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sábado, 23 de agosto de 2025

El Sujeto, el Deseo y la Falta como orientación de la cura

El carácter inaprehensible del sujeto no anula su valor como brújula de la cura psicoanalítica. Lo mismo puede decirse del deseo, siguiendo la articulación entre ambos: la cura se orienta por el sujeto, en la medida en que el analista debe “acomodarse” a él en la transferencia y darle lugar; y se orienta por el deseo, en tanto es lo que moviliza al hablante, lo que lo pone en causa.

Si lo simbólico preexiste, el sujeto queda atravesado por la latencia y la desnaturalización que esa anterioridad impone. El significante cumple una función activa: no se limita a producir efectos de sentido, sino que inscribe el cuerpo como superficie simbólica, radicalmente distinta del cuerpo natural y biológico. En este marco, la sexualidad adquiere un papel central en la praxis analítica, no por la genitalidad, sino por la participación de la pulsión.

La castración puede pensarse, por un lado, como la falta de una inmanencia que otorgue identidad al sujeto, lo que lo convierte en un “ser en falta” y repercute en su posición sexuada. Por otro lado, también puede concebirse como efecto de un vaciamiento constituyente, que conmueve cualquier noción de esencia previa. En tanto carece de identidad, el sujeto se ve obligado a identificarse para poder advenir al ser.

La palabra es el instrumento privilegiado de la práctica analítica, porque al ponerse en acto hace comparecer al sujeto en su división. Esto ocurre dado que la palabra está atravesada por la multivocidad, el equívoco y el malentendido; en su dimensión metonímica, ella misma da cuenta de la falta constitutiva a la que el sujeto está ligado.

Si el Otro es el tesoro del significante, y allí no existe término alguno que pueda nombrar o fijar al sujeto del inconsciente, se establece una correlación fundamental: la división del sujeto se enlaza con la falta en el Otro.

viernes, 22 de agosto de 2025

El “Incidente Freud” y la centralidad de lo simbólico

El llamado “incidente” Freud —si puede nombrarse así el efecto de conmoción que produjo— puso en primer plano la eficacia simbólica. De allí que Lacan haya elegido como pilares de su “Retorno a Freud” un tríptico fundamental: La interpretación de los sueños, El chiste y su relación con lo inconsciente y Psicopatología de la vida cotidiana. Estos textos muestran que el inconsciente se inscribe en un entramado simbólico legible, mientras que el efecto de sentido resulta un aspecto secundario.

Lo que Lacan denuncia en el contexto psicoanalítico de su tiempo es que ese valor de la eficacia simbólica había quedado opacado. La crítica central apunta a que el campo se había desplazado hacia lo imaginario, privilegiando sus taponamientos en detrimento de la potencia del significante.

El “Retorno a Freud” se define, entonces, como la recuperación del resorte simbólico en la manifestación del inconsciente, entendido éste como aquello que se hace presente en la palabra, en su discontinuidad.

Avanzando por esta senda freudiana, aunque con desarrollos propios, Lacan señala que en cierto punto emerge un obstáculo para la cura. Allí aparecen las resistencias —no sólo las imaginarias que dependen del analista— y la reacción terapéutica negativa. Dicho obstáculo se despliega, en última instancia, en el campo de la transferencia.

Esta dimensión inercial del hablante se revela en los límites de lo que la palabra puede articular, especialmente en sus bordes. Y es precisamente allí donde Lacan sitúa la originalidad freudiana: el recurso a la letra. En el rebus, en esa escritura que organiza al texto inconsciente, se localizan los puntos de fijación que marcan los lugares en los que el inconsciente se inscribe y puede ser leído.

martes, 19 de agosto de 2025

Freud y el corte epistémico: de la interpretación al discurso

Freud es uno de esos autores cuya obra conmueve los cimientos epistémicos de su tiempo, instaurando un nuevo horizonte. En julio de 1964, Michel Foucault sitúa el alcance de este corte al interrogarse por las “técnicas de la interpretación”. Con ello no solo plantea la cuestión de cómo se interpreta, sino también si existe algo más allá de las interpretaciones mismas. Se trata de una pregunta sobre la naturaleza de los hechos, retomada por Lacan bajo la fórmula de “la necesidad de discurso”, y que en Foucault abre el trabajo sobre el campo de la hermenéutica.

El psicoanálisis es, indudablemente, una experiencia clínica que se ocupa del sufrimiento humano. Pero también conlleva una perspectiva epistémica anudada a las condiciones simbólicas e históricas de su surgimiento. Freud, a quien Foucault ubica junto a Marx y Nietzsche, no agrega un nuevo sentido a los problemas ya existentes; más bien, transforma el modo en que el signo mismo debe leerse.

Así, allí donde la psiquiatría prefreudiana entendía el signo como producto de un proceso biológico, Freud introduce una torsión decisiva: lee en el síntoma —y no en el signo— las huellas de un conflicto ignorado por el sujeto. De este modo instituye un nuevo campo discursivo y clínico que hasta entonces no existía.

Este gesto inaugural resulta decisivo para comprender la posterior enseñanza de Jacques Lacan. No se trata aquí de su figura personal, sino de la transmisión de su pensamiento: Lacan se sostiene sobre el corte freudiano para radicalizar las consecuencias de un abordaje distinto del sujeto.

El acontecimiento Freud y la subversión del Otro

El planteo freudiano inaugura un modo inédito de lectura del signo: el síntoma deja de ser una mera manifestación clínica para testimoniar de Otra cosa. Desde allí, el acceso al inconsciente sólo es posible a través de la interpretación. En este sentido, las formaciones del inconsciente —incluyendo o no al síntoma, según se discuta— son ya interpretaciones de lo real del inconsciente.

