El carácter inaprehensible del sujeto no anula su valor como brújula de la cura psicoanalítica. Lo mismo puede decirse del deseo, siguiendo la articulación entre ambos: la cura se orienta por el sujeto, en la medida en que el analista debe “acomodarse” a él en la transferencia y darle lugar; y se orienta por el deseo, en tanto es lo que moviliza al hablante, lo que lo pone en causa.
Si lo simbólico preexiste, el sujeto queda atravesado por la latencia y la desnaturalización que esa anterioridad impone. El significante cumple una función activa: no se limita a producir efectos de sentido, sino que inscribe el cuerpo como superficie simbólica, radicalmente distinta del cuerpo natural y biológico. En este marco, la sexualidad adquiere un papel central en la praxis analítica, no por la genitalidad, sino por la participación de la pulsión.
La castración puede pensarse, por un lado, como la falta de una inmanencia que otorgue identidad al sujeto, lo que lo convierte en un “ser en falta” y repercute en su posición sexuada. Por otro lado, también puede concebirse como efecto de un vaciamiento constituyente, que conmueve cualquier noción de esencia previa. En tanto carece de identidad, el sujeto se ve obligado a identificarse para poder advenir al ser.
La palabra es el instrumento privilegiado de la práctica analítica, porque al ponerse en acto hace comparecer al sujeto en su división. Esto ocurre dado que la palabra está atravesada por la multivocidad, el equívoco y el malentendido; en su dimensión metonímica, ella misma da cuenta de la falta constitutiva a la que el sujeto está ligado.
Si el Otro es el tesoro del significante, y allí no existe término alguno que pueda nombrar o fijar al sujeto del inconsciente, se establece una correlación fundamental: la división del sujeto se enlaza con la falta en el Otro.
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