirmaba, en Tres ensayos de teoría sexual, que la niña era como un “pequeño varoncito”, cuyo primer objeto de amor era la madre, la perspectiva lacaniana avanza en sentido contrario: ¡el varoncito es inicialmente una niña! Esto lo demuestra la posición inicial del niño en el complejo de Edipo, en función de la identificación fálica que lo ofrece a la seducción de la madre (en el doble sentido, que localiza a la madre como seductora, pero también al niño en tanto señuelo). En última instancia, por esta vía, el varón encuentra su satisfacción primera en el coqueteo con su imagen, regodeo que hace de su ser una máscara y una trampa para el deseo... la misma que Lacan llamara “mascarada femenina”, en la medida en que también para la mujer se trata de “ser (el) falo”. Identificación con el falo que, para la mujer, trasunta en el darse a ver del que hace gala la industria de los cosméticos (con los efectos des-subjetivantes que puede tener para algunas muchachas) y, en los niños, se refleja en la predicación constante que padecen (“sos hermoso”, “pero qué niño tan lindo”, etc.).

Ahora bien, ¿cómo este niño feminizado deviene hombre? Para dar cuenta de este aspecto es que Lacan desarrolló, en el seminario Las formaciones del inconsciente, un dispositivo que llamó “Metáfora paterna”, destinado a poner de manifiesto la incidencia de la castración. La salida del engaño en el ser fálico requiere la eficacia del padre. El padre “se hace preferir” a la madre, sostiene Lacan, con una expresión enigmática, dado que para el sentido común (que es freudiano) el padre es quien viene a prohibir, a instanciar una ley, etc. No obstante, si Lacan utiliza esta fórmula es porque, justamente, apunta a distinguir la regla de la ley. Mientras que las reglas prohíben, la ley causa el deseo. La metáfora paterna tiene el propósito de sancionar el pasaje, en el niño, de “objeto de deseo” a “deseante”. Sin embargo, ¿en qué consiste esta operación del padre?

En principio, resulta curioso que este “hacerse” preferir, vuelve a ubicar al niño ante una escena de seducción. En este sentido es que Lacan recupera el Edipo “invertido”, aunque no se trate de tomar al padre como objeto de deseo (una elección homosexual, en el sentido de Freud) sino del encuentro con el deseo del padre, en particular, del deseo del padre por la madre; dicho de otro modo, del padre, en tanto “hombre”, por la madre “en tanto mujer”. Por eso Lacan es enfático al sostener que el padre simbólico no existe (o bien, es el padre muerto) y el padre imaginario es el que habita en la fantasía de los neuróticos, mientras que la castración tiene como referente al padre real, es decir, ese hombre.

De este modo, el niño se convierte en hombre ante otro hombre; o mejor dicho, queda marcado por la promesa de la hombría. Lacan hace mención a esta cuestión al afirmar que el padre es quien “tiene” aquello que el niño “tiene, pero aún...”, vía por la cual introduce al niño en la perspectiva de la falta fálica (antes que atribuirle un objeto). Este aspecto puede rastrearse en un hábito que, hasta hace unos años, era corriente, dado que era el padre (luego sustituido por el grupo de amigos) quien conducía al joven a “debutar”. El acceso a la mujer, entonces, se realiza a través de otro(s) hombre(s); pero, ¿cuál es la incidencia del deseo de un hombre, y el del padre, en particular, para otro hombre?

Para responder a esta última pregunta es preciso restituir las dos referencias textuales que trabajan implícitamente la formalización de la metáfora paterna: por un lado, la dialéctica hegeliana del amo y el esclavo; por el otro lado, las fases del fantasma “Pegan a un niño”, tal como fue esclarecido por Freud en su célebre artículo.

Respecto de la primera indicación, la dialéctica del amo y el esclavo expone cómo la constitución de la identidad requiere de un pasaje por la alteridad, que surge del encuentro de un deseo con otro deseo, y del conflicto necesario que se resuelve a través de la cesión en que el esclavo se descubre como tal.

Esta misma cesión de goce es la que se encuentra en la segunda indicación, dado que “Pegan a un niño” es un artículo que ubica en el amor al padre la condición del reconocimiento de su autoridad. De acuerdo con este lineamiento es que puede entenderse que Lacan dijera (el 21 de enero de 1975) que “un padre no tiene derecho al respeto, sino al amor, más que si el dicho respeto, el dicho amor, está père-versamente orientado, es decir, hace de una mujer objeto a que causa su deseo”. No se trata, entonces, de desear al padre, sino de asumir su deseo con amor.

En última instancia, el paso fundamental de la filiación masculina se encuentra en amar el deseo de un hombre, amar al padre por su deseo. Por lo tanto, padre no es quien prohíbe o impone un orden, sino aquel que se destituye de su potencia en función del deseo y su causa.

Adiós al padre
En el seminario La relación de objeto, Lacan sostiene que la pregunta “¿Qué es ser un padre?” es “el punto fecundo que orientó verdaderamente toda [la] enseñanza [de Freud”. Sin embargo, para el lector concernido es evidente que ésta es una estrategia lacaniana para camuflar sus propios argumentos, bajo la atribución a Freud del propio punto de vista.

Si bien es cierto que en los seminarios de Lacan no encontramos definiciones claras y distintas, ni exposiciones que se deduzcan de aquellas, eso no quiere decir que no haya argumentos. Por lo general, las definiciones se encuentran implícitas en el tono hiperbólico con que Lacan introduce algunas máximas: “Para decirlo todo...”, “Esto y no otra cosa...”, etc., son giros expresivos que suplen la pretensión de comunicación científica. Asimismo, también encontramos núcleos temáticos sobre los que Lacan retorna una y otra vez, tal el caso de la pregunta por el padre, cuya gravedad es más rigurosa que la de una cuestión de definiciones y deducciones.