Esto le permite a Freud delimitar, más allá del determinismo inconsciente y su eficacia, un punto de impasse: lo irreductible, lo no simbolizable.

En el capítulo 19 del Seminario 3, titulado “Freud en el siglo” —conferencia en homenaje al centenario del nacimiento de Freud en 1956—, Lacan subraya que el acontecimiento Freud excede toda referencia cronológica. Ese acontecimiento marca una ruptura fundamental: la conmoción de las bases simbólicas del Otro.

El Otro, concebido históricamente como el lugar donde se reúnen los signos y las creencias de una época, sostenía el semblante desde sus distintas encarnaciones. Con Freud, en cambio, el Otro se reduce a un puro lugar, despojado de imaginaciones y encarnaduras. El inconsciente se presenta entonces como ese Otro escenario, radicalmente distinto al sujeto mismo, un espacio topológico imposible de someter a la geometría euclidiana.

En este sentido, Freud anticipa —mucho antes de su tiempo— la lógica de lo virtual. Al transformar la causalidad en el campo del padecimiento humano, su obra produce una subversión que trastoca el punto de apoyo desde el cual abordar al sujeto y su sufrimiento.

El “Incidente Freud” y el Retorno al Eje Simbólico

El “incidente” Freud, si puede llamarse así por la conmoción que introduce, coloca en primer plano la eficacia simbólica. No es casual que los tres textos que sirven de sostén al “Retorno a Freud” propuesto por Lacan sean La interpretación de los sueños, El chiste y su relación con lo inconsciente y Psicopatología de la vida cotidiana. En ellos se evidencia un entramado simbólico en el cual el inconsciente se ofrece a la lectura, quedando el efecto de sentido en un lugar secundario.

Lacan advierte, sin embargo, que en el medio psicoanalítico de su época este punto había quedado relegado. Su principal crítica se dirige al abandono del valor de la eficacia simbólica en favor de lo imaginario y de los tapones que éste provee. El “Retorno a Freud” consistirá, entonces, en restituir al resorte simbólico el lugar central en la manifestación del inconsciente, entendiendo que éste se revela en la palabra y bajo la forma de la discontinuidad.

Recorriendo la senda freudiana, aunque con desarrollos propios, Lacan muestra cómo a partir de dicha eficacia simbólica se llega a un límite: un “algo” que aparece como obstáculo en la cura. Se trata de fenómenos que abarcan desde las resistencias —no sólo las imaginarias, que quedan a cargo del analista— hasta la reacción terapéutica negativa. El obstáculo, en definitiva, se juega en el campo de la transferencia.

Este punto inercial del hablante surge allí donde la palabra encuentra sus bordes, sus imposibles. Es precisamente en ese borde donde Lacan ubica la originalidad freudiana: el recurso a la letra. En el rebus, en la escritura que configura el texto inconsciente, se hallan los puntos inerciales que permiten delimitar los modos en que el inconsciente se fija y se lee.

Más allá del Padre: la nominación en el cruce de RSI

Una vez establecida la distinción entre lo serial, lo modal y lo nodal —un recorrido que a Lacan le tomó décadas— se abre la posibilidad de precisar la diferencia entre el inconsciente como suposición y el inconsciente como ex-sistencia. Esta diferencia se vincula estrechamente con la pregunta por aquello de real que hay en el inconsciente, es decir, lo que a él le ex-siste.

Considerar a lo Real, lo Simbólico y lo Imaginario como categorías implica introducir entre ellos una medida común, de modo que ninguno queda jerárquicamente por encima del otro. Lacan subraya que se trata de letras, y en tanto tales habilitan a pensarlas como modalidades de la nominación. Entre este seminario y Le sinthome explora, al menos, tres posibilidades.

Ex-sistencia corresponde al agujero propio de lo real; consistencia al del imaginario; e insistencia al del simbólico. Pero también podemos pensarlo en paralelo con otro tríptico freudiano: inhibición, síntoma y angustia. Lacan enlaza ambos conjuntos y sostiene que RSI son los Nombres del Padre, aunque la misma afirmación podría hacerse de inhibición-síntoma-angustia.

La pregunta crucial sigue siendo la función del cuarto. Lacan la rastrea en Freud, en la realidad psíquica y en la referencia edípica, y apuesta a que ese cuarto término permita a la nominación dar un paso más allá. Con ello abre un margen característico de la praxis analítica: servirse del Padre para atravesarlo, ir más allá de él.

Tal vez sea este mismo movimiento el que lo conduzca, ya en el Seminario 23, a plantear otras dos vías posibles de la nominación: el coloreado o una cuarta consistencia. Su inclinación, sin embargo, apunta hacia esta última, pues lo decisivo en estas modalidades es el estatuto de la diferencia que trazan.


viernes, 8 de agosto de 2025

Del lenguaje al orden simbólico: la función del Padre como eje ordenador

Partiendo de la preexistencia del campo del lenguaje, cabe preguntarse cómo se constituye el orden simbólico para un sujeto. Esta formulación permite sortear una dificultad frecuente en los inicios, cuando el orden simbólico tiende a ser confundido con el lenguaje mismo. El tránsito del primer al segundo aforismo lacaniano sobre el inconsciente apunta precisamente a esta cuestión: el pasaje de la estructura al discurso.

