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viernes, 10 de enero de 2020

Identidad, identificación y lazo social. La enseñanza de Lacan (5)


Por Enric Berenguer

Ir a la primera parte de Identidad, identificación y lazo social. La enseñanza de Lacan (1)

Identificación y significante amo
Ampliación de perspectiva
En el año 1969, Lacan aporta una formalización nueva de la cuestión de la identificación.
De esta forma, se alcanza una definición general de la identificación, que sirve para una gran variedad de modalidades y tipos. Pero hay un cambio, o una ampliación, de la perspectiva. Hasta ahora, habíamos visto que la base conceptual para pensar la identificación era el lenguaje, o la relación del sujeto con él.

Desde este momento, Lacan establece un marco más general, que supone el lenguaje, lo incluye, pero que incorpora algo más. Se trata del concepto de discurso. Con la idea de discurso, Lacan se refiere a algo que siempre estuvo presente en el trasfondo de su enseñanza, desde la época en que estaba más próximo en algunos aspectos a C. Lévi-Strauss (aunque hay que subrayar que nunca hubo entre ellos una coincidencia completa).

Los antropólogos, Lévi-Strauss por ejemplo, trataban de reconstruir lo que sería como un universo de lenguaje a través de los mitos de una sociedad determinada (en este caso una sociedad de las llamadas “exóticas”).

Se trataba de un universo cuyos puntos de referencia eran los elementos significantes de un conjunto estructurado de narraciones que constituían la cultura de aquel pueblo, las cuales ordenaban y daban sentido a toda una serie de aspectos de la vida individual y colectiva de las personas.

La idea de discurso es una forma de trasladar esto (con modificaciones) a cualquier sociedad.

Pero las modificaciones son muy importantes: a diferencia de lo que ocurre en los esquemas lévistraussianos, donde se plantea un universo fijo y no se tienen cuenta sus cambios, las tensiones que en él existen y la variabilidad de la posición del sujeto respecto de dicho universo, Lacan considera cuatro modalidades fundamentales de discurso, que coexisten en una formación cultural determinada (aunque uno de ellos pueda ser el predominante en un ámbito dado) y que suponen una relación distinta del sujeto con los elementos fundamentales de la estructura del discurso.

Para dar cuenta al mismo tiempo de una constancia de la estructura y de una variabilidad de sus concreciones, Lacan idea un sistema de cuatro discursos que se construyen haciendo girar cuatro elementos en torno a cuatro posiciones fijas.

Hay una disposición de los elementos que podemos llamar la básica o fundamental, que lleva el nombre de Discurso del Amo. La necesidad de sintetizar nos impedirá referirnos a las otras modalidades del discurso: Universitario, Histérico y, finalmente, el del Psicoanálisis.

Nos referiremos al Discurso del Amo por dos motivos: en primer lugar, porque es el discurso fundamental, equivalente al del inconsciente mismo, y también porque contiene la fórmula de la identificación que queremos comentar.

Para hablar del Discurso del Amo es necesario referirse, al menos sumariamente, al significado de sus distintos componentes, así como al de la estructura de cuatro lugares por los que estos elementos “giran”.

Antes de entrar en la descripción de los elementos de la estructura del discurso, diremos algo sobre la manera en que la fórmula de la identificación se inserta en el interior de la estructura del discurso:

La identificación es articulada fundamentalmente como la relación entre el sujeto y un “significante amo”, que es simbolizado mediante la notación simbólica S1.

La relación de identificación se simboliza poniendo al sujeto, simbolizado por $, debajo del significante amo:
(S1/$)
Es una forma gráfica de representar una relación de sometimiento. Esta connotación de la identificación está presente en la forma en que Lacan tiene de concebirla a partir de la teoría de los cuatro discursos.

Este aspecto resulta particularmente útil cuando se trata de pensar toda una serie de cuestiones relativas a la identificación que se sitúan entre el dominio de lo individual y el de lo colectivo.

