El psicoanálisis, en su especificidad clínica, no se presenta como una terapéutica orientada a modificar conductas. Más bien, su propósito radica en abordar, desde el motivo de consulta, alguna pregunta que interpela al sujeto y lo implica en aquello de lo que se queja.
Desde esta perspectiva, la práctica analítica se enfoca en el sujeto en relación con su posición respecto del deseo como deseo del Otro. Las conductas que el sujeto menciona, aquellas de las que se queja, sufre, o incluso dice querer cambiar sin lograrlo, no son más que una fachada, un revestimiento que oculta y a la vez preserva algo más profundo.
Lo que se protege tras ese ropaje es la posición fundamental del sujeto, ese eje central que organiza su existencia y que se construyó en su vínculo con el deseo del Otro. Esta posición, por su naturaleza fantasmática, está sostenida por una ilusión: la consistencia del Otro.
Por ello, en el trabajo analítico no se trata de intervenir directamente sobre el hábito en el sentido de conductas repetitivas o costumbres que deban modificarse. Más bien, lo que se pone en juego es la posición subjetiva que el sujeto ocupa y que da forma a su modo de estar en el mundo.
El término "hábito" aquí adquiere un doble sentido. Por un lado, se refiere a lo imaginario, aquello que el sujeto hace habitualmente y que parece requerir cambio a nivel superficial. Pero, por otro lado, también remite a un disfraz, una vestidura que el sujeto utiliza para esconderse y protegerse, mientras sostiene su posición en relación con el deseo del Otro.
En este sentido, el hábito funciona como una suerte de ornamento: por un lado, embellece o da forma a la posición subjetiva; por otro, le otorga una ilusión de consistencia. Es precisamente esta consistencia ilusoria la que permite al sujeto mantener la fantasía de que puede causar el deseo del Otro, sosteniéndose en una ficción que vela la falta estructural del Otro. Así, el hábito no es solo lo que se hace, sino también lo que protege y oculta.
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