En este desplazamiento se ubica la función del Padre, ya introducida por Freud y reformulada por Lacan a partir de un concepto central en su enseñanza: el significante. Su primera formulación aparece en el Seminario 3, dedicado a las psicosis, donde Lacan habla del significante “Ser Padre”. Con esta denominación, subraya que no se trata del progenitor biológico, diferenciando al padre como figura familiar del Padre como operador en el complejo. Es este último el que interesa al psicoanálisis, en tanto deja marcas determinantes en la constitución subjetiva.

El significante “Ser Padre” se define por su función: es la vía principal que organiza la sexualidad. De allí que pueda hablarse de normativización, no como adaptación a una “normalidad” previa, sino como efecto de la incidencia de la norma. Tal vía no excluye desvíos, pero constituye el recorrido que permite al hablante acceder, mediante la identificación, a una posición sexuada allí donde no hay identidad preestablecida. De este modo, habilita la posibilidad de responder a un partenaire sin que ello implique vicisitudes excesivas, cuya medida, por supuesto, no puede establecerse de forma universal.

martes, 5 de agosto de 2025

De la lógica al nudo: sobre el límite de la razón en la clínica lacaniana

Ciertas vueltas del final de la enseñanza de Lacan —sobre todo en sus últimos seminarios— han llevado a algunos lectores a suponer un desplazamiento radical: como si Lacan se desentendiera de lo simbólico en favor de lo real. Esta lectura, sin embargo, se ve rápidamente matizada si nos situamos en L’étourdit, su último gran escrito, donde afirma que —a diferencia de la ciencia— el psicoanálisis se ocupa de la verdad, porque se ocupa del fantasma.

Esta afirmación se inscribe en un trabajo profundo de interrogación sobre el campo de la verdad, un campo que abre las condiciones de posibilidad para un tratamiento lógico del síntoma. Desde allí, se hace clínicamente posible deslindar lo imposible, ya no solo como lo que no puede decirse, sino como lo que no puede escribirse. Un análisis se orienta, entonces, por una intervención sobre esa imposibilidad —más allá de sus efectos terapéuticos—, delimitando el límite lógico del enunciado, aquello que escapa a la razón.

Por eso Lacan puede afirmar tempranamente que el psicoanálisis no es una práctica como las demás. Lo que escapa a la razón no solo marca una diferencia respecto del saber, sino que señala el límite mismo de la lógica proposicional. ¿Por qué entonces se vuelve necesario este anclaje lógico? Porque lo atributivo resulta insuficiente para dar cuenta del desarreglo estructural de lo sexual en el ser que habla.

En este punto, Lacan propone que un sujeto ocupa el lugar de argumento de una función. Esa posición no es meramente lógica: es una respuesta formal al ausentido, al vacío de significación que introduce la no-relación sexual.

Este movimiento —del juicio atributivo a la formalización cuantificacional y modal— es un paso crucial en su enseñanza. Permite sortear la ilusión de complementariedad que el discurso amoroso o edípico propone. Sin embargo, este avance también muestra su límite: incluso cuando no se trata de un planteo atributivo, el modo cuantificacional sigue operando como una forma de predicación que, aunque más sofisticada, puede alimentar una ilusión de cierre. El paso siguiente será, entonces, el pasaje a lo nodal, donde el simbolismo lógico ya no alcanza y se torna necesario otro modo de inscripción: el nudo.

miércoles, 23 de julio de 2025

Entre el 0 y el 1: letra, borde y denotación del sujeto

A partir del recorrido de Cantor, retomamos el valor de la letra como aquello que se instala en un borde —distinto del límite—: un borde que señala lo imposible de escribir. Este borde puede pensarse como el litoral que marca la zona de contacto (y fricción) entre lo real y lo simbólico, pero también entre lo real y el saber. Lo que ese litoral impide es la tautología, la repetición como identidad. La letra, en su singularidad, fractura la repetición idéntica.

La función de la letra es entonces designativa, y esta designación implica un salto, tal como lo plantea Cantor. No se trata de cualquier salto, sino de una operación que evidencia el límite mismo de una formalización: allí donde ya no se puede escribir más, la letra marca ese extremo. Esta marca deviene condición para dar cuenta lógicamente de lo que el significante de la falta en el Otro escribe. Así, el borde se articula con el deseo, con el goce (en tanto anomalía) y con el sujeto, en su forma subvertida.

Frente a este borde, sólo la letra puede designar. Y esa letra se configura como una unaridad: algo que porta una forma de unicidad sin ser ni “lo único” ni lo “unificado”. Es en este punto donde el rasgo unario adquiere toda su potencia.

Ese rasgo permite pensar las consecuencias de un vaciamiento de lo cualitativo. Ya no se trata de predicar, sino de enfrentar lo impredicable. Esta orientación cuestiona la suficiencia del enfoque atributivo de la sexuación: no lo descarta, pero muestra sus límites.

El problema se desplaza entonces hacia cómo considerar al sujeto más allá de lo cualitativo, y para eso es necesario llevarlo al campo de la denotación. La pregunta que se abre es:
¿Es la denotación el campo que abre la brecha entre lo particular y lo singular?

El significante, al operar en lo real, introduce allí una diferencia radical. Presuponemos ese real como homogéneo antes de la incidencia simbólica. En tanto efecto del significante, el sujeto no es entonces una interioridad, sino una discontinuidad en ese real.

Pero no se trata ya del sujeto alojado en la significación fálica, como en el esquema Rho. Este sujeto —el que se localiza entre el 0 y el 1— no es enumerable. Su lógica no es contable, ni responde a la consistencia de una serie. Es, más bien, el efecto lógico de una letra que bordea lo imposible.

martes, 22 de julio de 2025

Del objeto especular al sujeto descontado: efectos de la identificación narcisista

La precipitación que acompaña la operación de la identificación —en tanto constituye la ilusión narcisista— debe pensarse como un proceso que produce un efecto de objetivación. Diana Rabinovich ha señalado con justeza que el matema i(a) formaliza que el moi tiene un núcleo real, ese objeto a que es el objeto del fantasma. En este sentido, la objetivación narcisista que el espejo produce es una parodia del objeto que falta: no es el objeto causa del deseo, sino su simulacro especular.

El valor especular del moi, derivado del valor libidinal de la imagen, lo convierte en un objeto más entre otros, independientemente de la infatuación que le es correlativa. Esta reducción del sujeto a objeto se ve acentuada por lo que Lacan señala en relación a esta instancia: … antes de que el lenguaje le restituya en lo universal su función de sujeto. Lo imaginario, entonces, introduce una anticipación estructural: el sujeto, antes de poder simbolizarse, se objetiva.

Esta objetivación implica que el hablante, en una primera instancia mediada por lo imaginario, se cuenta como tercero, como algo visible y representable. Solo en un segundo tiempo lógico, el orden simbólico lo habilita a una operación diferente: descontarse, es decir, contarse en menos, en la medida en que puede inscribirse como falta. De ahí que, en el plano sincrónico, el sujeto se inscriba como un –1 en la batería significante: presencia de una ausencia, efecto de una pérdida estructurante.

En oposición a esta operación simbólica, la objetivación instala al moi en contraste con la imagen del semejante, y es allí donde emerge la función del yo ideal freudiano, el i(a). Este opera como un molde, una especie de eje estructurante de las identificaciones imaginarias. Tal función polariza y organiza el campo libidinal, al ofrecer un punto de focalización para las catexias.

Lacan nombra a este efecto con el término “normalización”, lo cual indica, en primer lugar, su apoyatura simbólica. Pero además, el término subraya que se trata de una operación de normativización, es decir, de ordenamiento estructural del deseo y de la economía libidinal, lo que dista significativamente de cualquier noción de “normalidad” en sentido clínico o estadístico.

jueves, 17 de julio de 2025

Frege y la lógica del inicio: fundamentos para una clínica del vacío

Frege es uno de esos autores que, una vez introducidos en la enseñanza de Lacan, no pierden vigencia. Lacan vuelve a él una y otra vez, no como cita erudita, sino como sostén estructural de su lógica. ¿Qué es lo que vuelve a Frege tan relevante en este contexto?

Una hipótesis plausible es que Frege le permite a Lacan construir una lógica del inicio, es decir, una forma de pensar el comienzo sin recaer en los atolladeros del mito. Le ofrece, en ese sentido, una herramienta formal para evitar recurrir a narraciones fundacionales, lo que resulta clave en una teoría que se propone operar sobre lo simbólico sin sustancializarlo.

Conviene ubicar que Frege participa de una transformación mayor que atraviesa la segunda mitad del siglo XIX y las primeras décadas del XX: la reformulación de la lógica más allá de los límites aristotélicos. Este movimiento no solo transforma la lógica como disciplina, sino que repercute en la concepción del orden simbólico en su conjunto, con consecuencias visibles incluso hasta Gödel.

Para Lacan, hay una orientación estructural que lo lleva inevitablemente hacia ese terreno: su propuesta requiere una lógica de la génesis de la serie numérica, en tanto está en juego, al menos, una doble articulación:

  1. La relación del sujeto con el significante.

  2. El hecho clínico de que el inconsciente empalma con lo real.

Este último punto se enlaza directamente con la noción freudiana del "ombligo del sueño", ese punto opaco que Freud bordea y que resiste toda interpretación. Lacan lo retoma como indicio de una zona no simbolizada, irreductible, cuya existencia justifica su tesis en Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis: que no se puede abordar la pulsión sin antes ocuparse de la transferencia.

Ese punto opaco, ese agujero, es el lugar mismo de la inconsistencia del Otro. Y es allí donde Frege se vuelve fundamental: permite formalizar esa inconsistencia, no como falla anecdótica, sino como estructural. En ese lugar vacilante se emplaza la sutura, operación lógica que, en Lacan, prefigura una vía novedosa para pensar el síntoma. El síntoma ya no como formación de compromiso solamente, sino como respuesta a ese real innombrable que el significante no logra cubrir.

martes, 15 de julio de 2025

Del sin sentido al fantasma: estrategias del sujeto ante la caída del Otro

Cuando se hace foco en la contingencia, el efecto del significante se revela inseparable del sin sentido, noción clave en la concepción lacaniana del orden simbólico. La idea de significancia fue introducida por Lacan para señalar que el significante, por su mera articulación, produce significación. Sin embargo, también advierte que ese mismo significante, por su ambigüedad constitutiva, puede significar más de una cosa e incluso engañar. Es decir, el sentido no es garantía sino efecto, y su proliferación se sostiene sobre un fondo de opacidad.

Este sin sentido no es un accidente, sino algo inherente al funcionamiento mismo del significante. El sujeto queda así atrapado en esta lógica, especialmente cuando el Otro —en tanto garante de verdad y consistencia— vacila o se desmorona. Es precisamente en este punto donde Lacan ubica la función del fantasma y del objeto a que lo sostiene.