Identificación y dominación
Hay toda una serie de cosas que nos pueden mostrar fácilmente hasta qué punto la cuestión de la identificación y la de la dominación van unidas. Podemos poner muchos ejemplos, algunos referidos a la vida individual y otros referidos a la vida colectiva.
Empezaremos por lo primero.

Hay un aspecto en la crisis de la adolescencia que se puede describir, al menos en parte, como un proceso de rebelión.

Una de las formas más certeras de pensar esta rebelión es precisamente en términos de una conmoción de toda una serie de identificaciones fundamentales.

En muchas ocasiones, el joven se siente particularmente incómodo con todo aquello que los padres le suponen, es decir, con todo aquello que lo identifica para sus padres.

Esto puede llegar en algunos casos a un verdadero rechazo de ciertas señas de identidad, referidas tanto a lo que él es para los padres como a lo que define a ese pequeño universo que es su familia.

A veces serán necesarios años para que el individuo, ya adulto, se reconcilie con algunas de esas señas de identidad que en su día tuvo que poner en cuestión, y muchas veces las recuperará con un cariño teñido de nostalgia.

Y en esta recuperación de sus padres se incluye también alguna forma de consentimiento a aquello que lo sitúa en un cierto linaje, en la historia de una familia.

La rebelión del joven puede entenderse, pues, como el rechazo, la puesta en cuestión de algunos significantes amo, en particular los ligados a la familia, a los padres. La reconciliación del adulto, por el contrario, supone un consentimiento a someterse, aunque de una forma mitigada, a esos mismos significantes amo.

En el terreno colectivo, la cosa resulta evidente en cuanto nos la planteamos en los términos adecuados.

Por ejemplo, es fácil comprobar que toda reivindicación nacionalista supone el rechazo de algún significante amo.

El nacionalismo español dice a los vascos que son españoles, o sea, les impone como una evidencia que se identifiquen a ese significante, diciéndoles qué es lo que en verdad son, lo quieran o no lo quieran.

En cuanto al nacionalismo vasco, rechaza esa identificación y le opone otra. Y podemos ver cómo en su forma de escribir la historia hay un rechazo deliberado, una ignorancia voluntaria de todas aquellas cosas que tenderían a mostrar que, al fin y al cabo, los vascos tienen una relación con lo español mucho mayor de la que quisieran tener. No plantemos que unos tengan más razón que los otros, sólo mostramos que está en juego una discusión sobre significantes amo.

Idea clave 19
En todo debate político, la cuestión de los significantes amo es crucial. Se trata de significantes que no funcionan tanto por su significación, que en el fondo es siempre vaga, como por su papel de punto de referencia constante de un discurso.

Muchas veces, los significantes amo de un discurso político son reforzados con ritos y símbolos. De ahí la parafernalia que suele rodear a grandes palabras como “la nación”: declaraciones solemnes, conmemoraciones, banderas enormes. Todo ello refuerza el valor de aquello que se quiere sostener como una especie de punto cardinal de cierto universo discursivo.

Otros ejemplos clásicos nos muestran que en todo proyecto político está en juego la sumisión a algún significante amo que se propone a un conjunto de sujetos para que se identifiquen con él. Y cuando se trata de un cambio particularmente significativo, como aquellos que han tenido lugar en la historia en forma de revoluciones, se trata del abandono de una serie de significantes amo para adoptar otros.

Así, por ejemplo, en el paso del Antiguo Régimen a las formas modernas de nación, se trataba de la recusación de una serie de significantes encarnados en la institución de la monarquía.

En el Antiguo Régimen, los súbditos del rey de Francia no hubieran encontrado mucho sentido a discutir sobre su pertenencia o no a una nación francesa.

Su principal identificación políticamente hablando, era la de súbditos del rey, identificación que estaba complementada luego por las pertenencias de cada cual.

Pero la destrucción del vínculo de la sumisión feudal no se llevó a cabo sin la promoción de una identidad distinta, que queda sintetizada en tres palabras que tuvieron un gran peso a lo largo de todo el proceso revolucionario: “ciudadano”, “francés” y “nación”.