En efecto, las diferentes versiones del padre en la obra de Lacan permiten responder a una inquietud específica: ¿por qué el psicoanálisis lacaniano no es la neurosis de Lacan? En este punto, se trata de la misma pregunta que Freud se formulara en el caso Schreber, pero respecto de la teoría delirante de un psicótico. En última instancia, se trata aquí del problema de que la enseñanza del psicoanálisis no puede dejar de llevar las huellas de quien transmite, pero ¿cómo dar cuenta de que esas marcas no llevan al engaño fantasmático?

En muchos aspectos la concepción lacaniana de la metáfora paterna parece una construcción neurótica que podría caer en una especie de apología del padre que opera (fallidamente, por cierto); pero en última instancia habría un nombre para el goce, el Nombre-del-padre... cuyo fracaso quedaría revelado por la invención del objeto a. Asimismo, los operadores de la metáfora paterna son el ideal y la identificación, que prescriben una respuesta normativa para el ser sexuado. De este modo, esta primera formulación lacaniana a la cuestión de la sexuación es parcial, y algo artificial, dado que se piensa en términos de funciones parentales (padre y madre), mientras que a partir del seminario El reverso del psicoanálisis (en la relectura que Lacan realiza del Edipo a la luz de otra lectura de Tótem y tabú) se asiste a una nueva versión del padre cuyo punto de llegada será la noción de père-version en los últimos seminarios. El padre ya no será el agente de la castración, sino quien la transmita de forma sintomática. El padre no es el nombre de una ley para el goce, sino aquel que hizo de una mujer la causa de su deseo.

Si La interpretación de los sueños es un testimonio de Freud como analizante, la rectificación de las versiones del padre en el seminario de Lacan es un equivalente de su paso en la enseñanza, que demuestra que su posición en ese dispositivo era también la del analizante.

Ahora bien, ¿en qué sentido puede decirse que el padre está afectado por la castración? En primer lugar, padre es quien ha sufrido una doble pérdida: por un lado, ha perdido su ser de seducción (“para todas y para ninguna”), en la medida en que ha tomado a una mujer como suya; por otro lado, ha perdido a su mujer, en la medida en que la convirtió en madre, es decir, ha quedado destituido de la libido que ella destinará al cuerpo del niño. Como en cierta ocasión decía un analizante: “Ser padre es darse cuenta de que ocupás el segundo lugar en la vida de tu mujer”.

Sin embargo, esta doble pérdida no lleva a la resignación. En segundo lugar, la castración en el padre es equivalente a su ser de deseo. Estas pérdidas se vuelven causa de la transmisión al niño, que adopta a su padre como tal. En este sentido, las palabras iniciales de El gran Gatsby, de F. Scott Fitzgerald, son ejemplares:
“En mis años mozos y más vulnerables mi padre me dio un consejo que desde aquella época no ha dejado de darme vueltas en la cabeza: ‘Cuando sientas deseos de criticar a alguien –fueron sus palabras– recuerda que no todo el mundo ha tenido las mismas oportunidades que tú tuviste.”
En estas líneas puede advertirse cómo el padre deja la huella de su transmisión, menos por la comunicación de un ideal, que por cierta ética que rescata al sujeto en aquellos momentos de vacilación; antes que un destino, el padre es un tope a la caída del sujeto. Por eso Lacan sostenía que se trata de prescindir del padre, a condición de servirse de él.

Esta misma indicación puede reconstruirse en el comienzo de otra novela norteamericana –en cierta medida, podría decirse que toda la literatura norteamericana gira en torno a la eficacia paterna–, Carne y hueso, de M. Cunningham, en cuyas páginas iniciales se cuenta la anécdota de un hijo que arrastra a su padre por una huerta, mientras éste grita: “Es injusto que arrastres así a tu padre, ya llevas dos kilómetros, mientras que yo al mío apenas lo arrastré uno”.

¡Hacete hombre!
En un libro reciente, Gonzalo Garcés retorna sobre un punto ciego de nuestro tiempo: la masculinidad. Hacete hombre, tal el título de este libro, que cabalga entre la novela y el ensayo, plantea un interrogante fundamental: ¿cómo se constituyen, y se asumen como tales, los hombres de nuestros días? Que el tema en cuestión tenga el estatuto de un “punto ciego”, vale en la medida en que los estudios vinculados a perspectivas de género suelen enfatizar los avatares de lo femenino –e incluso con opiniones muy groseras, cómo la de pensar que una supuesta igualdad se consigue a partir de distribuir cantidades idénticas de cargos y funciones entre hombres y mujeres–, y en el marco del psicoanálisis lo masculino se ha vuelto un equivalente de lo fálico, entendido como posesión, potencia, destreza, etc.

No obstante, ¿puede afirmarse esta ecuación entre hombre y deseo fálico en el mundo contemporáneo?

En un mundo pretérito era evidente que la asunción de la masculinidad se realizaba ante otros hombres. Por esta vía, y algo de esto se sigue jugando en ciertas prácticas adolescentes de nuestro tiempo, hacerse hombre no sería más que demostrar que no se es mujer (de ahí que sea corriente que el insulto “maricón” no se aplique en la infancia, mientras que cobra una particular incidencia a partir del desarrollo sexual). Convertirse en hombre, entonces, implicaría no sucumbir ante la feminización frente a otro hombre. En definitiva, he aquí el núcleo más grave de la teoría psicoanalítica, lo que en su texto Análisis terminable e interminable Freud llama “roca dura” de la castración para los varones: la posición pasiva ante otro, el padre en particular.

Por otro lado, entre los griegos la masculinidad no dejaba de incluir la posibilidad de una práctica activa de la homosexualidad; y en algunas sociedades de las llamadas “primitivas” se acompañaba al joven hasta un bosque y si lograba sobrevivir a la noche y sus peripecias, se lo coronaba con las armas y se lo contaba entre los guerreros. Estas dos referencias llevarían a la conclusión de que la posición masculina, en el paradigma “clásico”, no pareciera ser una cuestión estrictamente vinculada con la sexualidad. Mejor dicho, el desarrollo sexual impone la asunción de la masculinidad, pero ésta se adquiere sin relación directa con el otro sexo.

