En el inicio de L’étourdit, Lacan afirma el valor fundante del decir, un acto que conjuga las dimensiones existencial y modal. Este decir —lo sabemos— no se confunde con el dicho, es decir, con lo efectivamente pronunciado. El decir no se reduce a lo enunciado: tiene un soporte lógico, sostiene una operación que toca lo real.
En este marco, el discurso analítico se piensa como decir —no como sistema cerrado de enunciados, sino como una torsión—, capaz de instalar lo imposible como pivote estructural. Allí se funda la posición del hablante, no desde el saber que dice, sino desde lo que el decir agujerea.
La lógica, en este contexto, no es una garantía de sentido, sino el recurso que permite morder un real, ese punto donde la palabra se muestra insuficiente y, sin embargo, la clínica insiste.
Así, el célebre “No hay relación sexual” se impone como axioma: no como una constatación empírica, sino como un decir que habilita una escritura. Ese trazo —al mismo tiempo límite y punto de partida— funda la entrada de la verdad en el dispositivo analítico. Pero esta verdad, al estar estructurada como ficción, no se cierra sobre sí misma: algo le ex-siste, y es justamente esa ex-sistencia la que permite a Lacan delinear uno de sus modos de tratar el real.
Este planteo reafirma una premisa fundamental: la palabra es primera, sin la cual no habría escritura. Pero lo interesante es que, mediante el decir, se toca un real, un ausentido, un punto que testimonia la imposibilidad de una significación sexual plena. Allí, donde la relación sexual no se inscribe, la significación fálica ensaya —no sin parodia— una respuesta.
Este movimiento marca un claro paso más allá de Freud. Lacan no desecha el Edipo ni la castración, pero interroga su alcance: ya no como coordenadas universales del deseo, sino como respuestas posibles ante una estructura agujereada, donde el sentido falla por estructura.
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