La perspectiva lacaniana sobre la estructura del lenguaje sigue una dirección clara: busca separarlo de la semántica y situarlo en una dimensión topológica. Este desplazamiento implica considerar el lenguaje más allá de su función comunicativa o de transmisión de significado.
Un punto intermedio en este recorrido aparece en La identificación, donde Lacan establece un vínculo entre lenguaje y escritura, afirmando que esta relación es constitutiva de lo estrictamente humano.
¿Qué implica pensar el lenguaje desde la escritura? Significa abordarlo desde trazos, marcas y rasgos, dejando de lado cualquier intención de significar.
Para ilustrar este punto, Lacan recurre a la escritura cuneiforme, destacando un aspecto fundamental: su origen no está en la representación, sino en la pérdida de lo representativo. Es decir, las marcas adquieren su estatuto de escritura precisamente a partir de esta pérdida.
La escritura se sostiene en la marca, pero para que esta adquiera su valor es necesario un acto de borramiento, el cual se produce en el proceso de lectura. El lector, al descifrar la marca, introduce en ella un borramiento, lo que implica que no hay escritura sin el Otro.
Este planteo es clave para comprender la función del nombre propio, que se vincula con el trazo o rasgo. Sin embargo, para que el nombre propio se instaure, debe operar sobre la marca este mismo proceso de borramiento, pues es a través de él que el sujeto se inscribe en su nombre.
Lacan plantea entonces una pregunta fundamental: ¿cómo se inserta el sujeto para que una simple marca devenga escritura? La respuesta se encuentra en la noción de significante, sin la cual no solo no hay sujeto, sino que tampoco sería posible el borramiento que hace de la marca una verdadera inscripción.
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