Allí donde el sin sentido abre un abismo, el fantasma aporta una ficción que estabiliza. El objeto, en tanto soporte imaginario del fantasma, ofrece un anclaje que rescata al sujeto del fading. Como dice Lacan en el Seminario 6:

...en el fantasma, el objeto es el soporte imaginario de esa relación de corte en que el sujeto ha de sostenerse dentro de ese nivel, lo cual nos induce a una fenomenología del corte”.

El objeto funciona entonces como soporte ficcional, anudando al sujeto en una posición desde la cual puede situarse a orillas del inconsciente. Es en este borde —que no es interior ni exterior— donde opera la nominación como acto que delimita un lugar posible para el sujeto, aún cuando este no pueda ser plenamente nombrado. La nominación, así entendida, no clausura la falta, sino que la inscribe como corte, marcando un punto de inscripción que hace posible el alojamiento subjetivo.

En este marco, el fantasma se constituye como una especie de campamento simbólico desde el cual el sujeto se resguarda ante la caída del Otro y la irrupción pulsional que dicha caída trae consigo. Funciona como una matriz de sentido que permite elaborar estrategias defensivas frente a la angustia estructural y a la inconsistencia del Otro.

domingo, 13 de julio de 2025

Del cuerpo observado al sujeto que habla: el giro freudiano y la razón sobredeterminada

Allí donde la medicina y la psiquiatría del siglo XIX organizaban su práctica en torno a una mirada objetiva que recaía sobre un cuerpo doliente, el psicoanálisis introdujo una ruptura decisiva: Freud otorgó la palabra al sujeto portador de ese cuerpo. Esta operación no solo desplazó el foco clínico hacia el discurso del sujeto, sino que también implicó una nueva concepción sobre su responsabilidad en relación con el síntoma.

Este viraje está directamente ligado a un nuevo modo de concebir la razón, el cual Lacan caracteriza como un “redescubrimiento” en el Seminario 1. La razón freudiana ya no se reduce a una lógica lineal ni a la deducción empírica, sino que se configura como el lugar de la sobredeterminación: un espacio simbólico regido por reglas que inscriben las marcas de la historia del sujeto y operan mediante permutaciones.

Una de las innovaciones fundamentales del psicoanálisis fue situar la castración como referencia estructurante del orden simbólico. Lacan lo expresa con fuerza: “Freud es, para todos nosotros, un hombre situado como todos en medio de todas las contingencias: la muerte, la mujer, el padre”. Estos tres términos delimitan el horizonte freudiano desde el lugar de lo imposible; cada uno traza un borde dentro del campo simbólico, donde éste se enfrenta a sus propios límites.

Esta lógica de borde anticipa la noción de letra, que se ubicará entre lo simbólico y lo real. La letra, en tanto indicio de lo que no puede ser completamente simbolizado, delimita los márgenes de la sobredeterminación. Así, aunque Lacan trabajará con una estructura de necesidad lógica, su propuesta se ancla —y desde temprano— en una concepción de la contingencia: aquello que, desde el punto de vista del tiempo y del sentido, insiste en no escribirse del todo.

La contingencia, retomada aquí como una de las categorías lógicas de Aristóteles, se ofrece como expresión de lo incalculable, particularmente en lo que respecta a la temporalidad. En este punto, el gesto freudiano subvierte la linealidad cronológica y coloca en primer plano la dimensión histórica singular del sujeto.

sábado, 5 de julio de 2025

Defensa y constitución del aparato psíquico: de la economía del goce a la represión primaria

Desde los inicios de la obra freudiana, el concepto de defensa ocupa un lugar central. En el marco del punto de vista económico, Freud sitúa la defensa como una función esencial, sin la cual no sería posible concebir el armado del aparato psíquico.

Si entendemos lo económico como una dinámica de energías libres, móviles e irruptivas, la defensa aparece como una respuesta estructural del aparato ante ese flujo potencialmente desorganizante. En otras palabras, el aparato se constituye precisamente en el acto de defenderse: si tal defensa no operara, el conjunto de representaciones que lo constituye se vería amenazado en su coherencia.

Lo que está en juego aquí es la tensión entre lo articulado —la red simbólica de representaciones— y aquello que puede romper dicha articulación: el goce. Desde este ángulo, es posible leer que Freud está ya situando a la trama simbólica como un cierto “arreglo” que cumple la función de defensa frente a la irrupción del goce. ¿No es acaso en este punto que la neurosis puede entenderse como una “cicatriz de la castración”?

A partir del concepto general de defensa, Freud avanzará en una serie de precisiones que culminan en la formalización de la represión como uno de sus modos fundamentales. La represión adquiere así un carácter nuclear dentro del aparato teórico del psicoanálisis. Él mismo lo afirma:

La doctrina de la represión es ahora el pilar fundamental sobre el que descansa el edificio del psicoanálisis, su pieza más esencial”.

Inicialmente, será la represión propiamente dicha —o represión secundaria— el mecanismo privilegiado en las neurosis. Entre los textos La represión y Lo inconsciente, ambos de 1915, Freud define a la represión como el proceso por el cual una representación pierde su investidura preconsciente, viéndose así privada de acceso a la conciencia.

Esta definición permite a Freud establecer una condición lógica: si no hay distinción entre inconsciente y conciencia, la represión no puede operar. Es en este marco que introduce la noción de represión primaria, entendida como la operación inaugural que instituye, precisamente, esa diferencia. Sin esta operación fundante, el aparato no se bifurcaría entre un adentro y un afuera del saber, entre lo dicho y lo que insiste sin decirse.

miércoles, 2 de julio de 2025

La Identificación Primaria como contrainvestidura y soporte del Inconsciente

La literalidad que Freud atribuye al fenómeno de la identificación —como veíamos aquí— ofrece una clave fértil para pensar la identificación primaria como una primera contrainvestidura. Esto permite concebirla no tanto como un elemento ya articulado en la red de pensamientos inconscientes, sino como aquello que la sostiene, que actúa como su base estructural.

