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miércoles, 31 de enero de 2018

El desafío y la transgresión en la perversión, la neurosis obsesiva y la histeria.


El desafío y la transgresión pueden ser observados perfectamente en estructuras diferentes de la perversa, sobre todo en la neurosis obsesiva y en la histeria. No obstante, en estas últimas estructuras, la transgresión no se articula con el desafio de la misma manera.

El desafío en las perversiones.
Durante la dialéctica edípica, la identificación fálica inaugural es puesta en duda por la intrusión de·un padre imaginario, que el niño fantasmatiza como objeto fálico rival suyo ante la madre. Esta apuesta fálica presenta la particularidad de realizar la marca de una injerencia del padre en los asuntos del goce materno. De hecho, a través de esa figura paterna, el niño descubre un competidor fálico ante la madre como único y exclusivo objeto de su goce. Al mismo tiempo, descubre correlativamente dos órdenes de realidad que en adelante viene a interrogar el curso de su deseo. En primer lugar, resulta que el objeto del deseo materno no es exclusivamente dependiente de su propia persona. Por este hecho, la nueva disposición abre para el niño la expectativa de un deseo materno que sería potencialmente diferente del que ella tiene por él. En segundo lugar, el niño descubre a su madre como una madre con falta, es decir, una madre que en absoluto es colmada por el niño identificado con lo que él considera como único objeto de su deseo, es decir, con el falo. En el terreno de esta doble circunstancia, la figura del padre sale a la palestra en un registro que sólo puede ser el de la rivalidad.
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Encontraremos posteriormente la huella de esta rivalidad en la forma de un rasgo estructural estereotipado de la perversión: el desafío. Con el desafío nos vemos irremediablemente llevados al encuentro de este otro rasgo estructural, la transgresión, complemento inseparable de aquel.


El terreno de la rivalidad fálica imaginaria instituye, y al mismo tiempo implica el desarrollo subrepticio de un presentimiento cuyas consecuencias se mostrarán irreversibles, y que gira en torno al problema de la diferencia de sexos. Para el niño se trata de anticipar, en efecto, un universo de goce nuevo tras esa figura paterna, el cual se le aparece radicalmente extraño por cuanto lo supone como un universo de goce que le está prohibido. O, lo que es lo mismo, se trata de un universo de goce del que está excluido. Este presentimiento permite al niño adivinar el orden irreductible de la castración, de la que en cierta forma no quiere saber nada. Igualmente, puede constituir para él el esbozo de un saber nuevo sobre la cuestión del deseo del Otro. En este sentido podemos comprender cómo se gesta una vacilación en cuanto al problema de su identificación fálica. De la misma forma advertimos cómo la angustia de castración puede actualizarse alrededor de esa incursión paterna que impone al niño no sólo una nueva vectorización potencial de su deseo, sino también las apuestas de goce a ella adscriptas.

En el curso evolutivo de esta situación edípica, semejante estasis del deseo y de sus apuestas es inevitable. Aunque lo sea, resulta de todos modos una incidencia decisiva. Efectivamente, el perverso juega la suerte de su propia estructura precisamente bajo la insignia de esta incidencia. Al permanecer cautivo de esa estasis del deseo, el niño siempre puede encontrar en ella un modo definitivo de inscripción frente a la función fálica. De hecho, todo se júega para él alrededor de ese punto de báscula que va a precipitarlo, o no, hacia una etapa ulterior donde podrá abrirse una nueva promoción en la economía del deseo, calificable de dinamización hacia la asunción de la castración.

El perverso no deja de merodear en torno de esta asunción de la castración sin poder jamás comprometerse en ella como parte activa en la economía de su deseo. En otras palabras, sin poder asumir jamás esa parte perdedora de la que podría decirse que justamente es una falta para ser ganada. Se trata, a todas luces, de ese movimiento dinámico que propulsa al niño: hacia lo real de la diferencia de sexos sustentado por la falta del deseo, diferencia promovida como simbolizable, pero de otro modo que por la ley del todo o nada. De cierta manera, aquí situamos el punto de báscula que escapa al perverso por lo mismo que este se encierra precozmente en la representación de una falta no simbolizable. Esta falta no simbolizable es la que justamente va a alienarlo en una dimensión de contestación psíquica inagotable ejercitada mediante el recurso a la renegación o incluso a la repudiación, en lo que atañe a la castración de la madre.

En otros términos, se trata de un momento en el que se obtura, para el futuro perverso, la posibilidad de acceso al umbral de la castración simbólica, donde lo real de la diferencia de sexos es promovido como única causa del deseo. A todas luces, la falta significada por la intrusión paterna es justamente lo que garantiza al deseo su movilización hacia la posibilidad de una dinámica nueva para el niño. Lo que se cuestiona implícitamente alrededor de este punto de báscula es el problema del significante de la falta en el Otro: S(Ⱥ). Rozamos aquí la sensibilización del niño en lo que concierne a la dimensión del padre simbólico, o sea, el presentimiento psíquico que deberá enfrentar el niño para renunciar a su representación del padre imaginario. Sólo la mediación de este significante de la falta en el Otro es capaz de desprender la figura del padre imaginario de su referencia a un objeto fálico rival. El significante de la falta en el Otro es lógicamente lo que conducirá al niño a abandonar el registro del ser en beneficio del registro del tener.

El pasaje del ser al tener sólo puede producirse en tanto y en cuanto el padre aparece ante el niño como el poseedor de lo que la madre desea. Para ser más exactos, como el que supuestamente tiene lo que la madre supuestamente desea con respecto a él. Esta atribución fálica del padre es lo que lo instituye como padre simbólico, es decir, el padre en cuanto representante de la Ley para el niño, y por ende el padre en tanto mediación estructurante de la prohibición del incesto.

Ocurre que, precisamente, de esa sombra proyectada del padre simbólico el perverso no quiere saber nada, desde el momento en que se plantea para él la cuestión de reconocer algo del orden de la falta en el Otro. Esta repudiación, es decir, esta contestación; tiene por objeto recusar toda posibilidad de simbolización de esa falta. Por consiguiente, encontramos en marcha el proceso estereotipado del funcionamiento perverso por el cual una verdad referente al deseo de la madre es conjuntamente encontrada y negada. En otras términos, el niño se encierra en la convicción contradictoria siguiente: por un lado, la intrusión de la figura paterna deja entrever al niño que la madre, que no tiene el falo, desea al padre porque él lo «es» o porque él lo «tiene»; por el otro, si la madre no lo tiene, ¿tal vez podría tenerlo sin embargo? Para ello, basta con atribuírselo y mantener imaginariamente esta atribución fálica. Este mantenimiento imaginario es lo que anula la diferencia de sexos y la falta que esta actualiza. La coexistencia de estas dos opciones respecto del objeto fálico impone a la economía del deseo un perfil que constituye la estructura misma del funcionamiento perverso.