Desde entonces ha estado claro que todo proyecto político exige la promoción de algún vínculo social basado, fomentado o reforzado por la identificación con un número reducido de significantes amo.

Tanto es así, que la filosofía política se plantea en la actualidad cómo reactualizar los discursos políticos para que sigan siendo eficientes en un mundo en el que la definición de nación ya no puede funcionar tan eficazmente como antes.

Muchos teóricos constatan la imposibilidad de renunciar a ese significante, uno de los pocos capaces de crear ciertos mínimos de solidaridad, y el hecho de que su sentido ya no es el mismo que antaño.

La filosofía política, pues, estudia entre otras cosas el manejo de los significantes amo para conseguir que un número de sujetos consientan ser representados por ellos.

Por supuesto, la humanidad no ha esperado a la filosofía política ni al psicoanálisis para saberlo, aunque sin formulárselo necesariamente de una forma tan explícita.

Pero no deja de ser interesante comprobar de qué forma la filosofía política toma conciencia del gran papel de determinados significantes amo: se sabe que encarnan ficciones, pero nadie ha encontrado hasta ahora la forma de prescindir de ellos, pues en su ausencia (ausencia que en el fondo siempre es temporal y relativa, porque hay una tendencia a reinstaurarlos o sustituirlos por otros no menos poderosos) se ponen en juego fuerzas disgregadoras muy peligrosas.

La pregunta que se formulan mucho politólogos es cómo se puede definir la nación de una forma que sea:

  • Lo suficientemente ambigua para que no se pague un precio demasiado elevado en exclusión
  • Lo suficientemente “clara” y cerrada como para que los sujetos se identifiquen con ella y se sometan en un grado suficiente como para cumplir con sus “deberes ciudadanos” (obedecer, pagar impuestos, etc.)

Como es fácil comprobar, estas dos exigencias se oponen, de manera que la política, en el sentido actual de la palabra, supone estar haciendo constantemente equilibrios entre ambos extremos.

Hay un aspecto más de la relación entre identidad colectiva y sumisión que tendremos en cuenta antes de concluir este apartado.

En la política de las identidades, si se nos permite usar esta expresión con fines de síntesis, existe un discurso de liberación en lo que se refiere a la lucha entre una identidad propuesta y otra identidad que se rechaza.

Pero, invariablemente, si se consideran las cosas desde el punto de vista del interior del grupo, cuando más se refuerza una identidad en su lucha por imponerse, mayor suele ser el precio de sumisión que se exige pagar a sus miembros.

Como se comprueba constantemente en contextos en los que compiten una serie de identidades, como cuando existe un determinado grado de multiculturalidad, los individuos se ven sometidos a presiones para hablar, comportarse de una determinada manera, etc., con exclusión de otras formas de hablar, de comportarse…

Finalmente, diremos que el hecho de situar a la identificación en el interior de una estructura de discurso, que contiene más elementos, supone, por un lado, reconocer su importancia central como eje orientador, tanto para el sujeto como para un colectivo; pero, por otra parte, supone reconocer que no se trata de un mecanismo que actúe aislado, sino que está en relación con otras funciones que también se encuentran incluidas en el discurso.

Saber y goce
Las otras dos funciones fundamentales incluidas en la estructura del discurso son el saber y el goce.

Es fácil comprobar que todo discurso político, cultural, identitario, incluye, junto a las identificaciones que lo orientan, una serie de elaboraciones que se pueden relacionar con la función del saber, en el sentido amplio que le da Lacan, a partir de la definición del inconsciente como saber (Freud hablaba de “pensamientos inconscientes”).

Pero en el discurso que define a un determinado estado de la cultura, existe tanto la función de saber en este sentido amplio que acabamos de mencionar (lo que los significantes configuran por su acumulación y las relaciones discursivas que establecen entre sí) como la función del saber en sentido más concreto.

Y esto es así en una infinidad de cosas, que van desde grandes cuestiones relativas a las formas de satisfacción prohibidas o estrictamente reguladas (por ejemplo, el alcohol en el Islam, las múltiples obligaciones y restricciones del Judaísmo, las del Catolicismo, que se han ido moderando, etc.) hasta pequeños detalles que constituyen elementos que no por ser discretos son negligibles en la composición de ese universo que es una cultura determinada, pequeños detalles que tienen que ver con la alimentación, formas de divertirse, etc.