Sin embargo, ¿tienen vigencia estas coordenadas actualmente? Uno de los aciertos del libro de Garcés radica en que junto al padre (en un viaje que realiza el protagonista) pone a una mujer, más específicamente a una prostituta.

No se trata, entonces, de la madre. A lo sumo, de una madre puede esperarse el imperativo de que el varón sea “un caballero” (un “buen” niño, educado; por eso en todo dandy siempre hay algo de infantilismo) pero no un hombre. Y, por cierto, hasta hace no poco tiempo era corriente que varios jóvenes se iniciaran de forma conjunta en la práctica sexual: se iba a “ponerla”. Dicho de otro modo, la prostituta es parte del imaginario de la masculinidad y propone un modelo alternativo de descubrimiento de la hombría. Sea de un modo (a través del padre) o de otro (la prostituta), el hombre accedía a ser reconocido como tal a partir de un rito que oficiaba el pasaje.

En este punto, podríamos preguntarnos qué ocurre en estos tiempos cuando los jóvenes recurren a ese acto frustrado que es la llamada “previa adolescente”, donde el consumo de alcohol concluye muchas veces en la utilización de la pastilla azul para suplir los nervios del encuentro con el otro sexo. Esto permite entrever de qué manera a la alteridad del sexo sólo se accede de forma mediada, y en un mundo que destituye las vías simbólicas de realización subjetiva, la masculinidad no podría dejar de haber sufrido cambios.

Las mujeres de nuestros días se quejan de que “ya no hay hombres” o bien se dice que “son histéricos”. Como todo reproche, esta denuncia esconde una verdad. A los hombres contemporáneos les cabe el lugar que a las histéricas del siglo XIX, aquellas que al enfermar objetaban el lazo social y hacían hablar al cuerpo con sus síntomas. La impotencia masculina de nuestro tiempo tiene como punto de llegada la frase célebre de un personaje de Melville: “Preferiría no hacerlo”. En la figura de Bartleby se expone la posición del hombre que ya no quiere el falo y sus destrezas. La publicidad lo demuestra: si una conocida marca de cigarrillos invitaba, hace unos años, a que el varón conquistara a la muchacha cuyo auto se había descompuesto, en nuestros días se lo ve mejor al hombre entre bambalinas, a la espera de la situación que le permitiría escapar al desafío. No por temor, sino por desinterés.

En este punto, cabría preguntarse si acaso el hombre de nuestro tiempo podría encontrar otra vía de realización que no fuera la impotentización. Es cierto que las mujeres ya no esperan que se las impresione, pero ¿eso no habilita formas de relación menos impostadas? En todo caso, estos parecieran tiempos propicios para que la impostura masculina ceda el paso a una revisión de sus condiciones.

Fuente: Lutereau, Luciano "Ya no hay hombres: Ensayos sobre la destitución masculina". Capítulo "El mito del deseo fálico."

miércoles, 9 de octubre de 2019

¿Qué es el masoquismo? Consecuencias sobre el sujeto en posición de objeto

Notas de la conferencia dictada por Alberto Fernández - 21/05/2019

Este título de ser un sujeto en posición de objeto nos da la posibilidad de pensar al masoquismo más allá de la idea popular que se tiene acerca de quien encuentra placer en el dolor o el masoquismo en relación a la escena perversa.

Freud pescó que el masoquismo no es únicamente una cuestión de placer en el dolor. En la psiquiatría de la época se le llamaba algolagnia y Freud no toma este término. Masoquismo tampoco es un término de Freud, sino de Krafft-Ebing, de donde él lo toma. Freud hace un desarrollo que intentaré mostrarles.

Tomar la idea del sujeto en posición de objeto nos permite también reflexionar sobre los masoquismos que Freud clasificó: el masoquismo femenino, moral y el perverso. El masoquismo moral es el menos espectacular, pero el más cercano a nuestra experiencia de nuestra práctica cotidiana. Este tipo de masoquismo se diferencia del masoquismo perverso.

El alcance ético del masoquismo toca la cuestión de dónde está el bien. Si el bien está en el placer o en el mal. Varias religiones y algunas corrientes filosóficas toman ciertas referencias a esto. El masoquismo pone en crisis el reinado del principio del placer. Muestra de un modo evidente que el ser humano no necesariamente quiere su propio bien. Es algo sencillo pero enorme por su alcance.  Produce una disyunción entre el bien y el placer y serias diferencias entre corrientes y discursos ideológicos y filosóficos donde piensan que en la condición humana está en juego el placer. El psicoanálisis no niega que en el humano la dicha y la felicidad se obtengan vía el placer. Pero también dice que no es lo punico que está en juego en la condición humana. También está en juego lo que padecemos, lo que no anda, lo que no marcha.

Entonces, decíamos que el masoquismo implica una cuestión ética que pone en crisis el reinado del principio de placer. No es el placer lo único que domina la vida anímica del sujeto. No suele ser fácil admitir que las distintas formas de violencia y agresividad hacia los otros forman parte de lo humano; mucho menos es admitir que nos agredimos, nos desvalorizamos y humillamos a nosotros mismos.

Desde Freud, el masoquismo es un dato de estructura, porque forma parte de eso que él llamó pulsión de muerte. Él decía que la pulsión de muerte es un supuesto indispensable, es decir, que no puede no estar. Habita el psiquismo humano. Y este supuesto indispensable, a partir de lo cual hay masoquismo, también tiene otras expresiones. En el campo subjetivo estas expresiones son la culpa, la compulsión a repetir lo traumático, la agresividad a los otros, las distintas formas de autodestrucción. También constatamos que en los impasses de la cura de nuestra práctica la reacción terapéutica negativa, que luego veremos cuando tomemos el masoquismo moral.