Este perfil es ordenado por una ley del deseo que no permite que el sujeto asuma su posibilidad más allá de la castración. Se trata de una ley ciega que tiende a sustituir a la ley del padre, es decir, a la única ley susceptible de orientar el deseo del niño hacia un destino no obturado de antemano. O, dicho de otro modo, lo que obtura la asunción del deseo perverso es la ley que lo sustenta: una ley imperativa del deseo que se ocupa de no ser referida jamás al deseo del otro. En efecto, únicamente la ley del padre impone al deseo esa estructura que hace que el deseo sea fundamentalmente deseo del deseo del otro.

Por lo mismo que la ley del padre es renegada como ley mediadora del deseo, la dinámica deseante se fija de una manera arcaica. Puesto ante el hecho de tener, que renunciar al objeto primordial de su deseo, el niño prefiere renunciar al deseo como tal, es decir, al nuevo modo de elaboración psíquica exigido por la castración. Todo ocurre entonces como si la angustia de castración, que alienta al niño a no renunciar al objeto de su deseo, lo inmovilizara aquí en un proceso de defensa que lo vuelve precozmente refractario al trabajo psíquico que debe producir para comprender que, precisamente, la renuncia al objeto primordial del deseo salvaguarda,la posibilidad del deseo, dándole un nuevo estatuto. En efecto, el nuevo estatuto inducido por la función paterna instituye un derecho al deseo; como deseo del deseo del otro.

En virtud de su economía psíquica particular, el perverso se ve sustraído a ese derecho al deseo; y permanece imperativamente fijado en una gestión ciega donde no cejará en su intento de demostrar que la única ley del deseo es la suya, y no la del otro. Esto permite comprender mejor los diferentes engranajes del funcionamiento perverso y los rasgos estructurales que lo caracterizan.

En concepto de tales rasgos estructurales, mencionemos ya el desafío y la transgresión, que constituyen las dos únicas salidas del deseo perverso. La renegación, incluso la repudiación, recae esencialmente sobre la cuestión dé) deseo de la madre por el padre. En este sentido, es ante todo renegación dela diferencia de sexos. No obstante, como Freud muy justamente lo había señalado, esa repudiación no tiene fundamento sino porque el perverso, en cierta manera, reconoce este deseo de la madre por el padre. Si se puede renegar de una cosa es porque previamente se conoce algo de ella. A su manera, el perverso reconoce lo real de la diferencia de sexos, pero rechaza sus implicaciones; la principal de las cuales quiere que esta diferencia sea, precisamente, la causa significante del deseo. Así, el perverso se esfuerza por mantener.la apuesta de una posibilidad de goce capaz de eludir esta causa significante.

En esta provocación incesante que lo caracteriza, él se asegura de que la Ley está cabalmente ahí y de que él puede encontrarla. En este sentido, la transgresión aparece como el elemento correlativo e inevitable del desafio. No existe medio más eficaz para asegurarse de la existencia de la ley que esforzarse por transgredir las prohibiciones y reglas que remiten simbólicamente a ella. El perverso encuentra la sanción, vale decir, en el límite referido metonímicamente a la interdicción del incesto, precisamente en el desplazamiento de la transgresión de las prohibiciones. El perverso, cuanto más desafía, incluso cuanto más transgrede la Ley, tanto mas experimenta la necesidad de asegurarse de que realmente esta se origina en la diferencia de sexos y en relación con la prohibición del incesto. En torno de este punto, merecen señalarse ciertas confusiones diagnósticas, principalmente en lo que se refiere a la histeria y a la neurosis obsesiva.

En la neurosis obsesiva
El desafío está manifiestamente presente en ciertos comportamientos sintomáticos de los obsesivos. Mencionemos ya, en tal concepto, la compulsión favorable de los obsesivos a involucrarse en todas las formas de competencia o de ordenamiento de dominio. El conjunto de tales situaciones se sustenta. en la problemática de una adversidad (real o imaginaria) que es preciso desafiar. No obstante, aunque esta dimensión del desafío esté activamente presente en el obsesivo, se advierte que lo está más aún por cuanto toda posibilidad de transgresión es casi imposible. En esta movilización general en que el obsesivo desafía a la adversidad, no parece poder hacerlo sino en la perspectiva de un combate regular.

En efecto, el obsesivo es muy escrupuloso con las reglas del combate y la menor infracción lo llena de inquietud. Esto nos conduce a observar que el obsesivo hace esfuerzos desesperados (sin saberlo) por tratar de ser perverso, sin lograrlo jamás.

Cuanto más se presenta como defensor de la legalidad, tanto más lucha, sin saberlo, contra su deseo de transgresión: El obsesivo ignora, o no quiere saber, en lo que atañe al desafío, que él es el único protagonista involucrado. Necesita crearse una situación imaginaria de adversidad para comprometerse en el desafió. Tal adversidad le permite desconocer que casi siempre es él quien se lanza desafíos a sí mismo. De ahí que recoja el guante tanto más cuanto que, a tal efecto, puede realizar un gran despliegue de energía.

La transgresión puesta en acto por los obsesivos está hecha a la medida de su "fuga hacia adelante" en lo referido a la cuestión de su propio deseo. No es raro que, en este proceso de fuga hacia adelante, el deseo corra más rápido que el obsesivo, que no quiere saber nada de él. El sujeto es superado entonces por la puesta en acto de ese deseo que él sufre, las más de las veces, en un modo pasivo. En los momentos en que el sujeto, de algún modo, se ve arrebatado por su propio deseo, no es raro que la actualización de este deseo encuentre su expresión en un actuar transgresivo. En general, se trata de una transgresión insignificante, pero su aspecto espectacular puede evocar entonces la transgresión perversa, de tanto que el sujeto la dramatiza. A menudo, un elemento motor nutre esa dramatización: el acting-out, que es la dimensión misma en que el obsesivo se autoriza a ser actuado por su deseo, con todo el goce que de ello resulta.