Volviendo al campo de la política, es obvio que no hay ningún programa nacionalista que deje de valorizar esos pequeños detalles de la vida cotidiana, como todo aquello que rodea a la cocina, o la música, elevándolos a la condición de una filosofía de la vida, una forma de ser única.

Por supuesto, esto es cierto relativamente, pero la cuestión es hasta qué punto se convierte en algo idealizado, hipertrofiado, cultivado como una forma de disfrutar de las cosas de la que un grupo humano es el único partícipe posible. Y pasa de ser un medio (para disfrutar de la vida) a ser un fin (disfrutar sólo de una forma de vida e ignorar las otras, incluso rechazarlas).

Ahora bien, lo que a nosotros nos interesa destacar es que estas formas de saber que regulan la relación con diversas modalidades de satisfacción introducen una nueva función del discurso, cuya estrecha relación con las otras dos que hemos aislado (significante amo y saber) trataremos de poner de manifiesto brevemente.

Esta nueva función del discurso la hemos introducido ya mediante esa palabra, “disfrutar”, que nos lleva desde el saber hasta la satisfacción.

Nos referimos a una función ambigua, pues en ella es prácticamente imposible distinguir entre la regulación propiamente dicha y una capacidad para la creación discursiva de una forma de satisfacción “nueva”.

Esta función, en la que se anudan la regulación de la satisfacción con la producción de formas de satisfacción, es la que Lacan sitúa forjando un concepto, “plus de goce” inspirado en el concepto marxista de plusvalía.

De la misma forma que el dispositivo capitalista crea valor mediante una serie de operaciones, el discurso, aunque no lo parezca, también está produciendo algo, y lo que produce es satisfacción (y ello con independencia de las relaciones variadas que cada sujeto, en cada momento de su vida, pueda tener con esa forma de satisfacción creada).
Por poner un ejemplo en el que la lógica del funcionamiento del discurso confluye con la del funcionamiento del dispositivo capitalista, podemos referirnos a todo lo que rodea a determinados objetos emblemáticos como los jeans.

Dicho sea de paso, ponemos este ejemplo para trascender algunas de las connotaciones demasiado elevadas que a veces rodean a lo que está en juego cuando se piensa a partir de la noción freudiana de “sublimación”.

Los jeans, objeto nada sospechoso de sublime, están asociados, para empezar, con una serie de señas de identidad cuyo origen es norteamericano, aunque se han convertido en símbolos transculturales de la juventud.

Pero la cultura de los jeans está asociada con ciertas restricciones en la satisfacción oral, por ejemplo, dado que es una ropa que resalta los valores de la delgadez. Por otra parte, el uso de unos jeans, de una marca determinada, la que en cada momento sea erigida por la moda como representante emblemático del “jeans ideal”, se convierte en una satisfacción en sí mismo.

Obviamente, esta satisfacción es de origen discursivo, porque un joven traído de alguna remota región del mundo que no comparta esa cultura no tendrá acceso a esa forma de satisfacción.

Y a la inversa, una vez dicho joven haya sido aculturado como resultado de su contacto con otros, tendrá acceso a esa satisfacción particular. Quizás ahora ese joven, justificando su sumisión a la nueva cultura dominante, guste de pensar en que antes se estaba perdiendo esta forma de disfrute.

Lo cual, sin embargo, es una ilusión a posteriori, porque por definición si no compartía en absoluto el discurso en cuestión (cosa casi imposible, por otra parte, debido a los medios de comunicación) aquella forma de satisfacción no podía faltarle, puesto que no tenía la menor idea al respecto.

Vemos que en toda la gama de cosas que quedan agrupadas bajo la denominación de una identidad, las formas de satisfacción siempre cumplen un papel, unas veces prominente, otras veces discreto, pero siempre esencial.