La inclusión de la pulsión de muerte, cuyo descubrimiento hace cambiar a Freud su práctica y su teoría en 1920, es a partir del texto Más allá del principio de placer. No solo está la posibilidad de pensar que la pulsión de muerte está en lo psíquico, en el amor, en las relaciones y en el goce, sino que también está también en el campo de la cultura. Por eso Freud hablaba también de El malestar en la cultura.

Freud decía que habían 3 fuentes de sufrimiento en la humanidad: las catástrofes naturales, la enfermedad del cuerpo y la insuficiencia de las leyes para poder generar relaciones armónicas en nuestra sociedad. No se trata únicamente de nuestra sociedad actual, sino de la sociedad en total. Hay siempre algo inevitable que marca este signo de sufrimiento. Esto él lo ubica en ese lugar psíquico de autodestrucción. Lacan, en cambio, lo sitúa como la imposibilidad de lo simbólico para significar mejores leyes, ordenamientos simbólicos que rijan el comportamiento de lo social.

En relación a las 3 fuentes de sufrimiento, en la catástrofe un psicoanalista tiene poco que hacer. Puede hacer un poco más en relación a las enfermedades del cuerpo. Y si tiene la posibilidad de no retroceder a poder pensar qué puede hacer el psicoanálisis en relación al lazo social, especialmente cuando se trata de la relación del sujeto al Otro. Para hablar de masoquismo social hay que tener precauciones epistemológicas, que de algún modo respondan a los términos conceptuales de la teoría desde donde son trabajados y que tengan su pertinencia de objeto de conocimiento.

Decía esto que en relación a tomar lo que no va, lo que no marcha, está en todos los campos de la vida humana. Y algunos de estos campos nos conciernen especialmente a nosotros. Lacan va a llamar a esto el lugar de lo real, es decir, aquello que no anda, que no marcha.

Hasta aquí la dimensión ética del masoquismo. Luego hay que decir que el masoquismo forma parte de la constitución del sujeto. El masoquismo era considerado, básicamente, una perversión. Freud lo planteó como un componente de la constitución psíquica de cualquiera, a partir de que él afirmó el carácter polimorfo de la sexualidad infantil. En este carácter polimorfo de la sexualidad infantil, el masoquismo es constitutivo. Por lo tanto, el masoquismo es constitutivo del sujeto. Acentúo esto porque que el masoquismo forme parte de la estructura del sujeto es independiente de que alguien sea masoquista. Esto le da al masoquismo el estatuto de ser parte de la estructura del sujeto y no del avatar que ha tenido tal sujeto en relación al masoquismo.

Freud denomina masoquismo primario al residuo o resto que queda de la mezcla pulsional entre las pulsiones de vida y pulsiones de muerte. Este es un residuo irreductible que Freud sitúa en la mezcla pulsional, que es el dualismo pulsional. Retengamos la idea de resto, residuo.

Lacan, por su parte, plantea un masoquismo primordial a partir de la entrada del sujeto en el lenguaje. Ningún sujeto es causa de sí, ningún sujeto puede decirse sin el lenguaje, necesita de él. Depende de la palabra, aunque la palabra no lo pueda significar del todo. Esta operación, que es muy importante, es la alienación. La alienación consiste en la dependencia del sujeto respecto del lenguaje. Le es necesario para decirse.

¿Cómo combinamos masoquismo con la entrada del sujeto al lenguaje? Retengan que si el sujeto necesita de la palabra, entonces depende del significante y del lenguaje. La dependencia del Otro es más interesante de lo que es un sujeto en posición de objeto. Voy a ser más fuerte aún: en relación al lenguaje, el sujeto está coordenado a representarse para existir. No tiene otra que representarse para existir y está condenado a esto. Por lo tanto, está sometido al mismo. Dependiente, condenado y sometido. Quiere decir que efectivamente, en la estructura de la constitución subjetiva, esto ya está funcionando en términos de lo que va a tener que arreglárselas el sujeto, con su lugar de objeto. También recordemos que en cuanto a la dependencia y el sometimiento, hay que recordar la condición de prematurez en la que nacemos. Desde el nacimiento, el bebé, por su prematurez depende del Otro, que podría ser la madre.

Masoquismo femenino, masoquismo perverso y masoquismo moral.
Masoquismo femenino. En primer lugar, despejemos la idea de que el masoquismo femenino sea que las mujeres son masoquistas. El psicoanálisis no plantea eso. Freud siguió a Krafft-Ebing, de quien tomó la nominación de masoquismo, quien planteaba que la castración era característica de la mujer, así como también ser poseída sexualmente y parir. Freud no pensaba que las mujeres fueran masoquistas; a punto tal que cuando comentaba el tema del masoquismo femenino en El problema económico del masoquismo, él comenta de casos de hombres y no de mujeres.

El masoquismo femenino no corresponde a las mujeres como una cuestión de sexo anatómico. Es más, Freud dice que el masoquismo femenino es el más accesible a la observación. Lacan, a su turno, lanza un enunciado que va a reorientar este tipo de deslizamiento imaginario: dice que el masoquismo femenino es un fantasma masculino. Es decir, se trata de cómo un hombre arma su fantasma de encuentro con su objeto de deseo y no algo inherente a la mujer. Es impresionante el corte que él produce a ese deslizamiento imaginario que venía de Krafft-Ebing y Freud.

Comentemos en este punto un aspecto que va de la idea sacrificial y sometimiento que sugiere el concepto de masoquismo femenino a lo que es la mentalidad cultural sobre la mujer tratada como objeto sexual, con todo el peso denigratorio que conlleva dicho imaginario y uno de los ejes importante de la reivindicación de género de los últimos años.