El desafío en la histeria
En la vertiente estructural de la histeria también podemos poner de manifiesto esta dimensión del desafío. En la histeria, la transgresión está sustentada por una penetrante interrogación referida a la dímensión de la identificación, requerida a su vez por la apuesta de la lógica fálica y su corolario, relativo a la identidad sexual.

Si ciertas expresiones del deseo histérico adoptan de buena gana un perfil perverso, es, siempre en torno de la ambigüedad mantenida por el histérico en el terreno de su identidad sexual.

Repasemos sumariamente, en relación,con esta ambigüedad perversa, la frecuente puesta en acto de escenas homosexuales entre los histéricos. Del mismo modo, recordemos su 'goce perverso' de que "aparezca la verdad". Encontramos aquí: la posición clásica de los histéricos a la que se refiere Lacan mediante la contundente expresión tomada de Hegel: «La bella alma». De hecho, no existe histeria sin que, en tal o cual momento, no se produzca esa disposición consistente en hacer que aparezca idealmente la verdad, aunque fuera al precio de develar ante un tercero la apuesta: del deseo del otro. Especialmente en toda situación tercera donde el develamiento de una verdad sobre uno pueda, por el contrario; desmovilizar o cuestionar el deseo del otro.

Pero, en la histeria, la dimensión de la transgresión tampoco presenta lo que constituye su motor en las perversiones. Por añadidura, si existe indiscutiblemente, un desafío histérico, es siempre un desafío, de pacotilla, puesto que no está sostenido jamás por el cuestionamiento fundamental de aquella ley paterna que refiere la lógica fálica al significante de la castración.

En la histeria, el significante de la castración está simbolizado. El precio de la pérdida que hay que pagar, por esa simbolización se manifiesta esencialmente en el registro de la nostalgia fálica. Por lo demás, realmente es esa nostalgia lo que da a la histeria todo el peso de su invasión espectacular y desbordante. A lo sumo, se trata de una dramatización «poética» en un «estado de gracia» fantasmatizado. Ahora bien, lo sabemos, si un estado de gracia posee interés psíquico, es por ser exclusivamente imaginario. Desde el momento en que la cosa se corporiza en la realidad, la parada histérica retoma la delantera y el histérico, acorralado en los últimos baluartes de su mascarada, se escurre con una pirueta.

El histérico es particularmente afecto a la dimensión del semblante,por cuanto es allí donde puede entrar el desafío y sostenerlo. Cómo tal, el desafío está inscripto en una estrategia de reivindicación fálica. Para no citar más que un ejemplo característico, evoquemos el fantasma canónico de la histérica identificada con la prostituta. Es en medio de un desafio como tal o cual histérica recorre la acera o estaciona su auto en un punto estratégico, hasta el momento en que se le brinda ocasión de responder al consultante imprudente "No soy lo que usted cree".

Otro registro del desafío histérico femenino se ve fácilmente puesto a prueba en la contestación fálica que, frecuentemente, gobierna la relación con un compañero masculino. Se trata de todas aquellas situaciones en que la histérica desafía a su compañero masculino significándole: «Sin mí, no serías nada». O, dicho de otro modo: «te desafío a que me pruebes que realmente tienes lo que supuestamente debes tener»: A poco que el compañero se embarque imprudentemente en esta demostración, la histérica no dejará de cargar a más y mejor por el lado del desafío. 

En la vertiente de la histeria masculina, el desafío se encuadra igualmente en el régimen de la atribución fálica. Todo ocurre como si el sujeto sólo se invistiera en la dimensión del desafio a condición de ser instado a ello por el deseo del otro. En esta dialéctica particular del deseo, el hombre histérico se lanza a sí mismo un desafío insostenible. Este desafió resulta de una conversión inconsciente entre deseo y virilidad. Ser deseable implica necesariamente, en el histérico masculino, la aptitud para suministrar la prueba de su virilidad ante una mujer. En este sentido, el hombre histérico se entrampa a sí mismo en el desafio despiadado de no poder desear a una mujer sino a través del fantasma en el que ella sucumbirá a la demostración de su virilidad.

En un dispositivo semejante, el goce de la mujer pasa a ser el índice mismo de su capitulación ante la omnipotencia fálica. No es de extrañar que el hombre histérico se deje capturar por un desafío tan insostenible. Con la consecuencia de responder con las conductas sintomáticas que conocemos bien: la eyaculación precoz y la impotencia.

Fuente:  Joël Dor "Estructuras clínicas y psicoanálisis". Punto 5 (El punto de anclaje de las perversiones) y 6 (Diagnóstico diferencial entre las perversiones, la histeria y la neurosis obsesiva)

miércoles, 6 de diciembre de 2017

Está loco el que se la cree.


"Acerca de la Causalidad Psíquica", escrito del año 1946, probablemente nos ofrezca, como ya hemos dicho, la teorización lacaniana más interesante y específica acerca de la locura. No es la que aprendimos a situar en la psicosis desencadenada, tampoco en las alucinaciones y delirios de la locura histérica, ni en los actings locos que caracterizan a las neurosis graves.

Lacan se refiere allí a la locura como un fenómeno y no hace de ella diagnóstico de estructura. Es así que este fenómeno tanto puede estar referido a la locura del hombre en general, a la locura de la psicosis, como a la locura del que "se la cree": Nos centraremos en este último aspecto.

Tres nociones de Hegel atravesarán este escrito de Lacan. Ellas son:

- La infatuación o delirio de presunción,
- la ley del corazón y
- el alma bella.

Los tres términos están relacionados entre sí, en tanto implican el desconocimiento que es inherente al Yo (moi): el yo es una construcción imaginaria que implica desconocimiento. Un loco es precisamente aquel que se adhiere a ese imaginario, pura y simplemente.2 De modo que cualquiera estaría expuesto a la locura, y aún más: al ser del hombre no sólo no se lo puede comprender sin la locura, sino que ni aún sería el ser del hombre si no llevara en sí la locura como límite de su libertad.

