En la perversión, el deseo no se presenta como la búsqueda de un objeto perdido (como en la neurosis), sino como la puesta en acto de un montaje en el que el sujeto mismo se ofrece como objeto del deseo del Otro. Esto define una posición subjetiva estable frente a la castración: no se trata de negarla simplemente, sino de sostenerla en escena.
La diferencia estructural es clave, porque el perverso no está simplemente “desviado” de una norma sexual, sino que ocupa una posición distinta frente al deseo del Otro. Repasemos:
De esta manera, el deseo perverso se organiza en torno a una escenificación en la que él mismo se coloca como instrumento del goce del Otro (ejemplo clásico: el fetichista que encarna el fetiche para que el Otro no confronte la castración). Ahora bien, la perversión es una posición ética frente al deseo, no solo una práctica sexual. Allí el sujeto se ubica como garante del deseo del Otro, lo sostiene, lo provoca, lo tienta. El perverso “sabe lo que el Otro quiere” y se propone darle satisfacción.
Cuestiones transferenciales
En la neurosis, el paciente transfiere en tanto supone al analista un saber sobre su deseo y su síntoma. Es la clásica Sujeto-supuesto-Saber. En las perversiónes, esa suposición de saber no se arma de la misma manera. El perverso no se interroga por su propio deseo (“¿qué quiero?”) sino que se coloca como objeto para el goce del Otro. Entonces, la transferencia se juega más en el registro de la puesta en escena fantasmática.
Cuando su defensa es exitosa, el perverso tiende a ubicar al analista en el lugar del Otro al que debe mostrarle la verdad de su deseo o incluso enseñarle a gozar. Ahora bien, dato clínico: el goce en la perversión nunca aparece sin mediación simbólica. El "peligro para el tratamiento" está en el analista puede quedar tentado de ser arrastrado como partenaire de la escena perversa (ejemplo: que el analizante espere complicidad, aprobación o incluso que se lo sitúe como destinatario del acting-out).
En estos casos, la transferencia puede volverse resistente porque el sujeto busca confirmar su montaje más que cuestionarlo. La posición analítica consiste en no ocupar el lugar que el perverso quiere asignarle, y a la vez no rechazarlo violentamente, sino bordear la escena hasta que se abra una pregunta.
Existen "puntos de quiebre", donde el perverso sí permite intervención, pero no en los mismos tiempos ni bajo la misma lógica que el neurótico. Los momentos clave suelen ser:
Cuando el montaje se interrumpe: aparece un malestar, un límite al goce, un fracaso en sostener el fantasma.
Cuando se confronta con la angustia: aunque la perversión en general funciona como un dispositivo que protege de la angustia, hay situaciones (rupturas vinculares, rechazo del partenaire, imposibilidad de sostener la escena) en que esta irrumpe.
Cuando se pone en juego la dimensión del Otro: es decir, cuando el sujeto descubre que no todo está garantizado en el goce del Otro y que su posición de “instrumento” tambalea.
La transferencia, entonces, no pasa tanto por “analizar el deseo inconsciente” en los mismos términos que en la neurosis, sino por introducir la falta en el Otro allí donde el perverso la reniega o intenta suturarla. El analista no debe aceptar ser partícipe del escenario, sino operar de modo que el sujeto confronte que el Otro no está completo y que su fantasma no es garantía absoluta.
Perfecto. Te armo un esquema según algunas formas clínicas de la perversión, visto desde Lacan, focalizando en cómo aparece la transferencia y dónde puede intervenir el analista:
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Montaje: el fetiche funciona como “desmentida” de la castración materna: “sé que falta, pero actúo como si no faltara”. El objeto a en juego es el fetiche mismo (ej: el zapato), que ocupa el lugar de “velo” que tapa la falta en el Otro. El deseo se sostiene en que el fetiche esté presente: es condición de posibilidad de la escena sexual.
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Transferencia: el fetichista puede ubicar al analista como garante de su fetiche, alguien que debería reconocerlo y validarlo. “Usted me entiende, no me va a juzgar, sabe que lo necesito”. El riesgo es que el analista quede tomado como validador (“sí, el fetiche te asegura el goce”) o como juez moral (“eso está mal, tenés que dejarlo”).
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Intervención: no rechazar el fetiche de entrada (sería confirmarle su certeza), sino ubicarlo en relación a la falta, mostrando que no garantiza nada en el Otro.→ Se interviene cuando el fetiche falla o cuando la angustia irrumpe en torno a su pérdida o rechazo.
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Montaje: El sadismo no es simple “crueldad”, sino un dispositivo para hacer aparecer la castración en el Otro: te muestro que no eres completo, que estás en falta. El sujeto se coloca como instrumento del goce del Otro: no solo busca gozar él, sino provocar un goce en el Otro a través del dolor, situándose como ejecutor. El objeto a en juego es la mirada y el cuerpo del partenaire, reducido a objeto de manipulación.