Así, en todo proceso por el que un sujeto consiente o accede a una identidad, hay algún papel desempeñado por una forma de satisfacción que compartirá con sus supuestos iguales: gusto por una forma de hablar (desde la lengua nacional hasta una jerga especial, como la de los jóvenes de una determinada clase), una forma de comer, de divertirse, etc.
Vemos, pues, la utilidad de incluir esta función del plus de goce en la estructura del discurso en lo que se refiere a dar cuenta de los fenómenos relativos a la identidad.

Si nos hubiéramos conformado con destacar en todo esto el fenómeno de la identificación, planteada como una relación de sumisión (consciente o inconsciente) a un significante, hubiera pasado inadvertida la importancia que adquieren ciertas formas de goce en la configuración del universo que constituye una cultura dada (ya sea la de los jeans, la de los sijks, los musulmanes, los gay, los okupas.

Al tener en cuenta esta importancia, que en muchas ocasiones es enormemente visible, vemos que si bien la identificación, en lo que tiene de mecanismo más radical y profundo, tiene siempre como base material la relación del sujeto con el significante, para constituir el marco completo de aquello de lo que hablamos cuando nos referimos a la identidad se requiere un marco de referencia más amplio.

Idea clave 20
Este marco de referencia es el del discurso, que además de la función del significante aislado que hemos llamado significante amo, incluye la función del saber (en el sentido más amplio, como el conjunto de discursos concretos que, como un gran enjambre, constituyen un telón de fondo en la vida de todo sujeto inmerso en una cultura) y también, una regulación de las formas de satisfacción que, al mismo tiempo que introduce ciertas limitaciones, da lugar a formas de satisfacción que son inéditas precisamente porque son de naturaleza discursiva.

Todo esto está resumido en la escritura por parte de Lacan de lo que él llama el discurso del amo, cuyos elementos son:

  • S1: Significante amo, polo de la identificación.
  • S2: Saber, definido como cualquier significante o cadena de significantes que se añade, que viene a sumarse, a explicar o simplemente a suceder en el discurso al S1 para darle sentido, y que, por otra parte, participa en la construcción elaborada discursivamente de una forma de vida.
  • a: Plus de goce: modalidad de goce que está hecha de una combinación de limitaciones y creaciones de formas de goce, o sea, algo de lo que el saber anteriormente definido se dedica con particular énfasis.
  • $: Sujeto dividido, que en la forma fundamental del discurso, la del discurso del amo, está situado debajo del S1, consintiendo en la medida que sea a ser representado por él mediante alguna forma de identificación, en lo que es un sometimiento estructural cuyas manifestaciones empíricas son muy variadas.

Fuente: Enric Berenguer, "Identidad, identificación y lazo social. La enseñanza de Lacan"

miércoles, 9 de mayo de 2018

La perspectiva psicoanalítica sobre la vejez: una lectura lacaniana.


A lo largo de este desarrollo desde el psicoanálisis lacaniano, se dará cuenta de las modificaciones en la relación imaginaria con el otro que se puede producir en el envejecimiento y particularmente ciertas referencias acusadas de "ya no ser deseables para el otro", en ciertas circunstancias y contextos específicos. 

Esta temática no fue abordada por Lacan, aunque la lectura que se realizará es fundamentalmente desde la teoría del yo y finalmente se utilizarán aspectos más amplios de su obra. 

El desamparo como un eje del psiquismo humano.
Freud entendía el desamparo como uno de los ejes del futuro psiquismo del ser humano, ya que esta prematuración inicial forjaba la dependencia del niño hacia su madre. 