- Comencemos por situar la infatuación, que nos recordará a "La Excepción" freudiana que abordamos en el capítulo anterior. Lacan la refiere a las identificaciones. En la medida en que no hay identidad, sino falta en ser, es que habrá identificaciones. Lacan va a decir que esas identificaciones pueden ser mediatas o inmediatas, según la distancia que se mantenga respecto de esa identificación. Cuanto más inmediata sea la identificación, más expuesto estará el sujeto a la locura, en la medida en que "se la va a creer". El delirio de presunción o infatuación, consiste en creerse absolutamente eso a lo cual uno se identifica.

Y este delirio de presunción no hace diagnóstico de psicosis, sino que puede darse en cualquier estructura por el solo hecho de ser hablantes, en tanto el fenómeno de la locura no es separable del problema de la significación para el ser, es decir del lenguaje para el hombre.

Uno de los ejemplos que encontramos es el del nene bien, el cancherito, presumido, que se las sabe todas, y Lacan dice que esto provoca en los demás un deseo de que tropiece -tal vez hasta le ayuden un poquito-para que no se la crea tanto. Creerse lo que se es, tiene que ver con el ser, allí donde no hay espacio para la falta en ser.

- Ahora bien, aquél que se la cree, también querrá imponer la ley de su corazón a lo que se le presenta como el desorden del mundo, empresa insensata. Hegel dice que las palpitaciones del corazón por el bien de la humanidad se truecan en la furia de la infatuación demencial. Pensemos en el gobernante que se siente llamado a cumplir una misión en el orden del universo. Cuando la ley del corazón no rige sólo para el sujeto, sino que pretende hacerla extensiva a quienes lo rodean, allí comienza su locura, porque, cada uno tiene derecho a estar loco, a condición de que su locura sea privada.

- La tercera característica del desconocimiento consistirá en posicionarse ante el mundo como alma bella, no teniendo nada que ver con los desórdenes que provoca. El loco no se reconoce en lo que le retorna de los demás, él es justo, bondadoso, está preocupado por el equivocado rumbo de la humanidad y no podrá entender las agresiones y discriminaciones de las que es objeto en respuesta a sus propias actitudes. Es el alma bella que aprendimos a conocer en la histeria; ella es ajena a lo que le sucede, simplemente se queja, culpa a los demás, desconociendo su participación en esos desórdenes.

Recordemos que en "Intervención sobre la Transferencia" y en "La Dirección de la Cura" Lacan retomará las categorías hegelianas para abordar el desparpajo con que el alma bella se desentiende de su propia participación en los desórdenes de los que se queja. Lacan descubre que Descartes, en su búsqueda de la verdad se encuentra con la locura: Y cómo podría negar yo que estas manos y este cuerpo son míos, sino comparándome con algunos insensatos cuyo cerebro ha sido de tal modo alterado ( .. . ) que aseguran ser reyes cuando son pobrísimos y que van vestido de oro y púrpura cuando están completamente desnudos ( .. . ) Son ¡por supuesto! locos y yo no sería menos extravagante si me guiase por sus ejemplos.

Esto dará ocasión a Lacan para agregar lo que es central en su formulación: "si un hombre cualquiera que se cree rey está loco, no lo está menos un rey que se cree rey": Quien crea que debe encarnar una función en el orden del mundo, está loco. Cuando la identificación no está mediada produce infatuación y aumenta el riesgo de locura. Así, podrá afirmar que Napoleón no estaba loco porque no se creía Napoleón.

El riesgo de la locura se mide por el atractivo mismo de las identificaciones en las que el hombre compromete a la vez su verdad y su ser, dice. Dependerá de cuánto nos dejemos fascinar por nuestras identificaciones, que vayamos o no a caer en la locura. El problema no va a estar en la inadecuación del atributo (el problema no radica en no ser lo que se cree, como los insensatos a los que se refiere Descartes), sino en el modo del verbo, porque creérsela es estar loco. Entonces, hemos situado hasta aquí, la infatuación, la ley del corazón y el alma bella, y subrayado algunos términos: verdad, libertad, inmediatez de las identificaciones, creerse.

Ahora bien, ¿quién estaría expuesto a esta clase de locura? Contrariamente a lo que se esperaría, Lacan dice que no basta un organismo débil, una imaginación alterada y conflictos que superen las fuerzas. Puede ocurrir que un cuerpo de hierro, poderosas identificaciones y las complacencias del destino, inscritas en los astros, conduzcan con mayor seguridad a esa seducción del ser.

Por lo tanto: lejos de ser la locura el hecho contingente de las fragilidades de su organismo, es la permanente virtualidad de una grieta abierta en su esencia. Una grieta que no es contingente sino estructural y que eventualmente puede ser llenada con esta locura. Se produce así una estasis del ser en una identificación ideal. Una identificación coagulada por la cual el loco se la cree y difícilmente pueda haber algo que lo haga dudar. Y el ideal está representado para él por su libertad, la libertad de imponer la ley de su corazón, el derecho de no admitir mediación alguna con aquello que se cree.


El misántropo
Los personajes de las comedias satíricas de Moliere le vendrán muy bien a Lacan para ejemplificar esta locura. Resumamos muy brevemente la trama: Alcestes, el misántropo, odia a toda la humanidad y está muy orgulloso de ello. Además, tiene que decir toda la verdad, odia la hipocresía y el medio-decir, pretende decirlo todo y de frente, aun cuando sea injuriante y ofensivo, y esto obviamente le traerá algunos contratiempos.

Está enamorado de Celimena, quien tiene un carácter exactamente contrario al suyo; para ella, todos son subterfugios, engaños, intrigas, halagos mentirosos. Tiene 5 ó 6 pretendientes además de Alcestes, y a todos les da esperanzas, mientras que habla mal de ellos a sus espaldas.

El poeta, Oronte, le pide a Alcestes que opine sobre sus versos, y éste no vacila en criticarlos duramente. Oronte también es uno de los pretendientes de Celimena y, en determinado momento, ella se ve obligada a elegir entre ellos. Aparece entonces una carta escrita por Celimena en la que se burla de todos. Ellos se ofenden y se retiran, a excepción de Alcestes quien vuelve a pedir su mano, a condición de que acepte irse con él al desierto, cosa a la que obviamente no accede. Sin embargo, ella estaría dispuesta a aceptarlo sin la condición de exiliarse, pero a esa altura él ya está ofendido y decide irse solo, lejos, a donde un hombre de honor pueda vivir libremente.