El objeto a, del que Lacan dice que es su único invento, tiene la característica de resto y por otro lado el objeto a es causa de deseo. Es causa de deseo y por otro lado residuo. También digamos que lo pasivo y activo suele asociarse con femenino y masculino. Si pensamos a lo pasivo como hacerse objeto del otro y lo activo en buscar el objeto en el otro, entonces difícilmente vamos a encontrar ahí una relación directa con el sexo anatómico. Ya es un sujeto que se hace objeto en otro, en ese punto es pasivo, hombre o mujer. Y un activo que busca el objeto en el otro puede ser también de cualquier sexo. Nos estamos despegando de la cuestión de la relación con el sexo anatómico. Lacan decía, del encuentro amoroso, que es el encuentro de alguien que no lo es con alguien que no lo tiene. Es muy ingenioso, porque tampoco dice del sexo y sin embargo es cierto que no solo hay esta tensión variante en el encuentro amoroso con esto que nunca encaja del todo y que también marca que hay una imposibilidad del lado de cada uno. ¿Ser qué? Ser el falo, lo cual es imposible.

Si tomamos el objeto a como causa, tomemos a su vez la idea de mascarada femenina, que consiste en sostener la apariencia de ser ese objeto que el otro quiere a título de semblante. Sostener ese objeto para convocar el deseo del otro. Para este sujeto, es importante que el otro lo busque, lo halague, lo desee. Hace tiempo atrás, una mujer que yo tenía en análisis decía que nada la conmovía, que todo la aburría y que lo único que tenía ganas era de seducir, que eso le daba sentido a su vida, que el otro la deseara. El halago masculino indica a la mujer que el objeto causa está de su lado y ahí está convocado en hacer jugar el juego del amor y del deseo. Con lo cual, esto sostendrá el fantasma masculino. Recuerden lo que decíamos del masoquismo femenino, ese enunciado de Lacan diciendo que se trataba de un fantasma masculino. Esta mascarada femenina de convocar el deseo sostendrá el fantasma masculino, que tiende a objetalizar al otro, a aizarlo, porque recorta partes del cuerpo en la relación con el otro. Partes del cuerpo seductoras o atractivas, estamos hablando de causa de deseo.

Este movimiento de deseo funciona, en el caso del fantasma masculino que aíza, que convierte en objeto algunas partes del otro, en la medida que funcione la mascarada femenina, en la medida hacer semblante de tener ese objeto que causa. Hay un dilema con este sujeto, porque queda expuesto a tener que encarnar el objeto que causa y suscita el deseo, pero que al mismo tiempo abre a la fragmentación. Si abre a la fragmentación, el objeto queda muy expuesto o ella puede quedar como objeto. Esta condescendencia en relación al fantasma masculino hará funcionar el circuito del encuentro en cuanto funcione la mascarada femenina sosteniendo el fantasma masculino. Ahora, esto funciona como señuelo, como semblante. También está el amor que unifica y a partir de la condición de ser deseada, se alcanza el todo que se pretende ser para el otro, sensación buscada y muy plena en el campo del encuentro amoroso. Entonces, tenemos la diferencia en la denigración cultural respecto del tema de la mujer como objeto, a la importancia que tiene en el encuentro la mascarada femenina que hace de señuelo y semblante de algo que desea el otro, que lo genera y lo mueve.

Masoquismo perversoSe trata de un tipo de masoquismo con mucha prensa en la cultura, en la literatura, en el cine. Un sujeto perverso en general no demanda un análisis, porque tiene una posición distinta al saber que el neurótico. El neurótico fácilmente supone un saber al otro y esto es imprescindible para empezar un análisis. Lo real de la vida -lo que no funciona- puede mover a alguien a consultar y esto es imprescindible para el inicio de un análisis, pero no es lo único. También tiene que estar la suposición de saber en el analista, que para eso va al analista. Esto que está en el neurótico no es tan frecuente en el sujeto perverso.

El sujeto perverso cree saber todo sobre el goce y en general funciona como el personaje de la satisfacción permanente y sin freno. Es “la voluntad de goce” de la teoría psicoanalítica, propia del sujeto perverso. Esta voluntad de goce y este saber del goce es algo que fascina al neurótico, porque el problema que tiene la estructura neurótica es que desea según la ley y eso es más acotado. El perverso aparece en un campo de goce mucho más amplio. Les recomiendo las películas “Nueve semanas y media” y “Las 50 sombras de Gray”. Hay otras mejor hechas, pero ambas películas plantean la propuesta de un camino de goce con escenas que se arman a propósito y otro que sigue eso, fascinado.

El perverso puede consultar a un psicoanalista, pero es difícil cuestionarle su goce. Consultan por cualquier tema como una ruptura de pareja, problema con los hijos. etc. Pero es difícil que consulte porque es masoquista, por ejemplo. Es por eso que no hay tanta literatura psicoanalítica al respecto.

El neurótico despliega su posición en el fantasma, dnde arma su relación al Otro. El sujeto perverso avanza sobre el montaje de eso en una escena. Esto es una diferencia muy importante. El perverso propone, instruye. Lo vemos en el masoquista perverso, que convence e instruye al otro. Algunos redactan contratos, que son muy interesantes. Hay un libro sobre masoquismo increíble, de Deleuze, La presentación de Sacher-Masoch. Masoch fue un escritor del siglo XVIII de cierta valía. Pasó a la posteridad a partir de que se tomara su apellido para denominar al masoquismo. Deleuze describe los contratos que firmó el personaje del libro, Severino, con Wanda, en donde se ve con mucha claridad los elementos que debían estar en la escena masoquista. En estos contratos se leen los elementos sustanciales del sujeto masoquista, por ejemplo el montaje reglado de la escena, la monotonía que tiene la misma. La escena se tiene que repetir una y otra vez. La escena perversa inscribe una ley a ese goce, por eso el mismo contrato es una ley. Lo que allí se inscribe es el sometimiento y la devoción del sujeto. Se ve allí la ausencia de amor y la falta de acto sexual tradicional. Todo eso está descrito en esos contratos, además de las reflexiones de Deleuze.