De la formulación freudiana se deduce que estamos ante un fenómeno de índole arcaica, algo que más adelante, en Moisés y la religión monoteísta, será asociado a lo filogenéticamente heredado. Siguiendo el hilo de la elaboración freudiana, encontramos que la identificación primaria aparece estrechamente vinculada al mito de la horda primordial y al asesinato del padre. Freud se interroga allí por las consecuencias de ese acontecimiento originario: ¿qué huella deja en el sujeto?, ¿de qué modo retorna?

Una dimensión central es la imposibilidad misma de representar a ese padre originario. Solo es posible hablar de él en el contexto del mito, y en ese marco, Freud lo caracteriza como tiránico, feroz, despótico. Esta imposibilidad de representación abre preguntas sobre el lugar —si lo hay— de lo imaginario en ese nivel, y sobre los modos posibles de pensar su incidencia.

Más allá de estas figuras, es precisamente a partir del acto del asesinato que emerge en los hermanos el sentimiento de culpa. Este punto no está exento de paradojas: ¿por qué la culpa surgiría como consecuencia del asesinato?, o más aún, ¿cómo es posible que de ese crimen derive la instauración de la ley?

Es Lacan quien despeja este obstáculo teórico, al afirmar que el padre está muerto desde el inicio. Esta operación lógica —no cronológica— le permite definirlo como significante, es decir, como aquello que funda el orden simbólico precisamente desde su falta, desde su imposibilidad de encarnación plena.

martes, 1 de julio de 2025

La Identificación Primaria como Litoral entre lo Real y lo Simbólico

Freud advierte: “Sabemos muy bien que con estos ejemplos tomados de la patología no hemos agotado la esencia de la identificación…”. Esta afirmación debe entenderse dentro del marco en el que la identificación es pensada desde dos ejes centrales: su papel en la formación del síntoma y su relación con el objeto.

Particularmente en el caso de la identificación primaria, esta esencia del concepto —su opacidad y la dificultad para ser representada— se vuelve especialmente evidente. Dos aspectos clave emergen aquí: su dependencia del mito del asesinato primordial y el carácter enigmático que conserva incluso en su formulación teórica. En este sentido, podríamos decir que lo inimaginable de la identificación primaria está vinculado a lo que no puede representarse en el origen mismo: la figura del padre primordial.

El mito de la horda, como señaló Lacan, funciona precisamente como una respuesta a esta imposibilidad estructural. Desde esta perspectiva, puede afirmarse que la noción freudiana de identificación primaria configura un primer litoral, una frontera móvil y no rígida, entre lo real y lo simbólico. Este borde delimita un campo donde lo susceptible de ser simbolizado —y por tanto, de cristalizarse en un síntoma— se diferencia de lo que retorna desde la represión primaria bajo la forma de afectos o manifestaciones corporales.

Un indicio temprano de esta problemática aparece en el Manuscrito L, adjunto a la carta 61 del 2 de mayo de 1897. Allí, en el contexto de su reflexión sobre la “arquitectura de la histeria”, Freud se pregunta por las relaciones entre fantasías y escenas originarias, afirmando: “El hecho de la identificación admite, quizás, ser tomado literalmente”.

Esta observación resulta especialmente sugestiva a la luz de la posterior elaboración lacaniana, pues sin formularlo directamente, Freud parece ya vincular la identificación a la letra, es decir, al punto de borde donde lo simbólico roza lo real.

jueves, 26 de junio de 2025

Del espejo al Otro: la imagen del cuerpo entre ilusión y soporte simbólico

En el Seminario 5, Lacan plantea la idea de un pasaje de lo imaginario a lo simbólico. A primera vista, esto puede resultar paradójico, ya que lo simbólico no solo no aparece después, sino que preexiste estructuralmente a lo imaginario y lo sostiene. Para entender esta formulación, es necesario situarla en su contexto específico: Lacan está abordando aquí el recorrido que va desde la constitución de la imagen del cuerpo —en el vínculo temprano del niño con la madre— hasta la conformación del moi bajo el efecto de la identificación idealizante, que se expresa en la función del I(A), el Ideal del yo.

En este trayecto, cobra especial relevancia la articulación que Lacan elabora en el esquema Rho, que enlaza el estadio del espejo con el complejo de Edipo. El espejo no es solo una superficie de reflejo, sino la escena donde el niño se encuentra con una realidad virtual —no hay otra, dice Lacan— en la que cristaliza una imagen de sí. Este precipitado imaginario inaugura la organización del yo, pero solo puede producirse si hay un soporte simbólico previo, representado por la presencia del Otro primordial.

Esto se observa en un gesto que Lacan subraya: el niño, frente al espejo, gira la cabeza para buscar al adulto que lo sostiene. Este movimiento —aparentemente anecdótico— es una metáfora precisa de lo que ocurre en un plano estructural: la imagen sólo se estabiliza si hay un significante que la respalde, una mirada del Otro que la legitime.

La primera imagen que se constituye —a la que Lacan se refiere con el término alemán Urbild— representa lo primordial, lo inaugural. Es una imagen anticipatoria, ilusoria, que produce una primera “conquista” del cuerpo, pero siempre bajo una forma asintótica, ya que el dominio nunca es completo ni definitivo. El niño se imagina entero, coordinado, pero aún no lo es. Esta ilusión es sostenida por su posibilidad de responder al deseo del Otro, es decir, de encontrar allí un lugar.

