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martes, 22 de julio de 2025

Del objeto especular al sujeto descontado: efectos de la identificación narcisista

La precipitación que acompaña la operación de la identificación —en tanto constituye la ilusión narcisista— debe pensarse como un proceso que produce un efecto de objetivación. Diana Rabinovich ha señalado con justeza que el matema i(a) formaliza que el moi tiene un núcleo real, ese objeto a que es el objeto del fantasma. En este sentido, la objetivación narcisista que el espejo produce es una parodia del objeto que falta: no es el objeto causa del deseo, sino su simulacro especular.

El valor especular del moi, derivado del valor libidinal de la imagen, lo convierte en un objeto más entre otros, independientemente de la infatuación que le es correlativa. Esta reducción del sujeto a objeto se ve acentuada por lo que Lacan señala en relación a esta instancia: … antes de que el lenguaje le restituya en lo universal su función de sujeto. Lo imaginario, entonces, introduce una anticipación estructural: el sujeto, antes de poder simbolizarse, se objetiva.

Esta objetivación implica que el hablante, en una primera instancia mediada por lo imaginario, se cuenta como tercero, como algo visible y representable. Solo en un segundo tiempo lógico, el orden simbólico lo habilita a una operación diferente: descontarse, es decir, contarse en menos, en la medida en que puede inscribirse como falta. De ahí que, en el plano sincrónico, el sujeto se inscriba como un –1 en la batería significante: presencia de una ausencia, efecto de una pérdida estructurante.

En oposición a esta operación simbólica, la objetivación instala al moi en contraste con la imagen del semejante, y es allí donde emerge la función del yo ideal freudiano, el i(a). Este opera como un molde, una especie de eje estructurante de las identificaciones imaginarias. Tal función polariza y organiza el campo libidinal, al ofrecer un punto de focalización para las catexias.

Lacan nombra a este efecto con el término “normalización”, lo cual indica, en primer lugar, su apoyatura simbólica. Pero además, el término subraya que se trata de una operación de normativización, es decir, de ordenamiento estructural del deseo y de la economía libidinal, lo que dista significativamente de cualquier noción de “normalidad” en sentido clínico o estadístico.

lunes, 21 de julio de 2025

Releer lo imaginario: de la crítica a su función constituyente

El hecho de que Lacan iniciara su enseñanza pública con una crítica incisiva a la imaginarización de la práctica analítica —es decir, al modo en que se había psicologizado y estetizado la clínica— parece haber marcado una lectura parcial de su teoría. Tal como fue recibida por algunos sectores, esta crítica dio lugar a una sobredeterminación negativa del registro imaginario, entendiendo que lo esencial era trascenderlo, por considerarlo un campo obturante, defensivo o engañoso.

Sin embargo, esta lectura, aunque apoyada en ciertos momentos polémicos de la obra lacaniana, no rinde cuenta del lugar crucial que lo imaginario conserva en la constitución subjetiva. Desde el estadio del espejo hasta el Seminario 5, lo imaginario no es un error del que haya que corregirse, sino un registro estructural sin el cual no se constituye ni el yo, ni el cuerpo, ni el fantasma, ni la relación al deseo del Otro.

En efecto, ya en el texto De nuestros antecedentes, Lacan había afirmado el valor constituyente del estadio del espejo, no sólo como formación narcisista o especular, sino como una repartición originaria entre lo simbólico y lo imaginario, de la cual se desprende la organización del fantasma. Años después, esta misma operación aparecerá reinscrita en el esquema Rho del Seminario 5, donde el estadio del espejo se articula directamente con la entrada en el campo del Otro y la localización del sujeto respecto al deseo parental.

Desde esta perspectiva, no puede decirse que el falo imaginario sea un mero señuelo. En tanto significación privilegiada, el falo (ϕ) en su valor imaginario constituye la brújula con la que el niño se orienta en el deseo del Otro. Le permite sostener una posición en la escena fantasmática, y es también el operador que posibilita la dirección hacia un partenaire, incluso en sus vicisitudes más sintomáticas.

Si en los primeros seminarios lo imaginario aparece asociado a la alienación del yo y a la función del engaño, es porque el sujeto no puede constituirse sin atravesar ese velo. Pero reducir lo imaginario al mero obstáculo es perder de vista su valor como mediación, como el campo en el que se enlazan cuerpo, imagen y deseo, y donde se produce la primera inscripción de goce.

Más aún, si el fantasma fundamental ($ ◊ a) necesita del anudamiento entre simbólico e imaginario para sostenerse, es porque lo imaginario no es un suplemento accidental, sino una de las tres consistencias necesarias para que el sujeto no se deshaga. Y esto cobra todavía más fuerza a partir de los nudos borromeos: sin lo imaginario, no hay sujeto; sin imagen, no hay cuerpo hablante.

Por eso, lejos de abandonar el registro imaginario, Lacan lo reubica y lo topologiza. Lo vuelve parte esencial del anudamiento que permite al sujeto habitar su ex-sistencia. El problema, entonces, no es lo imaginario, sino su absolutización; no es su presencia, sino el intento de leerlo como totalidad cerrada, como sustancia o identidad.

Volver a recorrer sus primeras formulaciones —desde el estadio del espejo hasta la articulación con el fantasma y el deseo del Otro— no implica un retroceso, sino una lectura más justa y compleja del lugar que lo imaginario ocupa en la economía subjetiva. Es, en definitiva, una forma de reparar el malentendido inicial, sin por ello abandonar la crítica que le dio lugar.