Decíamos que el neurótico estaba en relación a su fantasma y por el otro el perverso, que avanza haciendo una escena en relación al fantasma. Lacan decía que al neurótico el fantasma le va como las polainas al conejo, es decir, si quiere avanzar sobre eso va a tropezar o va a tener miedo. Por eso fascina mucho cuando alguien aparece sin detenerse ante estos tropezones y constituye la escena en toda su dimensión.

Lacan hace una precisión en relación al ofrecimiento que tiene el masoquismo hacia el goce del Otro, lo cual es fantasmático. Lo que el fantasma vela y lo que en realidad el masoquista busca es la angustia del Otro a través de identificarse al objeto a. Como resto, el perverso se identifica al objeto, como despojo, como humillación, denigración o basura. La perversión está en relación a la renegación de la castración, mientras que la neurosis está en relación a la represión. La renegación del masoquista perverso se da en identificarse y ser objeto resto, lo que hace es restituirlo a la estructura y así reniega que a ella le falte algo. Esto que falta, él lo restituye por la vía de hacerse ese objeto. Se trata de un objeto denigrado, de despojo.

Cuando se piensa al partenaire del masoquista perverso, se piensa popularmente en uno sádico. No necesariamente es así, porque no hay complementariedad sádico-masoquista. Esto es porque si el partenaire del masoquista fuera un sádico, el masoquista se privaría de instruírlo, de convencerlo. El perverso, en el terreno de la seducción, va haciendo la puesta en escena de a poquito en un modo de convencer, de instruir. Este camino en un sádico es innecesario y este atajo no le entusiasma al masoquista. Hay que recorrer el camino, o sea, él va armando el montaje de la escena: el lugar, el látigo, los lugares, las reglas. Esas reglas siempre le otorgan todo el poder al partenaire, para poder hacerse objeto del Otro. Severino, el personaje de La Venus de las Pieles, una de las novelas más importantes de Sacher-Masoch, decía que esa mujer vestida de pieles y con látigo que lo humilla hasta hacer de él un esclavo, que es esa es su criatura. Pero para eso, tenía que montar toda la escena y hacer los contratos.

En general, el partenaire del masoquista perverso no se va a encontrar en el campo del sádico perverso, sino entre los neuróticos. El sujeto se va a fascinar con la propuesta, aunque no todo va a ser fascinación, sino que también va a haber un punto donde se angustie y se quiebre, como sucede en estas películas que les mencioné. Esto es porque el neurótico no aguanta la presencia de un sujeto transformado en despojo muy desvalorizado, en basura. La dificultad del neurótico con el perverso es la de avanzar por un terreno que no se rige según su deseo, sino que se rige por una ley que en principio fascina, pero es un territorio totalmente desconocido. Otra cuestión que puede generar el quiebre es sentir que queda atrapado en una escena fija, sin salida. La escena perversa -masoquista, sádica o la que sea- siempre tiende a tener una fijeza. Se arma la escena con elementos que no cambian. Entonces, el neurótico puede sentir que queda atrapado en una escena fija. Además, en la escena perversa no es tan importante la cuestión amorosa, por lo que el neurótico puede temer que al quedarse sin el recurso del amor pueda sentir que queda fácilmente descartable, lo cual no es sencillo de sostener.

Si un contrato determina la forma de derechos y obligaciones, en la firma explícita del consentimiento contractual, el personaje queda atrapado en los deberes. Esas cláusulas lo van reduciendo a un nivel de objeto y esa es la idea: un objeto residuo y desechable. El masoquista perverso trata de realizar esa identificación en esta mostración sobre la escena. Con ese procedimiento pone en juego la renegación de la castración.

Masoquismo moral. En contraste con la escasa demanda de análisis del masoquista perverso, el que puebla nuestra experiencia es el masoquismo moral. Yo lo llamo masoquismo neurótico. Tiene menos prensa y espectacularidad que el masoquismo perverso. Hay una desconexión entre su actitud y las escenas de sexualidad y también, la gran diferencia, es que el neurótico consulta porque le pasan cosas. Es cierto que esta cuestión de la posición de masoquista moral no aparece en la consulta con tanta claridad. Viene como cualquiera a plantear algo de su vida que no anda. En el transcurso del análisis aparecerá este posicionamiento fantasmático respecto a su identificación a ser un objeto más desvalorizado. Es el sujeto donde aparece más claramente la mortificación psíquica, en donde aparece la cuestión del maltrato del otro, o porque el destino y la vida… Aparece el lamento, tanto el maltrato sea de la pareja, de la familia, del trabajo, la vida misma. hay una cuestión de víctima permanente acerca de eso. No siempre les va a mal en su vida, pero en los autorreproches acerca de su posición ante el otro de lo que le pasa en la vida siempre aparece una necesidad de mostrarse mal y enfatizar al padecimiento, como si fuera el único e importante de la existencia. Pueden convertir un débil y cotidiano inconveniente en un drama terminal.

El masoquismo va más allá de una queja de la dificultad o la infelicidad común, como Freud decía. Es el padecimiento lo que importa, ya sea por circunstancias de la vida, en manos de alguien o circunstancias del destino. Se pone primer plano el padecimiento y se deja de lado cuando aparece algo donde el sujeto pueda ser valorado. Hay una fijeza que tiene el fantasma del masoquismo moral. Por ejemplo, un hombre relata peleas con su esposa acerca del tema de los hijos. Se divorcian, pasan 4 años y cuando tienen que reunirse para resolver cosas de los hijos, él cuenta lo que habló con su ex, pero de la misma manera que cuando estaba en la separación. Reproducía la escena donde él era maltratado y se llevaba la peor parte. La escena estaba intacta, él la mantenía igual.