Recordemos que Lacan nos remite a esta obra porque A1cestes representa el prototipo de la locura que intenta teorizar. Podrá fácilmente situar en él la infatuación, la ley del corazón, el alma bella, como también el ideal de la libertad y de la verdad. Los diálogos más interesantes, por el ridículo que transmiten, se dan con, su amigo Filinto.

Alcestes: Quiero que haya sinceridad y que, como hombres de honor, no pronunciemos palabra en la que no creamos. (...) Yo no puedo soportar este cobarde proceder que afecta la mayoría de vuestra gente a la moda; y nada odio tanto como (...), esos afables donadores de frívolos abrazos, esos obsequiosos habladores de palabras inútiles, que asaltan a todos con sus amabilidades y tratan en la misma forma al hombre de mérito y al tonto. (...) Yo quiero que se me distinga; y para decirlo claro, el amigo del género humano no es cosa que me convenga. Filinto: Pero cuando se anda en sociedad, preciso es cumplir con algunos convencionalismos que exige el uso.

Alcestes: Os digo que no; se debería castigar inexorablemente ese vergonzoso comercio de las apariencias de la amistad. Quiero que seamos hombres y que en toda circunstancia aparezca en nuestras palabras el fondo de nuestro corazón, que sea él quien nos hable y que nunca se disfracen nuestros sentimientos bajo cumplidos vanos.

Filinto: Hay muchas ocasiones en que la franqueza absoluta resultaría ridícula y poco al caso; y a menudo, mal que le pese a vuestro austero honor, es bueno ocultar lo que tenemos en el alma. ¿Sería adecuado y decente decir a mil personas todo lo que pensamos de ellas? Y cuando hay alguien que nos desagrada o a quien odiamos ¿debemos declararle la cosa tal como es?

Alcestes: SI. ( ... ) Sin duda.

Un poco más adelante:

Alcestes: ... odio a todos los hombres: a los unos porque son malos y dañinos ya los otros por ser complacientes con los malos y no tener para ellos ese odio vigoroso que debe provocar el vicio en las almas virtuosas. (...) a través de su máscara se ve al traidor plenamente (...) a menudo me sobrevienen súbitos impulsos de huir a un desierto lejos del contacto de los hombres.

Filinto: Dios mío, no nos aflijamos tanto por las costumbres de la época y concedamos algún crédito a la naturaleza humana; no la examinemos de acuerdo con un rigor sin límites y miremos con alguna indulgencia sus defectos. Es una locura sin igual querer ponerse a corregir e! mundo. ( ... ) Yo tomo a 105 hombres como son, buenamente, acostumbro a mi alma a soportar lo que hacen...

Alcanza con estos párrafos para tener una somera semblanza de Alcestes: la ley de su corazón le impide dejar pasar absolutamente nada. En las antípodas de la definición que da Allouch de la salud mental: poder pasar a otra cosa.6 O como nos gusta decir: "poder dejar pasar".

Y como bien dice Filinto: es una locura sin igual atribuirse la misión de corregir el mundo. Otra característica que subraya Lacan, es la pretensión de ocupar un lugar de excepción: la verdadera clave del sentimiento aquí expresado es la pasión de demostrar a todos su unicidad, aunque más no sea en el aislamiento de la víctima, en el que encuentra, en el último acto, su satisfacción amargamente jubilosa. Efectivamente, cuando Celimena se rehúsa a ir con él al desierto, Alcestes concluye: Yo, traicionado por todos, abrumado de injusticias, vaya salir de este torbellino donde triunfan los vicios para buscar sobre la tierra un apartado lugar, donde se pueda ser hombre de honor libremente.

Así termina la obra, más convencido que nunca de su inocencia, de sus virtudes y de las injusticias del mundo; y también de su inclaudicable derecho a una libertad sin condicionamientos, tan valorado también en nuestra época.

Infatuación, locura, melancolía
Lacan se sirve del Misántropo pero, como nos hace saber, también podía haber situado la ley del corazón en cualquiera de los personajes que han hecho correr tanta sangre en el mundo. ''Acerca de la Causalidad Psíquica" es un texto de 1946, recién terminada la segunda guerra mundial; no es raro que haga mención a Hitler y su siniestra ley del corazón.

Lacan nos advierte que después de Pinel nos hemos vuelto más humanos para con el común de los locos, pero que no se ha reconocido el riesgo supremo que representan estos otros locos. Cuando se combina la infatuación con la pretensión de llevar la propia ley del corazón a toda la humanidad los efectos son incalculables.

A otra escala, esto también aparece en lo más cotidiano: no es raro encontrar sujetos que pretenden imponer la ley de su corazón a sus semejantes. ¿Cómo va a reaccionar nuestro loco cuando su propio mensaje le retorne en forma invertida? Probablemente como alma bella que no entiende nada de las perturbaciones que genera. Si nos detenemos en estas características que Lacan sitúa, es porque consideramos que son mucho más frecuentes de lo que solemos pensar.

La infatuación, la ley del corazón yel alma bella, son fundamentales en la configuración de este particular tipo de locura, y a nuestro modo de ver, tampoco son ajenos a la melancolía. Muchas veces nos encontramos con sujetos que nos resultan un poco demasiado convencidos de algunas de sus identificaciones, pero en relación a los cuales nos faltan otros parámetros como para diagnosticar su locura. No hablamos de alucinaciones de un delirio propiamente dicho, salvo en este punto del delirio de presunción", que no suele bastar para pensar en una megalomanía psicótica. Alcestes no alucina ni delira y sin embargo, tanto para Filinto como para Lacan, está completamente loco, totalmente inflado de autosuficiencia.

Freud siempre se sirvió de la sabiduría popular, y todos conocemos el dicho según el cual los chicos y los locos siempre dicen la verdad. Hay gente que cree, efectivamente, que tiene que decir Siempre la verdad, no sólo como si se la pudiera decir "toda" sino también como si fuera su misión y su derecho; y la obligación del otro, escucharla.

Ahora bien, si un hombre cualquiera que se cree rey está loco pero no lo está menos un rey que se cree rey, tenemos ya aquí dos modos diferentes de locura, y sólo de la primera supondríamos que se trata de una psicosis.

