En la reelaboración del inconsciente freudiano y su expansión hacia el modelo lacaniano, Jacques Lacan establece una distancia —más que una oposición— entre el amor y la pulsión. A partir de ello, plantea un inconsciente que trasciende el amor, situándolo en la dimensión del discurso. El inconsciente, entendido como el discurso del Otro, se inscribe en el ámbito de la verdad y su correlato transferencial: el Sujeto supuesto al Saber.
Sin embargo, cuando se aborda el inconsciente más allá del amor, se revela su vínculo con lo real. En este nivel, emerge la necesidad de una demostración, ya que la palabra se muestra insuficiente ante la incidencia de un indecidible. Aquí, el correlato transferencial adopta la forma de la posición del analista como semblante del objeto a.
Independientemente de esta diferencia de perspectivas, el inconsciente se manifiesta como una discontinuidad, ya sea en forma de vacilación o de certeza. Esta discontinuidad contrasta con la idea del Uno como totalidad, ubicándose en el ámbito de lo discreto: un uno contable, resultado del corte, que imposibilita cualquier síntesis. Su fundamento radica en lo diferencial del rasgo unario.
En este contexto, la vacilación remite a la presencia y ausencia, es decir, al dominio de la historia y la diacronía. En cambio, la certeza se relaciona con una escritura de la falta, lo que permite a Lacan inscribir el inconsciente en la sincronía a través del “concepto de la falta”.
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