Otra mujer, permanentemente sufría sus relaciones amorosas porque llegaba el momento donde el otro la dejaba. Ella decía quedar abandonada, en menos, que no estaba a la altura, etc. Después de un cierto trabajo, ella vuelve a salir con alguien y en un momento ella advierte que no lo amaba. Por primera vez en su vida, ella plantea el corte. Ahí ella cambia su posición subjetiva. Cuando ella se refería al corte, su tendencia era contar como que él la había dejado. Ahí está esa fijeza del masoquismo moral, del ser menos, del padecimiento.

Pregunta: ¿Qué relación hay entre masoquismo moral y superyó?
A.F.: El masoquista moral tiene permanentemente el peso de la culpa, las auto prohibiciones, los autorreproches. No son conceptos equivalentes, sin embargo.

Pregunta: ¿Cuál es el lugar del analista?
A.F.: El masoquismo moral es inconsciente, no es un anhelo yoico. En la transferencia, hay que tener cierto cuidado de no caer lo que en el lazo social sucede: se los reprende por su actitud de ponerse en menos y no moverse para ser más valiosos. Ahí quedamos fuera de la posibilidad de intervenir en un piso diferente del que está en juego, que es la construcción del fantasma. El paciente ignora la construcción de su fantasma masoquista, por eso decimos que es inconsciente.

Pregunta: ¿Cómo es que el masoquista perverso busca la angustia del otro?
A.F.: Lo que aparentemente busca es el goce del otro, pero lo que verdaderamente busca es la angustia. Esto es porque la angustia del otro viene a encarnar el objeto que finalmente cubra la castración del Otro. Este es el circuito que cierra, a partir de la angustia del otro. Es lo que le confirma que él es el objeto basura que falta para cubrir la castración y renegar de ella.

La diferencia entre masoquismo moral y perverso es que el primero encarna al objeto desde el fantasma, mientras que el segundo lo hace desde la escena.

Pregunta: ¿Cómo diferenciar masoquismo de las melancolías, en el sentido del sujeto como resto?
A.F.: En la melancolía la identificación al objeto es masiva como ruina y caída, no como humillación. El manto que cubre al melancólico no solamente es sobre sí mismo, sino sobre el mundo. Lo que para un melancólico podría cumplir con ese objeto ruinoso podría ser tirarse por la ventana, por ejemplo. Hay mucha diferencia entre una posición y la otra, la identificación en distinta.

Pregunta: (pregunta por el fantasma masculino)
El fantasma masculino plantea la cuestión del búsqueda del objeto, en relación al masoquismo femenino, que llega a enunciarse como “Haz de mi lo quieras”, es decir, un objeto ofrecido a la entrega.

jueves, 6 de junio de 2019

¿Cómo se da la sexuación en el hombre y la mujer?

Lo que hace que una mujer se interese en un hombre es el falo. “Buscar el falo en el cuerpo del hombre es lo que hace del falo fetiche para la mujer” (Brodsky, 2004). Pero además de interesarse en el órgano, la mujer se interesa en las palabras de amor; es más, a veces solo quiere palabras de amor. Hay un efecto de goce sobre el cuerpo de la mujer producido por las palabras de amor. Ella obtiene goce de la palabra, “de las palabras de amor, se extrae goce en el cuerpo” (Brodsky).

Esta capacidad de obtener goce, goce en el cuerpo a partir de las palabras de amor, es lo más típico de la posición femenina” (Brodsky, 2004), por eso la mujer le demanda tanto al Otro que le hable de amor. Ahora bien, como la mujer es tomada como un objeto, ¿de qué manera una mujer se convierte en objeto para el hombre? Aquí es donde se pone en juego la estrategia femenina de la mascarada; pero se trata de una estrategia en relación con el falo. Ella está del lado del que no lo tiene, por eso se puede colocar, imaginariamente, del lado del tener: “es una solución de la castración vía la identificación viril, es decir, hacerse a un tener” (Brodsky), lo cual la masculiniza.

La segunda solución de la mujer respecto del falo no es que lo tenga, sino que lo es: ser el falo; esta es propiamente la mascarada femenina. “La estrategia de la mascarada implica ser lo que el hombre desea. No es una estrategia del tener, es una estrategia del ser” (Brodsky, 2004). Si el hombre desea el falo, la estrategia de la mascarada es “aquí me tienes, soy el falo”. Es una estrategia de la mujer a partir del “no lo tengo”: es la famosa mujer fálica, la mujer que se viste de falo, y como el falo es el objeto de deseo, ella pasa a ser deseada por el hombre (Brodsky).

La otra estrategia de la mascarada es no jugarse del lado del “soy el falo”, sino del lado “soy el objeto”, el objeto a. “Son dos maneras de jugar el juego de la mascarada. “¿Quieres mi nuca?, soy tu nuca, acá me tienes”” (Brodsky, 2004). En esta posición, la mujer consiente ser el objeto del fantasma del hombre. Es así como ella obtiene el falo que no tiene: ubicándose como objeto del fantasma masculino. “Porque, finalmente, lo que está (en juego) en toda esta estrategia es cómo procurarse el falo” (Brodsky). Ella no lo tiene, quien lo tiene es el hombre, entonces “soy el falo” o “soy el objeto causa de deseo”, lo que es una estrategia para obtener el falo: mascarada femenina.

Pero Lacan no ubica la posición propiamente femenina ni del lado del ser, ni del lado del tener; tener y ser son estrategias vinculadas al falo. La posición propiamente femenina es la de la mujer desinteresada en el falo; la verdadera mujer es la que se ubica del lado del no tener, la que se reconoce castrada y no se interesa ni en tener, ni en ser, porque ser el falo es una estrategia para tenerlo, y la que se muestra como teniéndolo, se masculiniza, asusta al hombre y este sale corriendo. “Lacan ubica la posición femenina más allá del ser y más allá del tener” (Brodsky, 2004). Pero cuidado, porque cuando Lacan describe a una verdadera mujer “es mejor sacar un seguro de vida, porque no tiene nada de encantador. Es la ferocidad de la posición del no tener” (Brodsky).

