El grafo del deseo no es solo un diagrama: es una escritura formal de la heteronomía del sujeto, es decir, su dependencia radical del significante. En sus líneas y puntos se condensan varias tesis fundamentales:
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El lenguaje preexiste al sujeto.
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El Otro no es una persona, sino un lugar estructural, una topología que habilita la emergencia del sentido.
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Sin embargo, este lugar necesita una encarnadura: alguien con nombre y apellido que, con su acto, lo ponga a funcionar.
Es justamente ese acto —el de un adulto que escucha, responde y traduce— lo que instituye al Otro como sede del significante. Así se forja ese campo ficcional de la verdad que Lacan despliega: un campo donde se juega la relación entre saber, demanda y deseo.
Este despliegue tiene un efecto inmediato en la vida del niño: lo confronta con un Otro omnipotente, que no solo descifra su llanto, sino que también le otorga sentido. El adulto se vuelve el dueño del "poder discrecional del oyente": es él quien decide qué significa ese grito.
Pero el lugar del Otro no se agota en la interpretación. También es el punto desde el cual se emite un "acuse de recibo": el Otro es quien otorga existencia al mensaje, y con él, al sujeto que enuncia. Esa existencia no depende de ningún sentido, sino del acto del significante.
En ese cruce se configura una operación decisiva: el pasaje del llanto a la demanda. El llanto, que en sí mismo no es más que un ruido, se convierte en llamada cuando el Otro lo reconoce como tal. Es decir, el Otro supone una intención en ese ruido, supone un sujeto que "quiere decir algo".
Así se hace evidente que no hay sujeto sin Otro. No hay voz sin alguien que escuche. Y no hay demanda sin un Otro que la sancione como tal.
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