Respecto de la segunda, tal vez podamos encontrar también una subdivisión, según lo "exitosas" que sean las "poderosas Identificaciones" . Cuando lo son, no es mucho lo que un analista atiene para decir allí, seguramente no sería consultado por Alcestes. Cuando no lo son, cuando la infatuación se desinfla, deja dramáticamente en evidencia su contracara de máxima inconsistencia melancólica. Es esto lo que hace tan difícil el manejo de la transferencia: en estado de infatuación no hay análisis posible, pero algunas veces tenemos que reconocer que es la infatuación la que previene del derrumbe.

Como bien señala Héctor Yankelevich, estos "sujetos no son excepcionales por sus logros -aunque eventualmente puedan acumular muchos- ni por una megalomanía discreta, sino por el ambiguo encanto de un exceso de estima de sí, inclusive, y es una defensa temible para tratar, porque puede mutar en pura derelicción cuando se trata de un cuadro de melancolización narcisista". 

Difícilmente encontremos un reverso alentador para la melancolía en la manía, como por momentos pensaba Freud; probablemente la estabilización se encuentre más cercana a esta posición infatuada con algunos tintes paranoides. Como dice Daniel Paola, es más tranquilizador cuando el melancólico está un poco paranoico.

Dos caras de la misma moneda que pueden relevarse entre sí o bien coexistir. Recordemos la sorpresa de Freud en Duelo y Melancolía cuando constata que las personas melancólicas ...están muy alejadas de demostrar sumisión y humildad ante su entorno, como correspondería a personas tan indignas; antes bien son sumamente mortificantes, siempre ofendidas y como si les hubiera sucedido una gran injusticia. Esta reflexión resume inmejorablemente lo que estamos tratando de subrayar: víctima y victimario a la vez; particularidad que también queda de manifiesto ya en el título del libro de Jacques Hassoun: "La crueldad melancólica".

Pero no todos pueden retirarse del mundo como Alcestes "para vivir libremente como un hombre de honor". ¿Cómo intervenir cuando el sujeto no cu"enta con ese recurso, sino que intenta por todos los medios ser aceptado y amado, a la vez que hace gala del más descarado autoritarismo, como vimos p.ej. en la Sra. Oggi. Como indica Freud en el Manuscrito E, el melancólico tiene acumulada "una gran añoranza de amor". Y efectivamente, hará cualquier cosa por obténerlo, porque tiene la certeza de que lo merece, que ya ha sufrido demasiado, que ha sido injustamente abandonado: también éste puede ser el mandato de la ley del corazón.

Fuente: Heinrich, Haydee "Locura y melancolía", cap. 4.

miércoles, 15 de noviembre de 2017

Locura y transferencia: ¿Qué hacer con un paciente "loco"?


La pregunta que abordaremos se refiere a nuestro modo de intervenir cuando un paciente está loco, se vuelve loco, o se hace el loco, que obviamente no es lo mismo, pero que aun así en cada caso nos coloca ante un desafío particular, en especial cuando esta locura· entra en transferencia.


Sabemos que con respecto a la psicosis, Lacan insistió en que hay que buscar la coyuntura dramática que ha dado lugar al desencadenamiento. De igual modo, se podrían ubicar las condidiciones que favorecerían el enloquecimiento en una estructura no psicótica, tanto en lo cotidiano de su convivencia como en la escena del análisis.


Intentaremos diferenciar las intervenciones del analista que alientan el despliegue de la locura, de aquellas otras que tendrían la capacidad de acotarla, ya sea desde el inicio de un análisis o en o algún momento puntual del mismo. El acotamiento de la locura sería condición de posibilidad para que un análisis tenga lugar, porque en estado de locura no hay análisis posible. Es decir que la locura difícilmente pueda ser considerada como un hecho objetivable en sí mismo, sino que debería ser pensada, como cualquier otro fenómeno, en transferencia. No se trata de decir que la locura no exista, pero sí que el modo en que se despliega, agrava o acota, guarda relación con el tipo de aproximación que con ella se establece.


Vappereau dice, no sin razón, que no hay nada que hacer frente a la locura, más que apartarla si se puede, o combatIrla por medio violentos si se quiere imponer. Se puede, sin embargo, decirle al loco que no tiene más que detenerse cuando quiera. Así, uno apela a su responsabilidad, lo que lo vuelve menos loco. Se puede sobre todo negarle la menor ocasión de creer que se puede hacer cualquier cosa por él, por ejemplo pensar por él.


Así planteada, esta indicación tal vez parezca estar apelando al yo y a las buenas intenciones del analizante, pero nos parece de una pertinencia mayúscula, al transmitir la confianza del analista en que un sujeto pueda dejar de estar loco.


Para dar cuenta de lo que intentamos transmitir, haremos un contrapunto entre dos historiales clínicos de pacientes cuya locura, como se verá es difícilmente cuestionable. El primero de ellos es un texto de Raymond Kaspi sobre el tratamiento psicoanalítico de la señora Oggi.


Para comenzar digamos que Kaspi es convocado al domicilio de la señora Oggi después de estar ésta durante ocho días en cama, sin comer, sin beber y sin hablar, aparentemente a partir de la muerte de su abuela de 90 años, quien la ha criado después del abandono de su madre, sucedido a los 2 o 3 años de la paciente. Su mutismo se interrumpe cuando Kaspi le pone una mano sobre la pierna, después de haber visto que ella movía un pie. Intercambian entonces algunas frases y convienen en que será medicada y en iniciar luego un tratamiento en el consultorio, no sin antes confesar la señora Oggi que su comportamiento extravagante le permite dominar o manipular a quienes la rodean, aun cuando se trata de algo que ella no puede reprimir.


Como no podía ser de otra manera, esta manipulación se desplegará en transferencia. Al decir de Kaspi, rápidamente la relación se erotiza, las demandas van en aumento, e! analista no consigue dar por finalizadas las sesiones, se suceden llamadas telefónicas a cualquier hora, hasta que después de un tiempo, la paciente solicita al analista que la toque, y él accede. Un día, sin mediar palabra, se desviste y anuncia que lo quiere violar. Él interpreta que el striptease terapéutico es una manera de encontrarse lo más cerca posible del seno de la madre buena.


A partir de determinado momento, en cada sesión la paciente se acuesta y se desviste, a menudo está totalmente desnuda pero como es invierno y hace frío, a veces le pide al analista que le acerque el abrigo para taparse. Kaspi, obviamente confundido, acude a su supervisor, Didier Anzieu, quien, lejos de ayudarle a reordenar este caos, lo alienta con teorizaciones que intentan dar un marco de razonabilidad a esta locura que se ha instalado en transferencia.