Sexuación y sexualidad masculina.
“Para Lacan la sexuación se definía por una identificación con el falo, de dos formas: o bien tener el falo, o bien ser el falo” (Brodsky, 2004). Así pues, los hombres se ubican mejor del lado de quienes tienen el falo; es una muy mala posición para ellos estar del lado de quien es el falo. Para las mujeres es una mala solución estar del lado de tener el falo; “le da mucho más resultado ser el falo” (Brodsky). El hombre que es el falo, se feminiza, y la mujer que tiene el falo, se masculiniza. Por tanto, “llamamos hombre o mujer a dos maneras de inscribirse en relación con el predicado fálico -que da por consecuencia dos estilos de goce-” (Brodsky).

Del lado masculino de las fórmulas de la sexuación, independientemente del sexo biológico y de las identificaciones imaginarias, el hombre es aquel que tiene el falo, lo cual lo deja mal parado: él lo tiene y por lo tanto lo puede perder. El paradigma de esta situación es el hombre soltero: aquel que está casado con el falo. Lacan va a llamar a esta relación del sujeto con su falo “el goce del idiota”, es decir, el goce masturbatorio, ese goce que está siempre al alcance de la mano (Brodsky, 2004). Es un goce que no requiere de mucho esfuerzo: no hay que pagarlo, no requiere de mucho trabajo, no hay que salir de la casa, ni cambiarse, ni peinarse, ni vestirse, etc.; el esfuerzo es mínimo. Se trata de un goce solitario, “del cual un hombre puede extraer -es totalmente frecuente- más satisfacción que de cualquier encuentro homo o heterosexual” (Brodsky).

Para que el hombre salga de este goce autoerótico, hay que prohibirlo, porque si no, el gran masturbador prescinde del Otro, el Otro no le interesa para nada (ética cínica). El hombre va a contar con el Otro, cuando sale a buscar el objeto a, el objeto causa de su deseo, el cual está en el campo de la mujer; por esta razón “el hombre nunca goza de la mujer, sino de una parte de su cuerpo” (Lacan, citado por Brodsky, 2004). Esto es decisivo en el encuentro con la mujer: es a partir de ese objeto a, de eso que se recorta del cuerpo de la mujer, que se hace posible el encuentro del hombre con una mujer. Es por esto que la mujer a veces siente que es tomada como un objeto, pero es lo mejor que le puede pasar: “porque si no la toman como objeto, no la toman por nada” (Brodsky). La posición más digna para la sexualidad masculina es la de pasar por el objeto pulsional, extraído del cuerpo de la mujer; el problema es que, siempre que se dispara el deseo por una parte de la mujer, el goce termina siendo goce del órgano. El hombre “nunca goza de la mujer, goza de su propio órgano, es lo que define la sexualidad masculina” (Brodsky).

miércoles, 23 de enero de 2019

Acerca de lo femenino.

Lo femenino, entre todas las disputas teóricas y facticas que hoy presenta, también padece de una dificultad esencial: la dualidad semántica de su nominación, que no ha encontrado en el lenguaje técnico una diferenciación significante que favorezca su interpretación. Hoy quiero desarrollar un primer femenino  que podríamos  definir como dentro del principio del placer en oposicion a otro más ligado a un más allá  del principio de placer.

Este primer femenino se ubica en relación a lo masculino como un par positivo que desciende del complejo de Edipo y ubica dos posiciones opuestas y complementarias en relación al falo y la incidencia de lo paterno en la disposición. Así lo femenino denota una relación al falo que no se agota en la simpleza del no tener, porque esta carencia no es sin relación a codiciarlo y demandarlo al que lo " tenga". Pulsión activa porque aquí lo femenino no deja de pulsar por tenerlo pero de meta pasiva porque el fin de la misma es ubicarse como receptáculo de aquello que el otro puede donarle.

La mujer no va a la guerra pero hace que vayan a la guerra por ella (como bien lo gráfica la leyenda troyana). Esta versión de lo femenino coincide más con la raíz etimologíca del término que se remonta al vocablo romano  "femus", que hacía referencia a los muslos de una mujer, como objeto de máximo deseo para el varón de esa época. La seducción como anzuelo imaginario para el sexo opuesto no iguala femenino a pasivo, "hacerse desear" implica un bucle del deseo, un pliegue singular que pone en relación al falo y el reconocimiento de su carencia en el mismo movimiento.

Así, el deseo de una mujer da vida al otro paterno al mismo tiempo que el efecto de su seducción lo castra al hacerlo caer al  lugar de cualquier hombre común. Y en esta monótona secuencia se juega la suerte de la metonimia del deseo que es histérico antes que otra cosa. Hasta aquí un enfoque de una faz del enigma femenino, pero, como bien lo expresa Genevieve Morel:  "Que una mujer consienta o no a la mascarada fálica, que la desee ardientemente o que participe de ella de mala gana, lo que ella vale no satura nunca la cuestión de su propia subjetividad. Es no-toda en la mascarada y ésta no nos dice gran cosa sobre su goce"  Es decir, está insuficiencia nos obliga  a indagar  otra dimensión de lo femenino que desarrollaré más adelante y que trasciende lo binario hacia un goce más ligado a un arcano que nos interroga desde Otro lugar...

martes, 8 de enero de 2019

La mascarada machista.

El machismo es la mascarada que encubre que el deseo masculino pasa por sus horas más bajas, impotencia, narcisismo apático, confusión con respecto a su propia elección, disputa con las mujeres por el lugar que causa el deseo del Otro, en definitiva una "desvirilización" creciente.
La que no sólo no es incompatible con la violencia contra las mujeres sino que está directamente relacionada con la misma.
Como de costumbre, la impotencia que los invade intenta resolverse inútilmente con el ejercicio cruel del Poder de la fuerza.
Jorge Aleman