Se sabe que Jacques Lacan inició su análisis personal en junio de 1932 con Rudolph Loewenstein, y que este concluyó abruptamente en 1938. Según relata Élisabeth Roudinesco, Loewenstein no solo no habría contribuido a la formación analítica de Lacan, sino que incluso habría obstaculizado su desarrollo, siendo uno de los presuntos opositores a su ingreso a la Sociedad Psicoanalítica de París en diciembre de ese mismo año (aunque no hay documentación concluyente que respalde esta versión).
A partir de allí, como suele ocurrir en ciertos círculos lacanianos de carácter más sectario, Loewenstein fue rápidamente ubicado en la lista negra de los denominados "psicólogos del yo", junto a figuras como Anna Freud, Spitz, Stern o Kohut —una categoría que, para muchos lacanianos, representa una suerte de pecado original en la historia del psicoanálisis.
Sin embargo, si atendemos a los textos de Loewenstein de aquellos años, como lo expone Manuel Hernández (2019), encontramos una posición teórica mucho más próxima a las preocupaciones lacanianas de lo que el estigma posterior permite ver. En 1932, en un artículo publicado en L’Évolution Psychiatrique titulado “El psicoanálisis y la teoría de la constitución”, Loewenstein se posiciona críticamente frente al determinismo biológico en psiquiatría, subrayando que lo que suele interpretarse como constitución heredada —caracteres psicológicos, rasgos de personalidad o conductas— es en muchos casos el resultado de experiencias tempranas no procesadas, y que sólo un análisis profundo puede permitir discernir lo supuesto innato de lo adquirido. Esta visión, claramente contraria al esencialismo biológico, armoniza con el espíritu estructural y clínico que Lacan elaborará posteriormente.
Aún más sugestiva resulta su lectura del sueño en el artículo D’un mécanisme auto-punitif (1932), donde describe una escena onírica en la que el sujeto se ve a sí mismo con el rostro de su padre reflejado en un espejo. En el análisis, Loewenstein articula la escena con la presencia de una mujer vinculada al padre, despertando un deseo edípico apenas confesado. La interpretación pone en juego la identificación, el deseo y el uso del espejo como mediador entre el yo y el otro. ¿No es posible ver aquí un antecedente del famoso estadio del espejo que Lacan presentaría cuatro años más tarde, en 1936?
Por último, para cuestionar los prejuicios que retratan a Loewenstein como un férreo defensor del "american way" y un promotor dogmático de una pedagogía autoritaria, basta revisar su entrevista de 1965 con la Universidad de Columbia. Allí, expresa claramente su escepticismo frente a la aplicación directa del psicoanálisis en la educación de los hijos, defendiendo en cambio valores como el respeto por la individualidad del niño, la necesidad de establecer estructuras sin recurrir al castigo, y el reconocimiento de los tiempos singulares del desarrollo infantil.
En la misma entrevista, al evocar su análisis con Hanns Sachs, enfatiza el carácter libre y no coercitivo del proceso: uno podía quedarse tanto como quisiera, y luego continuar su trabajo por cuenta propia. Esta visión contrasta con ciertas caricaturas de la práctica analítica que suelen atribuirse a los analistas formados en los Estados Unidos.
En conjunto, estas fuentes permiten reconsiderar a Rudolph Loewenstein más allá del prejuicio y del tabú. Su pensamiento, lejos de estar en contradicción con los desarrollos iniciales de Lacan, se revela como una influencia subterránea, quizás incluso olvidada, que merece ser revisitada con mayor rigor y menos sectarismo.
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