Es así que Kaspi sigue accediendo a las demandas, aunque notoriamente angustiado por la atracción que la paciente ejerce sobre él; aclara con incomodidad, que sólo le toca las manos y la frente, y que le hace caricias "como si" en el resto del cuerpo, sin detenerse en las regiones sexuales. Se trataría de construirle así una piel, contornear un cuerpo dañado por el brutal destete de su madre.


Lejos de tranquilizarse, las demandas de la paciente siguen en aumento, se convierten en exigencias y tormentos, se suceden los intentos de seducción y también de suicidio; la señora Oggi tampoco se priva de colocar su mano sobre el sexo de su analista en más de una ocasión. Las argumentaciones de Kaspi avanzan en la línea de explicar la necesaria regresión a una ansiada simbiosis con una madre que la ha abandonado, con la esperanza de que este "análisis transicional" dará paso, en algún momento, a un análisis de encuadre clásico.


Es de hacer notar que la paciente, de tanto en tanto, le pide que la eche, que le ponga límites, celebra cuando la rechaza, confiesa su hábito de manipular a su entorno con exigencias, como así también su costumbre de "hacerse la loca" ante el padre y de amenazar al marido con suicidarse.


Aun así, Kaspi sigue satisfaciendo sus exigentes demandas, en la suposición de que podrá darle lo que le ha sido negado en su infancia por una madre ausente. Según él, es así como ella paulatinamente va recobrando su yo, se anota en la universidad y empieza a concurrir a sus sesiones más regularmente y a irse en el horario convenido, sin desvestirse ya. Sin embargo, en la última de las sesiones relatadas se produce una escena muy parecida a las acostumbradas, en la que la paciente se pone a gritar y aullar en la puerta a la hora de partir, diciendo que siente el sexo del analista como un tubo dentro de ella.


De todas maneras, cabe la pregunta acerca de qué fue lo que hizo que la joven dejara de desvestirse. Un día en que concurre ebria, se desnuda como de costumbre, vomita en el consultorio, y al no poder irse en ese estado, Kaspi la recuesta en la habitación contigua y la visita entre paciente y paciente. Sabiendo que está por llegar una terapeuta con quien comparte el consultorio, la ayuda a vestirse para evitarle la incomodidad de ser vista en ese estado. Es allí que se produce el encuentro entre ambas, gracias al cual la paciente recupera un poco la cordura; esta terapeuta le presta un abrigo, con lo cual estará en condiciones de marcharse. Creemos que es este encuentro el que introduce al fin un límite que permite que la relación transferencial se apacigüe.


No es nuestra intención un comentario moralizante sobre este tipo de intervenciones poco ortodoxas, sino considerar que no se puede pensar la locura al margen de la relación transferencial. No encontrar del lado del analista un acotamiento de la locura es lo que, a nuestro modo de ver, lleva a la paciente a buscarlo de un modo cada vez más loco. Kaspi reconoce que se limitó a acompañarla.


En contrapunto con este historial comentaremos ahora otro texto, como se verá tampoco muy ortodoxo, esta vez de Masud Khan, quien en su libro Locura y Soledad nos relata el caso de una joven que le es derivada por la anterior analista, después de haberle destrozado el consultorio. Esta joven había estado 3 años en ese tratamiento, sin que su desorganización cediera, también en un encuadre cuasi-incondicional, tanto por las exigencias desmedidas  a cualquier hora del día y de la noche, como por el maltrato al que sometía a la analista. Asimismo, había estado un año internada, bastante tranquila, a no ser por los estragos que cometía cuando la analista concurría a visitarla.


En la primera entrevista con Masud Khan permanece de pie y anuncia que no piensa decirle nada. Él responde tranquilamente que no siente ninguna curiosidad. Ella queda perpleja, y agrega poco después: ‘Voy a destrozar esta habitación también, tiene demasiados libros y cosas' Masud Khan siente que habla en serio, de modo que le dice: "Antes de probar cualquiera de sus travesuras, por favor, acérquese y démonos la mano".


Ella vacila pero le tiende la mano. Masud Khan se la toma con firmeza, y le pide que apriete la suya. Desafiante, ella se niega. Él comienza a apretarle su mano cada vez más fuerte. Al minuto estaba ella encogida en el piso gritando: "¡Suélteme, me lastima!" "Eso es lo que quiero", responde el analista. "Ya ve, no puede destruir mi consultorio; no sólo soy físicamente más fuerte y más ágil que usted, sino que además tengo gente que puede protegerme. No necesito hospitales".


Después de hablar con la analista anterior y con la madre de la paciente y enterarse de lo que estaba sucediendo, le dice: "No espere de mí ni la calidad ni la cantidad de disponibilidad, compasión y paciencia a las que estaba acostumbrada con su analista."


Para atenderla impone 3 condiciones: la primera es que deberá concurrir a sesión cinco veces por semana puntualmente a la hora convenida. Si no soporta quedarse, podrá irse; pero sin escándalos; ninguno de los dos estará obligado a sufrir una rutina de 50 minutos completos. La segunda condición es que tomará clases particulares de una hora por día, los siete días de la semana, con un profesor que él indicará, ya que quiere que su día tenga una estructura mínima, aparte de concurrir a las sesiones. Y la tercera es que por lo menos tres veces por semana cenará con su madre, sin otros invitados, ya que está advertido del caos de visitantes que reina en esa casa.


Estipula un horario a partir de la siguiente semana, aclarando que si por su deseo, miedo u obstinación decide no acudir, simplemente deberá hacérselo saber a su secretaria. De lo contrario, la esperará tal día a tal hora. La paciente concurre puntualmente a la primera sesión, y cuando él le indica que se puede quitar el abrigo porque hace mucho calor, ella se niega, porque debajo sólo lleva su camisón, ya que no tuvo tiempo de vestirse.


Masud Khan le dice de un modo firme pero amable, que si ella no puede distinguir la diferencia entre su dormitorio y el espacio analítico, no van a poder trabajar, de modo que interrumpe la sesión y le indica que la espera al día siguiente vestida como es debido. Estarán así dadas las condiciones para que comience un análisis que, por cierto, no tendrá nada de sencillo, pero análisis al fin.