Si la literatura psicoanalítica había descripto los aspectos de omnipotencia infantil, en especial desde Klein, en el que se relaciona con los otros a través del puro capricho, el psicoanálisis lacaniano revela otro aspecto. El capricho se invierte, y aparecen más del lado de quienes ocupan los roles de madre o padre, u Otros con mayúscula, que del lado del niño. De esta manera, la prematuración y el desamparo se presentan bajo una nueva luz, ya que develan la posibilidad de estar sin recursos frente a la presencia inquietante y amenazante del otro. Lugar donde se sitúa la experiencia traumática, ya que el sujeto aparece sin recursos frente al Otro. Lacan (2006) sostiene que uno de los modos en que el sujeto se defiende del enigmático deseo del otro es a través de la representación del yo, y sus imágenes, las cuales responden a demandas del Otro y por ello contienen ideales y galas narcisistas. La posición del sujeto es la de buscar adecuarse a dicho deseo, y una de las formas de realizarlo es a través de la imagen especular (nuestro yo), la que se origina justamente en la identificación al deseo del otro, es decir, a lo que el otro quiere de mí. Por ello, el yo no es más que una respuesta a ese deseo, es decir que es lo que se inventa frente a lo enigmático del deseo del otro (Rabinovich, 1993). 

La tesis lacaniana piensa un complejo circuito que estructura el orden del deseo al deseo del Otro. El sujeto, entendido como deseante, emerge como tal en la medida que haya otro que lo deseó. 

La posición del sujeto es la de intentar persistir en el lugar de objeto que causa deseo, ya que la única manera en que se sostiene el deseo es en relación con otro que lo desea. En este sentido, el yo cambia sus imágenes para complacer al ideal del yo (modelo al que el sujeto intenta adecuarse en cuanto a las valoraciones de los padres), pues es una de las formas en que sostiene ese deseo (Rabinovich, 1993). La cuestión que puede emerger en el envejecimiento es: ¿de qué modo se presenta el sujeto frente al deseo del otro cuando los ideales sociales rechazan ciertas imágenes de la edad? Veamos las viñetas: 

Blanca Rosa (68 años)
-Vivíamos en Palermo Chico y no teníamos auto, yo era muy coqueta. Mantenía bien las apariencias. 
-¿Y ahora? 
-Yo las sigo manteniendo aunque las hemos pasado bastante malas. Él [marido] es de poco carácter. Vivíamos escasamente de un sueldo. Él busca un trabajo por el diario y encuentra en una fábrica como seguridad. Él me daba para atender las apariencias. Siempre aparentando. Yo, mi buena silueta, muy bonita, muy buenas piernas. ¡Qué horror, cómo he perdido todo eso! ¡Es fea la vejez! [ ... ] El doctor me dijo qué lindos pechos, qué lindo pezón, yo usaba escotes. ¡¡¡Qué horror!!! ¡¿Cómo me pude venir así?! El pelo, los ojos, a mí me llamaban ojos lindos[ ... ] la nariz se me bajó. ¡¡¡Qué horror todo se me bajó!!!

Graciela (75 años) 
No tolero la decadencia, la miseria humana en la que uno se transforma. Me pasó el sábado. Fui con mi hija al shopping, lleno de espejos ... no lo podía tolerar ... me sentí fuera de lugar, vieja, decrépita. Deseaba irme ... me hizo muy mal. [ ... ] No me identifiqué en esa imagen que vi de mi en el espejo. Me siento diferente, pero me vi deslucida, ajada, gastada ... Yo era una muchacha vistosa de joven, con un cuerpo exuberante; los muchachos me perseguían y los no tan muchachos también, sobre todo en los trabajos. Pero me supe defender bien.


Las viñetas expresan el padecimiento o incluso el horror frente a la dificultad que se presenta en el momento en que aparece el deseo del otro y el yo siente que no lo alcanza a colmar, y carece de recursos adecuados acusados al envejecimiento. 

En este sentido, si el yo carece de recursos, en tanto no causa al otro, no podría defenderse de sus intenciones. La idea de intención se refiere a aquello que se quiere de nosotros sin contar con nuestra voluntad, es decir, ser tratado como un objeto carente de autonomía. 

Esta experiencia imprime una vivencia de desamparo frente a la que el sujeto queda como un objeto que puede ser abandonado, excluido o manejado. 

Rabinovich (1993) señala que este lugar es el que el neurótico rechaza por estructura, cuando determina que todos los emblemas ideales, sexuados, representables en el espacio de la visión no son suficientes para sostener la autonomía que presta el yo frente al otro. 

