El amor atraviesa de principio a fin la obra de Freud y de Lacan. Freud llega a afirmar que "el psicoanálisis es, esencialmente, una cura por el amor", una formulación que podría suscitar consensos generalizados, pero que, no obstante, plantea importantes dificultades. Si ese amor se dirige al analista en tanto Sujeto Supuesto al Saber, ¿cómo pensar entonces la incidencia del deseo en su dimensión más opaca, incluso atormentadora? Y aún más: si la transferencia se redujera a ese supuesto saber, ¿cómo se pondría en juego el goce en su lógica paradójica?
Desde una lectura narcisista, el amor aparece como solidario de la dimensión especular, como retorno de la imagen propia. Pero si lo situamos desde un registro simbólico, el amor implica sustitución: el amado ocupa el lugar del objeto faltante, activando una dinámica de pérdida y desencuentro. Ese hiato puede quedar velado por la coherencia ilusoria que ofrece el fantasma.
Lo que está en juego en el amor es, en rigor, una disyunción. El motor del deseo del amante no es aquello que el amado porta, aunque el semblante —como operador estructurante— sugiera lo contrario. Esta discrepancia, constitutiva del campo amoroso, queda frecuentemente encubierta por la escena fantasmática.
Es justamente con esa falta, con ese desacople estructural, que el analizante debe confrontarse al final de un análisis. Lacan dice: “porque no sabe”. ¿Qué es lo que no sabe? No sabe desde qué posición de objeto se dirige al deseo del Otro. El fantasma organiza este no saber bajo la forma de un guion amoroso, que es preciso atravesar.
El núcleo de este planteo reside en ese no saber que afecta tanto al amante como al amado. En ese sentido, el amor no se reduce a una vivencia o a un afecto: posee una estructura, una lógica que excede sus manifestaciones imaginarias y sus promesas simbólicas. Esa estructura se sostiene en la articulación entre deseo y demanda, ubicando al amor más allá del espejo y más acá de la ficción.
Así, Lacan propone una lectura del amor que no se deja reducir a la ilusión del encuentro ni a la promesa del complemento, sino que se inscribe como un juego de posiciones, un dispositivo donde lo que se pone en acto es, finalmente, el agujero del saber sobre el deseo.
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