¿Qué decir de estos testimonios? Reconozcamos en primer lugar que ante semejantes despliegues de locura, cualquiera de nosotros puede vacilar, ya sea perdiéndose en laberintos de buenas intenciones o temblándole el pulso a la hora de efectuar un corte.


Es cierto que el acto del analista es acorde a la teoría que lo habita, pero ¿no es también cierto que cada uno toma de la teoría lo que su propio fantasma le permite? Curiosamente, tanto Kaspi como Masud Khan, al igual que Didier Anzieu, de algún modo se reconocen deudores de la enseñanza de Winnicott.


Por otro lado, es llamativo que Masud Khan insista en que sus intervenciones son firmes pero amables. Con la amabilidad no alcanza, pero tampoco es sin ella. La firmeza, si no inspira confianza, puede especularizar la crueldad de la paciente y ser sinónimo de expulsión. Masud Khan, lejos de soltarle la mano, la toma firmemente, le da un lugar. Impone sus condiciones, pero le deja a ella la decisión de iniciar o no el tratamiento. No decide en complicidad con su ex-analista ni con su madre como si ella estuviera insana, sino que la responsabiliza de sus actos. La subjetiva, le da la palabra, que es un modo de apostar a que ella puede dejar de estar loca.


Ahora bien, ¿cómo pensar la locura de estas pacientes? ¿Están locas o se hacen las locas? ¿Acaso hay diferencia? Hacerse la loca es estar loca, en la medida en que sola ya no puede parar, si no hay alguien que le ayude.


En los dos casos relatados, los analistas recortan una historia infantil desdichada, pero sólo en el primero se la considera un justificativo para tolerar los excesos actuales, como si se tratara de suplir aquí y ahora el abandono materno.


Cuando el analista cede compasivamente a exigencias irreprimibles e ilimitadas, no hace más que confirmar al paciente en el lugar de desecho, de víctima de una injusticia atroz y humillante que lo llevará a eternizar sus reclamos reivindicatorios en una escalada sin fin y a perpetuarse en el lugar de alma bella que hará imposible el análisis.


No es raro encontrar pacientes que tienen la certeza de que se les ha inflingido un daño y de que el mundo está en deuda con ellos, y que tienen derecho a exigir que el otro -el analista en este caso- pague esa deuda. Se convierten fácilmente en pacientes "especiales", con los cuales el analista está obligado a tener deferencias y consideraciones. Es este lugar de excepción el que Masud Khan no está dispuesto a avalar, sabiendo que eso implicaría renunciar irremediablemente a que un análisis pueda tener lugar.


Las "excepciones"
En un breve texto titulado "Las Excepciones", Freud plantea que hay personas que dicen que ya han sufrido bastante, que tienen derecho a que no se les impongan más restricciones y que no están dispuestas a someterse a ningún nuevo displacer, porque son excepciones y se proponen seguir siéndolo. Lo que alegan es que han sido víctimas durante su infancia de padecimientos injustificados, lo que los autoriza a no volver a someterse a privaciones; ni siquiera las derivadas de un análisis. El mundo está en deuda con ellos, y esto les daría algunas prerrogativas.


Freud se apoya en la tragedia de Shakespeare, Ricardo IIl, quien dice en su monólogo inicial: " ...yo, a quien la caprichosa Naturaleza ha negado las bellas proporciones y los nobles rasgos, y a quien ha enviado antes de tiempo al mundo de los vivos deforme, incompleto, bosquejado apenas y hasta tal punto contrahecho y desgraciado, que los perros me ladran cuando me encuentran a su paso ( ... ) si no puedo ser amante ni tomar parte en los placeres de estos bellos días de felicidad, he de determinarme a ser un malvado y a odiar con toda mi alma esos goces frívolos."


Según Freud, este personaje considera que la vida le debe una compensación que él mismo se procurará. Lo que agrega es que, si esta tragedia ha perdurado a través del tiempo, es porque todos somos un poco Ricardo IlI, ya que todos creemos tener motivos para estar descontentos con la naturaleza por defectos infantiles o congénitos; y todos exigimos compensación de tempranas ofensas inflingidas a nuestro narcisismo, a nuestro amor propio.


Lo que Freud nos lleva a considerar es hasta qué punto ese lugar de víctima puede convertirse en un baluarte narcisista dificil de resignar, que paradójicamente coloca al sujeto en una posición de infatuación, volviéndolo refractario al análisis. Por momentos estas reivindicaciones tienen un tan claro tinte paranoide que hacen dudar del diagnóstico, pero si todos somos un poco Ricardo III, eso "implica que no hay análisis que no tropiece con esta resistencia yoica. Habrá quienes de este ser de excepción harán, como Ricardo IIl, una caracteropatía egosintónica desde la cual es impensable pregunta alguna que propicie una demanda de análisis.


Sin embargo, hay sujetos que viven atormentados, hambrientos de reconocimiento, acosados por impulsiones incontrolables, con un narcisismo desfalleciente, quienes también revelan esta infatuación loca: simultánea y paradójicamente creen tener derecho a someter al otro a las más variadas exigencias, tal como vimos en los dos historiales comentados, porque los padecimientos sufridos los pondrían en posición de merecer que el mundo los releve de toda privación. "Yo me merezco... " es una frase que escuchamos a menudo. Así, sistemáticamente, el límite llegará desde el otro quien, con razón, se inclinará a pensar que esa persona "está loca': Como decía Ulloa, el que no sabe a qué atenerse, tiene que atenerse a las consecuencias. Es difícil dilucidar si el sujeto no sabe, no quiere o no puede respetar ciertos límites y/o atenerse a determinadas convenciones, y nos recuerda escenas locas que protagonizan algunos pacientes en su relación con los otros.


Al mismo tiempo, nos lleva a articular impulsividad e infatuación. El relato de Masud Khan nos autorizaría a pensar que poner un límite a la infatuación en transferencia tiene efectos insospechados sobre la impulsividad.


A nuestro modo de ver, la expectativa de ser convalidado en un lugar de excepción -tan certeramente situada por Freud en relación al narcisismo-, puede ser también abordada desde la conceptualización que Lacan hace de la locura en su escrito ''Acerca de la Causalidad Psíquica". Basándose en coordenadas hegelianas, como veremos a continuación, Lacan llegará a la conclusión de que creerse, creérsela, es estar loco.

Fuente: Haydée Heinrich, "LOCURA Y MELANCOLÍA". Cap. 3.