La autonomía que se pierde resulta notoria en ambos textos de las viñetas, en tanto ambas sienten que ese cuerpo no les permite enfrentar al otro, y eso las lleva a la inhibición o a la autodegradación. 


Esta experiencia no resulta propia de la vejez, ya que es estructural al sujeto, la cuestión aparece en las particularidades que se podrían presentar en las contingencias del envejecimiento humano y las lecturas que la sociedad realiza. Sin que por ello supongamos que sea una experiencia de todo sujeto, ni tampoco que existan otros espacios de reconocimiento y deseo posibles. 

La metamorfosis que deberá experimentar el yo dará cuenta de un proceso esperable en relación a los ideales sociales actuales y a la propia relación del sujeto con el otro. Es allí donde surge la dificultad del sujeto de posicionarse frente al otro cuando su lugar es cuestionado por la falta de ideales sociales sobre esta etapa vital. Más allá de las variantes estructurales e históricas que hacen que cada sujeto se defienda de maneras siempre singulares. 

Mannoni (1992) enfatiza esta posición al señalar que:

El derrumbe psíquico de ancianos enfermos, aislados o mal tolerados por su familia o por la institución, se debe a que en su relación con el otro la persona de edad ya no es tratada como sujeto, sino solo como un mero objeto de cuidados. Su deseo ya no encuentra anclaje en el deseo del Otro. En su relación con el otro, el anciano instala juegos de prestancia y oposición de puro prestigio. La rebeldía es la única manera de hacerse reconocer, y la forma en la que puede subsistir una posibilidad de palabra. No preparados para vincularnos con las personas de edad, nuestra sordera nos quita recursos para que vuelvan a arrancar como sujetos deseantes (Mannoni, 1992: 24-25). 

Desde esta cita podemos entender cómo frente a la posibilidad de ya no ser interesante, atractivo o deseable para el otro, aparecen otras alternativas por fuera de los marcos del deseo que llevan a lo que esta psicoanalista denomina experiencias gozosas, las cuales no refieren al disfrute, sino por lo contrario a un tipo de relación con el otro por la vía del padecimiento. 

Mannoni (1992: 10) remarca que "la persona se aferra a las vías del displacer por no poder poner en palabras la vivencia de un presente en el que el sujeto ya no encuentra su sitio. La mirada del otro, lejos de ser un soporte, lo fragmenta". 

Si el yo se presenta particularmente en el espacio de la visión como imágenes que buscan captar el deseo del otro, la mirada del otro puede dar o no cabida. 

En algunos momentos de la vejez, hallamos que la ilusión frente al espejo puede devenir en ruptura más que en encuentro, ya sea porque el otro no refleja ningún aspecto deseable, como el sentirse útil, importante, bello, poderoso, lo que podría generar, en ciertos casos, que se produzca una distancia entre el cuerpo y el sujeto. Sin embargo, la relación del sujeto con el otro no se reduce a lo que Lacan denomina "registro imaginario", basado en las integraciones de imágenes que identifican al sujeto con el yo desde una cierta lectura del Otro, sino que existen otros modos de relación que llevan al sujeto a poder sobrepasar esta dimensión. 

Por ello, Lacan se refería a un narcisismo suficiente cuando puede llegar a libidinizar el cuerpo propio y a un narcisismo insuficiente cuando aparece una rigidificación del yo con una incapacidad de libidinización del yo. 

Es importante tener en cuenta que este modelo teórico se refiere a experiencias que no son totalizantes a nivel del sujeto, sino que se establecen en relaciones, momentos y situaciones específicas, lo cual no invalida que en otras experiencias el sujeto pueda situarse de formas alternativas. 

El recorte que se desprende desde esta concepción del narcisismo permite situar este concepto más allá de una estructura psicopatológica y puede dar cuenta de la incidencia de los ideales sociales en las lecturas del sujeto y su relación con el deseo entre el sujeto y el otro. 

Fuente: Ricardo Iacub, "Identidad y envejecimiento", Capítulo 4 "La perspectiva psicoanalítica sobre la vejez"