Una de las mayores complejidades del estatuto del sujeto en psicoanálisis radica en su carácter inaprehensible: no puede ser dicho plenamente. Si no se dice, sino que está entramado e incluso “interesado” en el discurso, surge la pregunta: ¿cómo aparece entonces?
Más allá de las distintas modalidades con que se lo ha pensado, hay un rasgo constante: el sujeto se hace presente en el corte, en la discontinuidad del discurso. En esa consistencia con el inconsciente, adviene en las vacilaciones del sentido, en la sorpresa, en aquello que irrumpe sin estar previsto.
Su aparición encuentra soporte en las formaciones del inconsciente. Ellas introducen la vacilación, interrogan lo que se cree saber y se inscriben en una temporalidad singular, que Lacan no pocas veces compara con la fugacidad del relámpago.
En ese marco, los momentos fecundos son los de la “palabra verdadera”, en oposición a la “palabra vacía”. Esta última carece de implicación subjetiva porque no sorprende ni interroga; la primera, en cambio, se alcanza en el tropiezo, en lo que hace tropezar al sentido.
Así, el sujeto tomado en la dimensión de la palabra queda asociado a la verdad: “lo que pasó por el Otro”. Pero, al mismo tiempo, con su correlato mentiroso. De allí que Lacan afirme tempranamente que la verdad atrapa al error por el cuello de la equivocación.
La serie de términos que se despliega —error, vacilación, tropiezo, equívoco, discontinuidad— constituye el sostén mismo del inconsciente en lo que éste tiene de no realizado. Esta perspectiva, sin embargo, tarda en visibilizarse, pues queda inicialmente velada por la confianza en una palabra garantizada por el Otro. Una garantía que pronto se resquebraja, porque sin esa vacilación del Otro no hay lugar para el sujeto.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario