La historia de los alfabetos muestra que las letras han estado siempre ligadas a la producción cultural. Su inscripción en objetos cotidianos —como en la alfarería y en las escrituras sobre vasijas— revela que, desde sus orígenes, la letra porta una marca de procedencia, una inscripción contextual. En este sentido, puede decirse que la letra sitúa un marco simbólico, un contexto cultural que remite al campo del Otro.
Desde esta perspectiva, es claro que la letra puede tener una función connotativa: evoca, alude, inscribe un sentido ligado a un lugar, a una tradición o a un colectivo simbólico. Sin embargo, lo que Lacan persigue al servirse de la letra no es este aspecto connotativo, sino más bien su dimensión denotativa, allí donde se despega del sentido y apunta a lo literal, lo no interpretativo.
En este nivel denotativo, la letra no representa un significado, sino que señala una falta de referente. La letra, entonces, no colma el hueco que deja esa falta; por el contrario, la pone en evidencia. Lo que sí viene a colmar ese vacío son los efectos semánticos del discurso, que se apoyan en las connotaciones para producir una identidad ficcional en el hablante, que le da la ilusión de completud.
Es cierto que persiste una tensión entre letra y escritura. Sin embargo, también es evidente que no hay escritura sin letra, y más aún, sin lector. Es esta tríada —letra, escritura y lector— la que permite entender los desarrollos que Lacan realiza entre los Seminarios 18 y 20, donde la escritura se define por su inscripción en el campo del Otro.
Podemos decirlo de manera nodal: no hay escritura sin Otro, así como no hay síntoma —como condición del lazo— sin la presencia del Otro. Esta afirmación abre paso a una relectura de la castración, ya no sólo desde la falta simbólica, sino desde la imposibilidad estructural de una escritura plena, de una inscripción que colme el hueco del ser hablante.
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