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Transferencia: el analista puede ser situado como partenaire que “debería soportar” o incluso como testigo de la puesta en escena. El riesgo es que el analista quede atrapado como “víctima” (forzado a escuchar con horror) o como “cómplice” (si responde desde la fascinación).
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Intervención: no aceptar ese lugar de objeto pasivo del goce del perverso. Bordear la escena apuntando a que no hay Otro que goce totalmente, introduciendo el límite de la ley.
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Montaje: el sujeto se ofrece como objeto para que el Otro goce de él. La satisfacción está en sostener la posición aparentemente pasiva de "ser usado", aunque desde ese lugar el masoquista mueve todos los hilos de la escena (por ejemplo, con contratos).
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Transferencia: puede intentar ubicar al analista como Amo sádico, demandando castigo o humillación. También puede traccionar al analista al lugar del "tercero que mira" en el fantasma, insistiendo en narrar escenas sexuales con detalle, en espera de rechazo o incomodidad del analista.
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Intervención: no ceder a esa demanda de ocupar el lugar de Amo. Devolver la responsabilidad del goce al sujeto, sin rechazarlo pero sin convalidar la escena. El trabajo se vuelve posible cuando el sujeto confronta que su montaje depende de un Otro que nunca es seguro, ya que puede retirarse, rechazarlo o no responder. También, cuando descubre que su goce masoquista no es garantía de vínculo, sino que lo deja en soledad. El analista apunta a abrir una pregunta: ¿qué sostiene él en esa posición de objeto? ¿qué evita al ofrecerse como soporte del goce ajeno?
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Montaje: mostrar(se) al Otro para excitar su deseo, poniendo en evidencia su falta. El objeto a en juego es la mirada del Otro. A diferencia del voyeurista, el exhibicionista busca colocarse él como objeto para ser visto (hacerse ver). Su satisfacción no proviene tanto de su propio cuerpo, sino de provocar la falta y la sorpresa en el Otro: “te muestro lo que no deberías ver”.
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Transferencia: el analista corre el riesgo de ser puesto en el lugar de espectador cómplice, supuesto destinatario de la escena.
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Intervención: no reforzar la mirada voyeurística, sino descompletar el lugar del Otro-espectador. Por ejemplo, señalando la función de ese mostrar en el fantasma, no satisfaciendo la expectativa de complicidad.
En las primeras sesiones, el paciente habla con lujo de detalles sobre sus escenas de exhibición. Tiende a mirar fijamente al analista, como chequeando si reacciona. El riesgo es que el analista quede en el lugar de espectador excitado o escandalizado, reproduciendo el montaje. Al ser ambos varones, puede intensificarse la tensión transferencial: el paciente puede esperar un gesto de fascinación, complicidad, rechazo viril o humillación.
El analista interviene: “Parece que a vos no te interesa tanto mostrarte, sino de cómo reacciona el otro cuando te ve. ¿Es eso lo que buscás en mí también?”. Con esto, se devuelve al paciente que intenta ubicar al analista como Otro-testigo, y se abre la pregunta por lo que él mismo queda fuera de esa escena. El analista también interviene en ese punto de sentirse mal: "¿Qué te hace sentir mal, que no les alcanza con ver lo que vieron?"
En el exhibicionismo, el deseo se arma en torno a hacer aparecer al Otro como espectador. La transferencia pone al analista en riesgo de ser atrapado en esa escena. La intervención analítica apunta a no aceptar ese lugar de voyeur, sino devolver al sujeto que lo que busca mostrar nunca será visto plenamente, introduciendo la falta en el campo de la mirada.
El trabajo se vuelve posible cuando el sujeto confronta que por más que se muestre, el exhibicionista nunca logra capturar del todo la mirada del Otro. El “ser visto”, de esta manera, no colma el deseo, sino que lo empuja a repetir. Allí el analista puede introducir la idea de que no hay Otro que garantice su imagen ni que pueda verlo “de verdad” en totalidad. Por otro lado, se puede abrir a la idea de la posibilidad de ser mirado de otras maneras...
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Montaje: espiar al Otro en su intimidad, intentando captar el goce “secreto”.
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Transferencia: el analista puede ser tomado como alguien a quien hay que arrancarle una verdad escondida. También puede ser puesto en el lugar de testigo-cómplice, un espectador al que se le “hace ver” lo prohibido.
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Intervención: no colocarse como depositario del secreto ni como garante del saber total. No ocupar el lugar de espectador excitado (no responder con fascinación, morbo o complicidad). Tampoco moralizar ni condenar (eso solo reforzaría el circuito del goce). Devolver al sujeto que lo que busca ver nunca se completa.
En las primeras entrevistas, el paciente relata con detalle sus escenas de voyeurismo, como si quisiera “mostrar” lo que vio. El analista corre el riesgo de ser puesto en el lugar de testigo-cómplice, un espectador al que se le “hace ver” lo prohibido. Incluso, aparece una demanda implícita: que el analista avale su práctica, o que funcione como aquel Otro que confirme la excitación de la escena.