La dificultad se presenta cuando esa posición no puede ser dialectizada —cuando el niño queda fijado como objeto del deseo del Otro sin poder atravesar esa captura. Y es precisamente en la salida edípica donde se hace visible la diferencia: no es lo mismo una salida fundada en lo imaginario que una vía organizada por lo simbólico. En el primer caso, predomina la identificación especular, con sus efectos de alienación; en el segundo, se inscribe la castración simbólica como posibilidad de subjetivación.

viernes, 20 de junio de 2025

La función de la palabra como amarra del sujeto

Dado que el Otro carece del significante que pueda nombrar al sujeto, este se aloja en el campo del lenguaje a partir de ciertos puntos de anclaje. Dichos puntos de capitonado, que emergen como efecto del acto de la palabra, funcionan como sostén simbólico de la posición del sujeto.

La noción de “amarra” permite destacar con precisión el carácter anudante en juego: aquello que une no es otra cosa que la función de reconocimiento, en tanto permite inscribir el deseo en lo simbólico. Desde este punto, el deseo queda instituido más allá del objeto particular al que eventualmente se dirija. Este planteo implica reconocer una doble dimensión: por un lado, la vertiente imaginaria del deseo —vinculada al campo del transitivismo infantil— y por otro, la dimensión más radical del deseo inconsciente.

Lacan utiliza el término “integración” para referirse a este proceso. Puede entenderse aquí como una tramitación simbólica, aunque conviene aclarar que el concepto de estructura, tal como lo trabaja en sus primeras formulaciones, podría inducir una lectura totalizadora. Esta tendencia se disipa progresivamente en su enseñanza, particularmente desde el Seminario 3 en adelante, cuando comienza a enfatizar la falta estructural.

Esa ausencia del significante que nombraría al sujeto hace imprescindible la operación de la palabra como acto que funda y amarra. Si hubiera que condensar este planteo en una sola frase, podría citarse la siguiente de Los escritos técnicos de Freud:

Más precisamente, ¿qué significa la nominación, el reconocimiento del deseo, en el punto que ha alcanzado, en O?

Con esta pregunta, Lacan aborda la nominación desde la lógica del deseo y su inscripción, lo cual la torna inseparable de la intersubjetividad que caracteriza sus dos primeros seminarios. En este marco, la intersubjetividad no es otra cosa que la inclusión del Otro —aquel que, mediante la palabra, ejecuta el acto de reconocimiento—, y por lo tanto, el que posibilita que algo advenga para el sujeto y pueda inscribirse como verdadero o falso.

viernes, 13 de junio de 2025

Nominación y terceridad: la entrada en lo humano

En los primeros desarrollos de Lacan, la nominación aparece como un momento inaugural que introduce al infans en el universo del lenguaje. Se trata del baño simbólico que opera el Otro al dirigirle la palabra, con toda la carga de equivocidad que esto conlleva. Esta operación no solo desnaturaliza, sino que crea: a través del significante, algo nuevo se instala en el campo del sujeto.

La relación simbólica, tal como la define Lacan, no responde al tiempo cronológico. Por el contrario, se organiza a partir de una temporalidad estructural. En sintonía con la frase hegeliana “el concepto es el tiempo de la cosa”, Lacan sostiene: “Si debemos definir en qué momento el hombre deviene humano, digamos que es cuando, así sea mínimamente, entra en la relación simbólica”.

Esta relación es “eterna”, no simplemente porque implique siempre la presencia de tres figuras, sino porque el símbolo mismo introduce una terceridad que modifica la escena. Este tercero funciona como mediador, desdoblando el plano imaginario y posibilitando una reconfiguración del lazo.

Esa función de terceridad es clave para trascender la relación especular, marcada por la agresividad y el dualismo propios del registro imaginario. Por eso, lo simbólico pacifica. En el dispositivo analítico, este principio se hace evidente: la palabra dirigida al sujeto instala un tercero que convierte al vínculo analítico en algo radicalmente distinto de una relación dual.

La palabra —en tanto significante— tiene una función creacionista: funda una historia, una ficción que ubica al sujeto en un lugar en el origen. Esta dimensión no debe confundirse con una visión humanista, ajena al pensamiento lacaniano, sino que alude a la constitución del sujeto como efecto del significante.

Desde esta perspectiva, lo simbólico permite presentificar lo ausente, ya sea aquello que no está o incluso lo que nunca estuvo. Así se introduce una lógica del tiempo que no es lineal, sino que opera por retroacción, de modo que pasado, presente y futuro se reordenan a partir del retorno de lo simbólico en el inconsciente. Tal como ya señalaba Freud, se trata de un tiempo propio del inconsciente, no cronológico, sino lógico.

Estructuración simbólica y anudamiento preliminar en Lacan

Uno de los conceptos clave en los primeros desarrollos de Lacan sobre el orden simbólico es el de estructuración, tal como aparece en el Seminario 1. A partir de él, Lacan comienza a desplegar cómo la incidencia de la palabra determina la manera en que los tres registros —Real, Simbólico e Imaginario— se organizan de forma singular en cada sujeto.

Aunque aún estamos lejos de la formalización de la cadena borromea, ya es posible advertir en estos primeros momentos de su enseñanza que el lenguaje no solo introduce una disyunción respecto a lo natural, sino que anuda y estructura los registros en su relación mutua. El simbólico se presenta como soporte del imaginario, al tiempo que lo diferencia del real; el imaginario, por su parte, opera como mediador entre el simbólico y el real. Si bien esta función aún no puede llamarse “borromea”, ya se perfila una lógica de anudamiento que encuentra en la palabra su principio operativo. En esta “situación simbólica” podemos ubicar, entonces, una operación estructurante que delimita y enlaza.

A esta altura, el registro de lo real permanece todavía en gran medida confundido con lo imaginario, lo que refuerza la importancia del orden simbólico como aquel que introduce una organización diferenciadora. Lo simbólico impone así un borde y una distancia que permiten que algo de lo imaginario se ordene. En este punto, Lacan subraya la dificultad particular que el ser humano presenta en la acomodación de lo imaginario, especialmente en relación con la sexualidad. Esta se presenta como un campo desajustado, dislocado del funcionamiento orgánico, sin guía instintiva.

Por eso, es justamente el significante —la palabra— el que viene a efectuar un ordenamiento, posibilitando la significación y ofreciendo una orientación. Aquí se anticipa lo que más adelante tomará la forma de la función paterna, particularmente en el Seminario 3, donde el padre es concebido como aquel significante capaz de introducir una dirección al deseo, especialmente en su relación con el partenaire.

La sexualidad, entonces, no puede pensarse como una mera función biológica. Implica un cuerpo libidinizado, un cuerpo marcado por la palabra, que se construye como tal a través de una pérdida y una falta de instinto. Allí donde el organismo no alcanza, lo simbólico ordena, pero también produce síntoma. Es decir, introduce una vía de sentido, aunque esa vía esté siempre atravesada por lo imposible.

Creación y hiancia: el bautismo simbólico del sujeto

Lacan concibe la creación como aquella operación mediante la cual el orden simbólico, en su autonomía, alcanza al infans y lo desnaturaliza. Esta autonomía no niega la función del Otro, esencial para la entrada del niño en el mundo humano, sino que más bien subraya la preexistencia del campo simbólico, cuyos límites definen lo propiamente humano.

Es precisamente el Otro —al interpretar el llanto del infans a través de la palabra— quien hace efectiva esa creación. No se trata de nombrar algo previamente dado, sino de instalar algo nuevo: un deseo, una demanda, un sentido. Ese acto de significación no es una acción motriz, sino un gesto simbólico tal como Freud lo indicó, que opera una torsión en el campo de lo real.

Por medio de esta acción, lo simbólico irrumpe en lo real, perforándolo, abriendo una hiancia a partir de la cual se instituye un borde: es la operación inaugural que permite la constitución del sujeto. Esta perspectiva, que guarda resonancia con la lectura que Kojève hace de la negatividad hegeliana en La idea de la muerte en Hegel, se dirige sin embargo hacia otro horizonte.

Lacan, inscripto en el campo abierto por Freud, se distancia del humanismo hegeliano y de toda concepción idealista del sujeto. Lo que enfatiza de la incidencia del significante no es la unidad que prometería un saber total, sino la fractura misma: la hiancia que delimita al sujeto como falta. Como él mismo afirma: “Lo que es humano en la estructura propia del sujeto es esa hiancia, y es ella la que en él responde. El sujeto no tiene contacto sino con esa hiancia”.

Este vacío puede pensarse de distintos modos. Es, por un lado, la dimensión por la cual el sujeto sólo puede ser definido como falta-en-ser, lo que excluye toda ontología plena del sujeto del inconsciente. Y es también la hiancia que atraviesa a la sexualidad en el hablante: allí donde no hay complementariedad posible, lo sexual se constituye como síntoma.

viernes, 6 de junio de 2025

La función de la palabra plena y la negatividad simbólica en la constitución del sujeto

La emergencia de una verdad en el discurso implica que la palabra adquiera un valor de acto. Esta es la función que Lacan denominó palabra plena, diferenciándola de cualquier forma de verbalización meramente expresiva. En este sentido, lo que importa de la palabra no es su contenido comunicativo, sino su capacidad de producir efectos, de operar como acto.

La lectura de Hyppolite sobre la Verneinung freudiana destaca un punto crucial: la negación, en tanto símbolo, no se reduce al simple “no” gramatical. Se trata de una inscripción en el orden simbólico que estructura y sostiene la negatividad que Lacan atribuye al lenguaje. Esta negatividad no es un rechazo consciente, sino una marca estructural que participa del modo en que el lenguaje captura al sujeto.

El orden simbólico, al mismo tiempo que funda al sujeto, lo divide, lo instituye como falta-en-ser. Esta simbolización puede pensarse como una intersección entre lo simbólico y lo real, donde lo imaginario, en un primer momento, no interviene. Lacan lo expresa así: “Nos vemos llevados a una especie de intersección de lo simbólico y de lo real que podemos llamar inmediata, en la medida en que se opera sin intermediario imaginario, pero que se mediatiza, aunque es precisamente bajo una forma que reniega de sí misma, por lo que quedó excluido en el tiempo primero de la simbolización”.

Este proceso de simbolización conlleva necesariamente un no-todo: lo simbólico no logra totalizar el campo de lo real. Cada vez que lo simbólico se inscribe en lo real, deja una pérdida, una ex-cisión. Lo que se inscribe pertenece al campo de la existencia, mientras que lo que queda por fuera —y que no existía previamente— ex-siste como efecto mismo de la operación simbólica. Esta idea, fundamental desde el inicio de la enseñanza pública de Lacan, anticipa las fórmulas de la sexuación y la lógica modal, y es clave para distinguir al sujeto del moi.